Madurez cristiana y discernimiento espiritual (*)

David T. Asselin sj







Mi propósito es situar el discernimiento espiritual personal en el contexto del crecimiento de la fe, es decir, la madurez cristiana. Desde este punto de vista, educar la fe más que una cuestión de instrucción teológica es una experiencia espiritual guiada. Estoy pensando en el “teleioi” de Hebreos 5,14, “los maduros que tienen sus facultades entrenadas por la experiencia para discernir entre el bien y el mal”, un excelente sumario del trabajo de restauración del Espíritu santo, fuera del caos, el cual proviene de la tentación original del hombre a determinar el bien y el mal por sí mismo y según su voluntad. El término podría ser traducido también como “el perfecto” o quizás “lo realizado en persona”.

La fe, a través de esta exposición, debiera ser entendida en el sentido del Decreto sobre el apostolado de los laicos del Vaticano II:

“Sólo por la luz de la fe (la palabra subrayada es “sólo”) y por mediación de la palabra de Dios, puede uno reconocer a Dios siempre y en cualquier parte, en quien ‘vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser’, buscar su voluntad en todo momento (suceso), ver a Cristo en todos los hombres ya sea que estén cerca nuestro o sean extraños, tener juicios acertados acerca del verdadero sentido y valor de las cosas temporales, tanto en sí mismos como en su relación con la meta final del hombre.”

No hay nada escrito en este texto que no sea una meditación de la escritura acerca de los significados de la maduración de la fe. El Concilio resalta simplemente el contenido de la fe adulta. Lo que me gustaría explorar es un elemento indispensable en el proceso de maduración de este contenido.

La verdad del asunto es que la fe no es primariamente una fuente de respuestas a nuestras preguntas sino más bien nuestra respuesta a la pregunta del Señor, “¿Me amas?” En otras palabras, como la fe no como una búsqueda de respuestas (a nuestros problemas intelectuales) ni como respuestas fijas (a las preguntas de otros), sino como la respuesta de toda la persona al Señor insertando Su Persona y Espíritu, y así articulándose Él mismo como la Palabra divina, en la vida humana.

Mi proposición general es que en el mismo corazón del crecimiento en la fe encontramos, necesariamente, un refinamiento y un incremento d ela gracia del discernimiento espiritual, más que un problema de ser intelectualmente inteligente es el de ser favorecido y llamado por el Señor para crecer en su conocimiento. Todas las cosas sirven al Señor para una historia; todas las personas son llamadas a ser vehículos de Su voluntad creadora; todos los hombres de buena o mala gana sirven a Dios como fines de una historia humana. Sin embargo, no todos, ni mucho menos, parecen oír el llamado a conocer al Señor que sirven, a conocerlo como un amigo conocer a otro amigo, como un hijo conoce a su padre, como una esposa a su esposo. Conocerlo es la señal de crecimiento espiritual y madurez.

El crecimiento en la fe es un trabajo de Dios. El hombre no puede hacer nada mejor que colaborar con la iniciativa divina en su vida espiritual. Esto parece que implica varias cosas.

Antes que nada, como punto de partida espiritual, se requiere una apertura para ser movido por Dios. Ésta es la llave a la obediencia así como a todo encuentro espiritual. La actitud fundamental cristiana, entonces, es la de uno que escucha, uno que está abierto a las iniciativas divinas de cualquier índole que sean. Es radical y esencialmente una actitud de oración, la que continúa o debiera continuar, más allá de la oración, en el apostolado y en cualquier otro trabajo de experiencia.

La segunda deducción es una necesidad de algún tipo de escrutinio y reflexión con respecto a las experiencias interiores en uno mismo en la oración y en todas las situaciones de la vida. Este examen personal es necesario no sólo meramente por llevar una cuenta de las faltas imputables jurídicamente, sino más bien para crecer en una discriminación y discernimiento habituales, por la fe, de las diversas experiencias interiores y las llamadas espirituales personales -impulsos, inclinaciones, atracciones, repugnancias, ataques- lo que ocurre más frecuentemente entonces, quizás, de lo que admitimos o discernimos espiritualmente.

La tercera exigencia es un crecimiento de la capacidad de reconocer y responder a aquellas experiencias que provienen del Señor. Aquí en el área de la afectividad concreta están los contactos directos con la iniciativa personal del Señor, guiando al individuo o a la comunidad. La diferencia entre la dirección espiritual y el gobierno espiritual de una comunidad implica una diferencia de acento mayor en el escrutinio y reconocimiento espirituales de la voluntad divina en lo concreto. Sea lo que fuere la diferencia accidental puede surgir en el modo de reflexión hecha sobre la experiencia, tanto la comunidad como el escrutinio individual llevan finalmente a la posibilidad de una respuesta que podemos llamar “rectamente orientada”, una respuesta directa a una vocación interior que da primacía al responder a la pregunta del Señor: “¿Me amas?”

