Compromiso social de la Compañía

Pedro Arrupe sj







El objeto de estas líneas es hacer una reflexión franca y sincera sobre el compromiso social de la Compañía de Jesús en el mundo de hoy. Durante los últimos 20 años, desde la Congregación General XXVIII a la XXXI, desde la carta del P. Janssens sobre el Apostolado Social hasta las cartas que yo mismo escribí en diciembre de 1966 a los Padres Provinciales de América latina sobre este mismo tema, y en noviembre de 1967 a los Jesuitas de Estados Unidos sobre el problema racial, estimulada por la más fina sensibilidad de la Iglesia expresada en sus modernos documentos, la Compañía no ha cesado de insistir en la gravedad y urgencia de los problemas sociales y en la necesidad de darles prioridad en nuestro apostolado.

Nos podemos ahora preguntar si todos estos decretos, directivas y exhortaciones han conseguido imprimir a nuestros múltiples esfuerzos apostólicos aquella nueva orientación que es tan necesaria para asegurar la presencia de la Compañía en el mundo de hoy. Tenemos que responder a esta pregunta con sinceridad y franqueza. Al mismo tiempo debemos conservar la necesaria ecuanimidad y realismo para no caer en un puro negativismo o en un radicalismo destructivo que nada resuelve.

No podemos cerrar los ojos a lo que se ha realizado en el campo social durante los últimos veinte años.

Tampoco sería justo afirmar que estos esfuerzos no han producido ningún impacto sobre los otros sectores de actividad apostólica en los que la Compañía trabaja, en particular en el sector educacional y pastoral. Mis recientes viajes y contactos con los Padres Provinciales de todo el mundo, me han dado a conocer diversos proyectos y experiencias encaminadas a dar un nuevo impulso y orientación a nuestro apostolado, principalmente mediante las Comisiones para la selección de ministerios que se van estableciendo en las diversas Provincias, en virtud del Decreto 22 de la Congregación General XXXI y como fruto del Survey S.J.

Puedo asimismo testimoniar la voluntad sincera de la gran mayoría de nuestros Superiores de poner por obra las directivas sobre el apostolado social emanadas del Concilio, de nuestras Congregaciones, Padres Generales y, en algunos casos, también de conferencias nacionales o regionales de Padres Provinciales.

Con todo, tenemos que confesar que en el campo del apostolado social, entre las intenciones públicamente expresadas y la realidad de nuestro apostolado, queda todavía bastante distanciada. Pese a la buena voluntad de muchos y a numerosos esfuerzos reales, la Compañía en su conjunto no se ha movido en el sentido esperado y decidido, ni con la rapidez ni en el grado que la gravedad y la urgencia de la situación presente exigían.

Esta reacción lenta, poco coherente y orgánica, del cuerpo de la Compañía con respecto a las directivas dadas, si puede por una parte ser indicio de la deficiente comprensión del problema social, no deja por otra de producir extrañeza tanto dentro como fuera de la Compañía, contribuyendo a oscurecer la plena credibilidad de nuestro testimonio y a disminuir nuestra eficacia apostólica.

Varias causas podrían explicar esta especie de inercia del cuerpo de la Compañía a los impulsos que se le comunican: hábitos tradicionales, actitudes y mentalidades que se han ido formando a lo largo de los años y no se pueden transformar de la noche a la mañana, estabilidad de las obras y de las estructuras. Creo sin embargo que debemos buscar la causa principal de esta situación a un nivel más profundo y preguntarnos si ciertos aspectos de nuestra vida espiritual y de nuestra actitud no podrán en buena parte ser los responsables de nuestra falta de entusiasmo y de prontitud en cumplir con todas las exigencias de nuestro compromiso social.

Para responder a esta pregunta recurriré a aquellas dos leyes fundamentales de toda vida espiritual, que San Ignacio hizo suyas, colocándolas en el centro de los Ejercicios Espirituales: la ley de la caridad, de una caridad que no conoce límites - "semper magis", "usque ad mortem" - y el discernimiento espiritual, fruto de la oración y de la intimidad con Dios, que nos ayuda a descubrir dónde y de qué manera, en las circunstancias concretas en que vivimos, nuestra caridad se tiene que manifestar: amor que acredita su fuerza en hacerse capaz de discernir.

El fundamento de nuestra actividad externa de caridad y de justicia, base de un desarrollo integral humano, se encuentra en la conexión intrínseca, en la identificación teológica de la dimensión vertical y de la dimensión horizontal del amor cristiano: es una sola e idéntica caridad. Sólo a partir del amor personal al Dios Trino transcendente, hecho visible en la persona de Cristo, se explica el amor perfecto a nuestros hermanos los hombres, que nos lleva a querer identificarnos con ellos en sus sufrimientos y a querer remediarlos.

Teología y antropología cristianas, que apoyadas en último análisis en la Encarnación, muerte, resurrección y tiempo escatológico de Cristo, nos harán evitar el horizontalismo incompleto de una filantropía secularizada o atea; nos llevarán a esa constante reflexión, necesaria para modificar la situación social existente considerada injusta; y nos harán encarnar en una dimensión horizontal de caridad hacia el prójimo la relación vertical de nuestra caridad sincera hacia un Dios personal trascendente.

No hablo aquí de la caridad en cuanto se distingue de la justicia, sino de la caridad que exige y funda la justicia, la prepara y la hace posible por la transformación que opera en los corazones y las mentes de los hombres, de la caridad que constituye la esencia del mensaje evangélico.

En el campo del apostolado social hablamos, y con razón, de justicia, de un orden justo fundado en el derecho. Pero quizás hay peligro de que nos olvidemos que es en nombre de la caridad y del amor cristiano como nosotros queremos este orden justo y nos esforzamos por conseguirlo.

Caridad discreta: lema de nuestro esfuerzo en este campo como en todos. En este campo hoy, de un modo especial. Porque hoy no es posible tener auténtica caridad sin sentir honda preocupación por los problemas sociales que desgarran a la humanidad y deshumanizan la vida de la mayoría de los hombres. No es posible tener auténtica caridad sin sentir la llamada a aportar algo para su remedio. Y tampoco cabe una discreción que no discierna a la luz de la fe modos posibles de realización de esa llamada. Ni solamente para la acción personal, sino también y sobre todo, para la acción común de la Compañía.

Esto es lo que queremos decir al hablar del "compromiso social de la Compañía". En el lenguaje ascético reciente, la palabra "compromiso" ha venido a significar lo que la tradicional "devotio", o entrega, pero subrayando enérgicamente que no se puede quedar en lo afectivo, sino pasar a lo efectivo; que no podemos buscar puramente lo espiritual, sino lo encarnamos en una situación real, que es corporal e histórica.

Las nuevas circunstancias" del mundo, en esta edad del desarrollo industrial, de la explosión demográfica y de la socialización, han hecho a la conciencia cristiana más sensible para esta llamada al compromiso social. La Compañía de Jesús, pionera en el pasado de muchas acciones apostólicas en tierras de misión, tuvo un claro sentido anticipado del valor cristiano de las iniciativas de promoción social y humana. Con mayor razón tiene que sentir hoy como suya esta llamada.

