Ejercicios Espirituales para un mundo en cambio (primera parte)

por un P. Instructor de Tercera Probación





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Indice

1. Principio y Fundamento I.

2. Principio y Fundamento II.

3. Indiferencia.

4. Liberación.

5. Pecado – conversión.

6. Pecados propios.

7. Tres gracias.

8. Cambio.

9. La conversión es un cambio de comunidad (infierno).

10. Reino de Cristo.

11. Aspectos del Reino.

12. La identidad del jesuita.

13. La incarnación.

14. Nacimiento.




Tema I. Principio y Fundamento

Como Jesuitas vamos a hacer lo importante que podemos hacer por la Compañía de Jesús: los Ejercicios. La Compañía de Jesús no es una idea, ni una especulación, ni elucubración, ni sistema o una ocurrencia de algunos hombres. ¡Es una creación de Dios!, y esto es muy importante. Hoy pensamos, quizás, si la Compañía de Jesús tiene razón de ser. Tenemos opiniones ya sobre lo que es la Compañía de Jesús que no es, y podemos discernir lo que debe ser. Todo esto es posible y puede imponérsenos casi por el ambiente, por las experiencias que estamos viviendo. ¿Cómo encarar esta situación? Nosotros hemos recibido una manera de ser Compañía cuando entramos en el noviciado y llevamos marcada una experiencia a través de X años al vivir esta situación encontramos con que se nos dice que hay que cambiar, que algunas cosas han sido superadas que hay que buscar nuevas formas, nuevos modos de responder a nuestra vocación. Y aquí tal vez nos encontramos en dudas nuevas, en cierto sentido, respecto de la Compañía de Jesús. Anteriormente las dudas podrían ser personales, vocacionales, que nacen de la persona que puede dudar sobre si tiene o no vocación después de algún año; pero hoy, hay en algunos, no sé si muchos o pocos, que dudan sobre si esta vocación tiene razón de ser hoy si tiene sentido hoy la Compañía de Jesús, si a la distancia de cuatro siglos la Compañía de Jesús en este mundo tan diverso en el que surgió, puede tener valor todavía. ¿Qué responder a todo esto? En la Compañía de Jesús tenemos algo muy especial, y con esto no quiero decir que sea superior o mejor a ninguna otra: notan los historiadores que las escuelas de espiritualidad han nacido en la Iglesia, posteriores a la formación de las familias religiosas en las que han ido surgiendo. Hay una espiritualidad benedictina, franciscana, salesiana, carmelitana, etc. verdaderas floraciones que han venido después de una fundación.

El P. Leturia nota cómo en la Compañía de Jesús se da esto, pero con un matiz muy peculiar: la espiritualidad que está. Experiencia de Dios, del Espíritu de Cristo; experiencia la Compañía de Jesús.

El P. Leturia nota cómo en la Compañía de Jesús se da esto, pero con un matiz muy peculiar: la espiritualidad ha dado origen a la Compañía de Jesús; primero ha surgido la espiritualidad, que está contenida propiamente en los Ejercicios y de allí ha nacido la Compañía; porque de allí ha nacido el mismo Ignacio, de la experiencia vivida de lo que son los Ejercicios. Brotó de una segunda conversión en Manresa, y de allí nació el primer grupo que recibe el mismo impulso, el mismo espíritu y comienza a crearse un grupo llamado Compañía de Jesús. Por tanto, la Compañía es fruto de una experiencia espiritual, no de un sistema ni de una doctrina o de documentos o de una legislación. Mucho menos es fruto de una organización jurídica. Experiencia de Dios del Espíritu de Cristo; experiencia cristiana, esto es lo peculiar que tenemos en la Compañía y ojalá lo sintiéramos todos muy hondamente El regalo que esto supone hoy. Poder tener la fuente recreativa de la misma Compañía de Jesús. Es decir, que Dios manifestó a San Ignacio que los Ejercicios eran una renovación de la experiencia primera que creó la SJ. Y que continuamente está con nosotros a lo largo de los siglos, para que cada vez que los hagamos, vayamos como refundando la S.J. en su espíritu desde raíz, y no nos quedemos en los puros documentos, en la pura legislación o en la pura tradición humana, sino que el mismo Dios quiere intervenir en cada época, en cada generación, para que aquella S.J. que comenzó hace cuatro siglos siga recomenzando también a lo largo de esta experiencia.

Es un don de Dios que lo sintió Ignacio y quiso que fuera para otros también. En primer lugar para formar o crear ese ideal de servicio evangélico que comenzó en él y que sintió que era social, que tenía que ser grupo y transmitirse a través de los tiempos para servir a la Iglesia, en el sentido amplio de la Iglesia: la humanidad, el mundo entero. Esto es una gracia estupenda, si tenemos esto no habrá situación histórica que nos pueda amedrentar, que nos pueda desorientar. Cada situación histórica será para nosotros por el contrario, un verdadero desafío, no un problema que nos aplasta. Desafío de fe, creación, respuesta a las situaciones más difíciles que humanamente podemos estar viviendo. Porque tendríamos experiencia que en esta situación está el Señor y crea y va re-creando a la S J. a través de nosotros. Por eso, juzga todo el mundo que si la S.J. se aparta de esta experiencia en los Ejercicios, se hunde. Porque la S.J. es un carisma, una gracia que el Señor ha querido comunicar a su Iglesia. Y Él quiere seguir haciéndolo; de nosotros depende.

Por eso no podemos decir si la S.J. sirve o no, si es para hoy o no. ¿De dónde lo sabemos? si es una creación del Espíritu, si no es una ideología o propia de una historia de siglos pasados. “¿Es que la S.J. nació por el protestantismo...?” ¿Dónde consta eso? en San Ignacio no, por lo menos. Cuando él nos quiere decir para qué es la S.J., para qué ha sentido él que sirve la S.J. jamás nos dice, ni en las bulas o constituciones, que ha sido fundada para combatir el protestantismo, no dice una palabra de esto viviendo en pleno apogeo de la herejía protestante; lo primero que nos dirá cuando desea definir qué es la S.J. es “para propagar la fe” ni siquiera para “defender” la fe, cosa que le hicieron añadir diez años después. Una vocación de servicio tan amplia como lo es todo el mundo porque él ve el Reino extendido a toda la humanidad y se ve llamado a servir, a colaborar en este Reino humildemente pero sin restricción, sin limitación en la totalidad de esta humanidad.

Nos tenemos que colocar, en esta situación inicial de mucha fe y disponibilidad para que también hoy el Señor nos haga sentir este soplo creador que responda a la situación que estamos viviendo. Que hoy sepamos reinterpretar qué es hoy la ‘‘mayor gloria de Dios”, la “movilidad” de un grupo que se pone con la indiferencia total en disponibilidad para responder a ese servicio actual en el que el mundo está viviendo. Solo desde aquí podemos identificarnos como Jesuitas.

Entonces pues, recomenzar esa experiencia es volver a la raíz inicial y radical de nuestra identidad de Jesuitas. ¿Qué es la S.J.? No me pueden responder ni las Constituciones ni Fórmulas del Instituto: más allá de todo esto, anterior a todo esto, hay algo que es principal: el soplo creador del Espíritu que ha dado origen a las Constituciones y fórmulas de la S.J. Sólo allí podemos unimos, únicamente allí. Quizás hoy no podemos unimos ni en la fórmula del Instituto; pero si llegamos a esta raíz entenderemos lo que esa fórmula, esas constituciones han querido decir y expresar.

Aquí es donde tenemos que ser S.J. Coincidiendo en esto, veremos todo lo que nos une, la razón de nuestra vida, lo que hoy debemos hacer quizá de diversísimas formas pero para realizar eso profundo que está latente en esa experiencia cristiana que es la S.J.

Este será pues, nuestro primer Principio y Fundamento. Este empieza por hacernos realizar un viaje hipotético mental para poder reencontrar el sentido de nuestra vida: situaciones concretas de hoy, de la Iglesia, del mundo nos producen grandes sacudidas, que coinciden en ser inconformistas, que rechazan lo que hemos ido viviendo por un lado y por otro; y nos encontramos en una marejada que nos impide ver quizá lo más fundamental y que debe dar sentido a nuestra vocación y justificarla.

Entonces, ¿cuál es la actitud madura que debemos asumir ante esta situación revuelta, que nos divide aun internamente (porque sentimos que hay dos Compañías, no podemos cerrar los ojos)? ¿Cómo encarar todos, serenamente esta situación? Haciendo “ese viaje” hacia la línea fronteriza donde comienza el ser cristiano, el ser de la Compañía. Hay algo que al ser cristiano hace cambiar toda la vida, y hay algo también que al haber decidido ser Jesuita, entro de la fe cristiana, modifica esa vida, le da un sentido especial.

Entonces ese “viaje” es ir al origen vocacional de fe, o de Jesuita, y supone la pregunta: ¿qué pasaría si yo ahora creyera? ¿qué dimensión nueva adquiriría mi vida?, ¿podría seguir cómo está? , ¿mi fe es auténtica? , ¿mi vida puede seguir con “arreglos”? , ¿con “suplementos”? o si yo auténticamente creyera, mi vida adquiriría una dimensión totalmente nueva, tendría que cambiar a fondo.

Y lo mismo como Jesuitas: ¿qué pasaría si hoy entrara en la S.J. pero sabiendo lo que es, lo que me exige, lo que significa para el mundo, para la Iglesia?

Mi vida de entonces, ¿Podría seguir como sigue? ¿O se modificaría? ¿Qué es ser Jesuita? Es la pregunta que Juan se hizo en su reflexión: ¿qué es creer? ¿qué dimensión adquiere una vida que cree? Y responde a esta reflexión con los cuatro primeros capítulos de su evangelio, llamados los capítulos de “los nuevos comienzos” qué es creer? comenzar una vida nueva. Y Pablo reflexiona continuamente sobre ese momento del antes y después de creer en Jesucristo: antes de este encuentro con Cristo, era un fariseo que tenía como tesoro de su vida, su raza, su religión, la ley, el templo; y después, cuando Dios “se dignó revelar a Jesucristo” en él, cambió totalmente esa vida y lo que para él “antes era ganancia y tesoro, hoy es vacío, estiércol y basura”.

Algo nuevo, inédito que, al creer, cambió su vida. Lo mismo podríamos decir, proporcionalmente, al hablar de nuestro comienzo en la S.J.: ¿qué es la S.J.? : La visión de la Storta es la respuesta. Ignacio buscaba desde Manresa clarificación a su ideal y vivencia y en la Storta es “puesto con el Hijo”. “Ego propicius ero Romae” Hugo Rhner lo narra así:

Ignacio penetra en la capilla solitaria; por última vez antes de entrar a Roma quiere encomendar al Padre celestial todos los pensamientos y proyectos de él recibidos; su corazón está desbordante con un solo pensamiento: por intercesión de los santos mediadores, obtener la gracia que hace años está implorando: estar unido íntimamente con Cristo; estar enrolado él y sus queridos amigos en el Señor, bajo la bandera de Jesús pobre y dolorido.

He aquí que su corazón se eleva en un transporte del Espíritu. Experimenta la gracia mística como un cambio total de su corazón: es como, en otro tiempo en Manresa, donde a consecuencia de un semejante fervor místico se persuadió de ello. Es como si su inteligencia en un instante se hubiera renovado completamente. En la Storta se verifica una elevación mística del corazón, de todas sus potencias afectivas, repentinamente todas las potencias de su alma son transformadas por la fuente divina. En este estado percibe que el Padre ha acogido su ardiente súplica. Las palabras que el Padre Eterno le dirige, se graban profundamente en su corazón: “Yo estaré con Ustedes”. Esta poderosa certidumbre que ahora el Padre oye su oración y le concede el cumplimiento de ella, esa visión del Espíritu se despliega enseguida hacia el alma del bienaventurado en una grandiosa imagen: ante él ve al Padre y a Jesús pobre y crucificado con el cuál aspira tan profundamente “ser puesto" De nuevo al Padre habla: “quiero hijo mío, que tomes a este hombre por servidor tuyo". Ahora Jesús interviene a su vez, y esta intervención es una acción del Padre; como Mediador y Revelación del Padre, Jesús no dice otra cosa sino lo que desea y garantiza el Padre: “Quiero que tú nos sirvas ".

¡Para Ignacio ya no hay duda posible!; lo invade una grandiosa certidumbre: él y sus compañeros han sido “puestos” para siempre con el Salvador que lleva su cruz.

Ignacio vuelve en sí, pero ahora su inteligencia dejada a si misma ya no es capaz de explicar la visión celestial. Lo que en él queda como seguridad inalienable es la conciencia plena de una fuerza infinita: Hemos sido puestos con el Señor que lleva su cruz. El Padre nos es clemente para siempre, somos los servidores de Jesús. Sería la suerte más maravillosa para los discípulos de un Maestro crucificado, poseídos de la locura de la Cruz; Ignacio lo ignora: sea como fuere puede bajar a Roma con el corazón inundado de gozo celestial. Allí es donde ciertamente -vio ya que Dios lo asegura- va a realizarse lo que el Padre le ha concedido: ser "puestos " con Cristo. La oración de las meditaciones solitarias de Manresa se convierte en realidad. Tal fue la visión de la Storta”

Aquí se define radicalmente la S.J.; y lo define la Trinidad, el Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu.

Eso es ir al comienzo de nuestra vocación: ¡Dios nos busca! Dios ha buscado a Ignacio. Ha venido a encontrarlo allí, donde está con aquel grupo, para llamarlo a una misión, a una vocación cristiana de una manera intensa e irresistible: “Quiero que nos sirvas". El Señor ha creado la Compañía, ha buscado a aquellos hombres, como buscó a esos primeros apóstoles. ¡El viene a nosotros! , no son nuestros esfuerzos ni nuestros méritos los que nos llevan a Dios, es el amor, la gratuidad de Dios que lo hace bajar hasta nosotros; a todos los hombres, a todo el mundo, y entre ellos a esta pequeña Compañía de Jesús, y pronuncia aquellas palabras tan bíblicas que el Señor ha pronunciado a los profetas, a los escogidos: “Yo estaré con Uds.”, así dirá Jesús a los Apóstoles: “Yo estaré con Uds.”

Y en todo el Antiguo Testamento esa es la fórmula sacramental de la presencia del Señor en sus enviados.

Y ésto es lo que siente Ignacio y la Compañía.

¡La Compañía nace aquí! El “hombre es creado” dice Ignacio en el Principio y Fundamento, y “la Compañía es creada”, sí por el Señor, es esta certeza que siente Ignacio. Esto nos puede dar una certeza y un aliento grandes.

¡Y no es una ilusión de Ignacio! Tenemos cuatro siglos para responder si ésto es verdad o no.

Quien conozca medianamente la historia de la S.J., los tropiezos que ha tenido dentro y fuera; lo inerme de este grupo ante las potencias con que ha chocado, dentro de la Iglesia y fuera; quien conozca la extinción;... creo que sería demasiada “casualidad" que esto tuviera tal vitalidad que así, por las buenas, haya resistido, superado y llegado hasta ahora, con muchas sombras y limitaciones, sin duda, pero allí está precisamente la confirmación de que aquello fue verdad “yo estoy con Uds.”, Ignacio estaba persuadido que el Señor quería servirse de ellos para bien de su Iglesia. ¡Y esto es gracia y carisma!: la presencia e intervención del Señor, constante. La Compañía sirve o no? , preguntémosle al Señor. Otra cosa es que nosotros no sirvamos, pero que la S.J. en los planes de Dios sirva para el bien de su Iglesia, Ignacio lo sintió claro aquí y puso allí toda su fuerza y desde aquí actuó, y eso le daba una enorme fortaleza para emprender grandísimas empresas de la gloria de Dios con poquísimos medios.

El Padre escoge a la S.J. como grupo. Ese es otro aspecto importantísimo de esta gracia. Aquí Ignacio no es ya el solitario de Manresa, ya tenían “el grupo”, ya se habían llamado “Compañía de Jesús” como expresión de lo que ellos sentían ser; acababan de ser ordenados sacerdotes; se querían ofrecer al Vicario de Cristo, para todo el mundo. Y aquí el Padre -como nota H. Rahner- le habla en plural: “Yo les seré propicio a Uds.”; y S. Ignacio lo cuenta enseguida como una gracia que era para el grupo; él tan reservado y humilde y difícil que era para contar las “gracias” que recibía. Pero comprende que no era una gracia personal: era una gracia grupa. Porque es vocación del grupo: la vocación a la S.J. no es una vocación individual sino que nos llama a cada uno pero para formar grupo: “Compañía de Jesús”; y ésto quiere decir Compañía. “Grupo” y ésto es muy importante.

La Compañía no es un individuo que es capaz de remover el mundo con su ciencia, con sus poderes y saberes, sino que es miembro de un grupo que tiene una visión común dentro de la Iglesia, y concebir ser Jesuita como individuo es prácticamente negar esta vocación.

Tener “mi” obra en el servicio de la Iglesia por grande que sea, desconectada del grupo, eso no es S.J…“Yo les seré...” es un grupo de amigos, como se llamarán ellos, el que ha sido creado por el espíritu; ¿Y para qué? : “quiero que nos sirvas”. S. Ignacio nos dirá: “el hombre es creado para servir”, el "grupo” es creado para servir nos dirá aquí. La palabra servir y la palabra alabar no se pueden aislar en esta espiritualidad mística de S. Ignacio, no se pueden interpretar sino a través de estas gracias de S. Ignacio; pero para él, “alabar” no significa cantar salmos en una vocación litúrgica santísima, sino que renuncia a esa vocación para sentir que “alabar” y “glorificar” es la vida de la manifestación del plan salvífico de Dios al mundo, de revelar, de comunicar a todos los hombres estos planes de adoración de Dios; es decir, es el apostolado, esa es la gloria de Dios. Por eso Ignacio, al hablar de la gloria de Dios, nunca separa el servicio del prójimo, el bien del prójimo. Glorificar a Dios, es comunicar al mundo, estas riquezas de la salvación y trabajar porque los hombres sepan acoger y responder a este llamado de la vocación cristiana.

“Quiero qué nos sirvas”, vocación activa de servicio sin límites, que excluye del servicio todo aquello que lo achique, lo fije, lo límite. Ese servicio es la mayor gloria de Dios que Ignacio traduce por el mayor servicio de los hombres en sus cartas y en sus fórmulas.

Esta es la vocación original de la Compañía y desde aquí hemos de comenzar también hoy a reunirnos como compañeros de Cristo en esta fuente original de la vocación de Dios: nos llama y nos busca. Y hoy Dios está también llamándonos ahora: “Yo estaré con Uds.” “Yo les seré propicio” y “yo quiero que nos sirvas”, con ese servicio que el mundo de hoy espera de nosotros.

Esto es lo que podemos empezar hoy con mucha fe y esperanza, de que sea cualquiera la ocasión, si nos hacemos disponibles para este don, llamado y gracia, hoy se hará Compañía de Jesús; la tenemos que hacer, no está hecha; los documentos no sirven para ésto: la Compañía es una cosa viva, una cosa actual. Y lo que aquellos hombres sirvieron en tiempos pasados, hoy tenemos que hacerlo de otra forma, respondiendo a nuestro mundo; pero sí tenemos que ser algo que ellos fueron: “debemos ser grupo” ¡no aislarnos ni dividimos! Encaremos a fondo esta dimensión grupal de nuestra vocación. Vivir y trabajar aislados es la negación patente de esta vocación.

El mundo de hoy nos exige que nos unamos para responder al llamado del Señor.

Tenemos que encarar a fondo con sinceridad, lo que debemos hacer hoy para ser grupo, para poder unirnos más, de verdad. Hoy por desgracia, nos separan cosas de fondo, no triviales. En la S.J. hay divisiones de fondo, por las que nos “excomulgamos” como Jesuitas. Y éste es un pecado con el cual, no podemos transigir, es negar el evangelio. ¿Qué testimonio podemos ser? ¿Cómo va a estar el Señor presente, propicio en un grupo dividido, rasgado interiormente?

Nuestra pregunta constante al Señor debe ser: ¿Qué quieres de nosotros? Solo él Señor nos lo podrá decir.

Poner ante el Señor entre nosotros las cartas con las que jugamos. ¿Qué es lo que más conduce?, ¿esto sirve o no? , ¿responde al llamado o no?, ¿ésto sirve al mundo actual? Allí estará la afirmación o la negación de nuestra vocación de Jesuitas.

Con esta fe en el Señor, a pesar de lo difícil de los tiempos (como fueron los inicios) recordar que Él ha dicho “yo estoy con Uds.” El éxito o fracaso está en si el Señor está o no está con nosotros.

Con esta promesa confirmada por los siglos, por esta originalidad de la experiencia, nos liberamos hoy de todo aquello que puede ser pasado en la S.J. y nos hace actuales; con ilusión no triunfalista de ser Jesuitas. El triunfalismo de la S.J. está en este Cristo crucificado.

Pero es una fuerza de la vocación del Señor y la certeza de la actualidad que ésto supondría; porque hoy el Señor si vuelve a comunicar a la Compañía actual esta presencia suya, significa liberarnos auténticamente de todo aquello que no sirve y actualizamos. ¡Quién pudiera tener este resorte de saber deshacemos de las fórmulas del pasado que no nos sirven hoy, ni para el futuro y saber hacemos presentes pero con la presencia del Señor en este mundo!

Y ésto son los ejercicios: liberarnos de lo que empequeñece, limita y deforma esa vocación y actualizamos.

