Ejercicios Espirituales y Liberación
II jornadas de Ejercicios

Ejercicios Espirituales y compromiso político temporal

José María Casabó sj





volver a la página principal

Introducción

Vamos a tartar hoy en qué medida el sentido teológico de la liberación abarca un sentido político y cómo se relaciona la liberación política y en general, la actividad política, con los sentidos hondos, cristianos, teológicos y espirituales de la liberación.

No Podemos dudar que hoy en día hay una reaparición del tema político en el horizonte de la teología. Tanto en Europa como en América Latina nos encontramos con discusiones e involucraciones de los sacerdotes con los temas políticos. Sin embargo, esto no es enteramente nuevo: durante siglos el cristianismo ha estado involucrado con la política. Lo reseñaremos brevemente más adelante. Pero las modalidades que toma hoy en día, la justificación que se hace es nueva y diversa, y sería bueno asentarlo y dilucidarlo bien.

Primero, cuando hablamos de política, habría que clarificar el término “política” de un modo muy sencillo. En forma puramente empírica podríamos entenderlo como la actividad para obtener, controlar y/o usar el poder dentro de una sociedad organizada.

Incluyendo el elemento axiológico, como indudablemente debemos hacer desde el punto de vista cristiano, lo podríamos definir como la ciencia y el arte de procurar el bien común de una comunidad organizada como estado, por la consecución y utilización de la necesaria autoridad social (o poder), expresándose por la estructuración y fomento del derecho, la economía y la cultura.

El tema nuestro va a ser cómo se relaciona esta actividad política con el quehacer cristiano, tal como parece surgir de la experiencia de los Ejercicios Espirituales.

Y empieza por una constatación: dentro de la Compañía de Jesús me he encontrado muy a menudo con jesuitas fuertemente embanderados en posiciones políticas. Y dentro de las discusiones en los contactos comunitarios aparecen indudablemente en los temas políticos. Sin embargo, más de una vez me he preguntado cómo se formaban las opiniones políticas de los jesuitas. Y muy raramente he percibido que se haya llevado el tema de la opción política al método de las elecciones de los Ejercicios. Más bien, es impresión personal – las opciones políticas provenían en gran parte, sea de actitudes afectivas, asumidas en la adolescencia, sea de posiciones políticas del ambiente de dónde uno provenía (familia, clase social, etc.), sea de los grupos sociales con los cuales trabajaba, pero que raramente eran [asadas por los criterios de elección y de discernimiento que san Ignacio asigna para las actividades de los jesuitas en el ordenarse de su vida: y esto precisamente por una falta de esclarecimiento de las relaciones entre el cristianismo, la vida espiritual, la santificación y la política. Era un ámbito autónomo en el que uno tomaba opciones políticas igual que podría afiliarse a un club deportivo; y, a veces, sin más fundamento que el de pertenecer a un club de fútbol y no a otro. Pero indudablemente, definiéndose esas opciones con mucha pasión y a menudo expresándose a través de la actividad y del trabajo pastoral y educacional.

Creo que hay aquí un problema: hoy en día esta reaparición del tema político en la teología quizás nos permita plantearnos con mayor lucidez, con más explicitación este problema.

La conciencia de que no Podemos prescindir del campo político y que de hecho, aunque se negaba o se disimulaba, siempre ha habido implicación o repercusión política en la Iglesia, surge en parte por una creciente conciencia de la vinculación entre las exigencias cristianas y las dimensiones actuales de acción dentro de la humanidad. Yo creo que una de las líneas principales por las cuales desembocamos en el campo político es la aparición de la conciencia social entre las dos guerras mundiales y en la post-guerra; la dirección impresa, por ejemplo en la Compañía, por el Padre Janssens a raíz de su carta de 1946 sobre el apostolado social y la repetida insistencia ulterior tanto del mismo Janssens como del actual General de la Compañía, P. Arrupe. Dentro del clero en general, también la aparición de lo que se llamó “conciencia social”, y de la omisión o carencia que habían tenido los cristianos y católicos en esos aspectos; finalmente a través de la crisis latinoamericana del desarrollismo, para referirnos más concretamente a nuestro ámbito, la percepción clara de que los problemas sociales están inextricablemente unidos a lo político, y que si como cristianos, no podemos prescindir del aspecto social, –si es que la caridad quiere realmente ser efectiva y sincera–, y a su vez los problemas sociales no pueden encararse sin una vinculación con el problema político.

Pero entonces, esta dimensión. Política del cristianismo, ¿es esencial? ¿es marginal? ¿es un apéndice o una repercusión? ¿es el lugar primordial de la actividad cristiana, como muchos hoy en día sostienen, su lugar por excelencia?

El hecho de que por lo menos se presente en esa forma, con ese carácter inlucible para el cristiano, lo podrán encontrar en multitud de escritos recientes. Pueden leer, por ejemplo, los artículos aparecidos en la revista Christus Nr. 52. Dice ahí Jean Marie Domenach en su artículo “Pour una etique de l’engagemente”, p. 471: “Si el Evangelio no contiene indicaciones para una política, en todo el encontramos la exigencia política por excelencia en la forma misma en que se nos enseñan los preceptos de la caridad, no en abstracto, sino concretamente, como una praxis: alimentar a los pobres, compartir los bienes, amar a los demás en actos y no solamente en intenciones. Ahora bien, en un mundo que se “socializa”, la observancia de estos preceptos toma más y más un aspecto político. No podría existir ya caridad que no tenga una dimensión política. Y quizás la política se ha vuelto por algún tiempo, el lugar principal de la prueba y del escándalo.”

En esta perspectiva, aparece con claridad que la búsqueda del bien del prójimo, tal como surge como exigencia fundamental del Evangelio de Cristo, y como centro y resumen de la vida cristiana, implica necesariamente una dimensión política, porque la justicia es una de las principales mediaciones de la caridad. La actitud de caridad, como centro de la vida, “amar a Dios sobre todas las cosas, amar al prójimo como a uno mismo”, tiene que expresarse en toda actividad cristiana, pero se mediatiza a través de una cantidad de relaciones. Por ejemplo, en el amor conyugal, en una forma muy específica, a través del amor afectivo y sexual. O en la vida social, a través de la exigencia de justicia.

Desde luego se entiende completamente descartada esa concepción que considera los deberes de caridad como supererogatorios y con gravedad, y distintos de las obligaciones de justicia, más estrictas. Y que las obligaciones hacia los pobres eran de caridad, no de justicia, mero deber de dar limosna, esa mentalidad de muchas buenas señoras católicas burguesas del siglo XIX y principios del XX que se dedicaban a obras de beneficencia para paliar la miseria de los pobres causadas por las injusticias de las fábricas regenteadas por sus maridos. Creo que esto está totalmente superado y no debe insistir en ello. La Iglesia ha vuelto a tomar conciencia que el primer deber de caridad es hacer justicia, y que no se puede estar supliendo con la beneficencia y la limosna las injusticias que se cometen con la otra mano. Lo primero que hay que hacer es corregir esa injusticia. Si la caridad es desear efectivamente la realización plena y total del hombre como hijo de Dios, en todas sus dimensiones, lo primero que hay que hacer es darle lo que le es indispensable para su realización, lo que le es debido. Y a esto se refiere fundamentalmente la justicia.

Bien, antes de pasar específicamente a los Ejercicios, en forma en que se puede situar en la dinámica de los mismos una toma de posición política, me parece sería interesante hacer un breve esbozo de la relación entre el mundo político y el Reino de Cristo, tal como surge de la Biblia y también, muy sumariamente, a través de la historia.

Política y Reino de Cristo en la Biblia

En la Biblia es muy interesante la actitud de Cristo. Puesto que los Ejercicios son una escuela de seguimiento y de amor de Cristo, de entrega a Él, su actitud es fundante y paradigmática, pero tendremos que verla en toda su dimensión. Desde luego la actitud de Jesús no puede ser entendida sin la perspectiva del Antiguo Testamento. El Pueblo de Israel, como pueblo trazando un camino en la historia, tiene una dimensión política; eso es patente. Ya los clanes patriarcales tienen una forma bastante primitiva de organización, pero indudablemente política.