Hoy la Iglesia ha caído más explícitamente en la cuenta de algo que nunca se había ocultado a la Teología católica. La creación y la gracia, aun después de hacerse presente el pecado en la historia humana, no son dos intenciones divinas divergentes. El pecado es enemigo de la gracia, pero lo es también de la naturaleza. Sólo por falacia se puede presentar al hombre el pecado como un bien suyo, puesto que el pecado es siempre un bien mezquino y un egoísta frustrador de la más auténtica grandeza del hombre. Existe un sólo fin sobrenatural: la creación es para el hombre y para que le ayude a conseguir mejor su verdadero fin.

A la luz de estos principios, cobran su verdadero significado para un cristianó las realidades a veces contradictorias de nuestro mundo agitado por la aceleración de todos sus procesos evolutivos. Son radicalmente conformes con la intención divina, creadora y salvadora, las aspiraciones y esfuerzos del hombre por llegar a la madurez humana mediante el progreso técnico y una estructuración social más justa y completa. Y son contrarios a esa intención divina la miseria y la frustración humana en que continúan viviendo tantos millones de hombres, el egoísmo con el que los pueblos más desarrollados realizan el progreso sin hacer partícipes de él a los demás pueblos, la falta de libertad real en que la mayoría de los hombres se encuentra, prisionera en diversos tipos de inevitable esclavitud.

Dios nos llama por Jesucristo a ser sus hijos; y esto es una llamada a una sublime libertad. Pero esa libertad superior está realmente amenazada e impedida por múltiples esclavitudes humanas. Dios nos quiere libres. El mundo, la sociedad han de ser el lugar de la libertad, para posibilitar el encuentro con Dios. Se nace capaz de libertad; se accede a la libertad a través de un esfuerzo creativo, de conquista y de dominio. La historia humana ha sido un camino de progresiva liberación, pero lleno también de tropiezos y retrocesos. Hoy, las esperanzas y las amenazas son máximas.

El jesuita de hoy, que sabe leer "los signos de los tiempos", entiende el mensaje de la historia y discierne a su luz la llamada actual de Dios. Comprende el amor divino por esos millones y millones de hombres que luchan por su promoción y liberación, sobre todo en el Tercer Mundo de modo a veces dramático, pero también en determinados sectores socialmente débiles de los mismos países desarrollados. Ve en la miseria y frustración que esclavizan el efecto más claro del "mysterium iniquitatis", de que habló San Pablo. Estimulado por esta visión, ha de querer ofrecer su persona al trabajo, dispuesto a combatir con lucidez y coraje, con el ideal del "tercer grado de humildad", de más parecer e imitar a Jesucristo.

Nos podemos preguntar si nuestro espíritu de jesuitas, formados en la escuela de los Ejercicios, ha asimilado suficientemente esta visión de las cosas. No dudo de la inicial generosidad y sinceridad, de nuestra entrega. Tampoco desconozco que somos hombres débiles y que muchas de nuestras deficiencias son la insuperable consecuencia de nuestra limitación humana. Pero, a pesar de eso, me parece que nuestra eficacia actual frente a la angustia del mundo queda por debajo de lo que podría esperarse. Me pregunto de dónde proviene esto.

La respuesta no puede ser simple. Entre otros factores, influyen sin duda estos dos: la dificultad del cambio de mentalidad que se nos pide respecto a la manera más puramente espiritualista de ver las cosas en la tradición inmediatamente anterior a nosotros; el peligro de desvirtuación de la vocación espiritual y apostólica de la Compañía. Peligro real y en el que ciertas posturas extremistas han incidido de hecho.

La primera dificultad citada es muy real y comprensible. Sólo en este último siglo se han planteado específicamente los problemas mencionados en toda su urgencia y con ritmo progresivamente acelerado. Nuestra tradición no podía ofrecernos los modelos hechos para la nueva actuación que se nos pedía. Muchas de las nuevas acciones humanitarias venían protagonizadas por no cristianos e incluso se mezclaban con acciones antirreligiosas. Se produjo una inhibición y recelo comprensible, aunque de fondo no cristiano ni ignaciano. No juzguemos ese pasado nuestro; tratemos, más bien, de superar lo que tuvo de defectuoso.

Tiempo atrás, no había remedio a muchos problemas. Hoy sí. Por esto tenemos hoy una responsabilidad nueva.

Las posibilidades que abren hoy día al hombre el progreso técnico y científico son inimaginables. Nunca la humanidad había dispuesto de tantos y tan poderosos medios para controlar la naturaleza y hasta su propia existencia. Al lado de este inmenso poder, de esta riqueza extraordinaria, la miseria y la opresión en que todavía vive la mayor parte de la humanidad se tendrían que presentar a nuestros ojos como un doloroso escándalo, algo incomprensible y absurdo: como incomprensible y absurdo es el pecado. Es superfluo citar datos: todos conocemos o hemos oído hablar de este tercer mundo, el mundo de los pobres, de los oprimidos, de los hambrientos o mal nutridos, de los sin casa...; mundo, que en lugar de disminuir crece cada día más.

Conocemos estos datos. En varias partes del mundo donde la Compañía trabaja se han adoptado medidas para afrontar este dramático y urgente problema. No lo olvido. Pero me pregunto si la mayor parte de nosotros vivimos esta situación como un reproche permanente, si la vivimos como pecado en cierta manera colectivo, en el que participamos, al menos por omisión y en la medida de nuestras responsabilidades, si realmente nos hallamos decididos a usar nuestro trabajo y nuestras posibilidades, cualquiera sea el campo de nuestro apostolado: Ejercicios, estudios filosófico-teológicos, educación, acción pastoral, medios de comunicación social, apostolado social, para acabar con este misterio de iniquidad.

Quizá hemos deformado el concepto bíblico de pecado, reduciéndolo a la desobediencia de una ley positiva de la Iglesia, o al pecado de la carne. El pecado más grave, para nosotros, ya no es la "iniquidad" como para los profetas y para Cristo. Los pecados que generalmente acusamos en confesión son quizá más de la vida privada o familiar, y no tanto los de la vida pública. Cuando se conocen las desigualdades entre los hombres, las resistencias injustas, las opresiones que afectan a tantos millones de seres humanos en tantos países del mundo, no debía ser extraña oír acusaciones de culpabilidad en tales materias: tengo más de lo necesario y no lo doy, tengo poder y lo utilizo para mantener en servidumbre la gente que depende de mí, no participo en acciones colectivas para afrontar los problemas sociales de mi país, etc.

Uno de nuestros teólogos ha podido afirmar: "La misión de reformar las estructuras económico-sociales, a fin de que la transformación del mundo por el hombre cumpla su verdadero sentido universal en favor de toda la comunidad humana, no es una misión profana, sino cristiana y eclesial: es caridad cristiana al más alto nivel. Por eso la connivencia del silencio, la evidente identificación con estructuras económico-sociales injustas, no solamente en el pasado sino también en nuestros días, constituyen el "gran pecado de la Iglesia"..., el "peccatum ad mortem", el más opuesto a la esencia del cristianismo como amor al Dios-Amor en los hombres" (1 Io.3,13-20; 4,7-21; Alfaro, n.5).

Con esto que acabo de decir creería haber explicado algo del por qué nos ha costado y nos cuesta realizar la "metanoia" que se nos pide. Ha sido brusca la nueva realidad y supone una óptica nueva, una sensibilidad universal, una conciencia más viva de las posibilidades actuales del hombre. En una palabra, una verdadera conversión, que no todos pueden alcanzar de modo igualmente rápido y completo. Por eso quizá los jóvenes, en quienes la sensibilidad es naturalmente más fresca y fuerte, encuentran a veces en este punto lo que más les distancia de las generaciones anteriores.