En síntesis, estos tres requerimientos -apertura a la experiencia espiritual, una reflexión sobre la misma y una respuesta–, capacidad a dicha experiencia, son elementos básicos en el crecimiento de la sensibilidad a la iniciativa del Señor o al discernimiento espiritual.

Ya sea a nivel comunitario o individual, en orden a llevar a cabo un gobierno, una dirección spiritual o un crecimiento en la fe, se requiere la cooperación de varios. El director y el dirigido, el superior y el súbdito, el padre espiritual y su “hijo”, ambos deben estar humildemente alertas en una colaboración de “escuchas” al Espíritu del Señor. La relación básica en la dirección y gobierno espirituales es la de un trabajo aunado de director y dirigido discerniendo la voluntad del Señor en situaciones concretas. Ambos, entonces, deben estar continuamente subordinados al Espíritu y la Palabra del Señor como director principal. La jerarquía de una subordinación en el contexto de la dirección espiritual, es la de un director ser humano quien por su llamado es el servidor de una relación creciente entre un dirigido y el Espíritu del Señor. En un sentido, entonces, el director-ser humano ocupa su sitio, espiritualmente, en el lugar más bajo, no en el más alto.

En esta relación de dirección espiritual, destinada a servir el trabajo creativo del Señor en el individuo y en la comunidad, la responsabilidad recae en primer lugar en el Señor mismo, en segundo lugar en el grupo o el individuo que es llamado a Él y finalmente en el servidor de sus relaciones mutuas, el director espiritual. Si existe alguna subordinación a la dirección humana en la respuesta a Dios, esta subordinación debe ser establecida por el Señor y garantizada por Él (o por un convenio o pacto libremente concertado de parte del sujeto).

El crecimiento de un discernimiento de la acción del Espíritu de Dios es, entonces, lo que verdaderamente madura y establece en la fe a una persona espiritual o a una comunidad. Una auténtica comunidad espiritual es aquella que puede ser descripta por su conocimiento real de ser movida y dirigida por el Espíritu Santo, en diversos niveles. Este conocimiento no es sólo encontrar lo que se busca a través de la comunidad, sino forme a funciones claramente definidas de individuos debidamente subordinados. Como encontramos en los Evangelios, ser grande en la comunidad del Señor significa ser más pequeño y el servidor de todos. El trabajo del que tiene la responsabilidad de dirigir a otros es un trabajo de asistirlos, como individuos y como un grupo, para oír y responder mejor a la iniciativa del Señor en cada situación.

Este gobierno o dirección es un asunto spiritual precisamente como una extensión en la colaboración con el Espíritu del Señor, el director fundamental y superior.

Las indicaciones, orientaciones, iniciativas del Señor deben ser discernidas como provenientes de Él y entonces seguidas, si un hombre está para servir al Señor dignamente, o sea conociendo al Señor que sirve. Hay entonces, hoy en día una necesidad de respetar la importancia y centralidad de la experiencia espiritual interior, personal, sin temor de falso misticismo o del desatino de los entusiastas, quietistas, alumbrados (iluminados). Más aún, debemos investigar el área de la experiencia espiritual del momento actual, porque la Iglesia no sólo nos está invitando, sino que nos incita a hacerlo con las palabras de uno que exclama: “Aquel que tiene oído, déjenle oír” (Apoc 2,11).

La palabra “madurez” ha sido definida con aptitud por el sicólogo suizo Jean Piaget, el cual hizo estudios extensos de niños en sus procesos de desarrollo. La madurez, dice, es simplemente un incremento en la capacidad para diferenciar en forma práctica las experiencias y operaciones interiores. Si adoptamos esta definición, entonces, la vida de fe en un hombre es madurez hasta el punto de que sea capaz de reflexionar sobre, comprender, discriminar entre, y responder a los estímulos espirituales más profundos que experimenta dentro de sí mismo.

La llamada personal del Señor

Sería bueno sugerir aquí algunas relaciones entre ley general o principio, por un lado, y la experiencia personal o individual, por el otro. Separar las dos es caer en el legalismo y el moralismo, o dentro de una especie de situación ética. El problema está en relacionar estos dos polos.

Es verdad que una ley general y un principio circunscriben recta y concretamente cada situación personal. Pero esto es así sólo en la medida en que esta situación es común a todos los hombres y no adecuado a esta persona como tal. Quiero decir que las situaciones de Pedro y de Pablo están orientadas correctamente por un principio general únicamente en cuanto que Pedro y Pablo son hombres, por lo tanto considerado impersonalmente, no en cuanto que se los distingue uno de otro por un nombre. Pedro como Pedro es más que sólo un hombre.