K. Rahner dice, encarando la espiritualidad de S. Ignacio y examinando la situación actual de la Teología: se pregunta si esa teología está preparada para “calar” la profundidad y la novedad que ha supuesto esta experiencia cristiana en S. Ignacio, y responde que la teología actual todavía no ha absorbido toda la “novedad” de la experiencia ignaciana; piensa que los Ejercicios van a ser objeto de la teología del mañana y su fuente incluso.




Tema II. Principio y Fundamento II

S. Ignacio comienza con esta reflexión abstracta; basta entrar propiamente en Ejercicios, pero es sumamente importante porque nos refleja - en fórmulas - la experiencia que él tuvo; ésto nos orientará en esta experiencia que tratamos de rehacer ahora en los ejercicios, en contacto con el Señor.

A Ignacio se le puede interpretar de muchas maneras, él mismo da una formulación muy universal de manera que le alcance a todo tipo de persona; pero hablando a Jesuitas, sabemos que él tuvo un matiz determinado en esa experiencia cristiana suya, ése es el matiz que nos une como un grupo cristiano en la Iglesia, en el mundo, para realizar una vocación que es para los demás, que no termina en la dimensión individual; que es para el mundo entero.

Vamos a tratar de recordar, pues, ese matiz especial reflejado en la formulación del principio y fundamentó.

Allí nos pone en el origen, en la línea fronteriza del comienzo de una nueva creación concreta, de un grupo que se llamará Compañía de Jesús, llamado a servir en grupo al Señor, aquí no hay diversidad de grados, sacerdotes y coadjutores; todos formarán un cuerpo, cada uno en su puesto como el Señor le vaya comunicando, en una única vocación que nos hace a todos “amigos en el Señor”.

Este llamado tiene aquí - en esta raíz de la vocación - una imagen especial de Dios.

Y hay una imagen también especial del hombre y la vida; esto es lo que debemos tratar ahora, de reencontrar para ir así a esa renovación nuestra que debemos procurar. Desde luego donde debemos encontramos unidos es en la imagen de Dios, que para nosotros Dios signifique una realidad común para todos; que no tengamos un Dios distinto, en el cual nos dividamos.

¿Qué imagen de Dios nos da Ignacio? La Congregación General XXXI al hablar del Decreto del Ateísmo, de la misión que el Papa dio a la S.J. (decreto III) nos dice que hoy existe el ateísmo en parte porque hoy se niega, se rechaza, una determinada imagen de Dios que damos o podemos dar en la Iglesia y que nosotros Jesuitas damos también esa imagen deformada.

¿Cuál es esa imagen de Dios rechazada? La del Dios que hace posible que los que creen en él vivan inmersos en una vida mediocre, que no influye en mejorar la situación de injusticia que vive el mundo de hoy.

Gente que cree en Dios, que recibe sacramentos, que están consagrados a ese Dios, pero que vive una situación insensible a la situación que los rodea.

El ateo rechaza, pues, esta imagen, necesitamos que se trabaje para que “la fe lleve siempre” a un amor práctico y social del prójimo. Que sea un Dios que influye y nos impulse a obrar y trabajar.

También rechazan a un Dios, rival de valores humanos terrenos; de la autonomía del mundo, es decir, que hay que optar por Dios o por las cosas en las que se presenta esa rivalidad... ¡y no hay tal opción! , no hay que rechazar a los valores de la vida para creer en Dios. Por eso la Congregación General nos dice, en este decreto que “hay que esforzarse porque la fe informe toda la vida concreta del hombre, y porque resulte claro que la vida cristiana no aparta de la edificación del mundo, más aún: que los valores humanos cultivados sin soberbia, y el mismo universo limpios de la corrupción del pecado, iluminados y transfigurados pueden encontrarse en el Reino Eterno y universal que Cristo entregará al Padre en la conclusión del mundo...

Para esto es necesario aplicar este sentido de la vida, tener esta imagen del Dios viviente (Cf. Decreto sobre Ateísmo). Y ésto lo podemos empezar a hacer nuestro en los Ejercicios, a través del principio y fundamento, y la contemplación para alcanzar amor sobre todo.

Reflexión sobre el Principio y Fundamento

Ignacio nos dice que el hombre es creado para alabar... etc. hay que interpretar ésto dentro de nuestra fe. ¿A qué nos ha llamado el Señor? ¿Qué creación ha querido hacer el Señor con la S.J.? Un grupo que no se contenta con salvarse, sino que tiene como fin, servir, colaborar, actuar para que el mundo encuentre el sentido que Dios ha dado.

Debemos aquí empezar a corregir una espiritualidad individual que se centre en la salvación personal. La vocación del cristiano, del bautizado, no es salvarse, sino manifestar visiblemente al mundo, que Cristo ha venido, que está presente hoy. Hacer visible en el espacio y tiempo, en la historia, una gracia que Cristo nos ha traído.

Esta es la vocación cristiana: que su misma vida sea testimonio y “Epifanía” de Cristo.

Dentro de esta vocación, Dios quiere que este grupo llamado S.J. esté-totalmente dedicado a manifestar ésto al mundo; liberado de todo lo que estorbe esta visión. Por eso la palabra “alabar, servir” del Principio y Fundamento, tienen en San Ignacio la dimensión apostólica.

Alabar es manifestar al mundo este plan de Dios y colaborar para que se realice: ¡ésa es la gloria de Dios en nuestra vocación! , verdadera alabanza cósmica.

Por eso se traduce en servir, con servicio apostólico. ¡Hay que obrar! , es espiritualidad apostólica, de trabajo, de acción. Así ayudamos a “ordenar” el mundo y no dejarlo que siga como está.

Es una imagen de Dios, grande, hermosa, la de San Ignacio. Pero el rasgo más característico de la experiencia de Dios que tiene Ignacio, es la siguiente: “que todas las demás cosas han sido hechas para el hombre, para que le ayuden a conseguir el fin, para el que ha sido creado; el Dios que “sintió” Ignacio, se comunica y hace presente a través de las cosas, de la vida, del mundo. Por consiguiente un Dios con el que nos unimos mediante las cosas, la vida, él mundo.

No es un Dios más allá del mundo, que para alcanzarlo tengamos que salir del mundo, sino un Dios que viene, se hace presente y hay que encontrarlo en este mundo.

Nuestra fidelidad a Dios no se consuma en la interioridad en la que prescindimos de la vida, de las cosas: se realiza sí en el fondo de nuestro ser este encuentro con Dios, pero se realiza mediante toda esta vida, todo este mundo.

Por eso no hay una entrega a Dios si no pasa por una inteligencia espiritual del mundo. ¡Dios en todas las cosas! : es la revelación. Dios manifiesta lo que es, por lo que hace.

La mayor revelación suya es Jesucristo, que se nos revela a través de su humanidad y la obra que hace. Y a Jesucristo lo va revelar el hombre “el que a Uds. oye, a mí me recibe” “lo que hagan por el más humilde, a mí me lo hacen...” “Saulo, ¿por qué me persigues?”, etcétera.

Esto lleva a Ignacio a una auténtica conversión: primeramente se convirtió a un Dios que estaba más allá de este mundo, se retiró, dejó su oficio, su familia, etc. y estuvo en la soledad, para entregarse a Dios en larguísimas oraciones. Hasta que en Manresa tuvo esta experiencia, esta comunicación de Dios; en la que se le identificó la presencia de Dios con la obra de Dios; vio que todo salía de Dios y que con la acción y colaboración humana todo volvería a Dios, y vio no solo que las cosas venían de Dios, sino que Dios mismo venía con ellas. Y seguía obrando hoy en el mundo.

Dio entonces un vuelco total a su vida. De la soledad, al mundo externo. De una vida consumida por oraciones y penitencias, a acortarlas para traducirlas en acción apostólica, en buscar a los hombres para darles el mensaje.

Después, cuando empieza a comunicarla a otros, en los ejercicios, empieza a formarse el primer grupo de la Compañía, entonces empujará a todos a trabajar, en esta “cara” que era el mundo y los hombres. Es el primer grupo, por eso no tiene una estructura monástica, sino que su liturgia será él entregarse a los hombres por él evangelio.

Por eso nuestra entrega a Dios, va a estar ligada con nuestra situación ante el mundo; no nos entregamos a Dios escapándonos de la vida, de la historia de las cosas.

La novedad será como nos situamos ante y entre las cosas, interpretar la vida integrada en esta voluntad salvífica de Dios.

Pesado será ver la vida al margen de este plan de Dios. Y también querer encontrar a Dios sin esta vida y sin estas cosas.

La espiritualidad Ignaciana lleva esta triple nota que nace de esa experiencia:

1. Espiritualidad de consentimiento con la existencia humana. No renunciamos a la existencia humana: la primera palabra que expresa esto en Ignacio, es la palabra “hombre”; para servir a Dios hay que empezar por ser hombre, por realizar la vida humana, nuestra existencia. Asumir nuestra existencia humana, no renunciar a ella o deformarla. Lo humano entra de lleno en nuestra vocación apostólica. Por eso, pensemos la importancia que daba Ignacio para admitir a la Compañía, la calidad humana y la importancia que da en la formación del Jesuita al elemento humano. Lo especifico del noviciado, por ejemplo, no es apartarlo y meterlo en la soledad, sino lanzado a experiencias entre los hombres, en la vida. Y así toda nuestra formación.

2. Experiencia de presencia en el mundo: no a una Experiencia de fuga, sino a estar metido en medio de los hombres, donde Dios está también.

3. Y no es una presencia contemplativa, afectiva o estática, sino una presencia operativa, transformadora. Que lleva a que la vida responda a las exigencias de Dios; experiencia de compromiso.

Así concibe S. Ignacio la respuesta que los llamados deben dar a Dios. Algo, pues, de suma importancia hoy, que luchamos por combatir injusticias que empujan a un compromiso real y serio con este mundo. Y Cristo es el único que en definitiva salva; para eso se hace presente y operante en el mundo.

En esta experiencia, los Ejercicios nos llevan a situamos ante Dios en el mundo, ante las cosas en relación con el plan salvífico, a saber qué es lo que debemos hacer, elegir o dejar, para cumplir con el plan de Dios. Y no podremos saberlo si no entramos en contacto con esta real presencia de Dios en las cosas, en el mundo.

Ignacio nos empuja a ver a Dios no solo en su palabra, en la liturgia, en el sacramento, sino que también está en el acontecimiento, en la vida, en el hombre...

Nuestra vocación nos pide, pues, consentir con la existencia humana de hoy, no despreciarla ni renunciar a ella.

Nuestra vocación nos pide estar presentes en la realidad humana de hoy donde Dios está presente, interpretada con su Palabra con el magisterio, etc. Pero allí en esta realidad.

Por eso nos dice Ignacio que los Ejercicios son para “ordenar” la vida; no venimos a Ejercicios a dejar la vida fuera y ponemos a especular sobre el Evangelio, a meditarlo especulativamente; venimos a traer nuestra vida ante el Evangelio y confrontada.

Esto nos dice el Principio y Fundamento con esta imagen de Dios que deísmos proyectar con nuestra vida y con nuestra obra.

Hoy el Señor nos crea y nos llama, por medio de las cosas, del mundo de hoy.

Así con nuestra vida seremos una respuesta al mundo de hoy.

Concluyamos preguntándonos: ¿Qué sentido tiene Dios en mi vida? como jesuitas, como grupo.

¿Qué imagen de Dios tengo? ¿Un Dios recluido en la intimidad o en unas prácticas religiosas, o un Dios que abarca desde la palabra revelada, la liturgia y la Iglesia, a la existencia diaria, a mi vida?




Tema III. Indiferencia

Los ejercicios reflejan una experiencia de Ignacio: Dios que se manifiesta unido indisolublemente a toda la obra humana, a toda la realidad humana. De ahí que toda búsqueda de Dios, toda relación con Dios, todo servicio de Dios, no puede realizarse sino a través de esa realidad, en esa realidad. No podemos concebir una espiritualidad separada de esta realidad, como si fuese un mundo aparte, un mundo distinto de lo que Dios ha querido mostrar unido. Hecho uno en Cristo, que significa la asunción de toda la realidad y toda la historia humana; por eso ha puesto a la S.J. en este mundo, en servicio de Dios a través de este mundo. Purificar, por eso las imágenes que nos pueden deformar esta realidad: no ha sido una vocación a la soledad, a la contemplación, sino al servicio activo en el Reino de Dios. ¿Qué hombre hace falta para esto? ¿Qué lleva como consecuencia, como exigencia esta experiencia cristiana? Simplemente la que nos sigue reflejando en el Principio y Fundamento, lo que Ignacio llama “hacerse indiferente”.

Aquí nos encontramos con otra característica de esta espiritualidad ignaciana, propia de la S.J., que ha quedado marcada en ella. Ignacio une los 2 extremos que parecen opuestos: lo absoluto de Dios y lo relativo de todo lo creado, pero unidos entre sí. A lo absoluto a través de lo relativo. Sin la mediación humana es imposible llegar a lo absoluto. Tampoco puede identificar, ni confundir: Dios se comunica a través de la realidad humana, pero NO ES la realidad humana; no puedo entonces absolutizar la realidad humana. Cuando se pierde esta visión surgen los ídolos: hacemos absolutas las cosas.

La experiencia religiosa de hoy tiene marcado matiz de experiencia humana e ultramundana: se trata de experimentar a Dios a través de la realidad humana: oímos hablar muchas veces que a Dios se le encuentra en el hombre, en el prójimo, en el compromiso humano, y todo esto puede ser grandísima verdad, tal vez de las mayores verdades del NT, pero también pueden ser una idolatría, puede degenerar ser muy ambiguo, hacer Dios al hombre, la historia, lo social, lo político, etc.; de todo esto nos libera Ignacio con esta actitud de indiferencia: unirme con Dios a través de las cosas, pero “tanto cuanto”, y no puedo hacer de las cosas dioses, ni del hombre un Dios, ni de Dios un puro humanismo, sino que tengo que saber vivir la dialéctica de lo absoluto y lo relativo.

Aquí tenemos reflejado un rasgo de la imagen de Dios, que se ha atribuido a Ignacio; el Dios de Ignacio es un Dios dinámico, no estático; no es un Dios que “está”, que “es”, sino que es un Dios que obra, que se manifiesta, que se revela, que salva; presente en la realidad humana, en la historia y por ser el absoluto, y la realidad humana relativa, es un Dios “semper maius”, “siempre mayor”: Mayor que toda realidad humana, que toda realización, que toda experiencia humana de El... quiere decir que si hoy se me ha manifestado Dios en una realidad, en una voluntad determinada, yo sé que esa criatura con la que sirvo a Dios, en la que se manifiesta la voluntad de Dios, no contiene la totalidad de Dios, porque Él es mayor que todo eso. Esa voluntad de Dios, por lo menos como lo he manifestado hoy, en el grado en que lo he vivido hoy, no es definitiva. Hay voluntades de Dios definitivas, sí, como sería la de encontrarnos con Él en JC., de llegar a Él a través de la identificación con Jesucristo, de servirlo a través de la imitación de Jesucristo. Hay también realidades humanas absolutas, en cierto sentido, como la Iglesia: es la voluntad de Dios que por la Iglesia vayamos a realizar su pian para nosotros. Pero el conocimiento de Cristo siempre será mayor. Nunca habrá llegado a un conocimiento tal, a un servicio tal de Cristo que sea definitivo, porque es mayor que todo eso; es un Dios que va siempre hacia el futuro, hacia la plenificación de su Reino. Yo sé que la Iglesia que hoy contemplo no me manifiesta la totalidad de Dios, porque está formada, por elementos humanos, que no pueden contener la totalidad de Dios, de su voluntad que se va manifestando en todo. Eso tiene hoy una especial aplicación: estamos en un momento de cambio. ¿Y qué es el cambio? Algo intrínseco a la vida: el hombre, el mundo, la familia, la educación, la política, todo está cambiando. Es dinámico porque es vida. Cambiar significa crecer, madurar, progresar. Hay una palabra clásica que se le dijo al primero que fue escogido en esta historia de la salvación: Abraham. Dios le dijo: “sal de tu tierra”, de lo conocido, de tu mundo de ideas, de tus experiencias. ¿Es qué no había estado allá la voluntad de Dios? Sí, pero ya no está, Dios es mayor. Le dice que camine hacia otra tierra desconocida donde se le va a ir manifestando este Dios en su voluntad. No hay que detenerse, no nos podemos fijar, si lo hacemos fijamos a Dios y Dios es mucho mayor.

Hoy nos está diciendo también Dios: “Sal, no te detengas; eso habrá sido muy bueno, pero sal, hay algo más, algo mayor que se nos irá manifestando según el Señor lo desee”. Pero se nos manda salir; querer fijarnos es querer detener a Dios, querer comprehenderlo, querer encerrarlo, querer encerrar la vida. Por eso el cambio es lo más legítimo de nuestra vida cristiana.

Qué cosa era más santo para el judío que la alianza, que el templo, el sacerdocio, la ley, la religión judía, y sin embargo Nicodemo se le presentó a Jesús, a hacerle la pregunta: ¿Qué debo hacer para entrar en el Reino de Dios? Pero la cosa era: “¿Qué debo añadir a lo que tengo, qué suplemento me falta para poder entrar en el Reino de Dios, sobre lo que ya tengo?” Da por supuesto que lo que tiene ya es definitivo. La respuesta de Jesucristo es que no solo eso no basta sino que tiene que renacer; eso ya ha pasado, ya ha caducado. Y éste fue el drama judío: Ellos creían que la gloria de Dios estaba definitivamente en el templo de Jerusalén, en la Ley, en el sacerdocio, en todo aquello que comprendía la Ley como expresión de la Alianza con Dios. Y ha venido Jesucristo a decir que ni en Jerusalén ni en otra parte: Dios es infinitamente mayor, hay que adorarlo en espíritu y en verdad, la gloria de Dios no está ligada a esta tierra, a esta Ley, a esta Alianza, sino que viene algo mucho más nuevo. Y a San Pablo lo llevarán a la cárcel, lo azotarán, porque publica ésto: “hemos sido redimidos”. Tenemos que salir de esta situación para seguir a este Dios que es siempre mayor y que se nos ha manifestado en Jesucristo, y en Él se nos va manifestando continuamente, hasta que venga; siempre estamos en este Éxodo hacia la tierra de Promisión, que se totalizará al final de los tiempos y que es la salvación.

Hoy se nos dice esto: lo que hemos vivido de Compañía de Jesús habrá sido muy bueno, muy santo, pero ya muchas cosas son insuficientes. Dios está pidiendo algo más; tenemos que salir, tenemos que pasar. La Compañía de Jesús ha tratado de vivir esta vocación a lo largo de los siglos: hay que ver la cantidad de respuestas que ha dado a esta experiencia de Dios. ¿Qué suponía, por ejemplo, en aquel siglo XVI o XVII, aquella forma de vivir el sacerdocio, la entrega a Dios, nuestros misioneros de China o India, cuando se adaptaron y asumieron de los ritos chinos y malabares lo que ellos vieron que era bueno, que no era supersticioso ni idolátrico? Era una manera de responder a Dios, ellos veían que para salvar a aquella gente tenían que hacerse a esa vida, conocer, entrar en ese mundo totalmente nuevo, con tantos riesgos; pero iban con ese impulso de la vocación de Dios. Qué maravilla concibieron esos hombres de las Reducciones del Paraguay, como fórmula apostólica y religiosa: todo un Estado formado para salvar a aquella gente de las esclavitudes, de las dominaciones de los poderosos de aquel tiempo. Así lo concibieron, y todo eso es nuevo, cosas inéditas, dadas las situaciones.

Nuestra historia está llena de esas “novedades” ¿Por qué se ha perseguido tanto a la Compañía de Jesús? Porque se la ha considerado como novedad, en fórmula religiosa, en fórmula sacerdotal, en fórmula de apostolado. Porque están atentos a esa llamada de Dios y la historia de la Compañía es un continuo salir, un continuo pasar hacia adelante.

Hoy vivimos en este momento de una llamada a salir y aquí es donde hoy más que nunca Dios nos pedirá esta indiferencia. La indiferencia es no atarse definitivamente a nada conocido y a nada sabido. Este considerar que todo lo sabido y conocido, por lo cual servimos a Dios, es relativo, no es Dios: Dios es mayor.

No me puedo atar porque entonces ato a Dios, lo disminuyo; o estoy idolatrizando algo humano por muy bueno, por muy religioso que parezca; la indiferencia me dice por consiguiente que todo lo humano es relativo en relación con Dios; como hemos dicho que a Dios sólo podemos servir a través de las criaturas, a través de signos, la indiferencia consistirá en decir que todo signo es relativo, que hay que superarlo, hay que pasar a otro; porque Dios es mayor no puedo encerrarlo en un signo o en una criatura. La indiferencia es profesar que todo lo que hemos hecho hasta ahora es insuficiente en el servicio de Dios, porque Dios es mayor. Entonces debo estar liberado, no puedo atarme a todas esas manifestaciones, a todos esos signos, con que hemos expresado nuestra vida de Jesuitas, nuestra vida apostólica, nuestra vida espiritual. Por eso dicen que el Dios de S. Ignacio es el Dios “siempre mayor”; en fórmula de San Agustín: Dios es mayor que todo lo conocido. Dicen también que la teología de Ignacio es la teología del comparativo, es decir la teología del mayor servicio de Dios, de la mayor gloria de Dios,

Mayor que todo lo que hemos realizado por Dios. No es la teología del máximo, “la máxima gloria de Dios”, porque eso es una utopía, una cosa de sueño; sino que es lo realista: tenemos que crecer, tenemos que pasar de lo hecho y conocido a algo que se nos presentará como mayor. Y no decimos mejor ni peor, sino “mayor”, porque lo de antes ha podido ser lo mejor que hemos hecho en cada circunstancia, y por eso, encarar un cambio en la Iglesia, en la Compañía, no es ponerse a hacer comparaciones infantiles, sino que es ponerse en la situación madura de saber que nuestro Dios es algo más grande que todo lo que hayamos podido realizar, sentir y experimentar, y que estamos dispuestos a salir como Abraham hacia esa tierra de promisión, hacia esa novedad del servicio de Dios que se nos va a ir manifestando porque Dios es vida, es espíritu, y así no lo podemos encerrar en ninguna fórmula.