Abraham es un sheik nómada que tiene autoridad sobre su cabila, que debería ser relativamente numerosa, si juzgamos por el incidente de la cautividad de Lot y el rescate que de él hace cuando lo libera con todo el botín que había sido tomado (Gn 14). Indica una acción militar de un jefe sobre un grupo social determinado.

Es evidente que Israel se realiza como Sociedad a raíz del éxodo, en que aparece de importancia capital el papel de Moisés, no solamente desde el punto de vista religioso, sino también político y legislativo, con autoridad política. Tal es así, que ustedes recuerdan que hay un momento que se produce una rebelión, la de Coré, Jatán y Abirán (Nm 16) que cuestionan la autoridad que tiene Moisés y su conducción, lo acusan de ambición y de interés propio en el gobierno (de modo que está ya en juego el sentido del poder) y Moisés se justifica diciendo que no ha tomado ni un asno, ni hecho mal a nadie (v. 15) sino que él está ahí porque Dios lo ha puesto y asume la autoridad por parte de Dios (v. 28).

Posteriormente se produce la transmisión del poder a Josué, la dispersión tribal y la aparición de los jueces.

El momento realmente crítico para Israel vendrá con la aparición de la monarquía, ¿por qué? Porque Israel es ese pueblo especial, elegido por Dios para una misión dentro de la humanidad, y la gran tentación de Israel será querer, ser un pueblo como los demás.

La monarquía aparece, en una de las versiones con que la presenta la Biblia como un deseo de ser como los demás pueblos, y por consiguiente una infidelidad al modo específico con que Yahvé ha elegido y conduce a su pueblo. Es decir que la dimensión política de Israel está insumida en su sentido religioso, involucrada en su misión de vehículo de la acción de Dios dentro de la humanidad, y en función de ella. Y la tendencia va a ser siempre independizarse de esa línea de acción de Dios para volverse una entidad autónoma, que se mueve por sus propios derroteros. Justamente esta posibilidad de divergencia va a permanecer dentro de la historia de la humanidad hasta nuestros días, y va a seguir siendo la ambigüedad específica de la política para nosotros.

Gran parte de los pecados de Israel se introducen a raíz de la monarquía. Las alianzas matrimoniales por motivos políticos, como empieza a hacerlas Salomón, introducen la idolatría. El estilo de vida de los monarcas y los poderosos que los acompañan son, simultáneamente con la idolatría y la apostasía, los pecados impugnados por los profetas: la explotación del pobra, la necesidad de adquirir bienes, la dominación sobre los débiles, la explotación de los sectores pobres y la injusticia de los jueces venales que juzgan de acuerdo a los deseos e intereses de los poderosos de la sociedad. Esquema que aparece en Israel y que encontramos después en todas las sociedades: el problema del dinero y del poder, frente a los cuales Cristo va a tomar posiciones muy claras y contundentes.

En Israel como en la mayor parte de los pueblos de oriente, el rey tenía una función de fomento de la justicia, entendida como estado de prosperidad generalizada, en que debía tener participación toda la comunidad.

La experiencia de Israel es que los reyes fracasan, fallan en esa función y que en última instancia, Israel sólo puede esperar justicia de la acción salvífica de Dios en la humanidad.

Un caso de los más típicos de esa política, que se hace independiente del plan de Dios, es el de las alianzas políticas, buscando fuerza y poder en las alianzas humanas en lugar de la fe y la Alianza de Yahvé. Por ejemplo, las alianzas con Egipto impugnadas por Jeremías y por Isaías particularmente en los capítulos 30 y 31 de Isaías y en el 17 de Jeremías. Es de notar el papel de los profetas dentro de Israel, contradiciendo esa tendencia meramente humana dentro de la política.

El sacerdocio y los profetas tuvieron en Israel un papel ambiguo. La contraposición de que el sacerdocio es aliado de los reyes en su política humana, y que los profetas son los representantes del espíritu de Yahvé que impugnan las claudicaciones y las injusticias, es una estimación muy parcial, porque hay sacerdotes que están marcadamente en la línea de la alianza, y escuela de profetas que lo único que hacen es favorecer a los reyes en todo lo que ellos quieren, y contra los cuales se contraponen los verdaderos profetas. Lo menciono por el renacimiento del sentido profético actual, por contraposición al sacerdocio que uno encuentra en muchos ambientes clericales, es una esquematización excesiva.

La crisis del exilio de Israel es interesante porque pierde la autonomía política, y conserva nada más que una identidad religiosa y nacional. La posterior restauración, con una relativa autonomía política le permite ahondar el sentido de su misión espiritual. Es significativa porque se produce por una acción liberadora en el campo político-militar por un poder pagano instrumento de Yahvé, Ciro de Persia, su elegido (cf. Is 45). Aparece así netamente la acción político-militar suscitada por Yahvé, no solamente dentro del pueblo elegido sino también fuera de él. Es decir que las acciones históricas profanas se integran o pueden integrarse dentro de lo que se llama historia salvífica.

Otro momento interesante es el de la crisis de los Seléucidas cuando el poder político pretende imponer una visión antropológica que niega la tradición típica de Israel. La fidelidad de Israel a Yahvé se expresará por los Macabeos, a través de la resistencia, la guerrilla y la guerra que finalmente obtiene la autonomía político-religiosa y que funda la dinastía de los Asmoneos, que posteriormente recae también en la política humana, y sus peleas intestinas traen la ocupación romana unos 60-70 años antes de Cristo.

Esto nos lleva a la situación política en el momento en que aparece Jesús. El panorama es bien conocido y claro: los fariseos son nacionalistas anti-romanos, que creen que toda resistencia armada política es inútil, pero resienten la ocupación. Los saduceos más bien colaboracionistas, de mentalidad amplia; los herodianos, políticos e interesados que fluctúan con los vaivenes de los romanos, con algunas tendencias solapadas de resistencias y la clase popular de los zelotas, nacionalistas con pretensiones de autonomía, a conseguir a través de la acción violenta, marcadamente guerrillera. Finalmente el pequeño grupo de los Esenios, que se mantiene al margen de la política, un grupúsculo espiritual que no quiere intervenir, aunque cual fuera el papel de los esenios en la rebelión de los años 70-78 y posteriormente la de Bar Koseba, es algo muy discutido porque según las excavaciones de Kirbet-Qumran la comunidad religiosa desaparece justamente en el tiempo de la primera guerra judía, y luego ese lugar es utilizado como base guerrillera por los zelotas. No se sabe si ocuparon el lugar desertado o si realmente hubo convivencia y celebración de la secta.

Ciertamente Jesús tiene íntima relación con los zelotas; uno de los apóstoles se llama Simón el Zelota: en dos evangelios lo llaman el Cananeo, y generalmente se dice que provendría de Caná, pero “Kaná” en arameo significa “celo”, y podría ser una mala traducción de la palabra zelota. Incluso es posible que Pedro fuese de tendencia zelota. Cullman presenta la hipótesis de que Judas Iscariote sería también zelota y que su problema con Jesús iría muy alrededor de ese tema. Señala la incógnita del significado de Iscariote, generalmente explicado como hombre de Karioth “ish-Karioth”’ pero Karioth es desconocido y no aparece en ninguna parte de la geografía o de la historia de Palestina. Cullman sugiere que podría ser una transliteración del término romano para designar a los zelotas que era el de “sicarios”. Casi seguro que Barrabás era un jefe zelota y los que dieron el golpe que hicieron que la sangre de los galileos se mezclara con la de sus víctimas eran probablemente zelotas.