Con respecto a esto permítaseme dirigir la atención hacia el modo perfecto de conocer un hombre, íntimamente y personalmente, el cual es el modo de conocer del Señor, es decir, por su nombre. Leemos en Isaías 43, 1: “No temáis, porque Yo os he redimido; os he llamado por vuestro nombre; vosotros sois míos”, y en Juan 10,3: “el rebaño oye su voz, y Él llama su propio rebaño por su nombre y lo conduce hacia adelante”.

La Escritura revela continuamente el conocimiento personal e íntimo que tiene el Señor de cada una de sus creaturas: “Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí; antes de que nacieras te consagré, te constituí como profeta de las naciones” (Jer 1,5); “Señor, me has probado y me conoces, Tú comprendes mis pensamientos desde lejos, todos mis caminos te son familiares, aun antes que una palabra esté en mi lengua, he aquí, Oh Señor, Tú conoces todo lo que voy a decir, dónde puedo ir lejos de tu Espíritu dónde puedo huir de tu presencia” (Sal 138 [139]).

Así como es cierto que el Señor conoce y llama a cada hombre por su nombre, también es igualmente cierto que el hombre llega a ser espiritualmente maduro en la medida en que puede reconocer y admitir quién es el que lo está llamando, respondiendo al Señor por su nombre en todas las cosas:

“He aquí que vienen días -dice el Señor- en que yo concluiré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres cuando los tomé de la mano y los saqué del país de Egipto, alianza que ellos violaron y por lo cual rechacé -dice el Señor-. Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días -dice el Señor-: Pondré mi ley en su interior, en su corazón la escribiré: y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que instruirse mutuamente, diciéndose unos a otros: “Conoced al Señor”, sino que me conocerán todos, desde el más pequeño al mayor -dice el Señor= porque perdonaré su culpa y no me acordaré más de sus pecados (Jer 31,31 ss.).

Parece claro aquí y en cualquier parte de la Escritura, que Dios está estableciendo con cada persona tanto como con su comunidad una nueva relación espiritual de inmenso valor, la cual excede las expectativas de un auténtico personalismo cristiano de hoy en día.

En orden a descubrir el significado de Pedro como Pedro y de Pablo como único y distinto de Pedro, en el contexto de una historia de salvación universal (la cual, después de todo, es la tarea en la que están los directores espirituales y los superiores, intentándola realiza como algo fundamental) es necesario descubrir el único significado, valor y orientación que son propios de Pablo, ante el Señor. ¿Qué clase de lógica se necesita para alcanzar este tipo de conocimiento?

Además de la validez universal de un principio general y de una ley, Pedro, como algo irrepetible, individuo único, debe estar guiado por una lógica diferente a la lógica de un principio general y de una ley universal. En otras palabras, hay dos clases de lógica.

Una lógica que podríamos llamar conceptual o relativa a la proposición, es la base de un razonamiento en términos universalmente válidos. El punto de partida, el principio o el fundamento del cual proceden los conocimientos y conclusiones sucesivos de acuerdo a esta lógica, será un axioma. La lógica “relativa a la proposición” comienza por lo tanto con una proposición evidente de por sí.

Una lógica de lo concreto

Hay otra lógica, sin embargo, la lógica de lo concreto, sucesos y personal únicos e individuales (el cual, incidentalmente, es el modo como Dios percibe las cosas). Aquí el fundamento humano o primer principio no será ya un axioma sino una experiencia. Como la lógica del conocimiento conceptual está basada en proposiciones axiomáticas, así, en cambio, la lógica del conocimiento concreto está basada en la experiencia concreta. Una respuesta de fe madura a la palabra del Señor puede surgir sólo de un encuentro personal con Él.

Yo creo que es éste el trabajo de los superiores y directores espirituales: señalar aquellas experiencias auténticas por las cuales el Señor se está comunicando a los individuos y a las comunidades, guiando su crecimiento espiritual gobernado su desarrollo como personas cristianas. Este conocimiento concreto del Señor y de sus caminos sólo se puede obtener, como propone el Concilio Vaticano, “por medio de la meditación de la palabra de Dios”. El crecimiento en la fe es inseparable de la vida de oración. Ambas son áreas de preocupación fundamental para todos los que son llamados no sólo por el “¿Me amas?” del Señor, sino también por su “Que se alimenten mis corderos y ovejas”.

Por lo tanto, lo que el individuo como tal debiera decidir en el área de la libertad y la responsabilidad privada no puede estar determinado exhaustivamente por una ley o un principio general. Es, entonces, de importancia vital que lo que se decida esté determinado con certeza espiritual, no por simple conjetura, accidente o antojo. Esta es la razón precisamente por la cual es importante la seguridad, la madurez, el discernimiento en la fe de sucesos y experiencias interiores. De otra manera corremos el riesgo de considerar estas experiencias como meros fenómenos sicológicos, esquivando todo el mundo de sucesos concretos en función de los cuales pueden caber el discernimiento espiritual y la madurez.

