Antropología de la oración (Reflexiones)

Francisco Jálics sj





1. Las relaciones humanas en la oración

La Biblia muestra con frecuencia el paralelo que existe entre nuestra comunicación con Dios y nuestras relaciones humanas. Es imposible que se de una sin la otra. La medida de una es la medida de la otra. Es imposible amar a Dios mientras no amemos a los seres humanos que nos rodean (1 Jn. 4: 20). La oración y la Misa carecen de sentido mientras no se ha enfrentado un conflicto en el ámbito de las relaciones humanas (Mt. 5: 23). Hasta se puede hablar de una verdadera compenetración de estas relacionen.

Un vaso de agua ofrecido al que tiene sed es un vaso de agua que calma la sed de Jesucristo (Mt. 25-35). No sería exagerar las palabras del Evangelio al decir que el paralelo en las relaciones vale igualmente de la cualidad de las relaciones, nosotros amamos a Dios con un corazón humano, con nuestras tendencias, nuestros esfuerzos y actitudes humanas. Los conflictos que vivimos en las relaciones humanas se deben en gran parte a trabas en nuestra capacidad de amar. Los demás pueden ser muy deficientes, podrán llegar a dificultar la comunicación pero no pueden anular nuestro amor y nuestra apertura hacia ellos y durante mucho tiempo no podrán resistir a la irradiación de nuestra caridad si nuestra capacidad de amar es plena.

Pero ni nuestra capacidad de relacionarnos con los demás está afectada, bloqueada o frenada, por el mismo hecho se traba nuestra relación con el Señor. En otras palabras, tratamos a Dios conformo tratamos a los hombres. Sí somos agresivos con los hombres lo seremos con Dios. Si tenemos un complejo de dominar nuestro ambiente, de alguna manera quizás inconsciente trataremos de dominar a Dios. Si vivimos encerrados en nosotros mismos en medio de los hombres, nuestra oración será la continuación de esta actitud regresiva de centrarnos sobre nosotros mismos. Nuestra incomunicación con el "prójimo" refleja un aislamiento de Dios. Si nos sentimos indiferentes frente a un hermano, la oración denotará una aridez signo de la indiferencia frente a Dios. Los que tienen rencor contra alguien, lo proyectarán también hacia Dios.

¿No podemos decir, por lo menos, que nuestra relación con Dios es como nuestra relación con nuestro mejor amigo? Esto sería una ilusión. Dios es más grande que nuestro mejor amigo. Nuestro mejor amigo no es omnipotente. Podemos no relacionar con el muchos problemas que tenemos. Nuestro mejor amigo no es responsable de nuestra situación y nuestro mejor amigo no identifica su relación con nosotros con las relaciones que tenemos con todos nuestros enemigos.

Creo que no hay relación humana que no se refleje de alguna manera en nuestra relación con el Señor.

Por lo tanto si queremos hacer un examen de nuestro amor al Señor tenemos que hacer un análisis de todas nuestras relaciones humanas y esto nos dará un diagnóstico de nuestras relaciones con el Señor. La tradición monástica de los primeros siglos exigió una adaptación y una integración real a una comunidad de los que se preparaban para una vida ermitaña. De esta manera muestra su fe en la Escritura que sin una comunicación integrada en el campo de las relaciones humanas no admite la posibilidad de un acceso real a Dios.

2. La relación con el Señor

a) El problema de nuestra oración se presenta del siguiente modo. Estamos convencidos de que amamos al Señor.

Lo amamos con un amor sincero y profundo. Estamos entregados a su servicio y somos celosos de su Reino. El amor al Señor nos inspira un gran deseo de oración, anhelamos una profunda comunicación personal con Él. Pero nos falla el método de la oración. Nos abruma la rutina de la oración y de la Misa cotidiana. Estamos dispuestos a orar, pero a último momento aparecen cosas importantes y urgentes, y entonces, no por falta de espíritu de oración sino bajo la presión de la situación dejamos la oración. Las exigencias del estudio, la urgencia del apostolado y el ritmo acelerado de Ia vida moderna nos distrae de la oración.

Tenemos un amor muy intenso al Señor pero la oración se hace rutinaria. Tenemos mucha fe en Jesucristo pero a menudo las palabras del Evangelio no nos dicen nada. Nuestra oración es árida, seca. ¿Será una prueba que Jesucristo nos manda? El apostolado nos entusiasma y la oración carece de la misma atracción, porque nos parece que somos activos y expresamos nuestro amor a Dios dedicándonos a los demás.