Estas consideraciones, en su intento de conjugar la visión realista del mundo con las exigencias de una reflexión teológica actual, pueden, así lo creo, ayudar a crear el convencimiento de que es necesario un auténtico "compromiso social" de la Compañía, de cara a nuestro mundo.

Porque, y esto es de gran importancia, tampoco aquí caben términos medios o soluciones tibias. El que no está hoy con Cristo en la promoción y liberación del hombre, en la lucha contra las estructuras de pecado que atenazan al hombre, está contra Él. Carece de amor y caridad real, que es amor de Dios y de nuestros prójimos y que se conmueve ante las urgentísimas necesidades de los hermanos. Su religión falla en lo principal (lac.2,17); tiene mucho de lo que el pensamiento moderno ha acusado como "alienación religiosa". Estamos en el mundo y tenemos una estructura social concreta e histórica, ligada con muchas otras estructuras de la sociedad. Cuando éstas se hacen injustas, nuestra simple connivencia del silencio con la injusticia y la opresión, puede ser grave falta de caridad sobrenatural, que manche muy seriamente nuestra voluntad religiosa.

Todo lo dicho, con todo, toda esta urgencia con la que el amor de Cristo nos lleva hoy al compromiso social, no resuelve íntegramente el problema real que dicho compromiso nos plantea. En el ánimo de muchos subsistirá una justa reserva mientras no encuentren una respuesta adecuada a la segunda dificultad que antes nos planteamos: el peligro desvirtuación de la vocación espiritual y apostólica de la Compañía. Peligro real, decíamos, en el que de hecho inciden hoy ciertas interpretaciones extremistas del compromiso social. No se puede negar que el modo concreto como algunos han actuado despierta un justo recelo. Tal tipo de compromiso social, puede ser el de un religioso?; ¿responde al carisma de una vocación de testimonio y de anuncio de la palabra de salvación? El problema no es específico del jesuita. Es un problema que concierne a la concepción católica de lo propio de la vida religiosa y sacerdotal.

En orden a lograr algo de claridad en él, acudamos de nuevo a unas consideraciones generales previas, tomadas de una visión realista de nuestro mundo y de una reflexión teológica equilibrada.

Se da, ante todo, una innegable ambigüedad latente en el progreso. Destinado a liberar al hombre, es un hecho que muchas veces lo hace más esclavo. Las actuales críticas a la "civilización del consumo", procedentes de todos los campos, son bien elocuentes. Al crecer el dominio del hombre, crece también la posibilidad dramática de usar ese dominio para marginar, dividir, oprimir, destruir a los hombres, para hundir a la humanidad en un materialismo sin precedentes. Ya hemos reconocido esto antes; y hemos encontrado precisamente en este hecho una de las razones que más fuertemente nos deben impulsar a combatir ese egoísmo de inmensas proporciones, ese pecado colectivo, objetivado. Si somos consecuentes, esto nos conduce a mantener que el progreso no produce la libración y la salvación de un modo automático. Tiende a la liberación y salvación del hombre, pero puede desviarse y se desvía. No nos orienta esto, como hacia su fuente, a los valores auténtica y específicamente religiosos y cristianos. De tales valores, no hablo de aquella religiosidad que puede ser insincera y evasiva, el progreso podrá recibir su verdadero sentido último, así como la ayuda que lo sane y lo corrija en sus desviaciones.

Insistamos, a la luz de la Teología católica, en el doble matiz que acabamos de recalcar. "Gratia elevans, gratia sanans". Está ya bien claro que no pretendemos con esto volver atrás, renegar del valor del progreso considerado en sí mismo, de su sentido "cristificante". No queremos reincidir en el esplritualismo que coloca la salvación cristiana como fuera de la historia humana, desconectada de los valores naturales. Mantenemos lo dicho, pero lo precisamos.

El desarrollo, con todas sus dimensiones, económicas, sociales y culturales, constituye ya de por sí una liberación humana, aunque difícil y no exenta de ambigüedades. El cosmos y la sociedad son el lugar en el que el hombre hace el aprendizaje de su libertad y se realiza. Pero esta libertad no es todavía por sí sola la libertad suprema, que el hombre más bien irá encontrando en su libre respuesta a la iniciativa de Dios que le llama en Cristo a una "comunión" humano-divina, a una "participación de la naturaleza divina" (1 Petr.1,4). Y esta "libertad de los hijos de Dios" (Rom.8,21) es tal que, aunque presente y operante ya aquí, porque"ya somos hijos de Dios" (1 1° 3, 3). No "aparece" aquí todavía (ib.) y sólo se manifestará en su plenitud más allá de la historia humana. Esta es la gracia de Dios que en Cristo eleva el progreso humano y le da su último sentido. El cristiano profesa esto en su fe de creyente; y el religioso y el sacerdote, cada uno con sus matices propios, hace centro de su vocación específica el promover la conciencia de este último sentido trascendente del progreso. Ahí está su mayor contribución al progreso integralmente entendido.

La gracia tiene esta función de elevar, prácticamente inseparable de ella, y tiene también la de sanar, de que nos habla la Teología. El desgarrón del pecado y, con mayor precisión, el desgarrón que en la realidad de cada hombre supone la tensión entre la inmensa vocación hacia su Dios y su amor y la "contracción" egoísta con la que el hombre tiende a curvarse sobre sí, este desgarrón y esta herida requiere una continua medicina. Tal es la palabra de Dios, la acción de la Iglesia en sus "signos" creadores y restauradores de la comunidad de salvación, el ejemplo de Jesús, que "pasó haciendo el bien y curando a todos" (Act.10,38). De nuevo reencontramos el insustituible valor de la vocación sacerdotal y religiosa.

Dentro del Pueblo de Dios, los religiosos y sacerdotes tienen una vocación y funciones específicas que no se identifican con instauración del reino de Dios, la realización en nosotros mismos y en todos los hombres del plan de salvación.

Como religiosos, debemos ser testigos de que "para Dios nada es imposible" y conformar para ello libremente nuestra vida al plan trazado por Cristo en su sermón de la montaña. Hemos sido llamados a realizar en nuestras vidas el reino de las bienaventuranzas y a simbolizar por nuestro amor universal y sin reserva a todos los hombres el amor infinito de Dios.

Como sacerdotes al igual que todos los presbíteros, a través de la mediación y de la subordinación al obispo, sucesor de los apóstoles, estamos en línea de dependencia en continuación de la misión apostólica. Más allá del sacerdocio universal de todos los bautizados participamos de la misma unción del espíritu que recibió Cristo a orillas del Jordán, y a partir de la cual se lanzó Jesús a la predicación del Reino. Esa misión de Cristo de predicar la "buena nueva", el Evangelio del Padre, es en Jesús, palabra viva, donde culmina, como significación total de la palabra, en su cuerpo hecho eucaristía, sacrificio y sacramento a la vez (Lumen Géntium, n.28) (Presbyterorum Ordinis, n.2). Nuestra específica vocación sacerdotal es precisamente ser la prolongación de esa palabra y de ese sacrificio: la Eucaristía está pidiendo que se realice pragmáticamente lo que en ella celebramos místicamente (Eutichius 582, cfr.Rahner, Questiones disputatae 2,p.63).