Debemos aproximarnos, más bien, al mundo de la experiencia privada y de grupo, llenado con la presencia gloriosa del Señor (“Shekinah”), las indicaciones de su voluntad y providencia concretas, o quizás la presencia de un espíritu adverso. Por lo tanto, es sólo un conocimiento en la fe y un discernimiento de estos sucesos de los que pueden orientar a un entendimiento de la relación del individuo o de la comunidad con el Señor, una estimación de su madurez espiritual y una confianza creciente en su libertad personal y responsabilidad.

Ninguna elección concreta peude estar bien ordenada en la fe, a menos que coincide con las determinaciones del Señor a lo largo de una historia humana. Tener conocimiento de estas cosas en lo concreto es la única forma para un hombre de estar “en ello” (ubicado, compenetrado) espiritualmente hablando, o “donde está la acción”. Estar con el Señor de la historia, quien se reveló como estando continua e íntimamente con nosotros, significa que debemos estar con comunicación personal con Él en todas las cosas. Por tanto, la experiencia particular que funciona como un primer principio evidente de por sí para una lógica del conocimiento individual concreto, es nada menos que una experiencia real del Señor comunicándose Él mismo y proclamando su invitación y su llamado directamente a una persona en su situación única.

El crecimiento en un discernimiento presupone varios elementos. Debe existir antes que nada una experiencia interior; segundo, una reflexión constante acerca de esta experiencia; tercero, una discriminación entre varias experiencias, no desde el punto de vista de casualidades meramente naturales (psicológicas o de otro tipo), sino desde el de una fe personal en el Señor de una historia concreta; cuarto, una evaluación de estas experiencias interiores desde el punto de vista de la fe; y, finalmente, la capacidad para recibir y obedecer aquellos movimientos que han sido discernidos como provenientes del Señor, o al menos, viendo claramente que no son inspirados por un espíritu adverso.

Ésta es la única forma de estar con el Señor, y donde está su acción en verdad. Sólo así puede crecer realmente un hombre como una persona madura y encontrar una realización plena. Debe encontrar su propia relación personal con el Creador y Señor de todas las cosas, colocarse él mismo sin reservas a su servicio.

La experiencia, entonces, de un encuentro y de un contacto con el Señor, de estar escuchando a y de ser guiado directamente por Él, debe entrar dentro de las capacidades de la maduración en la fe de un cristiano ordinario. Por otra parte, ¿cómo podría disfrutar un cristiano adulto un llamado espiritual auténtico? La única forma que un hombre puede ser divinamente llamado a una vocación personal en haciéndolo “por su nombre”, lo cual significa por un encuentro único y personal con el Señor en términos de una experiencia interior incomunicable. Nuestros cristianos adultos, a la luz del Vaticano II, no están meramente destinados a servir al Señor, sino a conocer íntimamente al Señor que sirven. Verdaderamente su servicio debe provenir de un conocimiento personal Suyo, un conocimiento concreto que no puede ser captado desde la teología o desde la sicología o aún desde la mera ausencia de “impedimentos a una vocación”, sino desde una experiencia y una oración personales.

Hay una cuestión de algo místico, aquí, al menos en un nivel elemental, en el crecimiento en la fe ordinario de un cristiano – algo que vincula o un contacto consciente inmediato con la persona del Señor.

Por tanto, hoy en día confrontamos un misticismo que llega a ser reconocido y fomentado dentro de la providencia ordinaria de la gracia de Dios, por cada uno de los que han sido llamados a conocerlo. Este tipo de conocimiento es el que especifica la relación entre Dios y su pueblo, entre Dios y el individuo, en toda la historia de la vocación judeo-cristiana.

Propongo que hoy en día el así llamado discernimiento de espíritus, es el punto más relevante en nuestra herencia espiritual, porque es la lógica concreta de un conocimiento espiritual personal de las “cosas internas”, la vida de la experiencia espiritual más profunda. Sólo un discernimiento espiritual refinado orientará a un hombre a madurar en la posesión de sí, liberándolo de un desorden interior en su elección para que así pueda disfrutar de un encuentro de fe creciente, divino, en todas las circunstancias. En este sentido su conocimiento en la fe envolverá, iluminará y guiará todo lo demás en su vida, de tal manera que no será capaz, en adelante, de amar algo o alguien menos que sea “en el Señor”. Sólo dentro de este mundo de la experiencia personal de cada hombre es que se puede dar una respuesta en la fe a la palabra evocativa del Señor.

