El futuro de la Iglesia y de la Compañía (*)

Karl Rahner sj





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Si quisiéramos reducir a una sola preocupación común el problema básico de la Iglesia y de la Compañía hoy y en el futuro próximo, expresarlo en forma sencilla y primitiva, podríamos decir: la Iglesia, la expresión de la fe, el culto, la vida religiosa, la vida y el trabajo de la Compañía, han perdido su carácter de algo que socialmente se da por supuesto, incluso en aquellos campos en que nosotros encontramos nuestra identidad, nuestra vida, nuestro trabajo.

La fe, la Iglesia, y la vida de la Compañía, tenían su objetivación institucional, social, concreta, que nos parecía a todos algo evidente, que nadie cuestionaba, aunque se conocían otras mentalidades e ideologías. También sabíamos que se necesitaba una realización personal libre, movida por la fe. Pero el ámbito vital era algo que se daba por supuesto e incuestionado. La homogeneidad interna y la incuestionabilidad de ese ambiente se custodiaba por una actitud defensiva, por cierta mentalidad de ghetto y encerramiento cultural y político. Lo que lo amenazaba se rechazaba como extraño, sin que se pensara en integrarlo a la propia vida.

Hoy día esto ha cambiado. Tanto en la Iglesia como en la Compañía ya no existe nada, ni interno ni externo, que no pueda influir en las propias ideas y en el propio modo de vivir. Las separaciones estrictas han desaparecido.

Hoy debemos nosotros por nuestra cuenta realizar y construir lo que antes se nos daba ya hecho. La realidad pública de la Iglesia y de la Compañía no son ya esos apoyos que nos dan la sensación de seguridad, sino que deben ser sostenidas por nosotros. Ya no son las causas sino el producto de nuestra libre decisión vital. Esto hablando en términos generales. Claro que existen diferencias en las personas, regiones, países.

Se puede suponer que esta situación continuará en el futuro próximo aunque aparezcan ciertas formas sociales de vida en grupos pequeños que traten de crear ése ambiente en lo pequeño que antes existía en la sociedad en general.

Este cambio tiene sus consecuencias que debemos tener en cuenta. Cuando en tales circunstancias hay fe y vida religiosa, es más fácil pensar que se trata de una decisión personal, una fe teológica y no simplemente condicionamiento social. Pero esto significa también que ya no puede uno contar tan fácilmente como antes con el individuo. Antes la estabilidad de las circunstancias ideológicas aseguraba la firmeza del individuo. Ahora las decisiones personales maduran más lentamente, se ven cuestionadas continuamente. No habrá que extrañarse de que incluso personas mayores tengan sus crisis de fe, vida religiosa, celibato, etcétera. No habrá que extrañarse de que los estilos de vida de las diferentes personas, se diferencien más que antes. En el futuro habrá más espontaneidad, más enfrentamiento de orientaciones en la Iglesia, en la Compañía, más diferentes estilos de pastoral, más pluralismo en la teología, que antes.

La autoridad de la Iglesia y la Compañía será algo presupuesto y aceptado sin más por todos, sino algo que la libertad de cada uno tendrá que aceptar siempre de nuevo y los portadores de la autoridad siempre de nuevo merecer.

Esta situación parece inevitable y permanente para el futuro. Tenemos que acostumbramos a ella; reconocer que es una situación que no se opone a la esencia de una fe libre y personal, y esto también significa reconocer que uno no escapa a esa situación abandonando el cristianismo, la Iglesia, o la vida religiosa, como algunos parecen creer. Por otra parte tampoco debieran las autoridades de la Iglesia suspirar porque vuelvan los tiempos antiguos.

No debemos juzgar apresuradamente a los que abandonan la Iglesia o la Compañía. Pero tampoco tenemos razón para renunciar indignamente a nuestra propia manera de pensar y actuar como sí pensáramos que ellos tuvieron el valor de hacer algo para lo cual nosotros no lo hemos tenido. Igualmente indigno es estar tratando de mostrar nuestra aprobación y aprecio a los que se van como si estuviéramos disculpándonos de que todavía no hemos dado ese paso.

Pero, a pesar de que esa situación parezca inevitable, el futuro concreto del cristianismo, de la Iglesia y de la Compañía, nos está oculto. Sin duda que permanecerá en la profesión de fe en Jesucristo, crucificado y resucitado, mediador de nuestra salvación y la Iglesia. Pero las formas concretas en que esto se realizará no las podemos conocer. No tenemos que buscar pronósticos de la Iglesia y la Compañía de parte de los futurólogos, para de acuerdo con eso ordenar nuestra relación a la Iglesia y la Compañía. Tenemos que luchar por el triunfo sin pronósticos de ese triunfo, y solo a los que luchan así se les hace la promesa. Tales pronósticos positivos o negativos se han estado haciendo desde hace mucho tiempo sin éxito.