Sin embargo, lo que nos interesa ver es cómo se sitúa frente a la expectativa mesiánica de Israel, frente a la situación de sujeción y en qué manera maneja el plano político. Creo que Jesús toma una cierta distancia de la realidad política, en contra de la preponderante expectativa mesiánica de Israel, incluso la de sus propios discípulos. Como ustedes recuerdan, Jesús no se atribuye a sí mismo el título de Mesías; no lo niega cuando se lo atribuyen; pero a menudo cuando lo reconocen como Mesías recomienda el secreto, y la explicación habitual que se da era la posible tergiversación que se podía dar a ese término respecto a la misión que Él traía. El principio mismo de su misión está marcado en los tres evangelios sinópticos por las tentaciones del desierto, que son en ese sentido clarísimas. La forma que él va a realizar el anuncio del Reino de Dios, no va a través del poder político, ni militar ni económico, o del prestigio de la gloria humana. Los testimonios son clarísimos. Es más, esas posibilidades son presentadas en los Evangelios como tentación satánica. Y cuando Cristo mismo anuncia la realización de su mesianismo a través de la cruz, del camino de la humildad, del sacrificio, del amor y de la negación del uso de las riquezas y del poder, es puesto en cuestión, incomprendido por ejemplo, por la respuesta de Pedro al anuncio de la Pasión, y Cristo lo vincula con la tentación satánica (Mt 16,22-23), tentación de apartarse del camino que el Padre le señala para la edificación de su Reino. Los exegetas consideran que la palabra de Lucas al final de las tentaciones del desierto, “Satanás se apartó de él, hasta otra ocasión” (Lc 4,3), es la tentación final de la Cruz, del huerto de Getsemaní y el “baja de la Cruz si eres el Mesías”. Es indudable cuál es la intención de Jesús: “Mi Reino no es de este mundo” dice el Evangelio de Juan 18,36. No es de este mundo, no porque no esté en este mundo, “el Reino de Dios está entre nosotros”, sino que no proviene, no funciona, no se instaura por los medios habituales con que prevalecen los reinos de este mundo, y no hace número con ellos, es otra cosa distinta.

Cristo negándose a tomar parte en el movimiento de emancipación palestina de la brutal ocupación romana, lo hace porque su misión es infinitamente más amplia: es la de inaugurar una nueva humanidad, pasando a través de la muerte y la resurrección, y establecer un nuevo tipo de comunidad humana fundada en la comunidad con Dios, pero que simultáneamente crea una nueva manera de relacionarse entre los hombres, que funciona dentro de la historia, y que no es de índole política, pero que es real y social. Estando dentro de la historia esa nueva comunidad, ese tipo de relación, va a tener la repercusión necesaria en el campo político, aunque no sea necesariamente de índole política. Creo que este sentido de la nueva relación del hombre con el hombre, fundada en la nueva relación con Dios en la aceptación del anuncio del Reino en la fe, con su exigencia de conversión necesaria y de caridad como actuación primordial de la nueva comunidad, es capital para entender todas las demás enseñanzas de Jesús, las bienaventuranzas, por ejemplo, la pobreza o la renuncia a la fuerza no se entienden bien sin este sentido fuerte que tiene la creación de una nueva comunidad, acá, dentro de la historia. Esa referencia es indispensable para situar adecuadamente la enseñanza y la intención de Jesús.

Uno de los aspectos notables y llamativos de la exigencia de Jesús en este cambio de actitud es el contraste que Él mismo establece entre la forma habitual de relación de dominio dentro de la sociedad política humana, con la nueva actitud que Él enseña debe primar dentro de la comunidad que Él establece. Aparece en los tres sinópticos (Mt 20,25 pp): “Ustedes saben que los reyes de este mundo hacen sentir su dominio y se hacen llamar benefactores; entre ustedes que no sea así; el que quiere ser más grande sea el más pequeño, y el que quiere mandar a los otros sea el que sirva”, es decir es el cambio fundamental en la actitud de los hombres, de la tendencia de dominación sobre los otros para ponerlos al servicio de su propio proyecto, su propio interés, su propio placer, para pasar al contrario, al servicio de la realización del otro: esa es la conversión fundamental que Jesús exige, y que se expresa en el mandamiento central de la caridad: es la conversión capital.

Desde luego, Cristo no es ningún ingenuo, es muy realista en su apreciación de los poderosos de su tiempo; a Herodes lo llama “zorro”; no es nada ciego sobre las formas en que funciona la sociedad israelita, no hay más que ver las imprecaciones a los fariseos, a los escribas, a los legistas. Y recuerden su actitud cuando se le pide su definición acerca de la ocupación romana, la famosa respuesta sobre el pago del tributo al César.

Habría que dar un paso más en el Nuevo Testamento y ver la relación entre la nueva comunidad que surge de la muerte y de la Resurrección de Jesús y el don del Espíritu, y que empieza a expandirse desde Palestina por toda la cuenca del Mediterráneo, con el Imperio Romano como poder político.

Desde muy pronto, así como Jesús terminó su vida humana por un choque con el poder religioso y político, las comunidades tropiezan con el poder político. Sin embargo, no vemos que en la comunidad cristiana haya un cuestionamiento del poder político como tal sino en la medida en que puede hacer negar la preeminencia del señorío de Cristo y de Dios. No aparece en el Nuevo Testamento una preocupación del poder político como tal. Al contrario, la actitud que se encarece al cristiano es la aceptación y sumisión al poder político, con la enseñanza que aparece en el cap. 13 de la Epístola a los Romanos sobre la función del poder político en el plan salvífico de Dios, porque lleva la espada para la corrección de los que hacen el mal, texto, como se sabe, muy discutido, que ha servido para justificar la sumisión a cualquier tipo de despotismo, pero que puede ser mejor interpretado como señalan numerosos exegetas, más bien como la presentación de lo que debe ser un poder político dentro del plan de Dios, y complementado con su limitación, que aparece también en Pablo, por ejemplo, en la forma con que exhorta a los cristianos a que no lleven sus pleitos a los tribunales oficiales, es decir, que hay cierto tipo de relación cristiana en la cual la organización política profana es incompetente porque lo puede entender, la relación establecida en la comunidad. Además hay la posible instrumentación de los poderes de este mundo por otra potencia que no es Dios, sino enemiga de Dios que por ejemplo en el texto de la 1 Corintios, 8, los poderes que mataron al Señor de la Gloria; y, finalmente, la forma en que es presentada la espada como perseguidora en el Apocalipsis, marcadamente instrumentada por Satanás, por el Anticristo.

Resumiendo, del Nuevo Testamento en conjunto surge la distinción entre el poder político y la nueva realidad que introduce Cristo, el papel de la sociedad política dentro del plan de Dios, la función querida por lo cual es instrumento de Dios, la ambigüedad de ese poder político que puede zafarse de esta misión y ser instrumentado por otras fuerzas en contra de la obra salvística instaurada por Cristo y de la comunidad que le es fiel.

Creo que del Nuevo Testamento, tan esquemáticamente presentada, surgirá la significación de lo político para el cristiano.

El cristiano y la política en la perspectiva de la enseñanza de Cristo

El cristiano forma parte de una nueva comunidad y se relaciona de un modo distinto con el hombre, a raíz de su fe en una realidad no directamente perceptible, pero que él cree que es la más honda, lo que surge de Cristo muerto y resucitado, y que le imprime como exigencia fundamental la de amar y servir, pues la expresión privilegiada de la caridad en acción es servir al prójimo, trabajar en su provecho.

Este trabajo en función del prójimo por parte del cristiano debe ser realista en sentido de que tiene que dirigirse al prójimo en sus necesidades reales, actuales y debe ser sincero procurando ayudarlo de la mejor manera posible. La sinceridad en la intención de ayudar al prójimo a que se realice implica poner en juego todos los recursos posibles para ello, no sólo empeño y buena voluntad personal, sino también toda la potencialidad que dé la ciencia, técnica, la organización, el creciente dominio que el hombre adquiere sobre las fuerzas naturales y el encauzamiento de la organización social. Implica movilizarse, usar energía, fuerza en favor del prójimo, es decir también el poder y el poder social y político.