En esta era de personalismo, del descubrimiento propio, de la plena realizaci´øn, de la comunicación y del diálogo, no hay interés en un Evangelio que pudiera limitar en sí mismo absolutos espirituales y generalidades, un moralismo o una devoción trillada, así también como hay una reacción contra el anonimato espiritual de la “multitud solitaria” y la despersonalización del “hombre organización” en nuestra “ciudad secular”. Tales rótulos indican la alienación personal que atemoriza al hombre urbanizado de hoy en día. Todos conocemos la formación-reacción que surge contra esta situación, ofreciendo una salvación puramente secular en los términos de esta realización profana de los cuatro deseos básicos de un hombre: su deseo de seguridad, afecto y estima. La salvación real de un hombre hoy en día, sin embargo, de acuerdo a nuestra visión cristiana del mundo basada en una nueva alianza anunciada en Jeremías 31,31ss., envuelve el ser radicalmente favorecidos por Dios, de tal manera que la voluntad y la presencia divinas pueden ser conocidas y confirmadas personalmente por cada hombre.

Confrontada exclusivamente con principios generales y leyes, a la enunciación de verdades generales basadas sobre ellos, los cuales no enfocan a cada hombre como una persona única sino que necesariamente lo tratan sólo como otra instancia de una naturaleza humana multiplicable numéricamente, no distinguible por un nombre, el hombre moderno permanecerá sordo y espiritualmente inmaduro a su llamado personal verdadero. Si se ignora la lógica cristiana de una vocación personal concreta, aumenta la posibilidad de que el día de mañana tanto Pedro como Pablo buscarán su identidad fuera del auténtico punto de vista cristiano de las cosas, o quizás irán en contra del mismo.

Es sólo a través de una educación inevitablemente dolorosa y gradual de la visión de las particularidades concretas en la fe de un hombre, por ejemplo, la educación de su capacidad espiritual para discernir la realidad concreta dentro de sí mismo o en otros, que se le puede confiar la responsabilidad de una determinación personal de los pasos que se soportan en la salvación personal o en la de otros.

Estamos lejos de apoyar, por lo tanto, una confianza sin discernimiento y una aceptación ciega de todo lo que un hombre se siente inclinado a pensar espontáneamente. De acuerdo con el punto de vista de algunos, es aceptable o bueno todo lo que anteriormente atrae o mueve a un hombre, en la medida que no sea una clara inclinación al pecado. En realidad, si todo fuera tan fácil, no sería digno de una discusión.

La responsabilidad spiritual solo está asegurada por un crecimiento auténtico de la capacidad para discernir la palabra y la voluntad personal de Cristo, en uno mismo o en otro. Esta no hace más que reafirmar la posición cristiana central que es la del que escucha y sigue la palabra de Dios dirigida al hombre: “… Bendito sea el que escucha la palabra de Dios y la conserva”; o esta otra: “mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la practican”.

En mayor o menor grado todos nosotros tenemos este problema de una madurez en la fe. Por consiguiente, debemos considerar la madurez no como una realización acabada, sino más bien como una maduración, un conocimiento que surge continuamente de un encuentro interior y de una vocación personal iniciada por el Señor. Todo esto se aplica tanto a la experiencia comunitaria como a la individual, e incluye el ámbito del que empieza así como el del “teleios”, en el sentido de Hebreos 5,14, “aquel que tiene las facultades entrenadas por la experiencia para discernir el bien y el mal”.

Esto indica un discernimiento orientado por la fe, no como el castigo de la falta de Adán, quien pretendió, de acuerdo a Génesis 3, por sí mismo e independientemente de la indicación personal del Señor, “comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal”, es decir, discernir por él mismo independientemente de Dios loq eu era el bien y el mal en lo concreto.

De aquí que cualquier deducción en el discernimiento entre lo que es verdadero y lo que es falso, debe surgir de una posición radical en la fe de aquel que está escuchando al Señor. “Todo lo que no es de la fe es pecado” (Romanos 14,23).

Estructura e individualización

Estamos siempre confrontados con la necesidad de admitir las nuevas estructuras dentro de la formación, de tal manera que admitamos diversos grados en una madurez espiritual ya realizada y fomentemos un crecimiento más allá de lo personal en el conocimiento de la voluntad y del amor de Dios, por medio del discernimiento. Más aún, al principio del proceso de formación hay dos factores que polarizan, creo, la necesidad de sobrellevar un cambio considerable en su relación básica con el fin de este proceso formativo.

Podemos designar estos dos factores con los nombres de “estructura” e “individualización”. Estructura, aquí, significa un modelo de conducta generalmente pre-establecido, dentro del cual el individuo y el grupo son orientados para madurar en su encuentro con el Señor. Para los principiantes es necesario una estructura con sentido y razonable, en la cual los jóvenes candidatos son introducidos a la responsabilidad espiritual. Esta estructura será más extensiva y más detallada en virtud de la mayor necesidad de asistencia y protección requeridas en el período del crecimiento inicial.