Al aceptarnos como sacerdotes y como miembros de una Orden religiosa apostólica de prevalencia sacerdotal, la Iglesia nos ha querido así. Tal era, ciertamente, el carisma inicial de nuestro Fundador. Hoy, al cambiar la realidad social, ha cambiado sin duda profundamente el modo como deberemos entender muchos aspectos de esa vocación y en particular su interrelación con los varios aspectos del desarrollo humano, personal, social y comunitario. No podemos pretender saber en todo detalle los aspectos en que el futuro hayan aún de cambiar las cosas. Pero sí podemos y debemos mantener que la vocación del jesuita siempre será sacerdotal-religiosa. Y que, si la Compañía ha de subsistir, será como Orden religiosa apostólico-sacerdotal. El desarrollo humano integral será nuestra gran obra, para la gloria de Dios. Pero nuestra contribución específica a ese desarrollo integral tendrá netamente su centro de gravedad en los aspectos más propiamente espirituales, aquellos en los que la gracia que sana y eleva se inserta en el mundo. Nuestra vocación nos hará continuadores, por dedicación plena, de la manera de vida (testimonio y anuncio de la palabra) que adoptó para la salvación del mundo Jesús de Nazaret.

Naturalmente el que el centro de gravedad de nuestra acción no significa que el jesuita no pueda emplear mucho de su tiempo quizá la mayor parte en determinados casos y situaciones- en tareas de promoción humana (económica, social y cultural). Significa solamente que debe tener siempre presente la finalidad decisiva de todas sus acciones y procurar que su misma entrega a esos aspectos del desarrollo humano sea testimonio vivo del último sentido sobrenatural y transcendente de todo el desarrollo. Significa asimismo, y tocamos en este punto lo más delicado y difícil del tema, que debe evitar aquellas acciones y tomas de posición que, aunque en sí mismas sean legítimas y conduzcan realmente al desarrollo humano, resulten de hecho menos compatibles con el aspecto más específico de la propia vocación, que es el de ser testimonio y anuncio de la palabra de Dios, ministro de la eucaristía, servidor de la comunidad eclesial.

Punto delicado y difícil, como lo es toda demarcación de fronteras en el complejo conjunto de una situación humana, dónde cada aspecto implica en algún modo los demás, donde lo fluido y cambiante de determinados tiempos y lugares haría pronto irreal una demarcación teórica demasiado neta.

Así hay que comprender el problema de las tomas de posición políticas, tema polémico y candente en tantas situaciones, en medio de la actual división de la humanidad en ideologías políticas, que constituyen campos opuestos y, al parecer, irreconciliables. Si el problema existe para cada jesuita, es mayor cuando se mira al conjunto de la Compañía. Trataré de decir algo que lo ilumine.

Es evidente que de la misma manera que no podemos olvidar los aspectos económicos de nuestro compromiso social, tampoco podemos ignorar su dimensión política. El "apolitismo", o rechazo sistemático de toda presencia en lo político, es hoy día imposible para el hombre apostólico. No podemos permanecer silenciosos frente a regímenes vigentes en algunos países, que constituyen sin duda una especie de "violencia institucionalizada”. Tenemos que denunciar, con sabiduría, pero clara y abiertamente, las políticas que contradicen "la visión global del hombre y de la humanidad" que la Iglesia "tiene como propia" (Populorum Progressio, n°. 13).

Sin embargo, según una de las enseñanzas más destacadas del Vaticano II, el sacerdote no debe invadir, sobre todo en el campo político tan íntimamente vinculado con el ejercicio del poder público, el espacio propio del laico, a quien pertenece la decisión última en este sector. Este respeto no está inspirado en diplomacia o táctica, sino que deriva de la naturaleza misma del sacerdocio. Sobre todo cuando se trata de una política de partido, por muy necesaria que sea, el sacerdote, por ser signo y agente de unidad en la iglesia, por estar al servicio de todos los hombres y de toda la verdad, por ser ministro de una iglesia que no debería apoyarse en otro poder que en el de la Cruz y de la Resurrección y usa solamente los medios del Evangelio, no puede llevar su compromiso político hasta el liderato o la militancia de partido.

Jesucristo en su labor profética sacerdotal renunció al uso del poder político para lograr la liberación profunda del hombre; siguiendo su ejemplo y su espíritu, nosotros también renunciamos a la política partidista como instrumento de apostolado. Esto significa una renuncia, una voluntaria limitación que compartimos con Cristo, lo cual puede dar lugar en no pocas ocasiones, a malas inteligencias o a reproches, precisamente de parte de aquellos que han comprendido mejor la tragedia de la situación actual y, al ver nuestras limitaciones, nos juzgarán como inconsecuentes o no auténticos.

Si el jesuita debe estar presente en la política, y aun en la política concreta, será con una función marcadamente distinta de la del seglar. El sacerdote y el religioso han de aportar a la política, el testimonio y el anuncio evangélico de salvación, esas "luces y energías" que, derivando "de la misión religiosa" de la Iglesia, pueden ayudar a "constituir y fortalecer la comunidad humana, según la ley divina".

El servicio principal del jesuita, en lo temporal y especialmente en lo político, no es sustituir al laico en su función propia, sino más bien, en diálogo con él, ayudarle a tomar conciencia de los elementos éticos que deben entrar en su decisión. Su servicio es elaborar en este diálogo las expresiones siempre nuevas que reviste a cada momento la ley inmanente de la existencia humana, ley que está inscrita en la conciencia de cada hombre y que culmina en el evangelio. El hecho de que, en la evolución tan acelerada de la historia, las situaciones son muchas veces sin precedentes, nos obliga a poner mayor atención y ser más actuales en la formación de la conciencia individual y social, tarea que ha sido, desde hace siglos, una de las principales del cristianismo.

Al decir esto, pienso en la política concreta y en tomas de posición que implican opciones discutibles, es decir, las que asumen y promueven, en el normal juego democrático, los partidos políticos. Frente a la actitud militante de partido, he presentado otra función que es la verdaderamente propia del sacerdote y del religioso: la inspiración política del seglar. Hay que reconocer, sin embargo, que la distinción se haría menos neta, por fuerza de las circunstancias, allí donde esté de hecho mermado la justa libertad política. Así ocurre en los países de régimen totalitario comunista y en otros países. Es posible que en esos contextos socio-políticos aparezca a veces como toma de postura partidista lo que no es sino posición ética fundamental en favor de los derechos del hombre a la luz del Evangelio, previa a las concreciones de una política determinada. No sería justo, en esas circunstancias, rechazar en principio como inadmisibles conforme a los criterios expuestos, tomas de postura éticas -aunque coincidan a veces con los "desiderata" de una determinada opción política- por el hecho de que resulten críticas para el poder establecido. Será necesaria mucha prudencia y discreción sobrenatural para marcar los límites de lo permisible y, más aún, de lo aconsejable en esas circunstancias. Se puede pecar por los dos extremos. Hace falta regirse muy sinceramente por la ley de la caridad y por una amplitud de miras que desborde el presente inmediato y tenga también en cuenta el futuro.

Esas situaciones, a que acabo de aludir, en las que el marco político general no permite un desarrollo de la acción política que transforme las estructuras de la sociedad según las exigencias de la justicia, son ciertamente las que crean los problemas de conciencia más angustiosos. Uno de estos, quizá el mayor, es el recurso ala "contestación".

La contestación no consiste solamente en la expresión pública de una opinión o de una crítica. Lo más típico de ella parece ser una llamada a la opinión pública mediante declaraciones, manifestaciones o actuaciones para presionar a la autoridad y hacerle así reconocer ciertos derechos, modificar actitudes, posiciones doctrinales o decisiones. Intenta participar en el proceso de la decisión de un modo nuevo, es decir, no a través del diálogo directo con las autoridades, por considerarlo ya agotado, imposible e inoperante. Por eso recurre a la opinión, dentro o fuera de la Iglesia, como elemento de presión a la autoridad.