Las fórmulas son abstractas y lo abstracto no varía; pero las fórmulas deben responder a una vida y eso es la Compañía de Jesús: una vida en el servicio de Dios, y no en cualquier servicio sino en el “mayor servicio de Dios”; por eso Ignacio la concibe siempre por un lado ligada a las cosas por las cuales sirve y conoce a Dios presente en esos signos, pero por otro lado, libre, Liberada, indiferente, disponible, móvil, para caminar, para pasar más adelante en ese servicio. Así a la Compañía la estructuró con una libertad cristiana digna del nuevo testamento: la libertad que le da la ley de este servicio mayor, o de este amor siempre mayor al Señor, y por consiguiente hacia los hombres, hacia el mundo; porque no se puede amar y servir al Señor sino en los Hombres, en la Iglesia, en el mundo. De allí que la haya puesto en la libertad verdadera para poder caminar, para no fijarse. Así la libera de las estructuras jurídicas que encontró en su tiempo: vio que en eso no cabía el anhelo, ese soplo del espíritu, e inventó otra fórmula que le ayudaría a realizar su vida de consagrado a Dios. Liberó a la Compañía de la misma concepción sacerdotal con que se encontró en su tiempo: un sacerdocio del culto, de administración, en el que se ponía de relieve sobre todo el sacrificio, como la teología de Trento, formuló y vivió un sacerdocio de apostolado, un sacerdocio en misión; lo liberó entonces de estructuras espirituales de vida religiosa. La espiritualidad con que se encontró Ignacio era contemplativa, litúrgica y monástica, y vio que no le servía a pesar de que le gustaba, a pesar de que sabía el valor que tenía. Pero no podía responder a una vocación de servicio de Dios en el mundo con esa fórmula espiritual, con una mentalidad de oración, de ascesis con que se encontró, y decide dar a la Compañía otra espiritualidad, otra forma móvil de servir a Dios, de unirse con Dios no en horas canónicas, sino en las veinticuatro horas de la vida, y que la vida fuera contemplada como servicio de Dios, como holocausto de todas sus vidas al servicio de Dios. La libera del coro y de toda forma de fijación apostólica. Esto como estructura de la Compañía de Jesús.

En esa estructura pone a hombres interiormente liberados de toda fijación; aquellos hombres que forman el primer grupo de la Compañía, comienzan por liberarse interiormente de toda esclavitud, de toda fijación intelectual, afectiva, apostólica o jurídica, para ser hombres libres de todo aquello que pueda impedir la magnitud de este Dios y de este servicio siempre mayores.

Por eso hoy tenemos que cambiar muchas cosas ¿Qué es lo que no cambia?: el servicio de Dio?, el misterio de Cristo, que tenemos que morir y resucitar para poder servir a Dios y el Evangelio, eso es eterno, esa elección que el Padre ha hecho en Jesucristo no cambia; no cambia que tenemos que orar, que necesitamos ascesis; pero cambian las formas de realizarlo y de aquí viene la confusión que hacemos muchas veces al absolutizar los medios: creemos que orar es hacerlo de la manera que yo aprendí, de la manera que a mí me enseñaron, y que el que dice que ora de otra forma, queda excomulgado, lo condeno, me río de él, Y eso es empequeñecer a Dios. Una cosa es orar, que es relacionarse con Dios con sinceridad, y otra cosa es cómo me relaciono yo con Dios. Formas que podrán ser tan diversas como hay personas y épocas; porque influye mucho, si Dios se comunica por la sociedad, por la cultura, por el mundo en que vivimos, cómo el mundo cambie. Dios se nos comunica así, y por eso, qué duda cabe que el mundo de hoy nos va a cambiar las formas de oración. No nos va a cambiar la necesidad de orar, pero sí las formas en que lo hagamos, y no podemos fijamos ni identificar la oración con alguna forma porque no hay formas únicas, unidimensionales para orar. Ya en el siglo XVI, Ignacio, en aquella mentalidad contemplativa en que se encontró, nos da formas de orar en los ejercicios propias para un hombre en movimiento, para un hombre en cambio: aquello es verdadera oración distinto de la contemplación, de la meditación, etc. Las Tres Maneras de Orar, son fórmulas sugestivas para el mundo de hoy. Si al hombre de hoy queremos darle formas que lo fijan, que lo detengan por una o más horas, a lo mejor no podrá hacerlo, y no por eso vamos a decir que el hombre de hoy no ora, que no tiene espíritu.

Y así digamos también de otras formas de vida: la vida comunitaria está, cambiando porque nunca hemos agotado todas las exigencias cristianas de una vida de comunidad. Las formas pasadas ya pasaron. ¿Las nuevas son definitivas? Tampoco son sólo un paso que tenemos que dar porque han aparecido exigencias nuevas en la vida de comunidad que antes no veíamos porque estábamos en otra época y en otro contexto. ¿Cómo pretenderemos, pues, detener la vida de Dios? ¿Cómo encerrar en una fórmula, por muy santa que haya parecido, y cómo fijarnos y condenar a todos los que no repitan esta fórmula?

Precisamente el mundo que rechaza el Evangelio es eso: querer repetir lo conocido, hacer siempre lo mismo, no amar sino lo que se conoce, no querer dar entrada a ninguna novedad; eso es el “mundo”. Por eso, querer fijamos en una determinada fórmula de servir a Dios es sencillamente querer fijar a Dios y querer hacer un mundo en el que no hay salida. Tan “mundo” como el marxista es el que dice que hay que orar lo mismo siempre, o que hay que trabajar en lo mismo, no admitir ya ninguna novedad, no admitir por consiguiente la entrada de la gracia de Dios siempre mayor.

La indiferencia significa estar disponibles para dar el paso hacia adelante cuando realmente aparezca el Señor, cuando realmente tengamos garantía de que el Señor es el que nos llama. Es lo que nos dice Pablo de sí mismo en la carta a los Filipenses, cuando afirma que él ha sido conquistado por Cristo y que a su vez quiere conquistar a Cristo pero nunca lo llega a abarcar, se le escapa, porque Cristo es siempre mayor. Así es la indiferencia Ignaciana, y en esto está nuestra juventud, la capacidad de ser actuales; si hoy la Compañía es o no actual, depende en gran parte de la indiferencia en que esté, depende de la imagen de Dios que tenga. Si la Compañía hoy quiere ser lo que fue, nunca será actual, estará perteneciendo al pasado porque estará atada. Si la Compañía quiere ser sensible a la presencia de Dios en el mundo, tiene que estar móvil, porque así se presentó Dios en la historia de Israel: móvil, peregrinando con el pueblo; si el pueblo quiere fijarse en Egipto, volverá atrás y así tentará al Señor, entonces el Señor saldrá, se le escapará.

Hugo Rahner al hablar de la indiferencia la pone en referencia a la juventud: “Aún después de toda elección concreta debemos conservamos jóvenes, es decir, dispuestos siempre a una mejor elección más allá de la hecha. Todas las obras de la Compañía hallan su inspiración en ese libro que pasó a la historia de la espiritualidad de la Iglesia, al que Ignacio llamó Libro de los Ejercicios Espirituales. El valor fundamental de este libro para el estudio de la espiritualidad Ignaciana radica en que nos muestra con una consición genial, la razón última de la vitalidad juvenil de su autor. Existe en este libro un imán que actúa irresistiblemente sobre el alma del ejercitante, atrayéndolo hacia lo mejor; es el latido de la inquietud cristiana, la chispa de un fuego que nunca dice basta. Es la intuición entrevista en el desquiciamiento de la conversión de Loyola, de que no se puede entender bien la médula del mensaje del Evangelio a no ser que una renovación total transforme la vida en un anhelo generoso de algo cada vez más grande. Podríamos hablar aquí de una “teología del comparativo”, o de la “teología del más”, del siempre más Ignaciano, porque el fundamento teológico de esta generosidad se halla en lo más profundo del ser de Dios, que se nos reveló en Cristo: Él es siempre mayor que todo. “Dios siempre mayor”, según la expresión de San Agustín, siempre será más, por más que alejemos los confines. Dicho esto, podemos pasar a tratar lo que ahora nos interesa: la consecuencia de la aceptación de un Dios que se nos revela en Cristo mayor que cualquiera de nuestros servicios actuales. Es un hombre cuya única divisa es: “siempre más”, y tal hombre, cualquiera sea su edad, será siempre joven en el orden sobrenatural de la gracia. Y al decirlo en esta forma quisiéramos que se captara en la palabra juventud toda su profunda sonoridad teológica: el bautismo fue un nuevo nacimiento que nos hizo hijos de Dios; nuestro crecimiento a partir de ese primer instante estuvo sometido a todas las leyes de la generación, según la paradójica palabra del Apóstol: "Hermanos, no sean niños en el juicio, en la malicia sí sean niños pequeños, pero en el juicio por el contrario, sean hombres maduros”. La vida cristiana es un perpetuo pasar del balbuceo de la infancia a la edad del hombre maduro, a la medida de la plenitud de Cristo. El verdadero cristiano es a la vez niño y hombre maduro, o sea, mientras madura sigue siendo joven, porque siempre está esperando un nuevo crecimiento. Su juventud subsiste siempre animada con las grandes esperanzas que triunfan sobre las callosidades y rigideces seniles, sin que jamás esté terminada, sin que jamás diga basta, "joven es, dice Clemente de Alejandría, el pueblo nuevo, y se distingue del pueblo viejo; está en la primera infancia, en la edad que ignora todo lo que sea viejo, en la edad en que uno se esfuerza siempre por saber. Seamos siempre jóvenes, siempre frescos, siempre nuevos. Es menester que los que participan de la Buena Nueva, sean ellos mismos nuevos. Quien tiene parte en la eternidad debe asemejarse a lo incorruptible, de manera que su vida se parezca a una primavera; seguimos en crecimiento siempre porque nunca jamás por mucho que se haya penetrado en El, se acaba de comprender a Dios. Aquí abajo en la tierra nuestra vida es primavera; trigos maduros seremos solamente cuando entremos a participar de la visión de Dios. La gracia del bautismo nos ha dado la savia juvenil; para todos nosotros la última palabra de nuestra vida verdaderamente cristiana es, repitámoslo “siempre más”.

Y el fundamento último de este espíritu de eterna juventud es el mismo ser de Dios que se nos revela en Cristo, el Dios siempre mayor; Dios está siempre más allá de nuestros actuales esfuerzos y servicios. La juventud puede tener formas muy diferenciadas, todos, sin embargo, viven ese continuo hacerse cristianos, ese tender hacia un estado al que todavía no se ha llegado, esa inquietud que se había apoderado de San Pablo cuando decía: "No he alcanzado todavía la palma, ni he llegado a la perfección, sino que corro siempre para alcanzarla, así como yo mismo fui alcanzado por Cristo” (Filip. 3.12). Por eso, una comunidad cristiana es una comunidad de hombres que nunca se dan por hechos, todos se sienten siempre abiertos a nuevas exigencias de superación. Cristo necesita de gente así, para hacia un estado al que todavía no se ha llegado, esa inquietud que se había apoderado de San Pablo cuando decía: “No he alcanzado todavía la palma, ni he llegado a la perfección, sino que corro siempre para alcanzarla, así como yo mismo fui alcanzado por Cristo” (Filip. 3.12). Por eso, una comunidad cristiana es una comunidad de hombres que nunca se dan por hechos, todos se sienten siempre abiertos a nuevas exigencias de superación. Cristo necesita de gente así, para emprender cualquier trabajo en su Reino. Todas las renovaciones en el seno de la Iglesia han procedido de exigencias de superación escritas en corazones de hombres que a cualquier edad se sentían jóvenes. El Reino de Cristo conserva a lo largo de los siglos su eterna novedad; todo punto de llegada en él es un nuevo punto de partida, y, como la juventud, está siempre dispuesto a comenzar de nuevo; el Reino de Cristo necesita de almas jóvenes en Cristo, y estas almas son, para decirlo en términos Ignacianos, las que han entendido el ideal de “lo que más conduce” del Principio y Fundamento, del “más” de la contemplación del Reino, de las Dos Banderas, y de tantos otros momentos culminantes de los Ejercicios. En una palabra, almas que han entendido el ideal Ignaciano de la “mayor gloria de Dios”.

Indiferencia y generosidad, sana inquietud cristiana, juventud teológica, los términos podrán ser diferentes pero la actitud es siempre la misma: disponibilidad total ante el llamado del Señor que en cualquier momento puede hacer sentir sus nuevas exigencias. En el fondo no es sino la fe plena de esperanza y caridad ante el Señor que aún lleva la cruz en su Iglesia, cuya libertad de llamar para algo más no debe ser limitada por ningún plan totalmente hecho de antemano, sin resquicio de mejoras por parte de Él, y la señal de que esta actitud es la que debe ser, es la paz que la acompaña, aún ante aquellos que no parecen compartir de nuestra eterna juventud.

Este momento de cambio nos enseña, nos inspira, nos mueve, nos da una nueva conciencia de que no debemos estar fijados a obras ni experiencias pasadas. Sino que estamos abiertos a lo desconocido, porque Dios es siempre mayor. Sólo así podemos decir que queremos el mayor servicio de Dios, su “mayor gloria”, si estamos realmente libres. Los ejercicios nos llevan a liberamos interiormente y a que exteriormente estemos también liberados de todo aquello que nos puede atar y fijar, para que así seamos este grupo con el que Dios puede contar.

El Señor realmente contará con la Compañía en este momento histórico, si como grupo estamos dispuestos a dar el paso.




Tema IV. Liberación

Este Principio y Fundamento nos pone como base fundamental todo lo que el Señor nos pide a nosotros como elegidos para servirle en una forma determinada.

Nuestra vocación a la Compañía viene de Dios, es una creación de Dios, un llamado de Él, no es una invención del hombre, ni una reunión acordada de opiniones humanas; es un llamado del Señor en grupo para servir a la Iglesia y al mundo.

No es un llamado meramente individual; es un grupo para servir activamente, apostólicamente, mediante una acción determinada. No es un grupo llamado a servir en la soledad, en el retiro, como pueden ser otras vocaciones legítimas. Es vocación para servir sin restricciones, porque la Compañía no ha sido llamada para hacer un servicio determinado, sino para estar disponible a cualquier servicio, al mayor servicio del Señor en el mundo, con tal que no sea en una actividad que la fije, la detenga o la límite. Es un apostolado sin condiciones ni limitaciones, de suyo inconcreto, y hay que buscarlo mediante el discernimiento espiritual, la obediencia al Papa, a la Compañía; es decir, es un apostolado abierto a todo servicio que el mundo o la Iglesia le vaya pidiendo.

Es por eso una vocación de presencia, de acción y compromiso en el mundo actual. Este servicio tiene la nota que ya indicamos del “más”, a un Dios siempre mayor que todo lo que vayamos realizando; por eso es una vocación que lleva en su esencia el no detenerse, el no fijarse. Se ha dicho de Ignacio que “busca para hallar y halla para buscar”. No se detiene en lo encontrado porque sabe que el Señor le va manifestando nuevas exigencias, por eso insiste tanto en el constante DISCERNIMIENTO. Tiene que discernir, buscar y hallar. Es una vocación que realiza aquél anhelo que Teilhard de Chardin decía de la Iglesia: “solemos dividir la Iglesia en discente y docente, pero falta otro aspecto muy necesario: la Iglesia que busca”; la Iglesia que está en búsqueda de lo que el Señor quiere de ella a través de los signos de su voluntad. Podríamos decir que en esta Iglesia que busca en el plan del Señor la Compañía debe llevar en su entraña, abierta y despierta, la búsqueda de lo que el Señor de la historia le vaya manifestando. Para eso es necesario “hacerse indiferentes”, estar liberado de todo aquello que fija y detiene; estar disponibles a servir al Señor en las cosas y, a la vez, tomar distancia de ellas. Buscar y hallar al Señor en el mundo y, al mismo tiempo, liberarse de idolatrizar ese mundo y esas cosas en las cuales estamos buscando y encontrando al Señor.

Esa es la indiferencia de la que hablamos y que está en la entraña de la Compañía. Ignacio hizo a la Compañía libre de todo lo que le impidiera realizar este ideal; la Compañía debe entregarse al apostolado con toda su alma y, a la vez, estar móvil y dispuesta a lo que el Señor quiera. Por eso quiso que los hombres de la Compañía fuesen libres, con una profunda libertad interior y exterior; libres de todo lo que puede frustrar o impedir que sea un miembro disponible al servicio del plan del Señor y todo para “desear y elegir lo que más conduce” a este servicio de Dios. Este “más” no significa un triunfalismo, no significa que vamos a hacer cosas que otros no hacen, sino simplemente significa, lo que más sirve, lo que más puede ayudar a los hombres y que quizá, pueda ser lo más humillante, lo más costoso, lo más crucificante esto es lo que siente Ignacio en esta vocación de la Compañía como grupo al servicio de la Iglesia.

De poco nos servirá que Ignacio haya hecho a la Compañía estructuralmente libre si nosotros la rijamos y la atamos. Y si hoy no es disponible como debiera estar, será porque nosotros como grupo no estarnos en actitud de liberación, de disponibilidad para liberarnos de todo aquello que pueda fijamos dentro o fuera de nosotros. Así nos pide el Señor de una manera aguda que reencontremos en esta sociedad del cambio, en este mundo que se mueve tan rápido y en el que hacen falta servidores ágiles, que estemos “con los ojos puestos en las manos del Señor” como dice el salmo. Este aporte se nos pide a cada uno de nosotros con la gracia del Señor, dentro de nuestras posibilidades.

¿Cómo concretizaba Ignacio este "más” en la Compañía? Este mayor servicio, esta actitud de “buscar y desear lo que más conduce al Señor”? En tres aspectos de su apostolado principalmente:

1. Significaba que como grupo, debemos estar en actitud de realizar las TAREAS IMPORTANTES para el verdadero servicio al Reino. ¿Qué significaba para Ignacio “importantes”?: Significaba que fuesen tareas, en lo posible, lo más universales. Cuanto más universal es una cosa, es más divina, decía Ignacio; es decir, el llegar a las más personas posibles, no limitamos, no empequeñecer nuestra actitud de servicio. Entonces, cuando se suele decir que la Compañía es para los selectos de la inteligencia, del poder, de la política, de la Iglesia, en San Ignacio no encuentra sentido. La Compañía buscaba, diría yo, la masa; lo que pasa es que en aquella estructura social, Ignacio veía la importancia enorme que tenían las cabezas, veía que era una sociedad organizada monolíticamente: el influjo venía de arriba a abajo, en la familia, la sociedad, la Iglesia, en la política, etc. entonces apuntaba a aquellos que tenían ese influjo, para llegar de esa manera a la masa. Si iba a los “selectos” de entonces era para poder llegar a una mayor cantidad de gente, mediante la conversión de aquellas personas importantes que tenían tanta influencia en esa determinada estructura social. Ignacio entendía por tareas importantes el poder servir a los más posibles.

2. Esta actitud significaba también TAREAS URGENTES para el servicio de los hombres, según el plan de la salvación de Dios; es decir, estar listos para aportar a las urgencias más agudas de la vida, nuestro esfuerzo y nuestro servicio.

3. Significaba también acudir a las tareas abandonadas por otros, A LAS QUE NADIE VA, porque no tienen ninguna recompensa humana o porque son difíciles y humillantes, y, por eso, todo el mundo las deja de lado. Ignacio quería que la Compañía de Jesús estuviera con los ojos abiertos para satisfacer este anhelo del mayor servicio del “mis” en aquellas situaciones humanas, geográficas, en la que estuviera más abandonada la gente.

Esos eran los criterios con los que Ignacio traducía el “más” en la Compañía de Jesús. ¿Es esto lo que somos realmente? Para que este ideal no sea un sueño, ¿qué se requiere?: sin duda alguna la indiferencia, la liberación no sólo de la persona sino del grupo.

¿Y qué clase de libertad quiso Ignacio para el grupo de la Compañía? Sin duda alguna la disponibilidad, que él concretizaba así:

1. Disponibilidad geográfica: no quiso fijar a la Compañía a un lugar porque este “más” puede estar en cualquier lugar; y aun cuando se encontrara en un lugar determinado, siempre hay que estar dispuesto, en actitud por lo menos, a poder volar donde haga falta. En el primer momento de la Compañía se tomó tan seriamente la libertad geográfica que los primeros compañeros prometieron no fijarse más de tres meses en ningún obispado, ni en ninguna provincia o nación. De esta manera querían estar disponibles a prestar el servicio más grande al mundo: ¡su actitud era tan universal como el mismo plan de la salvación!