Por individualización, en el contexto de una formación, quiero significar todo lo que cae bajo el encabezamiento general de una admonición personal, de una directiva, de una prescripción, de una corrección o de una orientación.

Mi expresión general es que no hemos sufrido sobre-estructuras en la formación (hemos tenido mucha estructura pero creo que se necesita aún más para comenzar el proceso de un crecimiento en la fe) sino más bien una especie de reverencia por esta estructura que tiene a encontrar la madurez en términos de función estructural, y de aquí que se preserven las estructuras iniciales sin cambiarlas a través de la vida religiosa.

Creo también que hemos sufrido una protección ansiosa mantenimiento esta estructura debido a una sobre-estrictez, así como el individuo se ha visto impulsado a sentir la estructura en su valor absoluto, y que su menor falla o falta exterior sería juzgada como la máxima, cuando de hecho, podría ser objetiva y espiritualmente, la mínima.

Debe venir un proceso de des-estructuración. Pero, sobre todo, deberíamos comenzar la formación con una completa docilidad, paciencia y la tolerancia por la originalidad personal, al aplicar elementos estrictos dentro de la estructura requerida.

Con una estructura y una individualización polarizadas de esta manera, en el punto de partida de una formación, permítaseme describir la evolución general que podríamos esperar que ocurra con respecto a la relación entre estructura e individualización, en el transcurso de los años. Por su fin, un período de formación debería revelar no tanto una estructura (porque podemos presumir que con un discernimiento el adulto espiritual ha llegado a tener un mayor conocimiento personal del Señor y que ha obtenido una sensibilidad más refinada para captar los impulsos del Espíritu Santo) como una mayor estrictez (porque ha crecido la sensibilidad espiritual, en su capacidad para una dirección propia, para discernir al Señor por medio de la fe y el amor, en todas las cosas, y es consecutivamente más responsable para estas cosas).

Ninguna comunidad debiera pretender estar completamente sin estructuras, mientras los hombres sean mortales y el pecado original continúe afectando sus motivaciones, decisiones y esfuerzos. Pero yo creo que muchas fallas en la formación son debidas a un excesivo énfasis inicial tanto en la estrictez como de la estructura, produciendo una reacción contra ambas. A menudo tropezamos con dificultades serias, no tanto con el joven como con el viejo religiosamente “formado”, quien, cuando está seguro de dejar a un lado las estructuras, ya no prestará atención, tampoco, a la estrictez. Por supuesto que esto revela que su formación los dejó espiritualmente inmaduros. Qué difícil es a veces, decir a un hombre que ha estado 25 años en la vida religiosa lo que debe o no debe hacer. No es fácil, si es obstinado. No es fácil si siente que “Ahora que he atravesado esta amarga formación, no me empujan de nuevo a otra”.

Creo que la mayor parte de nuestros escándalos surgen precisamente cuando el proceso de desestructuración tiene lugar revelando una escasa educación de la madurez espiritual en la fe, al llenar el vacío creado por este proceso. Muestra que al no tener un crecimiento en la responsabilidad espiritual lo ha suplantado por la firmeza de estructuras protectoras.

Al finalizar nuestros períodos de formación, cuando los factores colectivos han sido disminuidos al nivel de una estructura, allí debiera surgir una relación espiritual más profunda con el superior, confesor, director personal, a nivel individual, es decir, a nivel de una prescripción concreta, una dirección espiritual y un discernimiento. Creo que caltas pequeñas en personas maduras son mucho más serias que pequeñas faltas en los principiantes Quizás debiéramos aumentar la importancia de una dirección privada para un hombre maduro, no sólo en el sentido de una reprensión y corrección de faltas, sino también un discernimiento más seguido de la voluntad del Señor. Existencialmente, el hilo conductor de la formación debería ser un movimiento de la ley externa a la ley interior del amor.

San Pablo ha profundizado en esta libertad. Él proclama que somos liberados cuando aprendemos a amar como Cristo. No entiende por libertad el que ya no estemos ligados a una ley externa, sino más bien el que no estemos dirigidos, captados o urgidos por otra cosa que no sea la vida divina, “caritas Christi urget nos”. En la medida en que un mor cristiano maduro dirige existencialmente las elecciones de un hombre, su necesidad de una ley externa y de una dirección es cada vez menor. Sólo por la fuerza de las iniciativas del amor del Señor, será estimulado a responder dignamente a la palabra del Señor que lo llama a compartir la responsabilidad de su salvación y la de otros. Este llamado en su plenitud es idéntico a la vocación a entrar al misterio pascual del servicio doloroso de meurte y resurrección del Señor.