La contestación no es de suyo una negación de la autoridad; más aún, con frecuencia lleva implícito el reconocimiento de su función.

El fenómeno es universal. Aparece a veces en la Iglesia con manifestaciones similares a las que presenta en la sociedad civil. Es contemporáneo a la revolución cultural, en cuanto ésta promueve al hombre como agente de su propio destino y protesta contra el ejercicio de la autoridad en sus diversas figuras: gobernante, expresarlo, burócrata, perito, el adulto, el "sistema", y, en general, en cuanto discute las diversas imágenes del "padre", lo que supone paradójicamente cierta nostalgia de nuevas formas de liderazgo.

En la Iglesia, la contestación nace además del descubrimiento de la participación y corresponsabilidad del laico y del sacerdote en la comunidad cristiana.

No se presenta siempre en primer lugar a propósito de cuestiones teológicas o de la función del sacerdote, sino que con frecuencia proviene de discrepancias en el ejercicio de una pastoral comprometida con la realidad política y económico-social del país y aun del continente. Muchas veces surge de la falta de coherencia entre las declaraciones de la autoridad y sus actuaciones u omisiones concretas.

No se puede negar a la contestación cierta función positiva en la situación actual. No pocas veces ha conseguido que la autoridad tomase conciencia de situaciones y problemas reales e incluso la ha llevado a modificar en un sentido positivo sus decisiones. Hay circunstancias en las que el silencio puede ser una falta del sentido de responsabilidad o de valentía en el cumplimiento del deber.

Hay, sin embargo, en la contestación, sea quien fuere el responsable, cierta sustitución de una relación comunitaria por una relación de fuerza, es decir, que la expresión de las tensiones o de los conflictos por el conducto normal, dentro de la comunidad competente, se sustituye por el recurso a conductos extraordinarios o no institucionales.

Por lo tanto, la contestación legítima debe incluir, en la medida de lo posible la búsqueda de una relación comunitaria normal, y no tender a transformarse en una especie de institución permanente en la Iglesia y mucho menos a introducir en la comunidad cristiana la dialéctica de clases. Claro que en el ofrecimiento implícito de ese diálogo normal, por parte de la autoridad, no pueden considerarse incluidas condiciones inaceptables, como sería, por ejemplo, la exigencia de que en todo caso la autoridad haya de conformarse con la mayoría. Aunque semejante expresión mayoritaria debe ser atentamente considerada por la autoridad.

No pretendo hacer un tratado sobre la ética de la acción política en general, y por lo mismo no tengo que pronunciarme sobre los márgenes de licitud del uso de la violencia en la acción política y, sobre todo, en la promoción de una transformación rápida de estructuras. No estará mal, sin embargo, notar de paso que la palabra "violencia" suele usarse ambiguamente hoy en semejantes contextos.

Hay diversas formas de violencia en nuestra sociedad. El chantaje, más o menos descubierto; la coacción moral sobre los sectores más débiles (juventud, mujer, proletariado rural...); el monopolio de la información y de la propaganda. Todo esto hace el problema muy complejo y delicado, cómo delicadas son también las opciones que entran en juego. En ellas, hay que dirigir la mirada no sólo a lo inmediato, sino al futuro; a lo universal, sin da tenerse en el ámbito local. Y tener mucho cuidado de no despertar al "demonio de la violencia”, que, una vez entrado en acción, no se retira fácilmente ni' sin grandes ruinas...

La razón, también aquí, es el modo de vida propio de nuestra vocación, que nos hace buscar, lo más cerca posible, la línea de conducta de Jesucristo, Pretendemos renovar en nosotros la vida del grupo que él reunió para difundir su testimonio y su mensaje radical de salvación. Por favor, no pensemos que esto ha de ser a la larga menos fecundo o menos eficaz.

Cristo se dirige al hombre, a su conciencia, al sentido de su vida personal y social, para solucionar en su misma raíz los efectos del pecado que, partiendo del corazón del hombre, cristaliza en sus obras y se convierte en pecado social, en estructuras inhumanas, en opresión y despojo del hermano.

Por eso, la acción liberadora de Cristo es verdaderamente revolucionaria, pero a otro nivel: el de la conciencia del hombre en su doble dimensión personal y comunitaria. Únicamente desde esa conciencia liberada nacerá el hombre nuevo, capaz de construir una sociedad nueva.

El jesuita, por el lazo que le une a Cristo profeta y sacerdote, no puede, frente a la violencia y la revolución seguir otro camino ni ajustarse a otros criterios que los de Cristo mismo. Ser testigo permanente de un amor capaz de crear la comunión entre los hombres, sin la cual el amor humano y cristiano es imposible. Tratar de llegar valiente e infatigablemente a la conciencia libre de los hombres, de todos los hombres, para que se liberen del pecado personal que se objetiva necesariamente en las estructuras y sistemas injustos e inhumanos; porque es el mismo hombre el que las causa y mantiene.

"Ciertamente no se puede desligar la conciencia humana de las estructuras sociales en que se expresa y que, en retorno, condicionan objetivamente la bondad o perversidad ética de esa misma conciencia. De esta manera la conversión de la conciencia libre, para ser real, implica muchas veces la destrucción de ciertas objetivaciones sociales cuya liquidación testimonia (o atestigua) el realismo de la conciencia convertida al Espíritu de Cristo. Y, sin embargo, no siempre será posible discernir eclesialmente estas objeciones sociales del pecado, al menos de manera inmediata. Pues sólo una creciente finura de percepción de toda la comunidad eclesial irá haciendo posible un creciente discernimiento. Y, en cierto sentido, es todavía más difícil presentar auténticas alternativas socio-políticas que puedan sustituir a las actuales deficientes Se abre así el campo a una prudente pero decidida colaboración de la conciencia cristiana con todos los hombres y los programas humanos de "buena voluntad"; pues sólo esa colaboración y el debate humano que la acompaña irán suscitando el poder de una imaginación ética y social capaz de establecer condiciones más humanas de existencia.

En todo caso, ni como sacerdotes ni como religiosos podemos olvidar que la finura de la percepción eclesial para discernir las objetivaciones sociales del pecado, y el vigor de la específica aportación cristiana al mundo nuevo están en relación directa con la real capacidad de la Iglesia para vivir en su integridad el misterio de Cristo, el misterio de la concreta humanidad de Dios. Y es precisamente la intensidad de vida de este misterio de Cristo en la Iglesia el fin directo de nuestro ministerio sacerdotal y nuestra existencia religiosa. Cuanto más verdaderamente viva toda la Iglesia el misterio de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre mejor sabrá la Iglesia, como su Señor, dar su vida por la vida del mundo denunciando los poderes malignos que desfiguran nuestra existencia social.

Por eso, ser sacerdote o religioso implica una radicalidad, de suyo mayor, que la de la adherencia a una determinada opción socio-política. El jesuita, como Cristo, no tiene la misión de militar por determinadas estructuras socio-políticas, culturales, o económicas, cuya autonomía temporal debe respetar. Pero como Cristo, deberá señalar incesantemente qué valores del hombre y qué dimensiones humanas deberá respetar toda concepción y construcción de la sociedad. Aquí está su auténtico y específico compromiso con el hombre y con la historia, desde su misión religiosa y sacerdotal.