2. Libertad o indiferencia ocupacional: ¿qué clase de ocupaciones, de actividades, debía tener la Compañía? Ninguna determinada: simplemente la que exigiera esa tarea urgente, universal, o que otros no aceptaban. La Compañía de Jesús no se fundó para tener colegios o residencias, se sintió más bien llamada a realizar aquello que fuera mayor servicio de Dios. ¿Los colegios lo son? Entonces se tendrán colegios u otra cosa.

La indiferencia no significa que si en un momento determinado se vio que una obra era la mayor gloria de Dios, fuera eternamente gloria de Dios; sino precisamente porque Dios es siempre mayor, al cabo de un tiempo puede suceder que las obras que se tengan sean de menos gloria de Dios y exija estar disponibles para poder prestar este servicio en otra ocupación que haga falta. No hay ninguna ocupación en la que esté necesariamente la gloria de Dios; Dios es libre; se le sirve de muchas formas, la vida irá sugiriendo cuales.

La Compañía, pues, tendrá que preguntarse constantemente si la obra con la que sirve a Dios es realmente para su mayor gloria o ver si se ha estabilizado, si ha perdido la creatividad, mientras nacen en tomo a ella mundos nuevos a los cuales no puede atender porque está amarrada, no indiferente.

3. Libertad o indiferencia metodológica: La Compañía no está fijada a un método pastoral, de actividad apostólica, de espiritualidad, o a una estructura ascético-jurídica. Está liberada de un método determinado; aquí San Ignacio aclara el campo de una manera extraordinaria distinguiendo entre el fin y lo medios. El fin es inmutable, es el Señor, el absoluto, es servir al Señor. Los medios pueden variar, tampoco hay ningún medio, fuera de los que el mismo Señor haya estatuido como son los sacramentos y la Iglesia, inmutable, con los que se sirva al Señor.

Pero Ignacio todavía fue mucho más valiente: se metió decididamente en el mundo de la ascética, de la oración, y se encontró con un estilo y un método bien determinado de unirse con Dios, como era aquel mundo contemplativo de la meditación; Ignacio tuvo la gran intuición de separar el fin de los medios; él comprendió que era imposible vivir sin unirse a Dios y la Compañía debía ser un instrumento en las manos de Dios; ahora bien, ¿cómo se logra esto?: extendió entonces el horizonte de una manera fantástica; para saber y poder unirse con Dios, dijo por activa y por pasiva, no hay necesidad de ligarse a tiempos, lugares ni métodos determinados. Sino que partiendo de los métodos legítimos, útiles, había que buscar otras posibilidades. Existían otras maneras de realizar la oración, la mortificación, la abnegación, la unión con Dios, cosas indispensables para todos. Inculcó entonces que a Dios nos podemos unir por medio de la acción, en el mundo, en la vida. Esto fue una auténtica liberación de concebir formas únicas que excluyeran otras. Proclamó y liberó de ese cuasi-dogma de fe, que la oración es asunto de tiempo; afirmó en cambio, que es asunto de corazón, de pureza interior, de actitudes del hombre, y por eso afirmaba que teniendo esa disposición, un cuarto de hora bastaba para unirse con Dios. Ignacio por la experiencia que tuvo de ese Dios presente en la vida, en el mundo, en todo, afirmó que a Él nos podemos unir y por eso no inculca a la Compañía una hora de oración, sino veinticuatro. No se contentó con que se salve una “cuota” de oración en un tiempo determinado sino que la extendió a toda la vida, y en ella entrará todo tipo de oración. Pero por sobre todo inculcó al Jesuita que tenía que concebir la vida toda como unión con Dios y para ello tenía que realizar la voluntad de Dios en toda su vida, en todas sus acciones, y discernirla a través de todo el día y toda la vida. Esto es mucho más exigente y mucho más “mortal”, con esto morimos realmente a nosotros mismos.

Esta libertad metodológica abarca la vida espiritual entera; en la vida ascética, Ignacio dio un enorme paso: insistió tremendamente en la necesidad de la ascesis, de la abnegación, de la purificación, pero no puso el acento en cosas, en privarse de esto o de lo otro, sino que lo puso en el corazón y en la vida: hay que purificar la vida entera, hacerla que responda al plan de Dios, por eso es necesario morir a todo lo que nos aparta de Dios, pero en la vida, en la acción, en la relación. Es fácil poner la ascesis y la abnegación en las cosas pero si después seguimos no amándonos, no hablándonos, no apoyándonos, criticando etc., eso es matar el Evangelio que se ha presentado como vida.

Ignacio no quiso que identificáramos el fin con los medios por más sagrados que fueran, sino que salváramos el fin a toda costa y que tuviéramos la amplitud de horizontes para ver la posibilidad múltiple de realizarlo.

4. Otra liberación que Ignacio quiso para la Compañía de Jesús, es la liberación del poder. Ignacio y los primeros compañeros hicieron un voto que hoy nos puede parecer un poco arqueológico tal vez, pero si tuviéramos el espíritu que significa, hoy tendría una enorme aplicación este voto de no admitir dignidades. Se habla hoy de estar identificados con el poder, de estar en convivencia con él; el espíritu, de este voto significa que si la Compañía quiere estar libre para poder realizar el mayor servicio de Dios, debe estar desligada de todo compromiso con el poder; debe estar disponible para lo que el Señor nos pida, y esto podría verse muy impedido, con lo que el poder lleva consigo (¡aunque sea poder eclesiástico!). Esto traba nuestra actitud de servicio y disponibilidad que exige nuestra vocación. Así tiene este sentido la pobreza en la Compañía; no es privarse de cosas, sino que es estar con las manos libres de toda complicidad que pueda venir de una gratificación, sea la que sea, en el trabajo.

5. Por último, el voto hecho por la Compañía profesa de enseñar a los rudos y a los niños nos puede parecer más arqueológico todavía, pero que significa la liberación de la clase social, de la tentación social. Porque los primeros compañeros sintieron muy pronto que los grandes del mundo y de la Iglesia querían acaparar a la Compañía de Jesús, y ellos vieron que debían estar alertas para no caer en la tentación de lo que esta preferencia de los grandes lleva consigo. Y querían hacerlo de verdad, por eso pusieron una estructura posible, no se contentaron con la actitud, con el espíritu. Enseñaban a los rudos, a los abandonados, a los niños, y lo hacían por eso simultáneamente: no que unos enseñen catecismo y otros en la universidad, sino que los que enseñaban en la universidad, los que iban al concilio de Trento como teólogos del Papa, simultanearan el contacto con los pobres, y convivieran en hospitales con la gente del pueblo. Es decir, querían liberarse de aquellos que veía muy bien Ignacio en la meditación de las Dos Banderas, y que es a lo que apunta nuestra sangre pecadora: a la ambición, al honor, con todas sus implicancias.

Esto es hoy de gran actualidad, es una respuesta a un mundo como el de hoy, a unas liberaciones como las que necesitamos hoy. Es necesario que nos apliquemos a nosotros mismos la Teología de la Liberación y esto son los ejercicios: la teología de la liberación verdadera, personal y grupal. No nos cansemos de insistir en esto: hoy no podemos conseguir muchas de estas liberaciones si no es en grupo; personalmente estamos atrapados por las estructuras que nos condicionan y nos impiden ser libres. Tenemos que unirnos hoy más que nunca como grupo para poder obtener una liberación grupal, a través de la liberación personal por supuesto.

Todo esto tiene hoy especial actualidad, porque, sin culpa de nadie, los que nacieron en la sociedad pasada tienen un tipo de Iglesia, de sociedad, y la que estamos viviendo es ya otra. La sociedad que está pasando tenía como característica el ser una sociedad estable, en la familia, en las instituciones, etc. No tenían esa agilidad de cambio que tiene la sociedad actual, y en una sociedad estable todo tiende a ser estable: mentalidad, organizaciones, el estado, la Iglesia, la Compañía, correspondían a una sociedad estable, bien “maciza”. En esta sociedad estable lo que es cambio, revisión, es considerado resignadamente como una cosa difícil; no se ve la urgencia de renovar, de cambiar o revisar, porque todo conduce más bien a la estabilidad. Muchos Jesuitas hemos sido criados y hemos pertenecido a una sociedad estable, por tanto tenemos una mentalidad y un tipo de obras estable. Ahora nos encontramos en una sociedad que cabalga a velocidad supersónica, que cambia continuamente, y que en ese cambio se encuentra el fenómeno más característico de la época. De aquí viene una dificultad inevitable pero que tenemos que encarar dentro de nuestras posibilidades: el poder pasar a una mentalidad de sociedad de cambio. Una sociedad así exige la revisión constante y la re definición constante de los objetivos que tienen que ir cambiando.

Por eso hacen falta hombres de mentalidad aguda y flexible si queremos servir a la sociedad actual. No vamos a estar en estos momentos fijándonos a lo que ya resulta pasado en muchos aspectos, y menos aún a obras que resultan opuestas al cambio. Esta es la aplicación de la indiferencia más actual que se nos exige para responder a esta disponibilidad grupal.

Las reacciones, evidentemente, pueden ser instintivas, resistir al cambio, fijarse. La resistencia de fijación se da no solo en los mayores sino también en los jóvenes: así como los mayores pueden tender a fijarse en su pasado y en su experiencia, los jóvenes pueden hacerlo en el presente, y toda fijación es cerrarse al espíritu y falta de indiferencia. El que se fija absolutiza los medios. Así, mayores y jóvenes podemos hacemos inútiles para el cambio y poner trabas al mayor servicio de Dios; por eso debemos estar alertas para reaccionar y superar nuestro instinto de conservación, o nuestro instinto de renovación que puede llevar también a radicalismos que rompen y dificultan la disponibilidad de servicio en el Señor.

Por eso San Ignacio nos dice, y es la única respuesta, que debemos "hacemos indiferentes”. Pero pensemos que no somos nosotros los que nos hacemos indiferentes, sino que lo hace la gracia. La indiferencia no es la conclusión de un silogismo, no es una conclusión racional, sino que es una experiencia espiritual que nace de una experiencia de Cristo, del Reino, de un servicio a este Señor siempre mayor. Entonces el cambio será posible. No podemos decir “yo ya no puedo cambiar”, porque sería negar lo que la gracia puede y quiere hacer de nosotros.

En la entraña de la fe está la juventud, como hemos dicho. Este salir de Abraham a mundos nuevos. Salir de nuestro mundo de ideas, de experiencias, de imágenes, de Compañía de Jesús, de vida religiosa.

Por eso decíamos que la juventud o la vejez no está en la edad, está en uno mismo: hay jóvenes que son muy viejos, y hay viejos que son bien jóvenes, porque están cenados o abiertos a la gracia. Es cuestión de fe, de esta gracia que es vida, novedad, frescura, agilidad, y que es ley de nuestra vida cristiana. Por eso dirá Pablo que la Ley no es algo fijo como las tablas de piedra o de papel, sino algo que es vida, espíritu de Dios y de Cristo, que es amor.

Esto es una vida, una experiencia, una gracia, y de nuestra parte tenemos que "disponemos” como dice Ignacio, es decir, reconocernos necesitados y pobres, y esto es orar. ¡Así el Señor hará que podamos cambiar! Si estamos abiertos no nos cerramos a esa voluntad del Señor que quiere que cambiemos. Hagamos los cambios aunque sean pequeños. Pero no debe haber en nosotros dos grupos de Jesuitas: los que quieren cambiar y los que no lo quieren. Eso es dividir realmente algo que lleva la misma vida de fe, vida de crecimiento y de cambio. Todos debemos desear hacer el cambio que el Señor nos exige: no hacer cambios intuitivos, alocados, de moda, sino cambios exigidos por la presencia del Señor, de allí que el que desee cambiar tenga que realizar el discernimiento espiritual que es tan profundo y cristiano y que Ignacio lo ha puesto de relieve en su experiencia y vocación.

Eso es fe: estar fiados de Dios, seguirlo sin saber quizás a dónde vamos, pero caminando. Sabiendo que el Señor no nos fallará jamás. Todo el nervio está en que nos dejemos conducir por el Señor y no nos conduzcamos nosotros, ni la moda, ni cosas importadas, sino lo que nace de la exigencia profunda de la conciencia de encontramos con el Señor y responder a lo que vaya manifestándonos venga de donde venga.




Tema V. Pecado-conversión

San Ignacio propone la meditación de los tres pecados, cuyos aspectos más fundamentales se concretan en el doble movimiento que se da en la vida:

a) Movimiento del pecador. El pecado es lejanía de Dios, salida del paraíso, destierro de la vocación a la comunión con Dios (ángeles, primeros padres arrojados...). El pecado lleva consigo ruptura y lejanía de Dios, y también lejanía de sí mismo, en cuanto que uno es llamado a esta comunión con el Señor. Tras la lejanía de Dios surge la lejanía, la ruptura con los demás: homicidios, torre de Babel, diluvio... Es el dinamismo del pecado.

b) Movimiento de Dios hacia el pecador. Es el movimiento del Cristo de los coloquios, que viene de Dios a hacerse hombre, a encontrarlo, y muere por él: es el movimiento de la salvación.

Entre los dos movimientos estoy yo, el hombre, como actor. San Ignacio nos sitúa así para hacer experiencia de nuestro pecado. Es la experiencia que describe San Pablo en Rom. VII: la lucha dramática de las dos leyes en el interior del hombre (la ley del bien y del mal). El drama que es nuestra realidad. Aquí es donde hay que optar por uno de los dos movimientos. ¿En qué movimiento me enrolo? Necesidad de recorrer ese camino doloroso, dramático, desde la nada, el no ser que es el pecado, en el que estamos en algún grado, hasta el ser, su plenitud que es Dios, la caridad, el amor.

De ahí que ponga como comienzo de las meditaciones esa oración preparatoria que indica una actitud de conciencia de la situación del pecado en que estoy y el anhelo de salir de él, que me llevará a la conversión y reforma. Es una preparación para un análisis de las motivaciones profundas de mi vida, que son turbias, de las intenciones torcidas, de los secretos que se esconden en lo profundo de nuestras actuaciones... Estamos metidos en el pecado, él está en nosotros: es el primer aspecto que San Ignacio quiere hacemos ver. Elegir significará superar barreras internas, una prisión que se opone a que realicemos lo que sentimos y queremos. Sentimos sinceramente el amor y el querer responder a la vocación; pero, al tratar de encarnarlo, vienen todas las defensas y mecanismos que impiden el que seamos coherentes entre lo que sentimos, deseamos y hacemos. Es el drama que explica San Pablo en Rom. 7: “Hago el mal que no quiero, no hago el bien que quiero”. Es la lucha de mecanismos, presiones (carne, mundo, inautenticidad) que entran en juego cuando se trata de traducir esta elección o vocación que sentimos internamente.

Sé ha dicho que “si el amor se apodera fuertemente del hombre, el egoísmo se apodera silenciosamente del amor”. Cuando tratamos de encamar el amor que se ha apoderado de nuestro ser, el egoísmo sutilmente se va apoderando del amor, y seguimos llamando amor a lo que ya está viciando ese amor. La tentación de lo fácil e inauténtico (lo que es el pecado) lo ha vencido.

San Ignacio, en segundo lugar, descubre las dimensiones grandes que cubre el pecado en nuestra vida. Son dimensiones plenarias.

- Dimensión cósmica; desde el vestíbulo del paraíso hasta el abismo infernal, el pecado atraviesa todo el mundo humano.

- Dimensión histórica: va desde la creación de los ángeles, a la aparición del hombre a través de las generaciones.

- Dimensión personal: el pecado tiene su origen en una libre elección desordenada a la luz de las exigencias fundamentales de la vocación de Dios.

- Dimensión social: señalada por la propagación misteriosa del primer pecado, a través de toda la raza humana, con malicia inconmensurable, revelada por la repercusión inmediata del pecado grave en el universo humano.

- Todas estas dimensiones se reflejan y golpean en el fondo más secreto de mí mismo.

¿Qué es, entonces, el pecado? El pecado existe en el corazón del hombre, en la historia humana, en la vida humana, recorre toda nuestra existencia.

Hoy se habla de una dimensión nueva del pecado: el pecado colectivo, el pecado estructural, el pecado hecho una situación objetiva e histórica en el mundo, una organización de vida. En este aspecto del pecado se fija la mentalidad moderna. Y ahí se origina toda esa mentalidad de conversión y lucha contra ese pecado social, estructural, la injusticia humana que la conciencia percibe como un pecado a la luz del Evangelio. Y como el pecado es de estructuras humanas, sociales, políticas, económicas, etc. la lucha se considera como una lucha contra tales estructuras, una lucha social, política, económica, para la salvación de ese pecado estructural. Así piensa el marxismo, que hay que luchar contra las estructuras injustas, y que así se salva la humanidad.

El sicologismo ve el pecado en la estructura sicológica del hombre, y la salvación será entonces de dimensión sicológica. Este aspecto es importantísimo, pero no total.

San Ignacio:

1. Descubre donde está la raíz secreta de todo pecado: no en estructuras, en organizaciones, sino en el corazón del hombre.

2. La salvación solo la puede dar Jesucristo. No hay salvación humana posible de esta raíz del pecado que está en el corazón del hombre. La salvación es un don de Dios. Entonces:

1. Hay que completar, sí una visión interiorista del pecado con la visión que nos da la conciencia moderna. Pero hay que juntar las dos. Ambas separadas deforman la concepción del pecado. Ni es puramente interior, sin repercusión externa, sin objetivación histórica, ni es puramente objetivo, sino que tiene la dimensión personal y la dimensión estructural.

2. Cristo salva. Y por eso San Ignacio nos pone ante El en esta situación nuestra de pecado ante el mundo.

Considerar el pecado a la luz de nuestra vocación: ¿Cuál es tal vocación? rebasa la dimensión individual de nuestro pecado. Es vocación de colaborar y servir él Señor en el mundo, es vocación de colaborar en quitar el pecado del mundo y no solamente quitarlo de nuestra vida. Comienza el examen por nosotros mismos: nuestro pecado de Jesuitas su dimensión externa: puede haber situación, estructura de pecado. Si la compañía tiene una misión y vocación universales, es pecado que la Compañía se parcialice, se detenga, se limite en sus actitudes de servicio al hombre de hoy. Si nuestra vocación es hacernos presentes en el hombre, en la historia actual, para descubrir a Dios, nuestro pecado puede ser el estar alejados de esa historia, estar fuera de esa presencia de Dios, de esa colaboración con la acción de Dios.

Nuestra vocación es vocación de grupo, Compañía de Jesús. Por tanto es pecado si dividimos este grupo, si rompemos esta unidad y si publicamos esta división ante los demás. Es un pecado que toca el nervio y el corazón del Evangelio y de nuestra vocación de Jesuitas. No podemos quitar el pecado del mundo si llevamos en nosotros el pecado, sobre todo el más antievangélico que es el de la división, ruptura, disensión. No que no haya multiformes modos de ser Jesuita dentro de la unidad de servicio, pero si nos excomulgamos irnos contra otros estamos rompiendo lo más rico de esta vocación.

Si la vocación es a ese más, a ese mayor servicio de Dios, debemos preguntamos si nuestro estilo de vida es minimalista, es decir, no del mayor servicio, sino del menor, o de un meramente “buen” servicio, contentándonos con cualquier cosa, nuestro pecado consistirá en cerramos y fijamos, y aún creer que tenemos ya la totalidad de la verdad, y que solo la poseemos nosotros.

Donde mejor encontraremos el pecado será situándonos ante Cristo. La conversión no es obra nuestra, es de Cristo. No nos convertimos para que venga el Reino de Dios, sino porque ha venido: “conviértanse porque ya ha llegado el Reino de Dios”. No es a fuerza de puños, sacrificios u oraciones sino abriéndonos a la conversión que nos ofrece el Señor.

Así convirtió, por ejemplo, a la Samaritana. El Reino de Dios delante la convierte. Cristo se hace presente en su situación y le hace ver su desorden. Y se convierte a la comunidad, y va al pueblo y trae el pueblo a Cristo.

¿Cómo se convierte Zaqueo? Al hacerse presente Cristo, el Reino, en su casa, y entonces descubre el desorden de su vida y lo que ha defraudado a los hombres.

Nuestra situación de pecado: ¿Es Compañía de amor, Compañía - grupo, Compañía - móvil, universal, disponible, o estamos fijados, retenidos, cerrados, divididos, sin mayores inquietudes, alejados del Dios que está entre los hombres, entre los pobres marginados? ¿Hablamos de estructuras de pecado desde una vida cómoda, alejada, bien surtida? ¿Son especulaciones de laboratorio o inquietudes de un encuentro con Cristo presente en el hombre de hoy, en la injusticia de hoy?

El pecado anida en el corazón del hombre y se hace presente en las estructuras de vida, en la historia de los hombres. La salvación tiene que venir a ambos niveles: solo de Cristo. Somos colaboradores de esa conversión y, por eso, debemos convertimos primero nosotros. Conversión de grupo, no individual, al nivel de la vocación a que hemos sido llamados como Compañía de Jesús.

Hay situación de pecado: si no hay auténtica vida de comunidad, de grupo, porque lo auténtico del cristianismo es hacer esta comunión de unos con otros; si no colaboramos a quitar el pecado del mundo, con una implicación del presente y de futuro, no hacemos presente el Reino de Dios.