De aquí que Podemos decir con el Vaticano II que es “solo por la fe y por la meditación de la palabra de Dios” que podemos encontrar la voluntad de Dios en todo, descubrir a Cristo en nuestros compañeros o evaluar las cosas temporales en su justo valor, es decir a la luz de la historia de la salvación dentro de la cual todas las cosas han sido felizmente asumidas por el Señor Resucitado.

No hay posibilidad de una madurez del crecimiento en la fe, a menos que, entre el principio y el fin de su espectro, se inserte una experiencia personal e incomunicable de entrada al misterio de la muerte y resurrección de Cristo.

El problema de hoy en día es la creciente tendencia de omitir la pasión y muerte, al intentar establecer la resurrección. Necesitamos más que nunca un conocimiento espiritual de las dimensiones contemporáneas de la pasión y muerte, tal como se encuentra en San Pablo, el cual identifica el misterio de la “Nekrosis” de Cristo con sus propias experiencias de sufrimientos, persecución y rechazo, en el apostolado y ministerio del Señor.

La palabra “misterio” significa en este contexto una experiencia humana de la palabra hecha carne, tal como lo significamos cuando hablamos de los “misterios de la vida pública de Jesús”. El misterio definitivo de la palabra hecha carne es su experiencia redentora de muerte y resurrección, la cual es el modelo de toda formación y madurez cristianas.

El crecimiento y la formación implica el Desarrollo de una relación de amor consciente con el Señor. Los que se aman son aquellos que comparten íntimamente cada una de las experiencias de alegría y sufrimiento del otro, y conocen por experiencia la profundidad y la anchura y el misterio de lo único del otro. El Señor tiene este tipo de conocimiento de nosotros -un conocimiento que puede llegar a ser la amistad de un amor mutuo sólo si vivimos también en este tipo de conocimiento suyo. Por tanto, nuestra entrada en su misterio de pasión y muerte implica, en primer lugar, un crecimiento de nuestro conocimiento de su entrada dentro de nuestro misterio, su completa apropiación de nuestra personalidad y de nuestra experiencia de vida.

Ni este conocimiento ni la experiencia de entrar en su misterio son vagas abstracciones. Su entrada definitiva en nuestra vida presente fue por medio de una muerte y una resurrección muy reales. Es esta experiencia suya que ha llegado a ser la llave para nuestro conocimiento en la fe de Él. Así, su sufrimiento, su muerte, su resurrección, descubiertos nuevamente en nuestra experiencia vital debido a una involucración mutua e íntima con Él, revelada por la fe.

Conclusión

La teología spiritual real de la acción, de una renovación y del trabajo (incluyendo los trabajos del apostolado y del ministerio de la palabra), se centra en la participación actual en la muerte y resurrección redentoras de Cristo. Esto se encuentra en todo San Pablo, como por ejemplo en 1Cor 1,33ss. y 4,7 ss. “Los sufrimientos de Cristo abundan en nosotros, la consolación en Uds.”, o si no, “Estamos continuamente soportando en nuestros cuerpos el estado de muerte de Jesús, así como el estado de vida de Jesús debe manifestarse también en nuestros cuerpos”.

Así, Pablo habla también del mandato personal a través del bautismo cristiano, de entrar en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, lo cual implica encontrar la realización concreta de su misterio en cada uno. Esto implicará una participación personal de la “kenosis” de Cristo, una experiencia de esterilidad humana, de agonía y de abandono más allá de la cual puede surgir la maravillosa verdad del Señor resucitado en nuestro mundo personal, hoy en día.

Yo no creo que esto llegue a ser apreciado si es meramente descripto, como lo hago aquí. Es algo que debe aprenderse a partir de la experiencia bajo la orientación de este tipo de discernimiento spiritual que llama a una cosa con el nombre que le corresponde, tal cual ocurre en la experiencia de un hombre. No son suficientes los términos naturales o las categorías para captar el significado de esta experiencia de entrar en el misterio de Cristo que es el nuestro. En consecuencia, el lenguaje de la fe es el más importante en la dirección y discernimientos espirituales. Nadie puede realizar por mí este trabajo de colaboración con Cristo, al cual estoy llamado personalmente. Sin un encuentro interior personal, sólo tengo un conocimiento de una especie de “Dios desconocido”, lo cual no es realmente un conocimiento; y el peligro de no conocer a Dios es el de llegar a ser “adikimos”, alguien con una mente que no discierne, que conoce la realidad creada por medio de la experiencia sin discernir al Señor y Creador. Esta fue la falta de los paganos, según Romanos 1,18ss., en donde San Pablo describe su decadencia a través de varios grados de degradación, porque eran incapaces de discernir la voluntad y el amor del Señor de toda la creación.