Como Cristo, el jesuita no puede elegir la violencia para asegurar esos valores del hombre y las dimensiones humanas de toda sociedad.

El jesuita deberá también ver con toda lucidez que no puede confundir su obligación de formar la conciencia de los hombres según las exigencias del Evangelio y de denunciar toda injusticia y opresión, con la incitación o la persuasión a lograr por la violencia la desaparición de las injusticias y de toda forma de opresión. No fue éste el camino elegido por Cristo para liberar al hombre y no podrá ser el camino de aquellos que hemos sido llama-dos a prolongar la misión y las actitudes del Señor.

El jesuita deberá advertir que únicamente esta fidelidad a su misión evitará no sólo el caer en un nuevo clericalismo, sino que permitirá que los demás miembros del Pueblo de Dios, en este caso los laicos, el ciudadano, iluminado por su recta conciencia y por las exigencias del Evangelio, decida con responsabilidad y madura reflexión, cuál ha de ser su actitud y cuáles los procedimientos aptos para rescatar a sus hermanos de la opresión y la injusticia. (Populorum Progressio n. 31)

El jesuita sabe que para "discernir" y adoptar estas posturas tan delicadas y difíciles necesita una vida intensa de fe, un contacto íntimo con Dios en la oración. Si en esto falla, correrá riesgo de ofuscarse por la pasión humana o por criterios antievangélicos.

No puede olvidar nunca en todas sus actuaciones, aun en las que se sienta más comprometida, que es un "missus" de su "ecclesia", desde la comunidad cristiana local hasta la Iglesia universal.

Es falso creer que el mundo desearía reducir el sacerdote "al estado laical" y que no espera de él sino una pericia secular. "El mundo", para constituirse en "humanidad", precisa del sacerdote en su unicidad. Es un espejismo típicamente clerical confundir "integración" a la comunidad (aun radicalmente secularizada) con "disolución" de identidad sacerdotal.

El sacerdote es ministro de la palabra de Dios y no de la suya propia o de otros hombres. Cristo ha dicho:"El que a vosotros escucha, me oye a mí"; pero este "vosotros" es una Iglesia, y una Iglesia cuya palabra culmina en el Magisterio. Ciertamente no hay sinonimia entre Dios, Iglesia y Magisterio; pero creerse ministro de la palabra de Dios sin incorporarse a su Iglesia y someterse a su Magisterio es una aberración que tiende al pecado contra el Espíritu. Esa palabra no se "aprende" de una vez para todas y exige una "docilidad" permanente.

La insistencia que ha puesto en los últimos párrafos se debe a lo delicado del tema en las presentes circunstancias del mundo. Pero no querría dejara el acento puesto en este aspecto, a fin de cuentas limitado, del problema de nuestro compromiso social; quizá se daría así la impresión de una resultante restrictiva. No era esa mi intención, como habréis podido apreciar. Creo que tenemos hoy que animarnos, por el amor de Jesucristo y de los hombres, a un serio compromiso social en favor de la justicia; si bien es verdad que tenemos que entenderlo integralmente y aceptar gozosamente el papel de promotores específicos del sentido último sobrenatural del desarrollo, que por nuestra vocación nos corresponde; aceptando también con ello, las limitaciones que en determinados aspectos del compromiso de ahí se nos siguen.

Al hablar, sobre todo últimamente, cuando hemos llegado a los aspectos de la implicación política del compromiso he usado con toda deliberación un lenguaje que se refería primariamente a los individuos, los jesuitas. En esas cuestiones, el efecto, será difícil que sea la Compañía como tal la que tenga que adoptar determinadas posturas. El compromiso social de la Compañía de Jesús será ante todo el resultado de los compromisos de sus miembros. La Compañía, como bien sabéis, no tiene ninguna autoridad doctrinal en la Iglesia y no prescribe a sus miembros otra doctrina que la "aprobada" en la Santa Madre Iglesia. Se adhiere a las decisiones de la Jerarquía y buscará inculcarlas; pero no tiene, en cuanto Institución que presentar su propia versión de lar consecuencias que de la doctrina cristiana y católica se siguen.

Son los jesuitas los que tienen como religiosos y sacerdotes el inalienable deber de la denuncia profética de la injusticia y pueden, al cumplirlo, insinuar con caridad y prudencia a dónde estiman personalmente que conducen las consecuencias de los principios del Evangelio y de la Iglesia; cómo ven la incidencia de esos principios sobre las opciones reales que se plantean en la vida de los pueblos.

Esto, sobre todo en las presentes circunstancias de Incertidumbre en que se mueve el mundo, conduce casi inevitablemente a un notable pluralismo de posiciones relativas a estos temas en el seno de la Compañía. Quizá sea éste otro de los punto: en los, que nos vemos hoy obligados a una acomodación nada fácil ni grata; pero, a la larga fructífera. Ya San Ignacio entendía que "el tener todos el mismo sentir y decir todos lo mismo" había de ser solamente "en cuanto sea posible". Hoy es quizá menos posible que entonces. Sobre todo cuando inciden en el campo de la investigación científica y de la opinión estos temas implicados en el compromiso social.

Si somos prudentes y humildes en la apreciación y propugnación de nuestro parecer, si aplicamos la caridad que en el fondo nos tiene que mover en todo el compromiso social también a escucharnos y comprendemos mutuamente, si sabemos observar las reglas de la justicia y de la discreción al referimos a aquellos de nosotros que piensan de diversa manera en los puntos opinables, el resultado habrá sido favorable; nos habremos enriquecido mutuamente y habremos dado al pueblo cristiano uno de los ejemplos de que más hoy necesita. Podrá surgir a veces en algunos seglares cierto escándalo ante nuestra diversidad; pero acabarán encontrándola razonable, en estos temas sobre todo, y si se mantiene en los términos dichos.

La dificultad, ciertamente, se hace mayor allí donde las fronteras no están hoy claras. Reconozcámoslo. Y esperemos que el futuro nos vaya haciendo más convergentes. Pues, en buena parte, esa difuminación de las fronteras se debe a circunstancias pasajeras, históricamente explicables. Entre los que profesan una misma fidelidad a los principios del Evangelio y de la Iglesia, habrá hoy quienes piensen que una determinada opción política es aún mantenible; mientras que otros piensan que cae ya fuera de lo que se puede sostener. Unos juzgarán gravemente injusta una situación o una dirección política; que otros, al menos hasta cierto punto, justificarán. En consecuencia, una determinada denuncia o una determinada colaboración, que algunos pensarán legítima para el jesuita por mantenerse aún en el terreno de la iluminación evangélica, anterior a la opción de partido, será juzgada por otros como una acción partidista, que desborda ya el límite marcado por la vocación sacerdotal y religiosa.

Tales disparidades de juicio son hoy difícilmente evitables. Ellas son las que nos imponen como más urgente el respeto mutuo, la comprensión y el diálogo fraterno. Debemos aprender a respetarnos y amarnos aunque tengamos diversas opiniones, lo cual es indicio de madurez humana y cristiana del sentimiento de amor fraternal, y así seremos verdadero "signo" y "testimonio" de "caridad adulta y madura" para otras comunidades humanas en un mundo pluralista y en una Iglesia que reconoce cada vez más el valor de la diversidad en la unidad sustancial. Los Superiores, representantes de la Compañía y tuteladores de su unidad, serán los que deban indicar al jesuita cuándo sus palabras o sus actuaciones son tales que, al margen de lo que él en su conciencia juzgue, resultan ya incompatibles con el mínimo indispensable de unidad, o transgresivas del límite de lo permisible en la vocación religiosa. Así como, siempre previo un sincero diálogo, dan o cambian a cada jesuita el destino concreto en el que ejercer su vocación y con ella su compromiso social.