Debemos situamos ante ese Cristo que no se reduce al Dios personal, sino que está en el hombre de hoy. No vale situarse sólo ante el Cristo del Sagrario, o de la Biblia, sino que hay que hacerlo ante el Cristo total: el Cristo de los hombres y la Iglesia. (“Saulo, Saulo, por qué me persigues...”). Hoy está Cristo también crucificado en el hombre actual; ante ese Cristo total debo preguntarme: ¿Qué he hecho por Cristo? , ¿Qué estoy haciendo hoy por este Cristo? ¿Qué debo hacer? Si Cristo está presente en la totalidad de esa realidad, en la palabra revelada y en la palabra de la existencia humana, en su humanidad individual y en la humanidad total, (“Lo que hagan con uno de estos...conmigo lo hacen”), nuestra situación será correcta si nos ponemos ante ese Cristo total como lo hizo San-Ignacio. Ahí debemos hacemos la triple pregunta y ahí tenemos que descubrir qué clase de conversión nos pide el Señor grupalmente. Si convertirse a Cristo es convertirse al hombre: ¿qué clase de conversión, a quién nos debemos convertir y qué debemos hacer? Lo que hacemos hoy, ¿es conecto ante este Cristo, en mi vida, en mi historia, nación, en este continente? ¿Sirve lo que estamos haciendo? ¿O hay que preguntarse: “Señor qué quieres que haga”? ¿Hay que mejorar o incluso cambiar lo que estamos haciendo?

Cristo nos va a convertir si nos sentimos pecadores, pero no teóricamente. No hay que rehuir nuestra realidad pecadora. Estamos a un centímetro de Dios si nos sentimos pecadores, si estamos en crisis y nos sentimos impotentes. Es la hora de la salvación.

No racionalicemos para absolvemos de pecados. Hay que reconocer que muchas veces estamos equivocados, y más en el momento de cambio. Tenemos peligro de pensar que queremos volver a las fuentes para constatar que la Compañía y nosotros hemos sido fieles, y creemos puros y santos como los fariseos. La Compañía, y somos nosotros, no hemos sido fieles, no hemos respondido. Hay que reconocerlo. “El que crea que no tiene pecado, miente”. Dios nos hace comprender que estamos en pecado, y los primeros que tenemos necesidad de salvación somos nosotros. Si no nos sentimos pecadores, no estamos cerca de la salvación. Tenemos que hundir la soberbia de creemos correctos.

En clima de humildad sincera, de experiencia de nuestro pecado actual, hoy, como Compañía de Jesús, pero en clima de esperanza, de movimiento salvífico de Cristo hacia nosotros, es como podemos sentir la esperanza de la renovación verdadera de la Compañía.




Tema VI. Pecados propios

En esta meditación debemos centramos con sinceridad y humildad. Aquí más que nunca debemos presentamos prevenidos para no racionalizar, para no dejar brotar los mecanismos de defensa, que, fácilmente, cuando ya se trata de concretarnos en nuestros pecados, brotan como por instinto dentro de nosotros. Hace falta pues, mucha sinceridad para decir: “yo pecador”, “nosotros pecadores”. Con toda la vocación que tenemos, con todas las gracias que hemos podido recibir, quizás con más razón podemos decir “pecadores”.

La razón de nuestra elección no es que seamos santos, que seamos correctos, sino que la única razón es la gracia y el amor, la benevolencia de Dios; y quiere que nosotros, pecadores, seamos mensajeros de ese mismo perdón y salvación a nuestros hermanos; y cuanto más lo hayamos experimentado, más transmitiremos esa experiencia de que Dios salva; sino, serán ideas teóricas que no mueven y que no cambian nada en este mundo.

Para descubrir nuestro pecado, no podemos ponemos ante una ley, ante una norma externa a nosotros mismos. El pecado no está ahí. Podemos estar correctos ante la ley, y ser pecadores. Podríamos también aparecer incorrectos ante la ley, y ser justos. El pecado está muy adentro; Jesús lo ha venido a descubrir: “Del corazón sale lo bueno y lo malo”, dirá a los judíos. Si Dios es amor, ahí donde se realiza o donde fracasa el amor es donde existe el pecado.

Nos hemos de poner, pues, ante el amor ante nosotros mismos dónde está ese amor ofrecido por el Señor, ese don, esa ley del Espíritu, que es la que ha grabado el Señor en el corazón cristiano, y debe estar grabado en el corazón de la Compañía. Es ponernos ante ese Dios que es amor, no ante un Dios que es legislador, dominador, señor, creador. Si, es todo eso, pero es por amor para nosotros, para revelamos cómo amar en actitud de salvación, y sólo así, podemos descubrir el pecado. Hemos de ir, pues más allá de todo eso que externamente nosotros solemos clasificar como pecado. El pecado es algo misterioso, algo profundo, algo que toca el fondo de nuestro ser. Desde ahí sólo lo podemos descubrir.

Y debemos ponemos como grupo. No nos contentemos de ponemos como personas que hayamos podido tener nuestras fallas. Hoy hay una conciencia de pecado grupal, de pecado social, colectivo, y sobre todo, el pecado es en cierto sentido, de una manera especial, lo que atañe al grupo. Tenemos la vocación de aparecer grupo, comunidad. Tenemos la vocación de aparecer reconciliados por Dios en una fraternidad, en la que hemos superado divergencias, muros dé separación humanos, raciales, culturales, de toda clase, y hemos hecho posible la convivencia y la comunidad cristiana en el amor, en el espíritu, en la comunicación, en la participación. Todo eso que es la comunidad es la vocación cristiana. No ha venido el Señor a salvamos individualmente, sino a salvamos en comunidad, como comunidad. La comunidad es la expresión del plan salvífico de Dios, y, por eso, el pecado más grande en un cristiano es aparecer no comunitario, anti comunitario, solitario, individualista, cismático de sus hermanos o factor de división de los mismos. Eso contradice de lleno y hiere en el corazón de Dios. Porque Dios quiere hacernos trinidad, es decir, comunidad, como lo es la Trinidad, y como en la tierra comenzó a ser enseguida este Dios hecho hombre, comunidad en la familia y después en la comunidad apostólica. La caridad de la Iglesia va a ser comunidad porque el gran pecado es la división, la separación de unos y de otros, es el egoísmo que se enquista en nosotros.

Por eso solamente así alcanzaremos la dimensión auténtica del pecado. La Compañía de Jesús ha sido llamada a ser una comunidad de amor, una Compañía de amor —ellos mismos así se definen en la que por encima de toda otra ley, de toda otra institución o norma, es la caridad, el amor lo que nos une. Y aún la obediencia y demás son en caridad, expresión de esa caridad de la cabeza y los miembros, esa comunicación de unos y de otros. Y por eso, esto es auténtica Compañía de Jesús, Compañía de amor. Una Compañía en que está eclipsado el amor, en la que no aparezca el amor, en la que aparezca quizás, mucho trabajo, mucha empresa, organización, ciencia, técnica en muchos órdenes, pero no aparece como grupo y como amor, no es Compañía de Jesús. La técnica, la organización, los tienen cualquiera; eso no es lo expresivo del cristiano. Lo nuevo del cristianismo es este amor, y este amor nuevo.

San Ignacio nos pone en esta segunda meditación ante ese Dios que es amor, es decir en aquella confrontación que hace entre el ejercitante y Dios, en aquellos contrastes, es precisamente no ante un Dios abstracto, sino ante el Dios concreto, de sus atributos que se han mostrado en obras de amor: desde la creación, la redención, vocación, todo esto que nos dirá allá en la contemplación para alcanzar amor. Eso ha sido Dios desde el principio de nuestra vida. Hay que colocarse ante ese Dios que ha derrochado este amor en mi vida y ha comunicado ese amor a mi vida, me ofrece este amor; y pensar y ver qué estoy haciendo ante ese Dios en mi vida.

Al ejercitante, lo coloca en aquel primer punto en situación, es decir, el ejercitante es una persona relacionada. Como dijimos en el primer día, Dios se nos comunica en la vida, en el mundo, en la existencia humana que es de relación, es de acción, de comunicación, un ser en situación; estoy en situación, estoy con personas, estoy con obras, en una relación con la existencia humana total. Ahí es donde yo peco o donde yo amo. No peco o amo en abstracto o en mi interioridad. El pecado no está especialmente en lo que yo estoy haciendo solitario. Eso tiene poca importancia, diríamos, ante Dios. Mi vida es esencialmente relación, y ahí me coloca San Ignacio en el primer punto:

¿Con quiénes hablo, habito; con quiénes me relaciono y vivo? es decir, nos pone en clavé histórico salvífica, porque yo, mi situación en la vida es la situación de un miembro del pueblo de Dios. Esa es mi situación concreta de un incorporado a la comunidad de salvación, y, por eso, de un llamado a hacer visible esa salvación en un pueblo, en una comunidad de hijos de Dios. Y mi situación dentro de esa comunidad ante el mundo es de una vocación especial llamada Compañía de Jesús. Mi situación es como miembro de una comunidad dentro de esa comunidad eclesial, y de esa comunidad humana, miembro de la Compañía de Jesús. ¿Qué significa eso? ¿Qué fin tiene esa Compañía? ¿Para qué se me ha llamado? ¿Qué soy, con quiénes estoy relacionado, qué estoy haciendo como miembro de la familia de la Iglesia y como miembro de la Compañía? Esa es mi situación, ahí quiere San Ignacio que me sitúe para poder descubrir mi pecado y preguntarme: ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy viviendo, significando al mundo?

Y ahí es donde veremos las exigencias grandes que tiene esa vocación, y que es la que me hará descubrir lo que estoy haciendo o deshaciendo, claudicando, fracasando o realizando. Así es concretamente como puedo yo descubrir mi pecado.

Todo esto, todas mis relaciones, mi razón de ser, mis actividades tienen la única misión de realizar, de vivirla dentro del plan de la salvación y colaborando con el plan de la salvación. Una situación que esté fuere de ese plan es una situación falsa. Una situación que esté negando esa vocación, es falsa, inauténtica. Eso es el pecado.

En la Biblia hay muchos ejemplos en los que podemos hacer este contraste de nuestra vida, nuestra situación, que quizás nos pueden ayudar a realizar y ejemplificamos a nosotros mismos. Por ejemplo, Is. 5, 1-7; Ez. 16, 20, 23, etc. son contrastes vivos con el Señor que nos pueden ayudar a descubrir este pecado nuestro.

San Ignacio en esta meditación de nuestros pecados, después de situamos para descubrir realmente cuál es mi vida ante esa relación, ante esa situación cristiana de Compañía de Jesús que me revela la vocación o los dones que me ha dado Dios para realizarla, nos hace reflexionar en lo que es el pecado. ¿Qué es pecar? ¿A qué llamamos pecado? ¿Llamo pecado a una transgresión jurídica, a una transgresión de una norma, de una ley que está fuera de mí? Quizás debemos recurrir a la revelación para caer en la cuenta y para descubrir a qué llama pecado la revelación, sobre todo el N.T.

En S. Mateo. 5. 20-48. Cristo nos lleva hasta el corazón humano; El pecado se realiza en el corazón. Sale del corazón. No sale de algo extrínseco a nosotros. Y, después, podemos ver en diversas situaciones del Evangelio que es sobre todo, no digamos exclusivamente, pero sobre todo pecar en el N.T., es no fructificar los talentos que se nos han dado. Pecado es, no el dilapidar un talento sino haberlo guardado tan cuidadosamente que no sufra detrimento (Mt. 25, 14-30). Se dice allá que aquel siervo será echado a las tinieblas exteriores por haber guardado el talento, por no haber fructificado el talento. En Mt. 25, 31 y 55, en el juicio final, Cristo nos revela qué es pecar. Porque pecar es quedar excluido del Reino. ¿Quién peca? ¿Quién entra en el Reino? Y los ejemplos que se ponen, de nuevo nos hacen ver que entra en el Reino el que ama efectivamente al prójimo, y queda excluido el que no ama; no el que odia y el que dilapida, el que asesina, asalta o roba, ése ya está excluido sino que en el N.T., el no amar ya es excluido del Reino. Aquellos que no le visitaron, que no le dieron de comer, que no le vistieron, aquellos quedan excluidos del Reino. Es decir, la vocación cristiana es este amor fecundo para el otro; y no hace falta para eso ni que yo ame explícitamente por Dios; si amo tan desinteresadamente que le ayudo, le visto, le doy de comer, entro en el Reino, porque aquéllos, nos dice Cristo en este capítulo 25,1 no sabían: “A mí me lo hicisteis”, dice Cristo. Y no amando, no haciendo eso, no “desvistiéndole y robándole, e hiriéndole” sino sencillamente: no me visitasteis, no me disteis de comer... éstos quedan excluidos del Reino. Este es el concepto de pecado en esta revelación. Y esto aparece ya desde los umbrales del N.T. Por ejemplo, en el episodio del Bautista bautizando en el Jordán, anuncia el bautismo de penitencia e incita a la penitencia: “Convertíos, el Reino de Dios está llegando” (Lc. 3, 10-14). Y lo mismo le vienen allá los soldados y aquella pobre gente: “¿qué hemos de hacer para convertimos?” Y toda la respuesta es: “No explotéis al prójimo. Contentaos con vuestro sueldo, dadle al que necesita”. Todo con relación al prójimo: eso es convertirse para Juan el Bautista. Y así, después, Santiago, por ejemplo, en su carta, en donde aparece cuál es la religión verdadera, pura, Santiago que había vivido con Jesucristo no les dice: “Rezad mucho, y haced muchas prácticas religiosas y dad culto y pagad no sé qué al templo”, sino les dice todo lo que tiene relación con el amor auténtico al prójimo, esto es, visitar a la viuda, amparar al desamparado. Esto es lo específicamente nuevo de esta dimensión que nos trae Jesucristo sobre el pecado.

El pecado, bajo otro punto de vista, es diríamos, el pecado contra el presente. La atención a lo presente es un tema tradicional en toda la espiritualidad. La actitud del hombre de acción sobre todo se caracteriza por esta atención a lo presente, que es la forma práctica de actuar. Una vocación activa, una vocación apostólica evidentemente está llamada a hacerse presente en la situación, y en la realidad en la que debe servir y actuar.

El hombre de acción es un servidor que tiene siempre los ojos fijos en las manos de su amo. El servicio de Dios, por eso, es a la vez servicio a lo presente, donde está Dios: es la presencia de Dios. La presencia de Dios no es esa presencia abstracta, lejana, que nos hace evadimos de la realidad, sino que es la realidad precisamente la presencia de Dios. Y una existencia solamente es auténtica como presencia de Dios. Cuando se la mira hasta esa última dimensión de esta presencia de Dios. El plan de Dios quiere inscribirse en cada instante de la vida humana. Es el Señor de la Historia, conduce la Historia; y por eso camina presente y obra en esa historia, que es una historia de salvación.

De ahí que el pecado naturalmente, sí tiene que ver con Dios, y Dios está presente en la situación humana, el pecado es un pecado contra el tiempo presente, que es el lugar de nuestra libertad, de nuestra opción y de nuestro amor.

El estar más atentos nos impediría pecar contra el prójimo que es el ser aquí, actual; nos impediría pecar contra las situaciones contrarias al amor y al Reino de Dios, contra los acontecimientos, contra clases, razas naciones y sociedades humanas. Hay que dejarse fecundar por el tiempo presente que nos manifiesta esa presencia de Dios. Hay que darse a lo presente porque está lleno de la caridad salvífica de Dios. Hay que comulgar con las exigencias espirituales del momento presente.

Numerosas escenas del Evangelio comienzan así: “En aquel tiempo Jesús pasaba vio, dijo...” Los tiempos del Evangelio son los tiempos de la acción de Jesús, atento a los signos de sus tiempos que se manifestaban en aquellas situaciones, en aquellos hombres y en aquellos acontecimientos. Obrar es percibir la llamada del tiempo presente y llenarlo con la acción de la caridad de Cristo.

La atención espiritual a lo presente es difícil para el hombre. Nuestras rigideces interiores nos impiden acoger los acontecimientos en su objetividad. El pecado deforma la captación del tiempo presente haciéndonos el centro de éste, en vez de hacemos nosotros accesibles a él. La ignorancia nos oculta la realidad que se esconde tras el fenómeno que vemos de lo presente, a través de la cual tenemos que comulgar con lo presente de Cristo. -

La falta de formación espiritual nos entorpece en el discernimiento de los espíritus, y, por consiguiente, en el discernimiento de la espera del Señor. Los prejuicios, los resentimientos, las pasiones, las ideas prefabricadas oscurecen nuestra atención a las cosas y a las gentes. Nos forjamos numerosas buenas razones y carecemos con alta frecuencia de esta caridad que debiera brotar espontáneamente en nosotros como una respuesta a la llamada de lo presente. Por eso, en nuestra vocación, hoy sobre todo, tenemos el peligro de pecar contra el tiempo pasado, en la historia o en signos ya pasados; y, así, hacemos impotentes para poder presentarnos o hacemos presentes a la situación de hoy, al nuevo mundo, a la nueva cultura, al nuevo hombre que va surgiendo hoy y a las nuevas exigencias, a los nuevos signos de la voluntad de Dios que hoy están percibiéndose en la historia de la salvación. Este es el pecado que pudiéramos cometer contra el presente.

Por eso hemos de examinamos hoy ante nuestra vocación. La vocación, esta entrega al Señor, está hoy aquí presente en el tiempo, en la nación, en el hombre, en los acontecimientos, en la historia que estamos viviendo confrontada con el Evangelio. ¿Qué nos pide el Señor? Ya nos está hablando el Señor a través del Episcopado latinoamericano, a través de la Compañía. Con frecuencia nos solemos quejar de que los documentos de la Compañía van por un lado y nuestra vida por otro; no nos interesa la Compañía de los documentos porque es abstracta, porque no dice nada. Creo que hoy es al revés: los que no estamos diciendo nada o muy poco somos los que estamos viviendo. Y, en cambio, los documentos nos están diciendo cosas bien exigentes, bien actuales y radicales para la Compañía actual. No tenemos más que recordar lo que el P. General está diciendo sobre las urgencias que la Compañía tiene hoy de conversión, de cambio para responder a su vocación de movilidad y de servicio al auténtica y evangélicamente necesitado según las prioridades evangélicas. No leemos, a veces, los documentos del P. General porque se cree que no están a tono con la realidad o porque tememos que se nos diga algo qué no nos gusta oír; o ya el P. General deja de ser el Superior en el que está Dios porque nos habla en un tono, en una dirección que parece que no corresponde. Y entonces, claro, Juan XXIII porque era Juan XXIII para muchos no es el vicario de Cristo en muchas cosas; para otros lo es. Y otros al revés: Pío XII era el vicario de Cristo y Juan XXIII no. Así andamos racionalizando. Se peca contra el presente también de otra forma: cuando ese momento presente lo queremos hacer como norma absoluta al que hay que subordinar el Evangelio, la Compañía, por las necesidades y situaciones que se nos imponen, y no tenemos más norma absoluta que ésta hay que subordinar todo: nuestro sacerdocio, apostolado, espíritu. También es pecar contra el presente porque de ahí excluimos a Dios, porque ya no estamos confrontando el presente con esa presencia de Dios, y no la dejamos dirigir por Dios, que es quien dirige el momento presente.

¿Qué es el pecado? El pecado visto desde su objetivización colectiva, desde que nace ese pecado de origen, es la debilidad humana, la concupiscencia desatada, el egoísmo individualista, el corazón de piedra.

El pecado desde el concepto de gracia, como ausencia de la gracia de Cristo, ¿qué es? Pues, lo contrario de lo que es esa gracia. ¿Qué es la gracia de Cristo? La gracia es la configuración del hombre por la encarnación visible de la Trinidad en él. No es algo interior, escondido, que queda allá oculto. La gracia se hace visible, configura toda existencia humana en un estilo de vida, en una imagen que quiere reflejar la imagen de la Trinidad. No es el perdón, ni algo puramente interno oculto; es la manifestación visibilizante en el hombre de la divinidad que se acerca hasta Cristo. Eso es la gracia; una existencia animada, por la gracia se hace visible como gracia, como amor, como justicia, como algo nuevo realmente que invade toda la existencia humana.

El pecado, ¿qué es? Es la desfiguración visible del hombre que impide la presencia visible de este Dios trinitario. El pecado no muestra que Dios es amor. La revelación nos dice: “Dios es amor”. El pecado no lo muestra e incluso hace imposible el amor.

El pecado; desde el concepto del seguimiento de Cristo. En Cristo se nos revela la verdad de Dios, el camino hacia Dios; se nos da la vida de Dios. Y Cristo tiene una existencia bien determinada para manifestar que Dios es amor. El pecado oculta esta imagen de Cristo en nuestra vida, imposibilita por eso el acceso a Dios y la presencia de Dios en el hombre y en el mundo.

Lo que en nosotros no visibiliza la imagen histórica de Cristo es nuestro gran pecado colectivo; y, por eso, como Compañía de Jesús, ésta es la imagen auténtica que debemos proyectar hacia afuera, la imagen de Cristo. Esto quisieron aquellos hombres ser: Compañía de Jesús porque Cristo era todo en ellos; y de ahí un grupo totalmente entregado al Reino de Dios en pobreza, en celibato, en caridad verdadera comunitaria, en comunicación de bienes, en desinterés de entrega, en gratuidad de su trabajo. En todo eso quisieron manifestar este Cristo presente en ellos. El no proyectar esta imagen es realmente eclipsar a Cristo en nuestra vida: éste es el pecado más directo contra nosotros como grupo Compañía de Jesús.