La conversación del hombre con Dios se rompió en el jardín del Paraíso, no porque Dios la interrumpió con el hombre, sino porque el hombre dejó de escuchar a Dios. Cualquier historia sagrada relata la redención final no sólo en el individuo sino también en la ciudad del hombre, como la habilidad de escuchar a la palabra de Dios articulada en sucesos y realidades contemporáneas a cada época, como en un continuo calidoscopio de la presencia articulada del Señor en el eterno “hoy” de la relación de un hombre con su Señor.

Los constructores de la torre de Babel fueron dispersados por Dios a causa de su intento de construir la ciudad por sus propios medios, sin Su iniciativa, Su palabra La ciudad-imagen de Babel en el cap. 11 del Génesis, la ciudad que s casi una mala palabra en las primeras partes de la escritura, llega a ser el símbolo de los últimos tiempos del conocimiento de la presencia y conversación íntima de Dios en Apoc 21, donde la nueva ciudad creada por Dios, la nueva Jerusalén, no necesita ni del templo ni de otra fuente de luz que Dios mismo y su Hijo el Cordero. Eventualmente, el Señor que es el padre y el Cordero serán al mismo tiempo templo de adoración y fuente de luz para la ciudad del hombre. Este símbolo marca el punto final de una salvación comunitaria. Si se lee Apoc 21, se encontrará que la relación individual con el Señor surge como perfecta a través de una relación comunitaria des-estructurada con el Señor. “El que se supera poseerá estas cosas y yo seré su Dios y él será mi hijo” (Apoc 21,7).

No hay oposición entonces, entre el crecimiento comunitario y la realización individual. Encontramos una personalidad plena en la comunidad del pueblo del Señor, compartiendo un conocimiento de la presencia y de la gloria personales de Dios. Nosotros celebramos esto en nuestra Eucaristía diaria. Anunciamos estos hechos de vida cristiana y los promovemos, allí, aumentamos y creemos en nuestra realización de ellos al escuchar privadamente y juntos la palabra de Dios, y respondiendo juntos y en privado con toda generosidad.

En conclusión, me gustaría indicar un criterio fundamental por el cual debe ser medida la autenticidad de un crecimiento en la fe y un discernimiento spiritual. La actitud fundamental del que cree es la de uno que escucha. Es a las expresiones del Señor que él presta oído. A los diversos modos y niveles en los que el que escucha puede discernir la palabra y la voluntad del Señor manifestada en él, con toda la “obediencia de fe” paulina.

Obediencia implica siempre una actitud de escuchar, significada por la palabra Latina “ob-audire” y por la griega “hypo-akouo”. Es la actitud de receptividad, pasividad y pobreza del que está siempre necesitado, radicalmente dependiente, consciente de su situación de creatura.

La Libertad, el crecimiento en la fe y la madurez spiritual deben comenzar siempre con una obediencia fundamental a las leyes y directivas del Señor, y a la Providencia para el individuo y la comunidad. La evolución de la fe a la adultez espiritual no está medida por la negligencia a la huida de estas disposiciones básicas divinas, sino más bien en la negligencia o la huida de estas disposiciones básicas divinas, sino meas bien en la trascendencia de las leyes y prescripciones externas para encontrarse unido más profundamente a las enormes demandas de una ley interior clavada en el corazón.

Uno se encuentra siempre atado por una ley general y un principio y por una autoridad externa legítimamente ejercida, pero uno puede trascender esta dimensión como el motivo de una respuesta al Señor en la medida en que puede discernir y obedecer la ley interior del amor impreso en el corazón por el Espíritu, estableciendo la Nueva Alianza anunciada pro Jeremías 31,31ss.

Ligado a una ley externa y a una autoridad, nuestro crecimiento en la fe consiste en ser movidos por la interna: “Charitas Christi urget nos”. Ningún discernimiento de la voluntad del Señor y de la vocación es válido, si desobedece o destruye las disposiciones externas del Señor ejercidas por una autoridad y una institución legítimas. Hay un solo Espíritu soplando en muchos niveles cómo y dónde quiere.

La madurez auténtica de la fe por un discernimiento espiritual manifestará en sí misma una cuádruple reconciliación del hombre, encendiendo el conflicto humano cuádruple introducido por una desobediencia primitiva del hombre; una reconciliación con el Señor con un Espíritu de filial oración, gritando “Abba”, dentro de uno mismo con la paz que reemplaza la vergüenza de una culpa, con nuestro vecino, por el amor que reemplaza el temor y el miedo, y con “ktisis” o creación física, por una Resurrección.





Notas:

(*) Traducción de Martín Berro Madero sj.









Boletín de espiritualidad Nr. 4, p. 10-19.