La comunidad religiosa, signo de la “koinonia” de caridad (*)

Jean M. R. Tillard e Yves Congar







El Nr. 15 del Decreto “Perfectae Caritatis” trata del misterio de la vida común. Este punto hubiera estado más en su lugar a continuación del Nr. 6, prosiguiendo con la exposición de los fundamentos. Hay una continuidad de estilo. Además, este Nr. 15 nos parece uno de los pivotes del Decreto, uno de los lugares donde aparece con más vigor el espíritu del Vaticano II y la dimensión esencialmente eclesiástica de la vida religiosa.

Fecundada en la Eucaristía y la Palabra de Dios, la comunidad no es una simple aglomeración de cristianos que busca cada uno por su cuenta la perfección personal. Ella es, en su vida fraternal, el signo, la proclamación de la gran koinonía de caridad que en su hijo el Padre quiso instaurar entre los hombres. Estas líneas se cuentan entre las más bellas y evangélicas de todo el Concilio. Se afirma aquí uno de los imperativos centrales de la renovación deseada: la calidad evangélica de la vida comunitaria. Se pone el acento en la cualidad “mistérica” del ser mismo de la comunidad.

En el primer esquema (mayo de 1963) apenas tres puntos exponían los problemas de la vida común, prestando los elementos importantes a reformar, pero expuestos sin ningún espíritu y en un estilo jurídico. Se privaba a la vida común de dimensión dogmática, equiparándola a la cuestión del hábito. Se olvidaba que gran parte de la crisis actual s e debe a una insuficiente concepción de la vida comunitaria, preocupándose en cambio mucho por otros peligros como el activismo y la insubordinación.

En las observaciones que los padres hacen a este esquema que Avanza poco o nada, la única mejora valiosa que se logrará en el esquema de 1964 está en la primera frase: en lugar de “testimonio de la primitiva Iglesia” se pone “testimonio de la caridad de Cristo a ejemplo de la primitiva iglesia”. Además se supera la desproporción en el desarrollo de aspectos secundarios y nuestro tema.

Entre 1963 y 1964 la perspectiva no ha evolucionado. La mención de la “caridad fraterna” no aparece por sí misma sino como introducción a las reformas que se piden. Parecen pensar que las manifestaciones de la caridad fraterna, todo lo que concurre a hacer de la vida común un medio de amor, de paz, de gozo, no viene sino al “bene esse” de la vida religiosa y no entran en su naturaleza evangélica.

Todo cambia con el debate y las observaciones de noviembre de 1964. Los Superiores Generales evocan la importancia del testimonio de la vida común como signo del Evangelio en un mundo muy dominado por el egoísmo personal. Un “modus” apoyado por personalidades de peso pide “que la vida común sea el testimonio de la caridad de Cristo, significada y nutrida por la Eucaristía, a ejemplo de la comunidad primitiva en la que todos tenían un solo corazón y una sola alma… cada religioso debe sentirse responsable de todos sus hermanos”. También se insiste en el problema de los hermanos llamados “conversos” pidiendo un estado de igualdad con los demás en los Capítulos, etc.

La nueva redacción pone de relieve la dimensión evangélica de la vida comunitaria iluminando su aspecto sobrenatural. Se ha entrado entonces en lo profundo, en la naturaleza misma de la vida común, que es para el mundo anuncio de la koinonía fraternal por la presencia del Señor. Es la traducción en actos humanos de la realidad profunda y misteriosa de la “comunión” de vida con el Padre en Jesús. La comunidad religiosa es un misterio en el seno de la “Iglesia-misterio”. Es “sacramentum”, ya que es a la vez realidad y signo, revelando que el “mysterium” está ya iniciado en la historia de los hombres, por el Señor Jesús.