A los que sois amigos de las posturas netas, por un extremo o por otro, y querríais ver a la Compañía definirse más taxativamente en cosas concretas os pediría que pensarais realísticamente en lo que es nuestra situación humana y en lo complejo que es el mundo de hoy. Pero también en que la herencia de un mismo espíritu, la convivencia en la caridad y el diálogo nos podrán ir haciendo más convergentes aun en los puntos en que hoy no lo somos. Con lo cual, y sin necesidad de ningún golpe autoritativo, iremos coincidiendo en los dichos y en los hechos y el compromiso social de la Compañía irá siendo cada vez más definidamente colectivo.

Los hechos son siempre el mayor testimonio. Aquí puede la obediencia en puntos decisivos, como la selección de ministerios, el modo de llevarlos, la exclusión aun de la apariencia de lujo y poder... obtener de modo más eficaz y rápido una ruptura con estructuras injustas, un encaminamiento hacia el compromiso en favor del desarrollo integral.



El jesuita no puede olvidar nunca el compromiso social de la justicia y caridad, sin el cual no hay verdadera religión. Tampoco puede olvidar nunca ese más allá de toda técnica y de toda política que justifique su presencia apostólica en lo temporal.

Para enfrentar el problema espiritual planteado en estos términos trataré de señalar algunos principios de renovación.

La humanidad creada, que se ha pervertido a sí misma convirtiéndose en humanidad inicua donde unos hombres oprimen a los demás impidiéndoles su desarrollo integral, es también humanidad re-creada por Cristo. Esta re-creación de la humanidad por Cristo constituye un elemento esencial de la situación histórica de la humanidad.

El jesuita tiene como única razón de ser su incorporación a la tarea de re-crear con Cristo la humanidad. Del grado de su participación profunda y existencial en el espíritu de Cristo renovador de la humanidad depende, más que de ningún otro factor, el éxito de su misión en la historia de la salvación del mundo. La identificación de los rasgos esenciales de la renovación cristiana, tal como aparecen en los Evangelios, se convierte así en condición a priori de la efectividad de su acción, y el esfuerzo por lograr su asimilación a través del estudio, de la meditación y de la iluminación divina, es la necesidad existencial de su ser en cuanto jesuita.

Cristo apareció históricamente para enseñar al hombre, miembro de una sociedad dada, donde la iniquidad humana iba unida a la elección, lo que es el hombre renovado. Consiguientemente su enseñanza y su acción se mueven en el marco de una sociedad histórica dada, pero en ella se nos revela lo que el hombre renovado debe ser. Nos conviene, por lo tanto, recordar algunos rasgos evidentes de aquella sociedad en cuanto provocaron la acción de Cristo.



Características de la sociedad en que Cristo se encarnó y que sirvieron de referencias vivenciales (Sitz am Leben) de su acción fueron:

- El menos-precio en que aquella sociedad, como tantas otras, tenía cultural y estructuralmente al pobre, al oprimido, al hombre de condición humilde, al enemigo y al extranjero.

- La opresión y la alienación religiosa creada por una serie vastísima de preceptos ceremoniales y disciplinares que servían obviamente a los intereses de un sacerdocio dominante y que ahogaban el sentido humanista, creador y libre, de la Creación;

- La perversión práctica del sentido de la actividad humana inducida por su orientación prácticamente total a la consecución de riquezas y de pre-eminencia social (poder).

La acción de Cristo en esa sociedad aparece en los Evangelios como denuncia perfectamente clara e insobornable de aquel "orden” social.

En efecto, frente al desprecio al pobre y al enemigo, Cristo predicó el valor de sus personas y con manifiesta y asombrosa insistencia antepuso la pobreza y la persecución a la riqueza y al ejercicio del poder. Esta denuncia del desprecio, interno y social, hacia los pobres y hacia los enemigos la fundamentó Cristo en la paternidad universal de Dios sobre todos los hombres, definitivamente sellada con su encarnación.

Cristo clamó, sin temor a las consecuencias que habrían de ser fatales para él, por la liberación de la alienación religiosa ceremonial, llegando a condicionar claramente la legitimidad del culto al respeto y aprecio a los hombres, imágenes del Dios a quien se quiere dar culto. Cristo recalcó así el carácter provisional -no absoluto, de toda institución humana, tanto del Estado como de manifestaciones de organización religiosa, juzgándolas por su respeto al hombre, obra de Dios. No es posible identificar ninguna institución humana con Dios mismo.

Cristo condenó la perversión económica del sentido de la acción humana y la de su orientación total al poder, insistiendo en la necesidad de buscar a Dios y su justicia. Aquí está la garantía de toda acción humana que no quiera apartar al resto de los hombres de su libertad creadora.

La acción denunciadora de Cristo frente a la sociedad de su tiempo, que presenta tantas analogías con las del nuestro, aparece así como una clara condena de toda religiosidad que permita la opresión del hombre y de todo compromiso social que niegue a Dios. Precisamente porque Dios es creador y renovador de una humanidad libre, no puede existir legítimamente religión alguna que ayude a esclavizar al hombre por el hombre, ni humanismo alguno que olvide a Dios.

La acción renovadora de Cristo no fue solamente contestataria de la sociedad. Cristo ofreció al mundo un mensaje que es servicio positivo a la humanidad y que supone una genuina conversión religiosa hacia el hombre.

En efecto, Cristo acentuó:

- la necesidad de ayudar eficazmente a todos los hombres que necesitan de nosotros, haciendo de ese servicio la norma misma del Juicio definitivo de Dios sobre el hombre e identificándose a sí mismo, con el hombre en necesidad;

- la solidaridad de los cristianos en su apoyo y respeto mutuo, de forma que su unión sea signo visible de la unidad del Padre y del Hijo y condición para que podamos llamar, movidos por el Espíritu que vive en nosotros, "Padre" a Dios;

- la libertad de cada hombre para realizarse a sí mismo, aun religiosamente, defendiendo el derecho de justos e injustos a coexistir, porque sobre ambos deja caer Dios los bienes de la creación.

Este servicio de Cristo orientador de la humanidad renovada se caracteriza finalmente por ser una llamada a la conciencia, no a un poder social que quiera imponer su enseñanza, "La originalidad del mensaje cristiano no consiste directamente en la afirmación de un cambio de estructuras, sino en la insistencia en la conversión del hombre, que exige luego este cambio" (Medellín, Conclusiones, Justicia n.3). La eficacia del mensaje renovador del cristianismo es una función de nuestras convicciones.

Íntimamente unida con este énfasis en la conversión, religiosa hacia el hombre y consiguientemente con la reserva frente al uso del poder social está, como nota típica del estilo cristiano, la sinceridad sí, sí; no, no del mensaje y de la vida de Cristo; podemos hablar de una aversión de Cristo a prácticas engañosas, "tácticas", para conseguir la renovación de la humanidad. Esta se logrará por la fuerza de lo que es el hombre renovado: ser libro y creador por creación divina. La conciencia de esta realidad, ella sola, será la fuerza generadora de un mundo renovado por Cristo. Pero no olvidemos la paciencia de Jesús en la formación de sus apóstoles y cómo se les fue revelando poco a poco. De un convencimiento profundo de las características de esta acción de Cristo, a la que hemos sido incorporados, dependerá la eficacia y aun la sobrevivencia de la Compañía de Jesús en el momento histórico por que pasa la humanidad. Por esta razón, sería intolerable nuestra ausencia en la acción apostólica que se encamine a la renovación del hombre entero y de todos los hombres en Dios.