Es por consiguiente, como ya señalaba antes, la caridad la que exige al cristiano a participar en la acción y la actividad política y la línea fundamental de discernimiento de la índole de su actividad política, va a ser precisamente, la caridad. Qué sistema político o qué acción política es la que más favorece el pleno desarrollo o la plena realización del hombre en sentido integral, como hijo de Dios, dentro de la historia.

Cristo se niega Él mismo a usar el poder político. Se niega también a hacer o acumular riquezas, permanece célibe. Exhorta, aconseja a muchos seguidores creyentes que tomen la misma actitud, a renunciar los bienes, darlos a los pobres, comunicarlos; renunciar al poder, no resistir al mal, no usar la fuerza. ¿Implica eso que el cristiano no puede nunca usar la fuerza? ¿Ni entrar en política?, puesto que la política aspira a controlar o a usar el poder organizado del estado.

Creo que Cristo trata el poder exactamente igual que la riqueza o el sexo; lo ve como una de las grandes realidades humanas, de suyo buenas, pero ocasión de tremenda destrucción del hombre por el hombre, destrucción del otro y destrucción de sí mismo. Ante el acaparamiento de riqueza con prescindencia de los demás y a costa de los otros, por la explotación de los otros, exclama: “¡Ay de vosotros, ricos!”, y aconseja la renuncia, el don de los bienes, la comunicación con el otro. Ante la tendencia a dominar, a imponer mi voluntad, mis intereses por encima de los otros, en contraposición con el otro y la lucha, la rivalidad, el odio que de ahí, brotan, la enseñanza de Jesús es renunciar a la fuerza: “no te resistas”.

Pero simultáneamente Cristo no niega el uso de las riquezas; Él mismo consume bienes, lo acompañan mujeres que lo sustentan con sus bienes. Además, Él usa naturalmente la fuerza de la Palabra, la autoridad. Y la Iglesia siempre entendió que el uso de los bienes, como el uso del matrimonio y también el uso del poder no son anatema para el cristiano, con tal que se realicen con el Espíritu de Cristo. Ahí está el elemento capital: El gran don que Cristo nos deja, su Espíritu, que es el que nos hace comprender a Cristo y obrar en continuidad con Él y es en el Espíritu de Cristo que uno puede utilizar los bienes, utilizar el sexo y el poder.

Esa es la forma en la que el cristiano se inserta en política, y eso mismo va a asegurar que el poder será utilizado en servicio del hombre y no en contra de él, o en forma destructiva; que va a ser utilizado para crear la comunidad humana dentro de la historia y no al contrario para destruirla o para acrecentar egoísmos.

Hay un gran peligro en estas realidades. Son tan importantes en la vida del hombre y la pueden centrar en tal forma que tienen la tendencia a volverse un fin en sí. El dinero, por ejemplo, fácilmente se vuelve el ídolo, el Moloc, el Mamón. Hoy en día lo vemos en la sociedad de consumo. Pero el poder es igual; el sexo también, la tendencia erótica en el antiguo paganismo y en el actual paganismo. Tendencia a la posición, al dominio, tendencia al goce. Cada realidad puede ser desviada. De ahí la necesidad que dentro de la comunidad que opera en el Espíritu de Cristo, en la utilización de las realidades humanas, siga permanentemente también el espíritu de renuncia a ellas. El celibato, la pobreza, la no violencia y el no uso de la fuerza, como testimonio de una realidad superior y como fuente para asegurar el espíritu de Cristo en el uso de esas realidades que son tan necesarias para la humanidad. Pero no neguemos que de hecho puede ser mucho más difícil usar bien el poder, como usar bien el dinero, como usar bien la sexualidad, que la abstinencia total de ellos, justamente porque tiene esa terrible ambigüedad y esa tendencia a erigirse en fin en sí mismos. Por consiguiente la acción política de los cristianos tiene un gran peligro de ambigüedad y una tentación permanente.

Breve reseña histórica de las relaciones de los cristianos con el poder político

Después de este panorama bíblico del que surgió el sentido de la acción política de los cristianos, sería interesante hacer un breve recorrido de lo que pasó realmente en los 20 siglos de cristianismo que nos han precedido. La historia es aleccionadora, indudablemente, y en ese sentido la historia del cristianismo es extraordinariamente rica. Las circunstancias son irrepetibles. No nos vamos a encontrar nuevamente en las mismas, pero ciertos errores, ciertas concepciones predominantes en una época puede ser sumamente útiles tenerlos presentes y recordarlos, para evitar recaer en ellos.

Los principios del cristianismo son naturalmente de pequeños islotes dentro del inmenso piélago del Imperio Romano, y desde luego sin ninguna injerencia política, aunque muy pronto empieza a haber cristianos situados en esferas de influencia dentro de la administración imperial, incluso con posibilidad de utilizar el poder oficial. Originan allí unas de las primeras divergencias y controversias sobre la posibilidad para los cristianos de utilizar el poder. Porque no faltan literatura y Padres de la Iglesia primitiva, que consideran que el cristiano no puede ocupar cargos públicos, porque ocupar cargos públicos implica usar la espada, sobre todo en la forma en que funcionaba la organización jurídica del Imperio Romano y consideran que es incompatible con la mansedumbre y la caridad cristiana. El tener, por ejemplo, que torturar a un testigo para que declare lo que sabe acerca de un acontecimiento o a un sospechoso de delito, o ejecutarlo repugna al sentido cristiano. Además, por la vinculación en toda la sociedad antigua entre lo político y lo religioso, el culto al emperador, los sacrificios a los dioses, la idolatría involucrada, consideraban que difícilmente el cristiano podría ocupar esos cargos. Sin embargo, de hecho, los ocupaban. Pasa algo muy similar con la participación en el servicio militar, en las legiones. Asimismo, puesto que Pablo increpa a los cristianos porque van a pleitear frente a los tribunales paganos, entra como costumbre que los cristianos solucionen sus problemas entre ellos o los lleven al obispo. Incluso, después de la conversión de Constantino, la mayor parte de los pleitos entre los cristianos, los resuelven los obispos. Para san Agustín era una carga agobiadora, horas y horas de resolver pleitos entre cristianos porque no iban a tribunales paganos.

Es decir que con el cristianismo se opera una cosa muy curiosa: ciertamente no entra en ninguna forma de conspiración, de revolución o derrocamiento del sistema político imperante. Los apologistas lo resaltan como un mérito. Los cristianos nunca conspiraron contra los emperadores, incluso cuando lo podrían haber hecho, cuando eran suficientemente numerosos para dar un buen golpe de estado con posibilidades de éxito, y se negaron a ello a pesar de las persecuciones y discriminaciones que sufrían periódicamente. Pero al mismo tiempo lo que hizo el cristianismo fue crear una nueva sociedad dentro de la sociedad antigua, y fue una verdadera subversión que se extendía y fue gradualmente reemplazando a la antigua, no por una imposición violenta o por la fuerza sino por la atracción extraordinaria que ejercía el nuevo tipo de comunidad Los cristianos evidenciaban su caridad, su nuevo estilo de vivir, y les atraían crecientes multitudes, a pesar de las dificultades y obstáculos que encontraban para ello. El problema serio de las relaciones con el poder durante toda esa época pre-constantiniana, es la opresión del poder tiránico. A pesar de períodos de calma y de tolerancia, siempre fue una minoría sospechosa y vivía bajo la amenaza de un recrudecimiento de la persecución.