Si entendemos el cristianismo, la Iglesia y nuestra vida religiosa como debe ser, no hay razón por qué creer que estén seriamente amenazados. Digo, si entendemos el cristianismo como una entrega al misterio absoluto e incomprensible de nuestra existencia, que nos perdona, y encerrándonos en su propia infinitud, nos libera, misterio que llamamos Dios; si entendemos el sacerdocio como una entrega a Jesús cuya muerte nos hace siempre de nuevo creíble la cercanía de ese misterio que es nuestro futuro absoluto y una entrega a la comunidad eclesial animada por esta fe. Lo único que puede amenazar al cristianismo es el escepticismo racionalista, que no llega a una explicación total de la existencia.

Pero podemos vivir tranquilos en una "docta ignoratía futurí" respecto del cristianismo y de la Iglesia. Claro que una orden no tiene la misma promesa de futuro que la Iglesia, Pero podemos decir que en una Iglesia que ha de perdurar también existirá la vida religiosa como forma institucional particular de una vida cristiana más radical.

Uno no debiera considerar en serio la posibilidad de un cambio en su vida si no estuviera convencido de que en su nueva forma de vida podría vivir más intensamente la fe, la esperanza, el amor, el trabajo desinteresado y el servicio a los demás. Creo que pocas veces es este el caso en las salidas de la Compañía.

El vivir en una nueva situación llevará a hacer experimentos de que tanto se habla actualmente. Pero con frecuencia por experimentos entienden los de arriba a variaciones inocuas del estilo de vida, que no cambian nada importante, sea cual sea el resultado, y los de abajo con frecuencia entienden por experimento hacer cosas arbitrarias que cualquier persona razonable que haya aprendido algo de la historia y la experiencia, pueda darse cuenta de que son unilaterales.

Yo creo que puede y debe haber experimentos que no tienen que estar oficial y explícitamente aprobados por la autoridad. Pero para que no sean arbitrarios y unilaterales, se presupone una responsabilidad, que aunque no esté sancionada en cada caso por la autoridad es algo muy distinto de arbitrariedad y libertinaje.

Hay una zona de vida y en el actuar que no puede ser autorizada explícitamente y en la que sin embargo; no todo está permitido, simplemente porque no está explícitamente prohibido. Esta zona ha existido siempre pero antes era más estrecha y sujeta a regulaciones. Esta zona no se puede institucionalizar pero se pueden desarrollar ciertas reglas de juego y promover la responsabilidad de todos. La iglesia y la Compañía tendrán que experimentar más. Hay que tener valor para hacerlo y también, llegado el caso, valor para confesar que un experimento ha sido negativo, sin perjuicio moral de los que lo han hecho.

Experimentos en una sociedad no son posibles si no precede el diálogo y la planificación común. Del diálogo se habla mucho, pero se practica poco.

Se tiene al otro con demasiada facilidad, en la práctica por lo menos, por demasiado tonto, un tradicionalista o un revolucionario, si no tiene el mismo parecer que uno. Una verdadera autocrítica es rara. Se considera la autocrítica como un suicidio moral.

Hablando en particular del futuro de la Compañía, es imposible preverlo.

Si nos limitamos al más próximo, debemos decir que ella tiene su razón de ser y su misión que cumplir. Esta no deja de ser importante por el hecho de que en otro tiempo quizá fue mayor y más central en la Iglesia. Tenemos que buscar nuestro sentido original, pero sin querer anular toda la historia, como si pudiéramos volver a ser absolutamente jóvenes en sentido histórico.

Por eso hay que rechazar todo intento de cambiar la función a la Compañía, hay que hacer experimentos pero tenemos el derecho y el deber de conservar la ley según la cual entramos aunque naturalmente queda la no fácil tarea de discernir entre el espíritu permanente y su concretización siempre cambiante. Pero que seamos una orden de hombres en la iglesia, una sociedad institucionalizada para la proclamación del evangelio al servicio de la Iglesia y que seamos una comunidad de vida y de trabajo, y no un instituto secular, no un grupo de simpatía individual sino una comunidad determinada por el servicio a una causa, en la cual lo bello del amor fraterno se pone al servicio de esa causa es decir, de los demás hombres, son particularidades de la Compañía que deben perdurar. Ninguna orden puede pretender realizar al tiempo todo lo bello, humano y cristiano. Toda vida tiene solo una forma y magnitud característica, aunque para realizar lo propio, tenga que renunciar a muchas cosas en sí buenas. La Compañía tiene ya de por sí campo de acción suficientemente amplio y puede ganar aún más. Pero debe permanecer fiel a su espíritu y a su ley interna y no tiene por qué dejarse cambiar de función por gente qué por cualquier motivo extraño siguen siendo jesuitas y por eso quieren hacer de ella lo que a ellos les parece importante y los hace felices, hasta la profesión de actor de cine o un grupo de matrimonios jóvenes. Naturalmente habrá casos fronterizos, dudosos. Pero debe haber límites claros. Podría haber, por ejemplo, casas con diversa mentalidad, pero no necesitamos crear provincias separadas reformadas.