El pecado desde el concepto de escándalo: es el escándalo de la incredulidad de los creyentes; el que damos los que profesamos creer y actuamos como incrédulos. El que no vive de la fe no es justo, dice Pablo. El que no obra la fe, desvirtúa la fe. El escándalo de la explotación de Cristo. Cuando Cristo sirve de instrumento para actuar de una manera inconforme a Cristo. Por ejemplo, cuando Cristo sirve como racionalización para hacer algo que no corresponde a la auténtica vocación de Cristo; cuando Cristo sirve como lucro, como poder; cuando en nombre de Cristo nos vinculamos al lucro, al poder, a los intereses que hoy oprimen al hombre, ése es el escándalo. El escándalo de quien no refleja a Cristo. Y la pregunta que nos tenemos que hacer como grupo: ¿Proyectamos esta imagen de Cristo?




Tema VII. Tres gracias

Después de las meditaciones de los pecados viene la repetición que pone San Ignacio para ahondar más y más en esta conversión, en la sinceridad de ella y en el realismo con que hoy podemos hacerlas según la gracia de Dios. Lo principal es que nos pongamos nosotros abiertos, indiferentes, disponibles para que veamos la realidad como es, y la reconozcamos y demos un paso adelante en este caminar, en este salir que nos pide la fe.

Ahí San Ignacio quiere que en la repetición se vuelva sobre lo que uno ha visto, lo que más le ha impresionado o lo que no le ha impresionado, para, ahondar la disposición ante Dios de este sincero deseo de conversión que ha de venir de la gracia de Dios, no de nuestros esfuerzos; nosotros colaboramos, respondemos, pero la iniciativa la tiene el Señor, la fuerza la tiene Dios. Y quiere San Ignacio que dentro de ese mundo del pecado pidamos tres gracias fundamentales a los mediadores. Aquí aparecen ya los grandes mediadores de nuestra salvación: la Virgen, Jesucristo, ante el Padre. Una oración verdadera, repetida, confiada ante este despliegue de salvación que son María, Jesucristo, enviados por el Padre de donde viene esta salvación. Y ante ellos pedimos esas gracias que nos pone, que son la antítesis de lo que son ellos: conocimiento interno de nuestros pecados, del desorden de nuestras operaciones, lo que aparece desordenado en nuestra vida según esa vocación que tenemos, y lo que hay de mundo en esta vida, entendiendo por mundo esa concepción de vida antievangélica que la llevamos dentro y que desfigura la Verdadera imagen de hijos de Dios.

En derredor más o menos de estas peticiones podemos señalar algunas líneas de esa objetivación del pecado; algunas de las líneas que podemos tener hoy de nuestro pecado objetivado pueden ser, primero, la de la mundanización: ese mundo del que habla ahí San Ignacio que puede haber entrado en nuestra vida cristiana y en nuestra vida de Jesuitas. ¿Qué se entiende por mundanización? El mundo que aparece repetidas veces en San Juan, sobre todo, es un sistema de vida cerrado, donde no hay más que mundo, lo que el mundo da: puede ser mundo religioso, mundo espiritual, pero cerrado a toda apertura e injerencia de un elemento exterior o extraño a ese mundo. Es la coincidencia paradójica de los que no ven en el mundo más que mundo, es decir, su mundo: el mundo de sus ideas, de sus experiencias, sus valores, sus imágenes; entonces viven de lo ya conocido y ahí no entra ya nada extraño, nuevo o ulterior; ahí la historia es circular, se vuelve al origen de donde se sale, no se procede, no se camina, no se sale, sino uno se encierra dentro de esos límites del mundo. Entonces uno se apoya en sí mismo, se cree en sí mismo y configura poco a poco su vida a las imágenes que necesariamente un mundo cerrado le va dejando, que serán imágenes mundanas. Por ejemplo, una mundanización es la configuración de la Iglesia, de la Compañía conforme a categorías mundanas; configuración mundana, por ejemplo, de la autoridad o de la obediencia también; hay una forma mundana de obedecer como hay una forma mundana de mandar. Configuración mundana de ostentación, en vivir sin encarnarse. Los mundanos, lo más fino de lo que llamamos mundano, viven a expensas del mundo, a expensas de los demás y no entran en la realidad de la vida humana que pertenece al mayor porcentaje de los hombres, la realidad del trabajo, del sufrimiento, de la pobreza, de la privación, de todo eso que es la vida. No se encaman; es una forma mundana de vivir el no encarnarse.

Hablamos mucho de encarnarnos: ¿qué significa encarnarse? Pues lo que significó la encarnación de Jesús: la encarnación de Jesucristo no fue un momento, el momento de tomar la naturaleza humana o la existencia humana, sino la encarnación consiste en este triple estadio: hacerse hombre, morir y resucitar. Esa es la encarnación. Se hizo hombre para salvar, para purificar esa existencia humana de lo que hay de pecado en ella y la purifica muriendo, muere al pecado, a toda forma de egoísmo, a toda forma antievangélica de vivir la existencia y resucita a una vida libre de corrupción. Encamarse quedándonos en el primer estadio es realmente quedarnos en el mundo, no dar el paso hacia el Padre que significa ese misterio de muerte y resurrección.

Mundanización es la pérdida del espíritu profético y matar el espíritu por lo que sea, por la ley, por la técnica, por lo jurídico; hacernos un alma acostumbrada, eso dice algún escritor, que es peor que ser un alma maligna, un alma rutinaria, un alma acostumbrada a la costumbre de lo que se ve, de lo que se hace, de lo que pasa, es decir, de lo inauténtico en nuestra vida, la pérdida del espíritu profético, la falta de pulso evangélico, la falta de libertad evangélica, la convivencia con la injusticia y la opresión.

Y el individualismo en la vida, hacerse el centro de esa vida en alguna forma o despreocuparse de los demás: esos son diversos aspectos que pueden caracterizar eso que se llama mundanización. Este puede ser un pecado que en algún grado puede entrar, y que podemos ahora pedir al Señor para ver si realmente es ése nuestro pecado. Y pedirlo en oración humilde, pues no lo conseguiremos ver por puro raciocinio; esto ha de ser una gracia del Señor el que lo veamos, y así únicamente podremos realmente convertirnos.

Otra línea de objetivización del pecado puede ser la autosuficiencia en la línea de la salvación. El judío creía que podía auto salvarse por lo que era, por ser judío, por la alianza, por la ley, por todo eso que era y tenía, como diría San Pablo “salvarse por sus obras”. Es una forma de autosuficiencia; pero hay otra también que puede ser la más peligrosa, por lo mismo que hemos dicho que el pecado está objetivizado en las estructuras humanas, naturalmente gran parte de la salvación consistirá en modificar, en salvar, en purificar o en eliminar, esas estructuras, o sea, que la salvación consistirá muchísimo en acciones seculares. Si el pecado es el hambre que están pasando hoy tantos hombres, la salvación, en parte, va a consistir en dar de comer, en hacer que haya una vida en la que esos hombres puedan tener de comer, o puedan tener trabajo, o techo, o voz en mi vida pública, es decir, la actividad apostólica hoy deberá consistir también, no solamente en lo interior del perdón del pecado, sino quitar el pecado hasta donde está, que es lo que hizo Cristo; Cristo no se presentó con el puro don invisible de la gracia, se presentó con luz para los ciegos, con pan para los hambrientos, con movimiento y salud para los enfermos, con consuelos para los afligidos, es decir, abarcó a todo el hombre y nos dio signos de que viene a salvar al hombre entero y que el cristiano debe prolongar esta acción. Por eso, Pablo VI dirá que el moderno nombre de la caridad se llama desarrollo, desarrollo de los pueblos, desarrollo del hombre. Por eso, esa salvación deberá posibilitarse desde ahora y llegar allá hasta donde está el pecado. Pero tiene el riesgo de considerar que la salvación es eso, porque eso lo podemos hacer con nuestras fuerzas, con nuestras técnicas. El hacer que se cambien las estructuras injustas de la distribución de bienes, etc. etc. eso será cuestión de suyo humana; y tenemos el riesgo de Creer que ahí está la salvación y basta con esto; y la salvación viene de Cristo. No es sin más la salvación hecha por sólo el hombre. No podemos salvar conformándonos a las pautas de los demás, sino que se salvará configurando esas pautas con el Evangelio, con Jesucristo. Entonces aquí puede ser también una forma de autosuficiencia y creer por eso que nuestra misión, nuestra salvación, apostolado, pastoral, etc. será cuestión de estudio, técnica, estar al día, y eso será, pero conforme al Evangelio, conforme a Jesucristo.

Tercera línea de esta objetivización del pecado: puede ser la oposición a la renovación. El grito evangélico desde el comienzo es: “Cambiad, convertíos”, que significa cambiar, y cambiar radicalmente de mente, de ser, de nacer; “haced penitencia”. Hoy este grito está mucho más agudizado en la situación del mundo que estamos viviendo, y por eso en la situación de Iglesia y de Compañía. Y hoy se nos dice también: “haced penitencia, cambiad”. A este llamado evangélico podemos hacernos sordos y resistir, y una forma será oponiéndonos a ese cambio por diversos títulos, temores y riesgos. Se opone aquél que tiene el orgullo de que ya está todo, ya lo sabe todo, tiene todo, lo que hay que saber y ser. “Aquí no hay nada que cambiar, ya lo tenemos todo”. El que tiene idolatría de los propios criterios. Esto se ve con mucha frecuencia, por un lado y por otro: por los que se oponen a la renovación y por los radicales de la renovación. Tienen la idolatría de sus criterios, es decir, creen que ellos tienen dogmáticamente la fórmula de ser como hay que ser, o los anteriores porque “eso es el dogma, eso es la fe, eso es todo”; los renovadores porque ellos “tienen también la sensibilidad actual, la inteligibilidad de lo que piden los tiempos actuales, y, por eso, esa autosuficiencia en la creencia de que “eso es intocable, incuestionable”. Por un lado se habla de cuestionar todo, pero hay algunos dogmas intocables. Se habla contra el dogmatismo del pasado y hay otros dogmatismos modernos que son intocables. Es decir, aquí en unos o en otros, todo lo que sea esta idolatría de la suficiencia de nuestros criterios, eso es oponerse a la renovación, porque eso es fijarse, absolutizarse, detener el presente, idolatrizar, eso es hacer ya un dios de algo que es relativo por muy acertado que pueda ser. Es un pecado contra el Dios, siempre mayor. Se opone, pues, a la renovación el que tiene este orgullo de que ya lo sabe todo y el que cree que tiene los criterios definitivos de lo que uno debe ser hoy, con fórmulas del pasado o del presente.

Se opone a la renovación el que tiene la seguridad de sentirse instalado y el apego a lo que se tiene. Se opone a la renovación el que se va en nuestras palabras de protesta: nuevas palabras, teorías, slogans que se lanzan, pero ahí se queda todo. La renovación no es palabrería. Aquí también debemos pedir a Dios con sinceridad nos haga ver si estamos en algunos de estos aspectos en este momento en que es tan necesaria esta renovación, y que es, en definitiva lo que nos puede dividir profundamente dentro de la Iglesia o de la Compañía. Aquí, quizás, es donde más difícil es nuestra unión porque llegamos a una división fronteriza, en la que ya se trata de ser o no ser; ¿es Jesuita o no es Jesuita el que hace esto, el que no hace esto, etc.? Y sería buena que en este momento, tan importante, de ejercicios, considerásemos este aspecto tan necesario para que vivamos la vocación, no solamente por nuestra paz, ilusión, realización y plenificación, sino que la vivamos pensando en los demás. No hemos venido a la Compañía para estar contentos, alegres y realizados, sino venimos a estar contentos y realizados para servir a los demás. Somos deudores de los demás, como diría San Pablo. No es algo que esté resolviéndose dentro de nosotros, ni problemas individuales, pues hay un individualismo comunitario también: una comunidad que se cierra, que resuelve sus problemas dentro y que está centrada en preocupaciones de dentro, es una comunidad individualista.

El centro de gravedad del grupo de la Compañía no está dentro de la Compañía, está fuera: son los hombres, es la Iglesia a la que el Señor nos llama a servirla; nos debemos totalmente a esto y todo lo que nos da el Señor, toda la formación, los talentos, es para ponerlos en productividad en servicio de los demás, en este servicio actual y presente.

Por eso, en esta conversión debemos pensar en ese Cristo que son todos los demás y eso nos debe estimular a que realmente nos dispongamos, nos dejemos tocar por la gracia y convertir y demos los pasos que hoy podemos dar, otro año será otros; pero hoy habrá algunos cambios, algunos pasos que el Señor nos pide. Por eso digo, siendo esto tan importante por la naturaleza de nuestra vocación y por la deuda que esa vocación supone para los demás, será bueno que en Ejercicios reflexionemos y concretemos cuál es nuestra situación interna y como provincia y grupo; y cuáles son las cosas concretas que nos están separando, quizás, creando desconfianzas entre unos y otros, tal vez llevando a criticar a unos contra otros, y, por eso, a dividimos, separamos y desfigurar así totalmente lo que es la Compañía y a deshacer la fecundidad, la eficacia del servicio que debemos prestar a los demás.

¿Cuál es la respuesta cristiana al pecado?

La respuesta cristiana, la que salva, es la que ha dado el Señor: muerte, resurrección. Al pecado hay que morir, y hay que morir allá donde está el pecado. Es el pecado objetivado el que debe ser redimido. Por eso, no basta con un perdón judicial, extrínseco. Se necesita una transformación real de esa situación de pecado, y hacer que tal situación de pecado, al menos de nuestra parte, se convierta en una situación evangélica de verdad, de amor, de verdadera fraternidad y convivencia humana. Debe aparecer una nueva vida, una nueva creación, un nuevo hombre, una tierra y cielo nuevos. Esto proviene de una muerte que resucita. La tarea del cristiano y del apóstol es la de remover el pecado y construir el mundo según la salvación. Todo pecado deja una huella que debe ser borrada. Y ahora comenzamos a borrarla, no allá en las lejanías imposibles de nosotros, ni siquiera en este momento en la complicación que tienen las estructuras de pecado objetivados en el mundo. Comencemos por borrar el pecado objetivado aquí, dentro de nosotros, en la Compañía, en el grupo, en la Provincia. Eso puede estar en nuestra mano. Es preciso construir un mundo, y aquí digamos una Compañía que sea objetivación de la gracia, que la haga visible y que manifieste la gloria de Dios, “la gloria de Dios” es el hombre viviente, como se nos dice desde los siglos primeros.

La verdadera posición o actitud cristiana ante el mal, interpretado así desde el pecado, es la actitud de lucha y rebeldía contra el mal ahí donde está, como Cristo se reveló contra el mal. El inconformismo del cristiano ante el mal nuestro y del mundo, que como mundo debe ser mediación de Dios y si aparece más bien como imagen de pecado debemos estar inconformes con esa situación. La rebeldía del cristiano contra la injusticia que impide la verdad: hay que morir al pecado, y la muerte no es sino dolor. La liberación cristiana es una resurrección que supone una muerte. La posición cristiana en este misterio de muerte y resurrección es la esperanza activa. No es puramente negativa y destructiva, ni siquiera ante el mal; tampoco es de un optimismo racionalista, como si no hiciera falta más que el desarrollo de lo que ya hay; sino que afronta el misterio de la muerte que resucita. Hay que quebrar ahí algo que ya no puede continuar. Se dedica a hacer lo que de verdad espera. Algo así como lo que dice San Agustín comentando a su modo cómo después de la resurrección los apóstoles volvieron a pescar, es decir, volvieron a aquello que tuvieron antes de la vocación; y sin embargo, San Mateo no volvió a ser recaudador de impuestos; y dice: “¿Por qué será esto? ”, y contesta: “Porque hay cosas que después de una vocación cristiana, y de una opción apostólica pueden ser integradas en esa vocación, pero hay otras que no pueden ser integradas, que hay que deshacerlas”; y el consideraba que el oficio que tenía San Mateo no era integrable en la vida apostólica.

Hay situaciones que dentro de una vocación no pueden continuar, porque se oponen, niegan el Evangelio, niegan esa vocación al ser incompatibles. Y esto es en definitiva lo que Cristo dijo a Nicodemo, y lo que nos dirá a todos los que sinceramente queramos convertimos; y de nuevo estamos en la pregunta del primer día: Nuestra vida a la luz de esta vocación, ¿puede seguir como va, con algunos retoques, o tenemos que renacer en algunos aspectos de esa vida? Este es el problema que nos plantea siempre el encuentro con Cristo, el retomo a la autenticidad de esta llamada de Dios.

Dentro de esta conversión no soñemos tampoco con conseguir en este mundo la consumación de esta liberación del pecado. El pecado va encarnado en nosotros, en algún grado, siempre. Cristo ha conseguido la victoria fundamental, sustancial, que nos hace posibles las opciones del amor, de la libertad, pero no del todo porque es una historia que se va realizando hasta el fin. Y, como el hombre es tan complicado en su vida, tenemos que ser realistas también en cómo esta victoria se realiza aún a veces con situaciones que humanamente no aparecen como correctas o redimidas, etc. Esto lo expresa un Padre en un artículo de “Etudes”, el P. Pemac: habla de dos clases de santos que hay en la vida. A algunos esto les ha servido de consuelo. “Dada una fidelidad básicamente igual a la gracia y una santificación igual en el ministerio, hay dos clases de santos: Existen santos de un siquismo desquiciado y difícil: La multitud de los que están acosados por la angustia, la multitud de los agresivos, los carnales, de todos los que llevan el peso insoportable de los determinismos Existen otros que no encontrarán nunca al lobo de gubio, lo encontrarán como San Francisco de Asís los que caen y vuelven a caer; los que lloran hasta el fin, no porque hayan cerrado una puerta con violencia, sino porque cometen una falta sórdida inconfesable. Existe la inmensa multitud de aquellos cuya santidad no brillará nunca en este mundo, en su siquismo. No se mostrará hasta el último día, en que resplandecerán. Son los santos que no son llamados santos. A su lado hay santos de siquismo feliz, santos castos, felices y dulces; los santos-modelo, canonizados o canonizables; los santos cuyo corazón es amplio como las arenas que se extienden al borde del mar”.

Tenemos que cortar con este realismo que en algún grado nos puede tocar y afectar, para no desalentarnos y no soñar tampoco en una victoria de la gracia que en este mundo no se da en todos, porque Cristo ha asumido la existencia humana como es, con todos sus realismos, limitaciones, fuera del pecado personal, y entonces en la pasión, en el sufrimiento, en la angustia y fracaso que él ha vivido nos quiere decir que también ahí está Dios. Y tenemos que tener un inmenso respeto a todos aquellos que quizás en el fondo de su ser son convertidos, y en la superficie aparecen como pecadores. Pero, en fin, que al menos de nuestra parte, intentemos también rebasar la conversión hasta afuera.




Tema VIII. Cambio (Renovación de Mentalidades)

En un discurso que tuvo el P. General en la Congregación última habla de este cambio al que nos vemos impulsados en la Compañía dentro de todo este fenómeno universal en la Iglesia y en el mundo que estamos viviendo. En el discurso que tuvo con ocasión del decreto de la cooperación interprovincial, que es el decreto 47 (14 de octubre 1966), dice algunas ideas que nos pueden ayudar para ponernos en esta situación o actitud del cambio que tengamos que hacer para poder responder a nuestra vocación.

Habla de un fenómeno, de un hecho llamado reconversión, que tiene lugar en el mundo industrial, ese proceso que consiste en adaptar estructuras, obras, hombres y mentalidades. Se trata de una reorganización o transposición en virtud de la cual resultemos más aptos para atender a necesidades nuevas. Tal proceso lleva consigo una dificultad peculiar, pues la necesidad apremia; y, sin embargo, si las modificaciones son introducidas aprisa, prematuras, sin consejo, pueden provocar desorganización, pérdida de energías y finalmente decepción y fracaso sin verdadero progreso. Hace falta un proceso orgánico; no podemos dejar las cosas para el día de mañana, no queremos quedar con los brazos cruzados esperando el movimiento de las aguas, sino que por reverencia a las realidades mismas y a los hombres, debemos proceder a partir de una información de las situaciones y una preparación de nuestras fuerzas.

Este empeñó de adaptación implica cuatro elementos: 1) Evolución de mentalidades; 2) Preparación del apóstol según las condiciones de los tiempos actuales; 3) Ordenación de los Ministerios; 4) Acomodación de las estructuras.

El primero, que es el más radical y fundamental es la evolución de las mentalidades, tanto en los mayores como en los demás. Este es el elemento más difícil. La mentalidad es como el sustrato más profundo que tenemos de ideas, de concepciones, de afectos, según el cual interpretamos la vida, las ideas, las cosas; esa mentalidad que ya es propia de una sociedad, de una experiencia, de una cultura, de una educación, y, por eso, aquí es, sobretodo y más tratándose de mentalidades tan profundas como son la religiosa, es donde más debemos colaborar de nuestra parte a este cambio.