Sin embargo, el momento crítico opera cuando Constantino se declara cristiano, y los cristianos se encuentran con el poder en las manos. Ahí empieza ese extraordinario experimento que es la cristiandad, con todas sus ambigüedades y confusiones. Al principio los cristianos son todavía minoría, pero lógicamente la conversión de los emperadores trae cuantiosas masas dentro de la Iglesia, muy ignorantes, muy inmorales en muchos aspectos, que rebajan el nivel de las comunidades. Los cristianos se encuentran en posición de poder, y heredan el Imperio Romano con toda su estructuración, sus costumbres, sus mentalidades. La primera cuestión que se plantea es si verdaderamente los cristianos transformaron en el Espíritu de Cristo al Imperio Romano, o el Imperio Romano impuso a los cristianos lo que era su propia modalidad y mentalidad. ¿Fue el cristianismo que convirtió al Imperio o el Imperio que convirtió al cristianismo? Los cristianos no abolieron la esclavitud, más o menos la mitigaron. La legislación imperial, la administración pública, los ejércitos seguirán tal cual como antes, pero se produjeron e introdujeron muchas mejoras comunitarias en favor de los expósitos, los huérfanos, las prendas de los deudores, la protección a los campesinos pobres, ya desde tiempos de Constantino, toda una legislación interesante. Gradualmente, a más de un siglo, consiguieron suprimir el teatro obsceno, los sangrientos juegos de circo. Tardó bastante, pero por ejemplo, la tortura en los procedimientos no desaparece. A san Agustín no se le pasa por la cabeza que podía abolirse la esclavitud, no entra en el horizonte de las posibilidades, es algo que ha existido durante tanto tiempo, que se considera natural, se justifica. San Agustín dice que es consecuencia del pecado, pero no lo ve en los dueños sino en el esclavo, por lo menos en el origen.

Vemos aquí un factor que me parece muy interesante, muy de tener en cuenta, el condicionamiento de la mentalidad cristiana por la cultura en la cual subsiste. El espíritu de Cristo, si bien mueve a la caridad, en su comprensión se mediatiza, se limita, se condiciona, por la interpretación que hacen los cristianos en esa civilización de lo que es el hombre y la sociedad.

Además, la conversión misma de los emperadores trajo una serie enorme de problemas, porque los emperadores siempre habían tenido, como todos los jefes de la antigüedad, un papel religioso y ese papel religioso, lo que hicieron simplemente es transferirlo a la religión cristiana, y siguieron con la misma mentalidad de que ellos eran encargados por la divinidad de regir la grey de Dios. De ahí toda la enorme injerencia de los emperadores en los asuntes eclesiásticos que empieza ya prácticamente en tiempo de Constantino, en parte solicitada por la Iglesia misma. Los donatistas llaman al Emperador para solucionar sus problemas con los católicos y los católicos hacen lo mismo, y ahí empieza el asunto de la intervención imperial. Unos pocos casos se encuentran de Emperadores, como el católico Valentiniano I, que se niegan a tomar partido y usar el poder público en las controversias eclesiásticas; pero su hermano Valente, en el oriente, apoya a los arrianos y utiliza todo el poder del Estado para combatir a los nicenos católicos. De modo que empieza ya una enorme injerencia que se agrava cuando Teodosio en un acto tan importante como la conversión de Constantino, en 480, declara a la religión católica como religión oficial del Estado, y por consiguiente proscribe al judaísmo y al paganismo. Mas tarde Justiniano es un verdadero sacristán dictatorial que se mete en todos los asuntos de la Iglesia: su legislación incluye reglamentaciones de toda clase, para sacerdotes, funcionamiento de concilios, parroquias, monjes, etc. Su gran diversión y su descanso eran las discusiones teológicas con monjes. Reunía concilios y definía cuál era la verdad y la promulgaba por todo el imperio. Es el caso más agudo de césaropapismo que ha habido.

Empieza ya a haber una conclusión y una inter compenetración del poder político y del poder religioso, sumamente curiosa que va a proseguir con tensiones variables a través de toda la Edad Media, el Renacimiento, el Absolutismo, prácticamente hasta la Revolución Francesa, casi hasta nuestro tiempo, con un doble aspecto: por una parte la Iglesia organizada se considera responsable del poder político porque los gobernantes son cristianos y los obispos son sus pastores y tienen la responsabilidad de su salvación; por consiguiente tienen que indicarles qué es lo bueno y así “ratione peccati”, la Iglesia toma injerencia en la acción política. A su vez, los emperadores y reyes son ungidos y se consideran con una función especial dentro de la Iglesia que ejercen con muy frecuentes intervenciones en asuntos eclesiásticos. A lo largo de los siglos esta relación se va a ir precisando y decantando con enconadas luchas y tensiones del imperio y del sacerdocio, de los Papas y las crecientes naciones en el Renacimiento.

La parte de occidente se justifica con la doctrina de Agustín mal interpretada, lo que se ha llamado “agustinismo político”. Como una consecuencia bastante obvia, si el espíritu de Cristo tiene que atravesar primero todo lo personal, no se ve por qué no tendría que informar también a la vida pública. Los emperadores intervienen en el nombramiento de los Papas; a su vez los Papas indican a los Emperadores qué tienen que hacer de bueno y qué es lo malo. El sistema tiene grandes ambigüedades con aspectos positivos y negativos. Por ejemplo, san Ambrosio increpa a Teodosio porque ha hecho reedificar a costa del erario público una sinagoga quemada por los cristianos de Siria, a instigación, según dicen los judíos, del obispo católico. San Ambrosio hace desistir a Teodosio de esa decisión que nos parece de lo más ecuánime. Pero Teodosio, otra vez, hace pasar al filo de la espada la población de Tesalónica, que en una jornada pública insultó las insignias del emperador y se rebeló; y ahí san Ambrosio lo obliga a hacer penitencia pública por ese crimen. Fíjense la ambigüedad de estos hechos. Por una parte, que el emperador reconozca que hay un poder superior al suyo, que no es el poder absoluto y único, como Calígula, que puede hacer lo que se le da la gana, sino que está sometido a una ley superior y que hay alguien que puede acusarle y llamar a su conciencia sobre un bien y un mal, es enormemente positivo. Pero, por otra parte, la injerencia de Ambrosio al utilizar el poder que tiene sobre el emperador para favorecer el catolicismo en contra de los derechos de otros grupos sociales, a nosotros nos parece abusivo.

Hay momentos que se considera que el poder político no es más que una suplencia por las deficiencias del poder eclesiástico. Por ejemplo, san Isidoro de Sevilla considera que los reyes existen únicamente para formar con la espada a cumplir los diez mandamientos a quienes no obedecen la predicación. Normalmente el pueblo tiene que regirse por la Palabra de Dios y lo que dicen los pastores, y los mandamientos tienen que bastar para que todo el mundo se porte bien. Pero para los que no obedecen, está el brazo secular. Desde luego, en esa posición desaparece cualquier clase de autonomía del poder civil; hay una especie de absorción del poder civil, vuelto mera rama del poder eclesiástico.

El otro aspecto que vimos, por ejemplo en Justiniano, la injerencia del poder civil, lo encontramos con otra gran figura que es prácticamente la que funda el occidente moderno europeo, que es Carlomagno. Se considera muy cristiano y que su primer deber como Augusto es vigilar que cada uno, según su inteligencia, según su fuerza, su situación, se aplique al santo servicio de Dios. Como rey, como emperador, se atribuye un papel preponderante dentro del seno de la Iglesia, en contraposición con el Papa, y da a través de toda la legislación de su gobierno, indicaciones sobre el funcionamiento eclesiástico igual que hacía Justiniano. Al mismo tiempo utiliza ampliamente a los obispos y a los clérigos en toda la administración civil. Por ejemplo, de los “missi dominici” que manda a través de todo el imperio Carolingio para vigilar el cumplimiento de las ordenanzas imperiales, uno de ellos es siempre un obispo. En parte se explica porque la cultura había quedado concentrada dentro de los estratos clericales.

En la tensión de poderes, si la mano fuerte es el Estado, lleva la voz cantante. Si el estado se debilita, como en los hijos de Carlomagno, por ejemplo, Luis el Piadoso, empieza a preponderar el poder eclesiástico. Aparece una nueva personalidad fuerte, como la del Papa Nicolás I y se vuelve el conductor de la cristiandad, alrededor del cual van girando los reyes y emperadores. Los reyes francos tienen que responder de su conducta frente a los concilios de obispos. Obliga como decía antes, a un control espiritual sobre la forma de gobernar. Pero simultáneamente abre la puerta a toda clase de intrigas, a toda clase de ambiciones de los clérigos, que empiezan a hacer exclusivamente política. Nos encontramos de nuevo con la ambigüedad del actual político del cristiano.