Algunas ideas acerca de los votos. Sobre la pobreza. La principal cuestión me parece a mí el saber si este ideal entre nosotros debe orientarse a compartir la vida de los desposeídos social y económicamente o más bien a vivir las exigencias de una vida común, supuesto naturalmente un estilo de vida modesto y de consumo no indiscriminado. A mí me parece que debemos decidirnos por la segunda alternativa aun para la futura.

La otra alternativa me parece un gran ideal, y aun en determinados países y circunstancias, una exigencia junto a la otra concepción, pero debemos tener el valor de ser nosotros mismos y no Hermanitos de Jesús de Carlos de Foucauld.

Respecto de la renuncia al matrimonio por motivos religiosos ante todo hay que decir, que su sentido fundamental está garantizado por el evangelio, la historia de la Iglesia, y su auto comprensión y que aun hoy es realizable…

No se debiera demasiado fácilmente mitologizar la teología de esta vocación al celibato.

Creo que deberíamos comenzar por considerarlo en el marco cotidiano: hay vocaciones aun profanas, que llevan que exigen renuncia al matrimonio, sin que el hombre reviente o se sienta frustrado. Luego vendrá él punto en una vida cristiana en que tal renuncia no se explicará correctamente y no se mantendrá sí no se entiende como parte de esa renuncia total que es participación en el destino de Jesús. Por otra parte, en un tiempo en que también el matrimonio se ha vuelto problemático para muchos, no deberíamos pensar que el matrimonio fuera la solución para todos los problemas humanos.

Acerca de la obediencia: lo primero que tenemos que decirnos es que en pocas profesiones hay tanta libertad hasta la arbitrariedad individualista como entre nosotros. Debemos distinguir varias cuestiones. Una es: qué puede mandar legítimamente un superior. La respuesta es: el mandato debe estar orientado por la conveniencia objetiva. El único criterio de legitimidad de una orden es el servicio a los hombres, y naturalmente también el interés bien entendido del súbdito. Otra cuestión es hasta qué punto, con qué motivación debe obedecer un súbdito una orden. Ante todo hay que decir que como súbdito tiene el deber de cerciorarse de la legitimidad moral de una orden y hay que contar con la posibilidad de que una orden, a pesar de toda la buena voluntad del superior, no solo sea objetivamente inconveniente, sino que lo sea en tal grado que deba cualificarse de mala moralmente y su ejecución deba ser negada. Pero también hay que reconocer que en muchos casos el juicio estará dividido sin que una opinión pueda calificar a la otra de inmoral. En tales casos el súbdito debe obedecer y no se ve por qué un superior no debe tener valor para dar tales órdenes. Esto lo exige la vida en general y en particular el trabajo en común. De suyo bastara al menos en su primer momento, esta motivación desmitologizada de la obediencia. Pero, aunque realmente no son comunes, pueden darse casos en que se pidan verdaderos sacrificios a uno. En el fondo no se pide más de lo que se pide propiamente a todo hombre alguna vez: la aceptación de una porción grande de la incomprensibilidad de la existencia, como participación en el destino de Jesús.

Sí nos encaminamos a una socialización cada vez mayor de la humanidad, si el servicio desinteresado será mañana la única forma real de la libertad, entonces no se ve por qué no pueda haber en el futuro una orden en la que la obediencia sea un ideal de vida.

Por último una anotación. Parece que muchos jóvenes consideran que el compromiso social en la lucha por la libertad y los derechos de los hombres es la experiencia vital por excelencia que les permite encontrarle algún sentido a la vida religiosa. La cuestión es: experimentan ellos esto como una exigencia de la época y como una dimensión imprescindible de su vida en la religión o más bien es un querer reducir la vida religiosa en general a un horizontalismo exclusivo. Lo primero es legítimo, lo segundó hay que rechazarlo radicalmente. En principio es posible que encontremos nuevas formas de ese compromiso social y esto aun como una exigencia positiva de la esencia de una orden apostólica, pero aun entonces solo somos religiosos y jesuitas, sí todo eso nace de una relación explícita a Dios y a la misión salvífica de la Iglesia como tal. Aun entonces debemos ser algo más que simplemente hombres comprometidos radicalmente en la justicia y la paz del mundo. Pero como jesuitas y sacerdotes necesitamos también una relación nueva, original, que corresponda a la situación de mañana y no de ayer, a eso que llamamos espiritualidad.

Sería una ilusión creer que los hombres de mañana no esperan de nosotros más que un compromiso social, un humanismo profano y fraternidad. Lo nuevo es lo espiritual, la experiencia de Dios, el gusto de la eternidad, el consuelo sobrio en todo el absurdo de la existencia.

Esto no lo eliminará ninguna evolución histórica o social. El futuro le pertenece en la Iglesia y la Compañía a una espiritualidad nueva, original, valiente.





Notas:

(*) Resumen de una conferencia.









Boletín de espiritualidad Nr. 13, p. 21-25.


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