Así se nos presenta el problema de nuestra oración y nos parece que tenemos un gran amor al Señor y en la oración sufrimos por ciertos problemas periféricos de método, de rutina y de tiempo disponible. Sin embargo los mismos hechos pueden ser interpretados de otra manera. Conforme a esta otra interpretación los problemas no se ubican en la periferia sino en el centro. Las dificultades en la oración indicarían que el amor interno hacia Dios es una ilusión. Los hechos indican que hay un conflicto latente con el Señor, le tenemos un rencor escondido, o lo agredimos, o queremos dominarlo, o nos parece que nos trata mal y, de una manera oculta a nosotros mismos, le exigimos un trato diferente. A lo mejor sentimos una profunda rebeldía frente a Él por habernos frustrado en algo. Puede ser que en lo más interior de nuestro ser sintamos una indiferencia frente a Él y tratemos de ignorarlo. Todo eso puede ser como una venganza por no dejar realizarnos. Puede ser que en lo más interior de nuestro ser pensemos que es injusto con nosotros o por lo menos que no nos quiere.

Ciertamente que nunca nos atrevimos a formularlo de una manera tan cruda, sino que tratamos de convencernos de que amamos a Dios y tratamos de hacer esfuerzos cada vez más grandes por amarlo mejor. Inconscientemente nos parece que con este esfuerzo evitamos el tener que enfrentar nuestro conflicto real con Él.

Este conflicto latente explicaría mucho mejor nuestra aridez en la oración. La ausencia de una oración serena y consolada, la insensibilidad en las Palabras del Evangelio. Este conflicto no confesado con el Señor indicaría mucho mejor el sentido de nuestra falta en el trato con el Señor. No es comprensible que haya una aridez molesta, una frialdad inexplicable con alguien con quien nuestro verdadero diálogo está bloqueado. Nos es obvio que sintamos la Misa como un acto rutinario cuando nuestra entrega real es paralizada por rencores inconsistentes. La duda de fe no podrían ser fruto de un deseo profundo de querer ignorar a Dios, o de querer eliminarlo. No es una manera de agredir a Jesucristo el decir que la renovación del sacrificio es un rito rutinario que no nos dice nada.

b) ¿Cómo podemos superar las dificultades que encontramos en nuestra vida de oración? Las superaremos en la medida en que superemos los conflictos que tenemos con el Señor.

¿Y cómo superar los conflictos con el Señor? Los superaremos haciendo bien la oración.

Y hacemos buena oración cuando tratamos con el Señor los verdaderos problemas que tocan nuestra relación con El. Por eso la buena oración es ante todo un esfuerzo de sinceridad, y luego un esfuerzo de aceptación.

La oración de nuestro Señor en Getsemaní puede ilustrarnos cómo comportarnos frente al Padre. Jesús vivió en Getsemaní un verdadero conflicto frente al Padre. Por una parte quería obedecer y quería aceptar las consecuencias, de su misión y por otra parte interiormente se rebelaba contra esta sumisión que lo llevaba a la muerte.

Ante todo hace un esfuerzo de sinceridad para tomar conciencia y para expresar toda la rebeldía y rencor que se escondía dentro suyo “Padre si puedes aparta de mí este cáliz” (Lc 22,42). Es un esfuerzo de sinceridad para concientizar y para expresar su deseo oculto que trababa su entrega al Padre. Mientras este deseo no se hace conciente no se puede entregar libre al Padre porque el deseo de no morir estuvo en conflicto. Por eso primero deja aflorar tooda su tensión interior. Pero hace un esfuerzo de aceptación: “pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Mateo nota que este proceso de aceptación duró horas enteras sin cambiar las expresiones de su oración (Mt. 26-44) La oración no se hizo rutinaria porque hablaba sobre lo vivo y hacía interiormente un doloroso proceso de aceptación de la Voluntad de su Padre y un proceso de renuncia a su propio deseo.

La aceptación y la renuncia son dos aspectos de una misma realidad. La aceptación es un acto de fe. Aceptar que Dios no nos quiere el mal sino el bien, no quiere frustrarnos, no quiere engañarnos, no es injusto, sino que es nuestro Padre y nos quiere infinitamente. La renuncia consiste en abandonar una interpretación egoísta del mundo y de nuestra situación. Pero para esta aceptación y esta renuncia es preciso confesarnos que lo sentimos de alguna manera como si nos frustrara en algo. Así como Jesucristo tuvo la impresión de que el cáliz que tenía que beber lo frustraba. Sólo si realmente hemos tomado conciencia de nuestro problema real con el Señor, sólo entonces podemos lanzarnos a este proceso de aceptación de nosotros mismos y de nuestra situación y de Dios mismo.

Personas que se quieren mucho, se buscan para comunicarse, aprovechan intensamente el tiempo que pasan juntos, no se niegan a dedicarse mutuamente el tiempo, y no se olvidan de sus compromisos mutuos. Estando juntos no se aburren sino descansan interiormente, se renuevan y se sienten plenas. Por lo tanto cuando nuestra vida de oración lleva todos esos signos del trato familiar e íntimo podemos estar seguros de que amamos al Señor con razón.









Boletín de espiritualidad Nr. 1, p. 7-11.