Las justificaciones teológicas del control papal sobre el gobierno civil empiezan ya con Gelasio y Gregorio I, por razones muy espirituales. Luego, la necesidad de combatir los nombramientos de clérigos a cargos eclesiásticos por los señores seculares, las investiduras, que por los grandes intereses económicos y políticos involucrados introducían personajes ineptos al ministerio y contribuían seriamente a la corrupción del clero, llevó a un acrecentamiento de las pretensiones de poder de los Papas.

Gregorio VII da un paso importante: si el Papa puede vigilar la conducta de los jefes de Estado, puede también imponerles sanciones espirituales y temporales, y si esas sanciones no son efectivas, serían irrisorias; y por consiguiente si el rey no gobierna de acuerdo a lo que el Papa considera que es bueno, lo puede juzgar y deponer. Gregorio lo justifica así: “Los reyes, ¿están exentos de poder de ligar y desligar que Jesucristo otorgó al Príncipe de los apóstoles? ¿Están acaso fuera del rebaño que el Hijo de Dios ha confiado a san Pedro? ¿quién puede sustraerse a este poder que Dios ha confiado a san Pedro, sino el desgraciado que se rehúsa a llevar el yugo del Señor y de formar parte del rebaño de Cristo, para someterse al demonio?” Esa es la argumentación, pero claro, prácticamente el Papa está absorbiendo todo el poder de la sociedad, incluso político. “Por su carácter excelso, el Papa –dice Gregorio– está por encima de los reyes y príncipes como el cielo está sobre la tierra; es como el alma para el cuerpo, como el sol para la luna. La dignidad real como la apostólica han sido dadas por Dios para guiar a los hombres; entre ellas, sin embargo, la religión cristiana ha mantenido una tal distancia que, después de Dios, es por el cuidado del Apóstol que la dignidad real es gobernada”. Niega que el rey participe en su unción del sacerdocio, pues en algunas partes del medioevo se consideraba la unción real como sacramental y como introducción a la jerarquía eclesiástica.

Gregorio era un hombre muy espiritual y su intención era primordialmente espiritual. Pero con una teoría así, fácilmente después se va a transformar en un poderío político. El Emperador Enrique IV evidentemente se resiste a la interferencia del Papa, viene ahí todo el incidente de Canossa; y luego Enrique IV llega a Roma, depone a Gregorio, pone otro Papa y así empiezan los conflictos de nombramientos de Papas a través de los Emperadores y la secular lucha del sacerdocio y del Imperio.

Además, hay que recordar que en el sistema feudal de la Edad Media, el Papa es Señor de sus propios territorios y demás Señor feudal soberano de una cantidad de Reinos del resto de Europa. Hay un momento que prácticamente el Imperio, casi todos los Estados, menos el reino de los francos, obedecen al Papa como Señor feudal. Desde luego, cuando el mandato del Papa de deponer a un jefe de estado no es obedecido, el Papa tiene derecho a acudir a la fuerza física temporal para obligarlo a obedecer; y ahí empiezan las guerras de los Estados papales dirigidos por el Papa contra los distintos señores feudales.

Inocencio III desarrolla las ideas gregorianas sobre el poder espiritual y temporal. Además, se considera a sí mismo como tribunal supremo de todas las causas. Reconoce un ámbito propio a los reyes, una cierta autonomía, pero subordinada siempre al control papal. En el IV Concilio de Letrán se insiste en que los laicos no usurpen el poder eclesiástico, ni el eclesiástico el de los laicos. Sigue el problema de las investiduras, los reyes temporales y los señores nombraban los clérigos a cargos episcopales porque es lógico que los reyes en regiones importantes quisiesen tener gente adicta, pero al nombrar a sus amigos y favoritos a cargos eclesiásticos, introducen gente que no tenían absolutamente ni vocación ni idoneidad para ser pastores de almas.

Las pretensiones de los Papas van escalando, en parte por la impugnación misma de los emperadores. Federico II, personaje sumamente original, criado en una gran mezcla de culturas y creencias en Sicilia, pretende ser Augusto pagano y emperador cristiano simultáneamente, y va conquistando a través de una hábil política a toda Italia, tolerado por el Papa Honorio III, su antiguo preceptor, que lo veía con simpatía Pero pronto se encontrará con la total resistencia de Gregorio IX, de Inocencio IV, quienes, para justificar la resistencia ante la ambición hegemónica de Federico, aumentan todavía más las pretensiones de la Iglesia.

Gregorio IX, alegando la donación de Constantino (totalmente apócrifa) justifica el poder temporal de los Papas sobre el Imperio. Inocencio IV ni siquiera se refiere a eso; no lo necesita. Saca un argumento contundente con una lógica impecable: siendo el Papa el Vicario de Cristo y Cristo Señor de todo el mundo, el Papa es el Rey del universo, y todos los demás reciben el poder a través de él.

De ahí va a surgir, además, la teoría de las dos espadas, la espiritual y la temporal. La espiritual encomendada directamente por Jesús al sacerdocio, la temporal, que es la física, encomendada por el sacerdote al rey para ser utilizada “ad nutum sacerdotis”: el sacerdote le indica al Rey contra quién debe dirigir la espada.

De todos modos, en el siglo XIII, culmen de la Edad medieval, hay por ahí algunas figuras de extraordinario equilibrio, y en este caso no es un Emperador, ni un Papa, sino Luis IX de Francia, san Luis, que se muestra realmente un gobernante modelo, por su justicia, su amor a los pobres, su equilibrio, por su sentido de la autonomía del rey frente a las injerencias del Papa, ante el cual se presenta muy respetuoso, pero que le para el carro en sus pretensiones desmedidas, lo hace mantener dentro de lo que él considera que es el ámbito espiritual. Cuando Inocencio IV huye de Roma ante la invasión de Federico II y reúne el Concilio de Lyon, Luis IX lo protege; pero insta lo más posible para que no excomulgue a Federico, y se niega a asistir al Concilio. Opera así como una nota de equilibrio dada, no precisamente por un sentido constitucional del poder, sino por el Espíritu de Cristo: ahí se ve realmente lo que es para un cristiano encontrar la forma de utilizar el poder dentro de la sociedad.

El choque ya máximo entre el poder papal y el estatal es el de Bonifacio VIII con Felipe el Hermoso, nieto de Luis IX que iniciará la decadencia del papado, que cae bajo la total influencia de los reyes de Francia y del que va a proceder el gran cisma de occidente, la cristiandad dividida en dos mitades apoyando a uno u otro de los Papas, sin saberse cuál era el verdadero, y mutuamente excomulgados. Situación debida a la excesiva atribución de poder temporal de los Papas y a la confusión de ámbitos de la Edad Media.

El caso más extremo del Papa puramente político que utiliza la excomunión, la cruzada, el interdicto, los impuestos papales, toda facultad espiritual o temporal para su política personal, es Juan XXII, uno de los Papas de Avignon. Es el caso de un poder utilizado sin ninguna clase de Espíritu de Cristo, sino puramente por el sentido de la dominación del poder y de intereses personales.

Con la Reforma se produce la ruptura de la cristiandad occidental, pero los reformadores siguen en parte con las ideas medioevales de subordinación y confusión en lo espiritual y temporal, salvo en algunas sectas pacifistas y las Iglesias libres. Naturalmente, a través de los conflictos que producen la fusión de la Iglesia y Estado, las Iglesias libres empiezan a proclamar la incompatibilidad de la unión de la Iglesia y el Estado e incluso niegan que el cristiano como tal pueda utilizar la espada del César. Por ejemplo, los menonitas y los cuáqueros, que son no violentos: estos últimos repudian la guerra, pero admiten la participación en política del cristiano con tal de que no llegue a la utilización de la violencia sobre los otros: aceptar la participación en elecciones, el ser elegidos y el asesoramiento en cargos de gobierno. Los menonitas, en cambio, retoman la idea de algunos Padres primitivos, como por ejemplo Tertuliano, de que el cristiano no puede utilizar ni el poder ni la espada, está al margen de la sociedad, y opera como testimonio por su denuncia o por su proclamación de la palabra, señalando cómo tiene que gobernar el que lleva la espada, que no es cristiano, ni puede serlo. Entienden a la Iglesia como “el pequeño rebaño” dentro de un mundo que es siempre pagano y no puede convertirse totalmente.