No podemos olvidar que si esto humanamente no es nada fácil, sin embargo, estamos en una vocación cristiana que lleva consigo el cambio de mentalidad, y en la cual interviene un elemento como es el de la gracia; si tenemos fe, no podemos desesperar de este elemento. A veces marginamos también demuestra vida esta gracia, esta fe, esta esperanza cristiana y quedamos demasiado fatalizados con las situaciones en las que estamos y, de ahí, una dificultad mayor. Tenemos que contar con este elemento. De nuestra parte, como nos dice San Ignacio, nos esforzamos por ponemos en actitud positiva, abierta, disponible, indiferente; y esto no se hace en abstracto, sino en contacto precisamente con la fuerza mayor, Cristo, en contacto con sus misterios, con su vida, su espíritu que está dentro de nosotros. Si nos dejamos cambiar, se irá haciendo el cambio aunque humanamente parezca difícil. Es muy compleja la mentalidad, pues está ligada con la sociedad, con el organismo, con lo más íntimo de uno; y por eso también no es fruto de presiones, golpes y violencias, y mucho menos de exigencias y dominación. Es fruto de una educación como es lo profundamente humano. Y con esta perspectiva profundamente humana y cristiana hay que encarar este cambio de mentalidades.

Donde nos tenemos que unir es en las actitudes que debemos tomar, sinceras, respecto del cambio; y después como en todo lo demás, pero más en este aspecto, tendremos que vivir ese pluralismo de grados, de proceso, de ritmos, de personas diferentes unas de otras que llevan marcas muy diferentes de educación, de un pasado que no puede menos de haber quedado impreso en sus vidas. Y luego tienen también diferentes capacidades humanas, de flexibilidad mental, de ductilidad, y diversos grados de gracia también. Por eso, aquí no podemos ser de esa mentalidad en la que estamos hoy tan prevenidos contra todo poder, dominación, presión; y por otra parte cuando se trata de estos cambios se ejercitan presiones tremendas y dominaciones. Queremos dominar, influir, ser dictadores de la inteligencia y voluntad de otros. O marxistas que van a la eficacia pase lo que pase con la persona. Todo esto se resuelve fácilmente cuando, urgidos por la necesidad, rapidez y urgencia, esa urgencia es humana y cristiana. Cristo fue más urgente, y la urgencia más grande que se presentó al mundo; sin embargo, Cristo fue el hombre más respetuoso de la libertad. Cristo no se impuso, no presionó, ofreció la gracia y esperó con paciencia infinita la evolución de esa semilla del Reino, como Él decía, que imperceptiblemente se va desarrollando y va madurando. Y con esto tenemos que contar. Lo único que se nos pide es que estemos abiertos, que pongamos de nuestra parte lo que podamos poner de actitudes y también de hechos que nos ayuden a la mentalización, a la reeducación, a ésta como reconversión también en nosotros para captar los verdaderos valores que haya tanto en el cambio como en el pasado. Los antiguos tendrán que estar abiertos, no prevenidos, no con prejuicios contra cosas nuevas que parecen ininteligibles, pero que pueden ser auténticas y verdaderas. Lo mismo los jóvenes que son más aptos para el cambio deben estar también sin prevenciones contra valores anteriores, que persisten como valores.

Hablando de esta renovación de mentalidades, dice el P. General:

"Los hombres de edad madura si han de aportar a los tiempos nuevos la contribución que, providencialmente, de ellos se espera, tienen como que cambiarse a sí mismos. He aquí un empeño tanto de profunda humildad interna como de reflexión afanosas.

Humildad interna porque, creo yo, en este momento de cambio tan violento, tan radical, profundo y rápido que se está haciendo, a los mayores nos toca ser humildes; y la humildad de reconocer que somos nosotros los que tenemos que cambiar más que los jóvenes. Creo que esto es irrebatible, porque en una sociedad nueva, y con una novedad tan grande como va, si queremos caminar, tenemos que salir mucho más nosotros, los que ya estamos en un mundo de experiencia, de educación, cultura, e imagen de nuestra vida, nos toca más salir a nosotros. Yo personalmente estoy muy persuadido, por lo menos, de que tengo que cambiar muchísimo más que un joven. ¿Por qué? Porque ya tengo todo un bagaje anterior del que habrá muchas cosas que ya no sirven o que son insuficientes, como decíamos al hablar de la indiferencia; y tenemos que adoptar otras formas, o por lo menos admitirlas, porque también en esto debemos distinguir entre lo que menos admitidas, porque también en esto debemos distinguir entre lo que nosotros podemos hacer y lo que otros hacen o pueden hacer. Y también debemos saber situamos entre lo que nosotros hacemos, o vemos o sabemos y lo que otros también hacen, ven o saben en este aspecto del cambio. Por eso, pues, esta humildad interna de reflexión afanosa.

“Este afán abre las mentes, las hace disponibles para los nuevos aspectos de la realidad, para las nuevas expresiones de la verdad. No hay que temer en esto demasiada los excesos; pero el defecto privaría a la Compañía de fuerzas todavía poderosas. Quienes tocados de inmovilismo se resistieran a acomodar sus ideas a las circunstancias actuales quedarían en poco tiempo reducidos casi a la nada, en cuanto a sus actividades. La sociedad moderna que está haciendo a grandes pasos su evolución pronto encontrará ineptos a hombres así. Triste seria el espectáculo de nuestros colegios y de nuestras residencias si abundaran hombres así, pues tendrían que pasar su vida en un ocio obligado o necesario, y no precisamente porque no tengan fuerzas, sino que por su incapacidad de captar la mentalidad de hoy, nadie los habría de llamar. Digna de reflexión es nuestra responsabilidad cuando la Iglesia está mirando con tanta preocupación de espíritu ingentes problemas en todo el mundo, y siente tan profundamente la ansiedad de la falta de operarios apostólicos.”

Esto es digno de reflexión, porque se trata de hombres que quizás están aún en la plenitud y madurez de sus fuerzas intelectuales, físicas, morales, en sus capacidades apostólicas; y si realmente se resistiera uno a esta adaptación, a este cambio, se quedarían realmente inútiles en plena edad y fuerzas, con lo que tal situación puede significar para una vida; imposible resistir así una vida si no es llena de amargura y resentimiento, decepción, frustración grande y profunda, irreversible en la vida.

“En cuanto a los sacerdotes todavía jóvenes y los hermanos jesuitas ya formados, deben enfrentarse con una obra de adaptación a primera vista más fácil, pero, en realidad, más delicada; pues deben atemperar el impulso de modernización, en si laudable, con la discreción de espíritus, que será tanto más sutil, cuanto sea más espiritual la elección. Tanto más cuanto que la elección debe ser hecha contra las inclinaciones propias y cierto naturalismo oculto bajo capa de luz. Es cosa fácil hacer crítica de todo, y más fácil todavía dejarse arrastrar por la poderosa marcha de las cosas. Difícil asunto, en cambio, usar en medio del vértigo de la evolución en el que se encuentra envuelto con frecuencia el apostolado usar de tal discreción para poder reaccionar contra la poderosa corriente o para poder seguir llevando siempre firme la mano sobre el timón. También los jóvenes tienen que realizar un esfuerzo sobre si mismos para hacerse más profundos psicológica, intelectual y espiritualmente. Han de necesitar cada vez más de un sentido verdaderamente crítico y de la discreción espiritual; ¡serán tantas las elecciones que deberán realizar! Pero no adquiriremos discreción como no nos acostumbremos a una reflexión paciente. La verdadera discreción espiritual y la verdadera caridad discreta no se dan sino en un ánimo cada vez más purificado. Por ello, toda nuestra formación desde el noviciado debe fomentar esta ascesis interna y esta disponibilidad progresiva para con el espíritu de Cristo”.

Esto nos dice el P. General que podemos aportar ahora como actitud a este cambio, al verdadero cambio que, inevitablemente, se tendrá que hacer. No se ha de confundir la cosa con las formas o con los medios. Hay cosas eternas, que no pueden cambiar: el Evangelio no cambió, lo que en Jesucristo ha escogido el Padre para redimir el mundo no cambiará; eso no es cuestión de tiempo, de culturas. Pero las formas de realizarlo sí pueden cambiar, y el hecho es que toda la historia de la espiritualidad y de la vida religiosa es una historia de cambio. No hay más que ver el proceso de cambio que ha tenido la vida religiosa; los tres votos, por ejemplo: la vida religiosa comienza un poco organizadamente desde el S. IV, y en cambio los tres votos como núcleo de la vida religiosa no llegan hasta el S. XIII, hasta la edad media. Ha habido otras formas de vida religiosa distintas de la actual: no es eterna. Esos mismos votos, llamados consejos evangélicos, el proceso que ha tenido, la pobreza, por ejemplo, y sus formas están en constante evolución; las formas de pobreza son múltiples; y lo mismo digamos en la obediencia, en la autoridad; y en la misma espiritualidad, en la oración, ascesis, tienen múltiples formas y cada vez se descubren más, porque es inagotable la capacidad evangélica del espíritu de Jesucristo, “la sabiduría del Espíritu es multiforme” dice San Pablo. Y la misma Iglesia, estamos descubriendo o redescubriendo dimensiones nuevas. Siendo así que la Iglesia es lo que Jesucristo nos deja como meta y como medio de realización cristiana, pues hay que ver la evolución que va teniendo; la misma conciencia de Iglesia sólo en este siglo XX: la Iglesia primero se nos ha definido como una gran sociedad, perfecta e independiente sociedad con León XIII, después se da un avance y Pío XII la define como cuerpo místico de Cristo; es otra dimensión distinta de la sociedad, y por fin el Vaticano II nos la define como Pueblo de Dios. Son aspectos diversos que van ensanchándose, complementándose, que nos van dando esa riqueza inmensa que es la Iglesia.

Y lo mismo digamos de los Sacramentos: los instituyó

Y lo mismo digamos de los Sacramentos: los instituyó Cristo, pero la inteligencia de lo que es un sacramento, la pastoral de los sacramentos, eso va cambiando porque según va evolucionando la conciencia despertando y creciendo la conciencia de la fe, se van descubriendo nuevos aspectos que nos hacen reencontrar algo que ya dejó Jesucristo, pero que está a oscuras o lo hemos dejado de lado porque nuestra conciencia todavía no estaba abierta como lo está en este momento de la evolución de la Iglesia. Y no digamos nada en el apostolado, en la Pastoral, la cantidad de novedad que puede haber de adaptación.

Tenemos, pues, que estar fijados en lo que es absoluto, pero no consideremos como absoluto formas determinadas que nosotros hemos hecho, hemos visto, como si fuesen las únicas posibles, fuera de las cuales ya no hay salvación.

Esta actitud de cambio de parte de cada uno de los que nos toca cambiar, según las edades y situaciones en que estamos nos ayudará a que entre esa gracia de Dios que hoy quiere entrar en nosotros.

En cuanto a la reconversión de nuestros Ministerios y obras dice también el P. General:

“Ni son buenas por tradicionales, ni se las he de condenar por antiguas. A partir de un espíritu de indiferencia o de preferencia de aquel más de San Ignacio, no de un prurito de cambio, sepamos plantearnos de modo severo y objetivo la cuestión de las obras mismas, el modo de realizarlas, algo así como empleando la duda metódica sepamos, como dice San Ignacio, dejar en afecto aun cosas que nos son muy queridas, y habernos con ellas cual si no existieran. Ciertamente hay que tener en cuenta el hecho de que ésta o la otra institución existen ya: es un dato de situación objetiva; pero que la costumbre o la fama de que tales instituciones gozan no sean para impedirnos el dudar si no sería cosa de iniciar otras obras o de transformar éstas. Hay que formularse preguntas de este género con ánimo tranquilo y libre, v.g. sobre ciertas casas, colegios, Iglesias o instituciones de gran nombre, aun cuando su supresión habría de tropezar con una oposición fuerte y tenaz”.

Naturalmente esta es la actitud de los ejercicios y la Compañía debe vivir este espíritu, que es el alma de nuestra vocación; evidentemente al plantear el problema de los binarios y demás no se trata de cositas individuales, interiores o muy personales, sino a nivel de grupo sobre todo, a nivel de Provincia se debe plantear la Compañía constantemente esta actitud de búsqueda de la voluntad de Dios. Por eso ya el P. Jansses, hablando a los Provinciales sobre la organización de sus provincias, les dice que “ojalá se pongan en la actitud de organizar la Provincia, como si en la provincia no existiera obra alguna, como si la provincia se creara o comenzara hoy, sin pasado, sin compromiso o peso de obras ya existentes, “y aplicara limpiamente el criterio ignaciano de la mayor gloria de Dios, del mayor servicio”. Y una provincia que quiera servir mejor, con la mayor agilidad, movilidad y disponibilidad a una nación, a una Iglesia, ¿qué obras escogería? Esa es la actitud que nos quieren poner los Ejercicios y la que ayuda realmente a ponemos en actitud posible de cambio, aun de mentalidad; porque ponerse en esa actitud es hacer profesión de lo que tenemos, sabemos y liemos vivido es insuficiente necesariamente; ya no se trata de culpas, no nos metamos en ese terreno vidrioso: de que si los antiguos tuvieron culpa o no y de si los actuales tienen culpa o no la tienen. Sólo Dios sabe lo que hay de culpas.

Pero por el mero hecho de que estamos en este servicio a este Dios siempre mayor, a priori ninguna realización puede ser satisfactoria para lo que ese Dios siempre mayor va a requerir y va a exigir. Por eso, caminamos como en un éxodo continuo, en un salir continuo hacia un crecimiento de esa fe, hacia una madurez de esa existencia cristiana y apostólica. Los ejercicios nos ponen en esa profesión íntima de la insuficiencia de lo que somos; cuando ya creemos que lo que tenemos es suficiente, ahí está el pecado y la raíz más grave que se opone a una renovación, a una reforma, a un cambio, porque hemos cerrado la puerta y hemos confundido las cosas y hemos encerrado a Dios en una fórmula, en una imagen, en una experiencia religiosa de vida cristiana, de vida apostólica, y entonces ahí no hay nada que hacer.

Ante el cambio, pues, creo que nos tenemos que poner en la postura lúcida, cristiana que el cambio nos pide.

Ante el cambio podemos tomar actitudes negativas o positivas. La actitud negativa sería ya implícita o explícitamente: “yo no cambio”, “no necesito cambiar”, o no querer encarar el cambio. Y todavía otra actitud más negativa, no solamente no cambiar, sino impedir que cambien o que se cambie, con mis actuaciones, actitudes o proceder.

Como actitudes positivas están: la actitud de querer cambiar, es decir, de estar abierto a los cambios auténticos que el Señor nos pida aunque para mí signifiquen otra cosa distinta de la que yo sé, de la que yo he vivido, aún como vivencia religiosa Jesuítica. En esta actitud de querer cambiar, puede ser que de hecho yo no cambie, porque no veo, no llego a ver; y no se debe cambiar hasta que uno en conciencia vea que el Señor le exige el cambio. El cambio es cambio de mentalidad, cambio de mí mismo, ¿quién me puede presionar o violentar a que cambie? No puedo aceptar un cambio que me afecta hondamente sin que realmente tal cambio sea para mí significativo. Si estoy en actitud de cambio iré viendo las posibilidades que voy teniendo de hecho personales de cambiar.

La misión salvadora de Jesucristo, pienso yo, no consiste necesariamente en que de hecho se salve la gente, sino en posibilitar la salvación, y para eso en hacer libre. La libertad es un don, una gracia que nos da el Señor. No es un esfuerzo sicológico; ninguna ciencia humana nos podrá dar la libertad, porque ya estamos afectados por algo que está por encima de todas nuestras fuerzas humanas que es el pecado que ha afectado la libertad humana. Y no hay posibilidad de equilibrio en la libertad, en el libre albedrío por meros procesos humanos de siquiatría, sicología, etc.

La libertad verdadera y auténtica es una gracia, un don que lo da el Señor. Y entonces, la ambición de Jesucristo es hacernos libres, capaces de aceptar libremente la salvación; y, por eso, la misión que se les da a los apóstoles es que promulguen esta salvación, que la comuniquen; y el resultado es: “el que creyere se salvará y el que no crea se perderá”. Ya va a ser el acto libre del hombre, del amor, el que responda o no responda a ese don ofrecido al Señor. Y nosotros muchas veces queremos ir mucho más allá que Dios, queremos hacer que necesariamente se escoja el bien, y poner todos los elementos posibles, aun suprimiendo la libertad para evitar el mal y que escojamos el bien. Eso hace en una familia el padre que fuerza al niño, impotente para elegir, para que haga las cosas bien. Pero, cuando se llega a la mayoría de edad, el hombre es el que debe elegir, el que debe responsabilizarse. Y Jesucristo trata de hacemos mayores de edad, para que con libertad y amor escojamos el Evangelio. Pero si no lo escogemos, Cristo no violenta, no impide, como no le impidió a Judas, ni a Pedro; le educó, le ofreció todas las fuerzas y medios para que él en el momento oportuno respondiera. Cristo no le violentó, ni le forzó.

Esta es la libertad. Y la comunidad ha de estar en que realmente seamos una comunidad libre interiormente y exteriormente para poder obrar el bien. Una vez que tengamos esa libertad, cada uno según las capacidades, según sus ritmos, vaya respondiendo libremente a esta vocación de Dios, a la que sólo con libertad podemos responder, no con presión alguna.

En este aspecto del cambio hemos de ayudar a liberamos de prejuicios, de prevenciones, de todas esas presiones internas y externas que mutuamente quizás nos podemos hacer; y que una vez liberados, respondamos según nuestras capacidades a los cambios que vayamos haciendo, pero con un respeto muy grande a quien no tiene la misma capacidad, medida, captación humana o espiritual.

Se ha de evitar la actitud negativa de cerrarse al cambio y cerrarnos al cambio de los demás. Esto es fatal y ha de desterrarse. Esto es destruimos y un pecado contra el Espíritu Santo; es ahogar y entristecer el Espíritu, como diría San Pablo. Pongámonos en esta actitud positiva, y así como en la Compañía, como en otras instituciones no lo hacen todos y el bien es universal, y la Compañía se debe a todos los hombres y unos van con los intelectuales, otros con los marginados; unos van a las cárceles, otros a las universidades, etc., hay tantísima variedad de ministerios... Lo que hoy se nos pedirá será una actitud evangélica en todos ellos, y que en todos ellos queramos realmente servir al hombre y al hombre más necesitado; que no hay un solo cauce para servir al hombre más necesitado. Y lo mismo digo en esto del cambio: hoy no todos podremos cambiar y captar los cambios en la misma medida que cambian y captan unos y otros. Entonces, ¿cómo hemos de contribuir a que cambien? Pues a aquellos que sean capaces, ayudándoles, animándoles para que hagan auténticamente el cambio, y no criticando, murmurando, echando abajo y arruinando. Y también los que hacen el cambio que tengan esta perspectiva, te respeto con los demás aunque no puedan cambiar; y que ofrezcan la mejor ayuda que es la de comunicamos, que es otro aspecto importantísimo en estos cambios. Si estamos incomunicados, si cada uno nos hemos forjado nuestro castillo respecto de la vida, la Compañía, etc., es imposible que podamos llegar a una comunión en esta diversidad de capacidades para el cambio; y se forjan facilísimamente prevenciones contra otros porque se ignoran y no saben qué están haciendo, etc. Entonces se impone una comunicación de todos, una comunicación a la altura de la fe, en la madurez de la caridad, por encima del terreno de las pasiones, de las emociones, prevenciones, prejuicios

Así podremos caminar todos como una Compañía, con diversidad de grados, de posibilidades, pero con unas mismas actitudes profundas de querer realmente servir y responder al Señor.




Tema IX. La conversión es un cambio de comunidad: (infierno)

La conversión tiene un aspecto quizás especial en esta fe cristiana, y es que esta conversión aparece como un cambio de comunidad. Es el paso de una comunidad a otra. San Pablo abarca la humanidad en dos grandes comunidades: la comunidad de pecado en Adán y la comunidad de la vida en Cristo. Así en Romanos, los primeros cinco capítulos.

Hay algo común y distinto, radicalmente distinto en la humanidad sin Cristo y en la humanidad con Cristo. En la humanidad que rechaza a Cristo y en la humanidad que acoge a Cristo.

Hay una comunidad de hombres, hay una comunidad de estilo de vida, hay una comunidad de relaciones de unos con otros, convertidos, “creed en la buena nueva”, que presenta Jesucristo en Mc. 1, 15, y cuando Pedro habla por vez primera a aquella muchedumbre que se congrega frente al Cenáculo, la pregunta que le hacen es: ¿Qué hemos de hacer? Y Pedro contesta: Convertíos. ¿Qué es esta conversión? Desde luego es una conversión personal, la fe es un encuentro personal con Cristo, intransferible. Es un compromiso con Cristo, pero es una conversión personal de la comunidad de pecado a la comunidad de la fe. No se termina en la persona, en el individuo, sino comenzando en la persona, le lleva hacia una comunidad, a crear una comunidad, a formar una comunidad, a presentar una comunidad.

En los Hechos de los apóstoles aparece el drama antagónico de la lucha de dos comunidades. En el primer discurso de Pedro Hech. 2, 9ss aparece Pedro con los once, y aparece ese grupo bien definido en frente de los habitantes de todas las lenguas y sobre todo en frente de la comunidad judía, de la comunidad de la Sinagoga.

En los Hechos 3,1-11, Pedro y Juan forman la comunidad de los que creen y se enfrentan a los que entregaron y renegaron de Jesús en el Sanedrín. Lo mismo trae los Hech. 4,23-28.

Aparece pues esta doble comunidad sumamente distinta y una de ellas aparece como la meta de la salvación como la realidad de la salvación a la que han de pasar todos ellos que hayan recibido este don de Dios.

Pablo nos da como la gráfica de estas dos comunidades en 2 Cor. 3,12-18.

¿Cómo define Pablo estas dos comunidades? La primera la define como la comunidad de corazón velado, la que tiene un velo en el corazón, la que no sabe mirar con el corazón. Lo esencial, dice un autor, sólo se ve bien con el corazón y lo esencial es aquí CRISTO.