El pensamiento de Juan y de Pablo descubre que la comunión eclesial (la koinonía) es una realidad ya cumplida por la Pascua. Jesús ha recreado la unidad rota por el pecado: unidad de los hombres con el Padre, unidad de los hombres entre ellos (Ef 2,14-18; Col 1,21-23; 3,14-15; Gal 3,28). El Espíritu Santo que Él envía tiene precisamente la misión de difundir en la humanidad ese misterio del cual el Señor es la fuente. Si por el Bautismo entramos en la Salvación, es en esta comunión y en esta fraternidad dada por Jesús que somos hechos hijos adoptivos del Padre, miembros de la Iglesia, hermanos de los Santos. Esta fraternidad es el don del agape del Padre, signo de su amor: la fraternidad de Cristo Jesús. La Eucaristía que nos une en la comunión sacramental al mismo cuerpo resucitado del Señor, arraiga y expande en nosotros este misterio, nos arraiga en la fraternidad.

La Eucaristía, como todo sacramento, no es un rito pasajero de algunos minutos. Ella se proyecta en la vida y su efecto tiende a actualizarse en el destino cotidiano de los hombres. Así parece en el seno de la koinonía eclesial, la comunidad eucarística de caridad. Epifanía, la más perfecta posible, del regalo esencial hecho por el Padre a los hombres en Cristo Jesús, el germen de la auténtica fraternidad. El efecto de este germen actuante en el mundo tiene a ser manifestado por los cristianos; pero ellos viven en general separados por sus obligaciones propias para ser fermentos en la masa. La asamblea dominical está para manifestar este signo. Pero la comunidad se propone aportar, por un estilo de vida especial, esta presencia más viva y continuamente. Ella quiere ser signo de la comunión eclesial en tanto que es el don del padre hecho en Jesús y en su Espíritu. Tomando las palabras del Decreto, “la unidad de los hermanos pone de manifiesto el advenimiento de Cristo”. Por esto, los votos religiosos son testimonio y signo. Estos expresan en una vida humana el hecho que la comunión de fraternidad, en lo que la comunidad busca llegar a ser una célula perfecta, no viene sino de Dios solo, en Jesucristo.

Pues por la castidad libre y gozosamente asumida, la comunidad entera proclama que el amor que la habita no pasa a través de los llamados de la carne (los cuales sin embargo son buenos en la gracia) sino viene de la acción del Espíritu que imprime en cada uno los rasgos de Cristo. Además, nosotros no escogemos a nuestros hermanos religiosos, Dios mismo nos los da y, si buscamos amarlos más cada día, eso no es primeramente porque nos simpaticen humanamente, sino porque Dios mismo los ha hecho nuestros hermanos, dándoles a ellos también la gracia de la comunión. Nuestro amor fraterno no tiene por origen y causa sino el don del Padre en Jesús: mi hermano no es aquel que yo he elegido para amar, sino aquél a quien el padre en su sabiduría me ha dado a amar. Lo mismo respecto al voto de pobreza. Renunciar a toda posesión personal, limitarse comunitariamente a un estilo de vida más modesto vuelve a significar públicamente que el don de la comunión y de la fraternidad que el Padre nos hace en Jesús, es suficiente para saciar nuestros deseos de posesión, que es lo único necesario.

Además en esta y por esta fraternidad cada uno encuentra lo que requieren sus necesidades más esenciales por la puesta en común de los frutos del trabajo. Más importante es quizá en este sentido, el valor de la obediencia. El religioso se compromete a no orientar su vida, su “servicio del designio de Dios”, sino a través de la mediación de la voluntad de un hermano, su superior. Sin dimitir de su juicio personal, él quiere leer la voluntad del Padre en la voluntad de un hermano. Dando al cristiano la comunidad, Dios se da a sí mismo, un poco como se da a sí mismo al darnos a su Hijo.

Los votos son en esta perspectiva de la vida común, esfuerzo generoso por hacer aparecer con claridad en la superficie de la Iglesia, los rasgos grabados en sí misma, en lo profundo de su ser de comunión.

Pero la comunidad no se caracteriza solamente por sus votos. Éstos se ordenan a un estilo de vida evangélica. Ese estilo debe ser “sacramentum”. Es necesario, por consiguiente, que la vida común busque el expresar de un modo más relevante los rasgos de la vida de Iglesia: no sólo koinonía ontológica, sino también vida de koinonía.