La formación de las nacionalidades, la quiebra del sistema feudal va a llevar a la absorción del poder por los reyes dentro del sistema absolutista y es notable cómo los teólogos de la época en los siglos 17 y 18 van a justificar ese absolutismo, después de que los grandes teólogos del siglo 16 habían puesto las bases del poder del pueblo y los derechos y deberes de los gobernantes, esbozando una filosofía política que después será retomada por la democracia con un sentido mucho más equilibrado de lo que puede ser una constitución estatal. Los teólogos del siglo 17 y 18 justifican la absorción total del poder en manos de una sola persona, y en forma absoluta, por la designación de Dios y el derecho divino. El primero en apelar al derecho divino fue Enrique IV contra Gregorio VII, sosteniendo que los reyes reciben el poder directamente de Dios y no por intermedio de los Papas. Estas concepciones se extienden prácticamente hasta la Revolución Francesa, pero en su origen, es una forma de reaccionar del rey frente a la injerencia temporal del sacerdocio.

El sentido laico del Estado empieza ya a afirmarse con los legistas de los siglos 14 y 15 frente a los teólogos curiales y papales y van también a dar el paso que después va a desembocar en la concepción secular de la sociedad que surge de la Revolución Francesa.

La justificación del poder absoluto por los teólogos es una cuestión muy seria, como ejemplo de la deformación que puede sufrir el sentido cristiano a través del sistema político con el cual se vive. Me parece que la concepción que se tiene del poder político influye sobre el sentido que se tiene de la sociedad eclesial. Un sentido absolutista de la sociedad civil se transfiere a un sentido absolutista de la sociedad eclesial. Incluso el tipo de gobierno de la Compañía está influenciado por el creciente poder absolutista de los reyes en el momento que surge la Compañía y recordarán que en la carta de la obediencia san Ignacio, unas de las razones que da para ser obediente es que incluso en las sociedades políticas seculares y temporales bien ordenadas, el gobierno se reduce a una suprema cabeza. Esta fusión medieval del trono y el altar y esta especie de subordinación del sacerdocio a los reyes que se produce en la época absolutista, pondrá a la Iglesia a la defensiva ante el estallido brutal que vuelva al antiguo régimen y del que surge la sociedad de la cual todavía nosotros derivamos, la Revolución.

El surgimiento de una nueva concepción del hombre y de la sociedad se hace en contra de lo formulado por los católicos y los cristianos, y sin embargo en el fondo de ella hay una cantidad de afirmaciones que coinciden mucho más con las exigencias de caridad y justicia ínsitas en el cristianismo, que el sistema político que defendían en ese momento la jerarquía y la mayor parte de los católicos.

Esta experiencia de la Revolución Francesa es sumamente interesante. De su penetración en la problemática propia de las colonias hispano-americanas surge el movimiento emancipador latinoamericano. Gran parte del clero popular se une al movimiento emancipador, en contra de la alta jerarquía de los obispos y del Papa que están en favor del mantenimiento de la monarquía española. Nuevo caso de injerencia política en dos sentidos, una disyuntiva. Y la perspectiva histórica nos permite ver en qué sentido iba el crecimiento de la humanidad y lo que puede haber sido la falta de perspectiva, de error de las tomas de posición oficiales de la jerarquía, por ejemplo, Pío VII en la encíclica “Etsi congissimo” de 1816, exhortando a los obispos y fieles, a la obediencia a la autoridad de Fernando VII. Con el surgimiento del estado secular anticristiano y laicista, se establece la lucha en todo el siglo 19 de la masonería, del laicismo contra el catolicismo y los católicos se encuentran con una añoranza de la época monárquica, un rechazo primordial de la Revolución, salvo algunas figuras excepcionales, tenidas por heréticas, como Lammenais, que reconoce el valor político y humano de las nuevas ideas que surgen a raíz de la Revolución Francesa. La Iglesia más bien se retira, se retrae de su injerencia dentro de la sociedad, para una misión de tipo espiritual, pero con una añoranza de la cristiandad, un desconcierto y una actitud de defensa, sin saber muy bien cómo situarse ahora dentro del mundo; una crisis que va a seguir durante mucho tiempo y que se traduce como reacción en una reaparición de los católicos y del clero en el ámbito político con un movimiento antiliberal surgido ya en pleno siglo XX que es el del nacionalismo; en Francia “l’action française”, el fascismo en Italia, en Portugal, al falangismo en España, el nacionalismo de Argentina, Brasil, Paraguay, etc. Los católicos van a apoyar esa índole de política porque la ven como una reacción y una posibilidad de injerencia de nuevo frente a lo que era anteriormente su enemigo, la masonería, el liberalismo anticlerical.

Pero simultáneamente la experiencia de la opresión fascista, del nazismo y del stalinismo, provoca en los cristianos, por la sedimentación de los valores de la democracia, la percepción de lo que ha surgido en la humanidad, a partir de la Revolución Francesa, como afirmación de los derechos del hombre, de negación del absolutismo y de la arbitrariedad en el uso del poder. La Iglesia se hace defensora de los derechos del hombre. Surge entonces la democracia cristiana entre las dos guerras y luego con Pío XII, como una nueva manera de participación de los cristianos, pero ya no en el sentido absolutista de la antigua sociedad medieval, sino con una distinción de planos a lo Maritain, con que los cristianos justifican su manera de intervención en la política.

Ahora, ya en nuestros días empieza a producirse una creciente crítica al sistema económico vinculado a la democracia, que es el capitalismo y una apertura por consiguiente al socialismo, visto durante muchos decenios como el enemigo primordial, con el comunismo, la negación de la propiedad en absoluto, etc. Se percibe que en la afirmación de una sociedad comunitaria del justo reparto de los bienes contra las grandes desigualdades, hay un valor cristiano mucho mayor del que aparece en la feroz competencia egocéntrica del sistema capitalista, y de ahí la actual apertura de muchos sectores eclesiásticos hacia el socialismo, como algo más coincidente con el cristianismo que todas las injusticias que el liberalismo ha producido.

Esto es así en forma extremadamente esquemática y breve, el recorrido histórico de las relaciones del cristiano con la política desde la Iglesia primitiva hasta nuestros días. Desde luego, seguimos teniendo representantes añorantes de la cristiandad medieval, los “F.T.P”, los hay todavía con aspiraciones monárquicas, pero también demócratas convencidos, socialistas, fascistas, falangistas, etc., de modo que en general está bien representado el aspecto histórico en el planteo actual. Y eso, claro, crea un abanico de posibilidades interesantes a la determinación de cuál es la forma de participación política que nos correspondería hoy a nosotros como cristianos y específicamente como sacerdotes.

En el esfuerzo de discernimiento de esta elección pueden ayudar mucho los métodos de hacer elección de san Ignacio, sobre todo para percibir si se está movido por el buen espíritu, el espíritu de Cristo. Quiero hacer notar que, a mi modo de ver, a pesar de la mayor o menor perfección de los diversos sistemas políticos y los controles al uso del poder, no hay ninguna institución ni sistema que asegure que no se abusará del poder ni se utilizará en contra del hombre. Solamente el verdadero Espíritu de Cristo puede asegurar absolutamente que el poder se usará bien.

Pasamos ahora a ver el papel de los Ejercicios en las tomas de posición políticas.