Sin embargo, la incorporación del jesuita a la acción recreadora de Cristo, su denuncia de valores y de instituciones sociales, que apartan al hombre de sí mismo y su servicio orientador de la humanidad, no es garantía de que su actuación concreta en esta situación del mundo sea siempre acertada. Tenemos que reconocer sincera y humildemente el riesgo de error en el cumplimiento de esta tarea. La siempre presente posibilidad de equivocarnos y la finalidad misma de nuestro servicio a los hombres, su orientación positiva hacia Dios en un cristianismo coherente con el plan divino, deben movernos a someter nuestra acción a un proceso de discernimiento espiritual, testimonio de nuestra responsabilidad frente a Dios y frente a los hombres con quienes trabajamos.

La necesidad de este discernimiento de espíritus es manifiesta para quien conoce la variación continua que ofrecen a lo largo del tiempo la realidad social y las interpretaciones de esta realidad y más aún cuando, como sucede hoy, estas interpretaciones están fuertemente coloreadas por la visión simplificadora de grupos de intereses encontrados. Nada de extraño, pues, que muchos jesuitas en su interpretación de la realidad social y en su acción apostólica renovadora puedan llegar a conclusiones que difieren de las de otros jesuitas. Esta divergencia de opiniones es prácticamente necesaria: tanto el grado de nuestra experiencia y de nuestro conocimiento de la sociedad, como el de nuestro compromiso con ella es, con frecuencia, distinto en los diversos individuos. Ni conviene que tal divergencia desaparezca del todo, pues por ella puede lograrse una visión más adecuada de la sociedad y de la conexión de la Iglesia y de la Compañía con ella.

Sin embargo, el hecho mismo de que se den opiniones, a veces tan diametralmente opuestas, debe excitar en todos nosotros el deseo de analizarlas seriamente a la luz del "Espíritu renovador de la tierra". Tanto a nivel de individuo, como a nivel de comunidad y de Provincia, tenemos que estar ansiosos de probar el espíritu que anima nuestra acción y desconfiar de posiciones tomadas repentinamente y sin seria consideración. Para ayudarnos a este discernimiento de espíritu personal y comunitario podemos deducir de nuestra espiritualidad principios muy útiles y fecundos.

- Condición previa a todo proceso, de discernimiento de espíritus es el desprendimiento afectivo y, en lo posible, efectivo de nuestras muy, reales ataduras al poder, a la riqueza, a nuestro prestigio frente a la moda intelectual, a las opiniones de personalidades relevantes, a nuestras pasiones de simpatía y repulsión. Para poder adentramos en el análisis personal o comunitario de nuestras opiniones, tenemos que poner como primer paso esta lucha sincera y dolorosa por despojamos de todos los intereses que no sean los de Cristo renovador del hombre, por lograr la verdadera pobreza interior.

- Como fruto de este desprendimiento, debemos estar más dispuestos a aceptar la proposición de nuestro prójimo que a rechazarla sin indagar sobre ella. Actitud que sólo se dará en la práctica si aceptamos el diálogo sincero con los que discrepan de nosotros y con la comunidad. Esta verdadera ascesis puede librarnos de toda soberbia intelectual y ayudamos a superar a través de las opiniones adversas las limitaciones intelectuales y afectivas de todo hombre.

- Necesitamos un estudio profundo por todos los medios a nuestro alcance de la verdadera realidad de nuestras sociedades, hasta llegar a un diagnóstico serio que penetre en el mismo sistema implícito de valores y actitudes que la sostienen. Lo mismo debemos afirmar del análisis de determinadas políticas civiles o eclesiásticas. La renuncia al estudio en problemas tan serios no puede justificarse en personas educadas ni siquiera con remitirse a la opinión de personas más informadas, sin indagar razones. La falta de este estudio serio equivale a irresponsabilidad de la que deberemos dar cuenta a Dios.

- Es indispensable el fortalecimiento de nuestra fe en el Espíritu de Dios que actúa en la Iglesia a la que servimos y la convicción previa de que si el Espíritu puede valerse de nosotros, como individuos y como comunidad, para inspirar a su Iglesia, puede también prescindir de nosotros como elementos originales. Todos somos Iglesias. No podemos atribuirnos implícitamente un monopolio del Espíritu en nuestra acción renovadora. Brevemente: fe profunda en el Espíritu actuante en la Iglesia y humildad respecto a nuestro posible papel inspirador en ella, sobre todo en acciones originales.

Cumplidas estas condiciones previas, podemos pasar al examen a base de razones y de experiencia de espíritus de nuestras opiniones y de nuestros planes de acción. Examen que, en un jesuita, miembro de una comunidad de trabajo apostólico, debiera ser de ordinario comunitario, y siempre visible al Superior. Entonces, y sólo entonces, podemos razonablemente confiar en que las conclusiones a las que lleguemos, son inspiradas por el Espíritu que el Padre y el Hijo nos han prometido. Entonces, y sólo entonces, habrá pluralidad en la unidad esencial de Iglesia y dogma; el Espíritu es espíritu de unión en lo esencial.

Consiguientemente debemos esforzarnos al llegar a la acción nuestro compromiso religioso con la humanidad, por imitar el ejemplo de la insobornable rectitud de Cristo, libre de todo miedo a consecuencias desagradables y aun fatales, y de su sinceridad, ajena a peligrosas manipulaciones.



Ha llegado el momento de concluir. Quizá se pudiera esperar de mí que enumere algunas precisiones concretas para renovar nuestro apostolado. No ha sido ése mi propósito. Los documentos de la Iglesia y los documentos de la Compañía ya nos indican de manera acertada los caminos de esta renovación. Precisamente, el problema que he tratado de aclarar es el porqué de ciertas resistencias pasivas, de ciertas impermeabilidades que, aun en la Compañía, pueden darse frente a directivas ya bastante numerosas y explícitas.

Esta causa la encuentro no en la falta de directivas sino más bien en cierta deficiencia religiosa. Nos hemos alejado de las fuentes de nuestra espiritualidad, teología de la Creación en el Fundamento de los Ejercicios, participación en el misterio de pobreza en seguimiento de la vía elegida por Cristo, discernimiento de los espíritus.

En tales bases religiosas estriban las razones más profundas para encarnar de manera evangélica la realidad más actual y más dramática del mundo.

Aquí está el motivo del acto de fe, por el cual quisiera concluir. La Compañía de Jesús, esta pequeña Compañía que quiere ponerse humildemente al servicio de la Iglesia y de la humanidad en disponibilidad especial al Sumo Pontífice y el Colegio episcopal, pese a las dificultades por las que atraviesa, ya manifiesta signos de esta renovación espiritual, porque en el silencio del contacto personal con el Señor en la meditación, en la deliberación comunitaria, en la acción apostólica, ya comienza a oírse en la Compañía la llamada de Cristo, que no siendo de este mundo, quiere hacerse presente a la Sociedad humana de hoy, en toda su novedad y en toda su esperanza.









Boletín de espiritualidad Nr. 9-10, p. 5-42.