Esos rasgos son ante todo “espirituales”. El texto menciona la unidad de espíritu, las atenciones mutuas, el hecho de llevarse las cargas los unos de los otros – “familia reunida en el nombre del Señor”. Habrá que corregir ciertas legislaciones de Institutos que presentan un estilo de relaciones de superior-inferior carentes de espíritu de familia. Hay que superar la falta de franqueza en los actos de gobierno, pudiendo muchas veces dirimirse ciertos conflictos con una discusión leal en un clima de familia. Los cuadros jurídicos, en cambio, hacen que la comunidad no pase, muchas veces, de ser una entidad jurídica, teniendo que ser comunión de caridad.

Los últimos párrafos de este número 15 encaran la cuestión de los “conversos” que solo mencionaremos aquí brevemente. La cuestión de los conversos nos parece de las más urgentes. Si es verdad que los “conversi” fueron en su origen penitentes misericordiosamente acogidos por un monasterio, hombres incultos, además, a los que era difícil dar el nivel de formación humana necesaria para una vida monástica honesta, esto ya no es, manifiestamente, el caso de hoy día. Se los considera como “servidores”, como “subalternos” de los clérigos, en lugar de ensayar integrarlos en su lugar y según su capacidad en la marcha misma de la comunidad. Esto está no sólo contra la caridad, sino que niega los derechos fundamentales de la dignidad de la persona.

La existencia de religiosos laicos, miembros de la comunidad, en pie de igualdad con los clérigos (derechos y obligaciones), salvo para los actos del ministerio sacro, es sin duda el único punto de partida. Tendríamos así comunidades en las que, en el plano estrictamente religioso, hermanos-clérigos (diáconos o sacerdotes) y hermanos-laicos estarían en pie de igualdad. La distinción actual no hace casi honor a la cualidad de servicio del sacerdote y atenta contra el testimonio de fraternidad. Suprimir esta distinción arreglaría otro problema que se presenta cada vez más en ciertos medios. Los novicios-clérigos, seguros de su llamado a la vida religiosa, llegado el día en que deben comprometerse por la profesión solemne o perpetua, dudan de su vocación sacerdotal. ¿No se le podría, en este caso, integrar plenamente a la comunidad, prescindiendo por el momento de la decisión final acerca de su aceptación o no de la función sacerdotal? Un hermano laico competente podría quizás enseñar o sus hermanos la teología o la historia, escribir en revistas especializadas, hacer investigaciones científicas, colaborar en la reflexión pastoral. La enseñanza de las ciencias teológicas no está de por sí ligada al carácter sacerdotal. El decreto nos abre una puerta ancha para corregir la situación actual, que reserva en general la vocación monástica o religiosa para los que tienen vocación clerical, desvalorizando en cierto sentido la grandeza del laicado consagrado, y no responde a las aspiraciones de muchos de nuestros contemporáneos.

El único principio de distinción deseado por el Concilio está expresado por la fórmula de inspiración evangélica: “Manténgase sólo la diversidad de personas que exija la diversidad de obras a que se destinen las hermanas, ya sea por especial vocación de Dios, ya por su especial aptitud”. ¿Por qué este principio no valdrá para todo Instituto religioso?

Tal es uno de los grandes ejes que el decreto Perfectae Caritatis ofrece a la renovación de la vida religiosa. Los hemos presentado situándolo en su contexto histórico. El decreto no da respuestas a todos los problemas que tiene hoy la vida religiosa. Alguien podrá encontrar algún tono de timidez o compromiso en alguno de sus términos. Pero esto amplía el margen de iniciativa a cargo de las congregaciones religiosas. El texto es un punto de partida lleno de promesas, sin cerrar ninguna puerta. A los teólogos y a los religiosos toca hacer el camino que el poder del Espíritu en el Concilio señaló a la Iglesia.





Notas:

(*) Comentario del Nr. 15 del Decreto “Perfectae Caritatis”; condensado de un capítulo del libro L’Adoption et Rénovation de la vie religieuse de Tillar y Congar op, Paris 1967, p. 146-157. Traducción de Alberto Boselli sj.









Boletín de espiritualidad Nr. 4, p. 7-9.