Ejercicios y opción política

En la segunda semana, la elección, para san Ignacio, toma papel primordial. Gran parte de los Ejercicios pueden ser definidos como el quitar afecciones desordenadas para buscar la voluntad de Dios en la ordenación de la propia vida. Realmente san Ignacio se refiere primordialmente a la elección sobre el propio estado de vida. Pero como acotan todos los comentaristas, la utilización misma que hace san Ignacio de los modos de elección y la práctica universal de la Compañía, los criterios de elección son aplicables a muchos otros temas. El mismo san Ignacio en el número 189, al referirse a personas constituidas en estado fijo, dice que será muy provechoso, si no tiene que hacerse elección de estado, el “mucho considerar y rumiñar por todos los ejercicios y modos de elegir para reformar y enmendar la propia vida”. Es aplicable a cualquier actividad o realizar como cristiano, y por consiguiente en el momento en que nosotros, como cristianos nos encontramos confrontados con la posibilidad o necesidad de una intervención en el campo político, por exigencias que consideramos de nuestro cristianismo mismo, el discernimiento de la opción que tengo que tomar y la dirección a imprimir a alguna actividad política es una materia aptísima para ser dilucidada con los métodos de elección de san Ignacio.

Sin embargo, nunca, en ningún comentarista, he encontrado, ni he oído nunca en predicación de Ejercicios que se haya sugerido como materia, ni que se haya presentado el problema. Entonces, ¿cómo, nosotros, tomamos nuestras opciones políticas? Creo que los criterios de san Ignacio son clarísimos. No puede moverse por afecciones desordenadas. ¿Qué serían afecciones desordenadas en el campo político y cuál sería el criterio de elección?

Hay dos elementos a tener muy en cuenta. Cristo no da ninguna clase de indicaciones, ni aparecen en el Evangelio, sobre la forma de organización política o sobre la índole preferible de gobierno, o de utilización del poder, como no da tampoco ninguna clase de ilustración divina sorbe materias de ciencias biológicas, matemáticas, la naturaleza de los astros o cualquier materia que puede ser descubierta pro el hombre con las capacidades naturales que Dios le ha dado. Lo que Cristo nos da, como antes decíamos, e insiste mucho sobre ello, es el Espíritu con que hay que pensar y proceder.

Hay, pues, dos elementos: por una parte la intención, la modalidad personal por la cual un hombre va a intervenir en el campo político y por otra parte, la índole propia de la realidad política que es una realidad secular, profana con sus leyes y modalidades que no pueden ser deducidas de la Revelación, ni encontradas en ella, sino que tienen que ser estudiadas con unos parámetros de aproximación, una metodología propia, la de las ciencias políticas. Dos elementos: el espíritu y el conocimiento del contexto socio-político en el cual hay que obrar.

Los Ejercicios se refieren evidentemente a la rectitud de mi elección, al esfuerzo de situarla en el Espíritu de Cristo, a la ascética necesaria para que no graviten en mi opción, la multitud de afecciones desordenadas, de pasiones que se desatan en el ámbito político. Implica un severo examen de todas mis vinculaciones de familia o con determinados grupos sociales o económicos, a los que me puedo sentir ligado por simpatía o educación, o militancias anteriores; una autocrítica frente a todos los prejuicios, los sentimientos, los criterios predominantes en el ambiente en que me he formado o en que trabajo y que pueden estar pesando enormemente en la forma en que encaro y enjuicio la realidad política, en la manera que opino, me expreso, actúo.

Y, ¿para qué? Para que pueda ser dócil a la gracia de Cristo, y busque la “urgencia” de su caridad, que me lleva a inquirir qué es lo que más puede promover integralmente al hombre, como hijo de Dios, qué es lo más conducente a una sociedad humana que sea paso mediativo hacia esa sociedad final del cuerpo de Cristo, en la medida de lo posible, dentro de la sociedad terrena.

Naturalmente, aquí entra un poco todo el problema teológico de la relación entre la sociedad terrena y el Reino de Dios. Pero creo que es una adquisición afianzada por el Concilio Vaticano II, que la esperanza de la ciudad celeste no quita la obligación de hacer de esta ciudad terrena una sociedad lo más humana y fraterna posible, al contrario, urge más a ello, pues la caridad de Cristo, infundida en nosotros, como participación humana del inefable amor trinitario, nos exige procurar fundar en la tierra el esbozo y el comienzo de esa comunión perfectamente armoniosa y transparente que gozará la humanidad por su incorporación final a la comunidad del Padre, del Hijo, del Espíritu santo.

El ojo límpido de la elección me lleva, pues, a buscar la corriente política que mejor puede conducir a una sociedad fraterna, que elimine las injusticias y las explotaciones y las opresiones, que fomente una ecuánime participación en los bienes de la tierra, y un mejor acceso a la Revelación y a la acción salvífica de Cristo.

El discernimiento de las corrientes políticas necesita un estudio serio y objetivo de la realidad social, a base de ciencias sociales y políticas, para conocer los sistemas y las alternativas posibles, y la coyuntura del momento histórico, las fuerzas en juego, lo que pretenden, los intereses involucrados. Hay que tener presente que en la diversidad de posiciones políticas entran en juego no sólo valores afirmados y más o menos sinceramente queridos de justicia, libertad, solidaridad, bienestar generalizado, sino también muy fuertes intereses particulares, ambiciosos personales o grupales, ansias de dominio, grandes enjuagues económicos.

Por eso el discernimiento pide lucidez, y muy a menudo, asesoramiento, o por lo menos diálogo e intercambio de opiniones, y si es posible, consejo de los especialistas. Pero con esa condición fundamental, y es que la limpidez de intención necesaria en la elección, acompañe esta búsqueda, sepa deshacer el juego de los intereses, de los prejuicios, de las ambiciones propias o ajenas, de los sentimentalismos tenaces y miopes. Sin esta ascesis el diálogo es casi siempre infecundo, una mera discusión en que cada uno defiende sus posiciones, en que los argumentos esgrimidos no son verdadera búsqueda de la verdad, de lo que más puede ayudar al hombre, al bien común, sino sólo camuflajes que usan las grandes palabras, los nobles ideales y valores para encubrir los intereses, privilegios o ambiciones a que se está apegado. La luz que puede salir de tales discusiones es ínfima. Finalmente, porque la realidad política es tan compleja y se mueven en ella tantos ideales como pasiones, y los hombres están tan lejos de ser santos, sin renunciar para nada al esfuerzo de lucidez y clarividencia, hay que saber aceptar que la corriente que sinceramente parezca la más conducente, esté gravada de intereses y ambigüedades y participada por otros con intenciones cuestionables. Aquí surge uno de los espinosos problemas para la actuación política del cristiano, la suciedad tan frecuente en el juego político. Con la alternativa ya desde tiempo percibida y formulada, o guardo mis manos limpias y no tengo manos, es decir, me margino del campo político o entro en él, pero me ensucio las manos. ¿Animo sólo un pequeño cenáculo de fieles o entro en el ancho mundo de los no-cristianos con sus pasiones e intereses?

La política es un arte de lo posible, en que entran necesariamente la transacción, el compromiso, la tratativa, incluso, la componenda. Hay que aspirar a lo mejor y realizar lo factible. Hay que aceptar que no se va a transformar de un golpe a todos los hombres, que hay que utilizar a los hombres como son, que seguirá habiendo mucha suciedad, pero conservando la inquietud de la limpieza en los medios, y la responsabilidad que importa el ser cristiano, aunque tome el riesgo de actuar en un mundo que no es cristiano y que no comprenderá muchas de mis exigencias. En esto también me pueden ayudar mucho los Ejercicios.

Pero, aunque no actúe directamente en política, en el solo hecho de formarme una opinión, de emitir un parecer, un voto o un consejo, el aporte de los criterios de elección y de discernimiento de los Ejercicios, es, a mi modo de ver, fundamental para ayudar a la acción salvífica de Cristo, se extienda a ese ámbito de tan capital importancia para el conjunto de la humanidad.









Boletín de espiritualidad Nr. 19, p. 3-23.


ir a la página principal - ir al índice cronológico - ir al índice de autores