Y la otra comunidad es la comunidad de rostro descubierto, la que es espejo de la gloria de Dios. En la que brilla este don de Dios, esta gracia de Dios, esta caridad de Dios. Y aquí en esta misma línea San Juan definirá estas dos comunidades como la comunidad de la luz y la comunidad de las tinieblas, la comunidad de los que aborrecen la luz y la comunidad de los que van hacia la luz. Comunidad de los que no reciben la luz y los que la han recibido. Y este antagonismo lo pone de lleno en la curación del ciego de nacimiento (Jn. 9). Allá Jesús da luz a un ciego, pero ese darle luz le va a crear un verdadero drama, una verdadera angustia, la angustia de optar por la sinagoga o por Cristo: la luz. Se debate entre tener que dejar la comunidad de la Sinagoga y su misma familia, para optar pasar a la comunidad de la luz que le ofrece Jesucristo.

¿Cuáles son las características de las dos comunidades?

Según San Juan, según San Pablo: La comunidad de rostro descubierto tiene fe, son los que creen. La otra comunidad son los que no creen. Así Jn. 3,18; 5,36; 5,40; 6,36-40 y Pablo: Rm. 2,25 ss.

Otra característica de la auténtica comunidad: Es la comunidad de la Verdad, y la otra, la comunidad de la mentira: Jn. 8,44.

La conversión aparece como un cambio de comunidad. En Hech. 2,40—41 la conversión es liberarse de la generación perversa y unirse a los que han creído y en el v. 47 dice: “el Señor agregaba cada día a la comunidad”, a esta comunidad de la salvación. Y donde aparece al vivo esta conversión de una comunidad a otra, es en la conversión de San Pablo. Hech. 9.

Saulo pertenece a la comunidad de pecado, a la comunidad de los que rechazan a Cristo. Y él va con cartas del sacerdote hacia la sinagoga de Damasco, para que si encontraba a algunos de los que seguían al Camino los llevase atados a Jerusalén.

Se encuentra con Jesús y escucha esta palabra asombrosa: “Yo soy Jesús a quien tú persigues”. Perseguir a la comunidad de los que creen es perseguir a Jesús. O sí se quiere lo que en realidad persigue Saulo a través de la comunidad de los creyentes y seguidores del Camino es el Espíritu de Jesús que vive en ellos.

Saulo en nombre de la comunidad de pecado persigue a la comunidad de la fe. Cristo, en nombre de la comunidad de la fe, hace ver a Saulo que él es el mismo, el que vive en esa comunidad perseguida. Saulo y Cristo frente a frente son la personificación de ambas comunidades. Por eso esta gracia de Damasco supone en Saulo dos cosas:

- la conversión y
- la vocación.

Nos fijamos mucho en la vocación; pero primero, antes de la vocación, se le pide la conversión a la comunidad representada en Ananías. Se le pide que tenga que ir al que preside la comunidad para incorporarse a ella y en ella recibirá la vocación, con todo lo que eso supone. También San Juan, al final del cap. 9, en esa curación del ciego de nacimiento, nos dará la definición de ambas comunidades:

- la una es la comunidad de los ciegos que ven
- y la otra, la comunidad de los videntes, de los que creen que ven, pero que quedan cegados.

De nuevo aquel velo en el corazón. Esto aparece en esta conversión cristiana, para que cada vez nos lleve más y más a calar la dimensión profunda que tiene esta conversión comunitaria en la que tanto insistimos, porque es lo definitivo en el cristianismo. Hablamos muchas veces de la escatología, tenemos una vocación escatológica, que quiere decir lo que será el fin, el Reino de Dios. Y por eso algo que trasciende todo lo presente, todo lo humano, todo lo de este mundo y es algo ulterior, algo posterior, algo que se realizará en el Reino de Dios. ¿Y qué es esto que se va a realizar en el Reino de Dios? ¿Cuál es la consumación del Reino de Dios? Es la comunidad de los Hijos de Dios, los hombres reconciliados, salvados, y convertidos en familia, como dice Pablo, de la casa de Dios. En conciudadanos de los santos, es decir haber derribado los muros de separación de unos y otros, por el poder salvífico de Jesucristo y haber reunido a esos hombres dispersos, disgregados, opuestos, enemigos, llenos de odios, haberlos convertido en una comunidad, en una familia, en un pueblo de Dios. Esa es la escatología, allí ya se distingue esa gracia de salvación que el Señor nos comunica. Por eso hacer comunidad en el tiempo es anticipar la escatología, es comenzar lo que será el Reino.

Este es el milagro de la salvación y por eso la comunidad tiene este valor en sí misma, no por lo que hace o deja de hacer, sino en sí misma, es el signo específico del Reino de Dios, y es el Reino de Dios ya comenzado en el tiempo, anticipado en el tiempo. No está terminado, se consumará al fin. Y no tenemos la panificación de esa consumación, pero sí tenemos la misma realidad hecha presente. Una auténtica gracia de Dios, una auténtica comunión con el Padre es inseparable de una auténtica comunión cristiana entre los hombres. Haber comulgado con el, Padre, orar, es haber hecho comunidad y si no, no habrá auténtica comunión con el Padre, no significa la salvación que nos ha traído Jesucristo a este mundo. De ahí que se entienda cómo la conversión lleve en su dinámica el paso a una auténtica comunidad nueva, a formar una auténtica comunidad nueva y una conversión nuestra nos deberá llevar a pasar también de comunidad. Pasar de comunidad, es decir, pasar o de la no comunidad a comunidad, o pasar de una comunidad más o menos incipiente, en proyecto, a un avance intenso de comunidad, o toda esta conciencia de comunidad comunitaria que hay en el mundo entero, de formar grupo, sean en un sindicato, partido político, racial, como se quiera, pero hay un verdadero 'impulso y aguijón en la humanidad entera no solamente en la Iglesia a formar grupo. ¿Por qué? Entre otras cosas por la conciencia de comunión humana que se va teniendo por los Medios de Comunicación y, sobre todo, para salvar valores intrínsecos profundos del hombre frente a las grandes potencias de la tecnificación, de la masificación, de la industrialización, de la socialización, que van amenazando en ahogar al hombre, en ahogar la libertad humana, en ahogar el corazón humano, en ahogar la relación humana y entonces, como una autodefensa, como un instinto de conservación hay por todo el mundo el anhelo de formar grupos donde sea posible la libertad, el amor, la convivencia, la relación personal, interpersonal, etc. Y esto ha sido una gran sacudida para la Iglesia, para reencontrar la vocación comunitaria que está en el plan de la salvación y que es lo específico de esta salvación: hacer comunidad. Ese es el reproche que nos ha lanzado en el siglo pasado el comunismo, el marxismo: ya que la Iglesia no presenta la comunidad verdadera, quieren ellos unir al menos a los hombres de una clase y formar una comunidad.

Entonces todo esto ha llevado a esta conciencia de Iglesia y a que el Vaticano II, al hacer la reflexión de qué es la Iglesia, haya respondido, no es Jerarquía, o Cuerpo Místico o sociedad, sino Pueblo de Dios, la comunidad de los hijos de Dios, la comunidad de la fraternidad cristiana y esto está en todo el ambiente como el signo clarísimo del Espíritu Santo y es que esto es el cristianismo. De ahí que la conversión hoy nos tenga que llevar a esto y practicar aquí el misterio cristiano muerte y resurrección. Si queremos que éste sea real, pongámonos a hacer comunidad. Si queremos preguntar qué es morir, hagamos comunidad y veremos que no se trata ya de muertes aparentes, teóricas e hipócritas, sino que es una muerte real la que lleva a hacer una comunidad cristiana y a dejarse convertir hacia una comunidad cristiana.

Que bien lo explicó San Juan, cuando nos dijo en su carta primera que “en esto conocemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que nos amamos los unos a los otros”. Este amor auténtico cristiano supone la muerte al pecado, a sí mismo, a todo el egoísmo, la muerte a toda fijación, a toda parcialidad y supone abrir brecha en el corazón como en el de Cristo para poder amar como Cristo nos ha amado.

Esto es la conversión que se nos pide hoy y que nos debe llevar a esta reflexión de nuestra vocación, a este reencuentro de nuestra vocación de jesuita. Los Jesuitas no son esos seres superpotentes, capaces de remover un mundo con su ciencia, con su técnica, con su talento, capaces de dominar en todas las esferas de la vida humana. La Compañía es “amigos en el Señor”. Una amistad en la caridad, una amistad profunda, una amistad compartida, una amistad en la que como principio y fundamento del grupo será qué “nada ni nadie será capaz de dividir ni separarlos” y que deben remontar todas las divisiones y diversidades para mantener unido al grupo. Y eso es fuerza del amor y la caridad, cuando no tienen ni autoridad ni leyes, ni nada. Aquellos hombres tan maduros, tan hechos, con una personalidad como la que sabíamos que tenían cada uno de ellos, sin embargo nos han dado el ejemplo y el milagro de una de las comunidades más florecientes de toda la historia de la Iglesia, desde la primera comunidad aquella que empezó a formarse después de Pentecostés. Quien lee un poco esa historia realmente no podrá negar que Cristo es capaz de unimos y Cristo sólo Cristo es capaz de mantener unidos, como aquel grupo sólo mantuvo unido la fuerza de esta caridad y este amor.

Que esto nos lleve a representamos ahora en Ejercicios cómo va nuestra vida comunitaria, vida comunitaria de corazón descubierto, corazón abierto, corazón comunicado, corazón compartido, en toda la totalidad de la vida, corazón unido con aquellos con quienes se vive.

Comunidades incomunicadas dentro de sí, comunidades en las que cada uno vive su vida, comunidades en las que nadie sabe ni lo que hace, ni lo que sufre, ni sus éxitos, ni sus anhelos, ni sus angustias, en la que sólo se reúne esporádicamente a la hora de la comida a una hora, unos minutos y se habla de todo menos de lo que uno está viviendo, se habla del tiempo, de la política, se habla del cambio del provincial, se habla no sé qué, pero ¿se habla de la vida? , ¿se interesa uno por la vida? ¿Es realmente un amigo, un hermano éste con quien yo estoy conviviendo, comparto yo todo esto, lo ayudo, le colaboro, le asisto, me intereso?

Pues ahí se verá si es una comunidad de corazón descubierto, o velado, la comunidad que vivimos, las comunidades entre sí, ¿qué relación comunitaria? ¿Es una comunidad la que vivo en la Compañía? , o son comunidades islas, hombres islas, dentro de una comunidad, comunidades islas dentro del contexto de diversas comunidades o grupos que hay en una nación, en una ciudad, en que no sabemos nada y quizás lo que sabemos es para criticar, o para murmurar o para... ¿Nos amamos realmente? Hemos dejado todo, ¿para qué? , ¿para quedarnos solos y para qué?, ¿nos conocemos?, ¿nos comunicamos?, ¿dialogamos como hermanos, como amigos o estamos prevenidos unos contra otros, o estamos recogiendo rumores como amigos o estamos prevenidos unos contra otros, o estamos recogiendo rumores de la calle de nuestros hermanos para acogerlos y para circularlos? Y hasta quizás únicamente aparecemos como condenando, como opuestos, aunque en realidad haya a lo mejor razón, que sé yo, pero todo esto nos debe llevar a nuestra vocación cristiana, y ésta es nuestra vocación jesuítica, ésta es verdadera comunidad cristiana, en la que la ley interior de la caridad y el amor, es la ley del grupo, en la que este amor debe circular de la cabeza a los miembros, de los miembros a la cabeza, en una comunicación sin intermisión, como dice San Ignacio, comunidad de amigos. Cuando la Compañía crece, cuando la Compañía se dispersa, San Ignacio tiene una verdadera obsesión por mantener presentes a los que están ausentes y crea una verdadera organización epistolar, unos verdaderos medios de comunicación, de circulación, para que se comuniquen unos con otros, para que unos estén donde están los otros, para que aunque estén dispersos materialmente, vivan lo que cada uno está haciendo como cosa del grupo y no como un individuo particular que va por sus caminos y él solo sabe lo que hace y deshace, lo que vive y lo que sufre, en fin todo esto que fácilmente puede estar en su estilo individualista.

Nuestra vida espiritual, ¿qué es nuestra vida espiritual, nuestra comunión con el Padre, es decir nuestra oración? ¿Una oración en la que toda la preocupación es que yo haga un tiempo de oración, que yo sea fiel a la oración, y se manifiesta esa oración? , ¿se manifiesta esa comunión con Dios?, ¿en la comunidad? Es inseparable. “En esto conocerán”. Si traducimos fielmente el Evangelio, Jesucristo no nos ha dicho que nos van a conocer si rezamos mucho o poco, en si somos fieles o no, en que si para hacer eso hace falta retirarse o no retirarse, simplemente nos ha dicho “en esto os conocerán, en que os améis los unos a los otros” y esto hace posible, si Dios nos lo da, y no si nosotros lo merecemos por ningún medio, no es merecer, Dios lo da. A nosotros nos pide que humildemente abramos nuestro corazón a esa gracia de Dios. Eso es orar. Estar abiertos, estar necesitados, sentirse pobres, para recibir el regalo que nos da el Padre que es éste: el de no poder amarnos los unos a los otros.

¿En qué se distingue nuestra comunidad? Nuestra comunidad tiene que ser una comunidad de fe, una comunidad en que se haga explícito a Cristo en la comunidad, o sea una comunidad que ora, una comunidad que tiene sus momentos explícitos en los que Cristo está presente en esa comunidad. Tiene que tenerlos, pero tiene que tenerlos como comunidad para la comunidad. No quiere decir que siempre se haga comunitariamente esto. Pero el que vive vida de comunidad, aunque ore solo, ¿En qué se distingue nuestra comunidad? Nuestra comunidad tiene que ser una comunidad de fe, una comunidad en que se haga explícito a Cristo en la comunidad, o sea una comunidad que ora, una comunidad que tiene sus momentos explícitos en los que Cristo está presente en esa comunidad. Tiene que tenerlos, pero tiene que tenerlos como comunidad para la comunidad. No quiere decir que siempre se haga comunitariamente esto. Pero el que vive vida de comunidad, aunque ore solo, ora con la comunidad. Ora con un dinamismo que va a la comunidad. Ora con una comunión con Dios que es una comunión con Dios Padre que nos ha llamado a ser reconciliados, a ser hermanos. Orará comunitariamente aunque lo haga solo y aún si celebra solo. ¿Pero si nuestra vida, toda la vida espiritual comienza y termina en mí, si nuestra vida apostólica comienza y termina en mí y no hay relación con mis hermanos más que en ciertas horas de comida, o de charla o de televisión o qué se yo...?' Y esa es toda la comunidad que estamos viviendo, pensemos si realmente se nos pide una conversión comunitaria y seamos humildes en reconocerla porque así sólo será posible que podamos rehacer y crecer en este llamado que el Señor hoy nos hace. Conversión comunitaria. Así termina la historia de la salvación, en dos grandes comunidades, la comunidad de la luz, la comunidad del amor, la comunidad del Reino, y la comunidad de las tinieblas, la comunidad de la mentira, la comunidad del desamor. Ese es el infierno. En definitiva el infierno es la comunidad incomunicada con la luz y por eso una comunidad incomunicada entre sí, si a eso se puede llamar comunidad. Es decir, una comunidad no comunitaria. Una comunidad totalmente emparedada, enquistada en sí misma, incomunicada con el exterior, incomunicada con el otro, comenzando por Dios, comenzando por Cristo que recapitula todo, incomunicada con los demás, incomunicada con la Creación, incomunicado consigo mismo, porque está incomunicado con Dios que es la dimensión última de toda la existencia, de toda la creación, de todas las cosas. Ahí termina el infierno, y no doy una meditación especial del infierno, no porque no crea en el infierno, sino porque esto es y creo que cada uno la podrá hacer.

Jesucristo ha sido bien explícito al decimos, no a darnos un reportaje de lo que pasa en el futuro del infierno, pero sí a aclarar el sentido de la existencia humana. Y a aclarar la responsabilidad que tiene la existencia humana, porque puede perderse esa dimensión, ese fin de la existencia humana, porque el hombre queda libre. El hombre libremente puede rechazar, pero Cristo en toda la revelación del infierno dirá al hombre dos cosas: la voluntad decidida que tiene Dios, hasta darle a su Hijo, sin perdonarlo de la propia muerte y la posibilidad que tiene el hombre de rechazar este don, esta salvación ofrecida por Dios y así después la Iglesia en esa reflexión de eso que Cristo nos ha enseñado, definirá a la existencia del infierno, la eternidad del infierno y la existencia de esa doble pena: la de la separación de Dios y la del sufrimiento positivo que nace de esa separación de Dios. Entonces ahí terminara la historia de la salvación.

Y en este mundo, como se actualiza ya la comunidad de los que se salvan y se hace presente en el tiempo la comunidad de los que se salvan, también se hace presente la comunidad de los que se pueden perder, porque también en el tiempo se actualiza y esto es lo que San Ignacio en esta meditación del infierno nos lleva, a sentir las cosas amargas de la frustración, de la pérdida de lo más último y fundamental del hombre y esa mordedura de la conciencia de haber perdido, de poder perder, es decir, si la pérdida es la pérdida del amor, el pecado es la anticipación de lo que puede ser la pérdida final que será el pecado estabilizado, como lo otro será el amor ya definitivo.

Y por eso también en grupos, por eso pinta ahí ese antagonismo en la comunidad de pecado y la comunidad de la fe. La comunidad de pecado es la anticipación a esa última catástrofe posible a la libertad humana y la comunidad de la gracia, la comunidad de la fe es también la anticipación de lo que ya esperamos, de lo que ya será al fin.

Por eso pidamos al Señor que nos dejemos tocar por este llamado que hoy más que nunca es urgente por tantísimos aspectos a rehacer, a renovar, a que nuestra conversión sea realmente, signifique un cambio de comunidad.




Tema X. Reino de Cristo

La segunda semana comienza con la contemplación del rey temporal como ayuda para la contemplación del rey eternal, del reino eterno de Cristo. Entramos en el corazón mismo de esta experiencia ignaciana una experiencia evangélica, la experiencia de Dios, de la Trinidad, en Cristo. Y por eso vamos a colaborar lo más posible para disponemos también a hacer esta experiencia de Dios en Cristo. Experiencia, no idea, no cerebro, meditación, reflexión, sino un encuentro con Cristo. Ese Cristo actual que hoy vive en nosotros, ese Cristo que es la clave de toda la historia humana, la clave de la Iglesia y la clave de la Compañía.

Al empezar este recorrido de nuestra conversión, al experimentar una vez más por un lado la grandeza de esta vocación, más y más intuimos por otro lado, la experiencia de nuestra pequeñez y de nuestra limitación. Sobre todo hoy, experimentando la grandiosidad, la complejidad de esta situación humana de Iglesia que estamos viviendo, puede nacer el desaliento, el pesimismo y en este momento de cambio, más todavía.

La respuesta de Dios es Cristo y Cristo que salva. Cristo que nos salva de esta situación real en que podemos estar y Cristo que viene a hacernos madurar y crecer en esta vida que ya llevamos desde el bautismo, en esta vida que la queremos vivir con un acento especial en la Compañía.

Por esto quizás podemos exclamar con San Pablo en aquel capítulo 7 a los Romanos, “¿Quién me librará de este pecado de muerte?, ¿quién me librará de este Cuerpo de pecado?” Al ver aquel drama que nos explica él, aquel desgarramiento interior, él mismo se da la respuesta: “Gracias a Dios por Nuestro Señor Jesucristo”. Y esa es la respuesta. ¿Quién nos librará de esta situación?, ¿quién tiene la solución de todo este complejo, situación compleja que estamos viviendo? Gracias a Dios.

La segunda semana comienza con la contemplación del rey temporal, como ayuda para la contemplación del rey eternal, del reino eterno de Cristo. Entramos en el corazón mismo de esta experiencia ignaciana de esta experiencia evangélica, la experiencia de Dios de la Trinidad, en Cristo. Y por eso vamos a colaborar lo más posible para disponemos también a hacer la experiencia de Dios en Cristo. Experiencia, no idea, no cerebro no meditación, reflexión, sino un encuentro con Cristo. Ese Cristo actual que hoy vive entre nosotros, ese Cristo que es la clave de toda la historia humana, la clave de la Iglesia y la clave de toda la Compañía.

Al empezar este recorrido de nuestra conversión, al experimentar una vez más por un lado la grandeza de esta vocación, más y más intuimos por otro lado, la experiencia de nuestra pequeñez y de nuestra limitación. Sobre todo hoy, experimentando la grandiosidad, la complejidad de esta situación humana de Iglesia que estamos viviendo, puede nacer el desaliento, el pesimismo y en este momento de cambio, más todavía.

La respuesta de Dios es Cristo y Cristo que salva, Cristo que nos salva de esta situación real en que podemos estar y Cristo que viene a hacernos madurar y crecer en esta vida que ya llevamos del bautismo en esta vida que la queremos vivir con un acento especial en la Compañía.

Por eso quizás podemos exclamar como San Pablo en aquel capítulo 7 a los Romanos, “¿Quién me librará de este pecado de muerte?, ¿quién me librará de este cuerpo de pecado?” Al ver aquel drama que nos explica él, aquel desgarramiento interior, él mismo se da la respuesta: “Gracias a Dios por Nuestro Señor Jesucristo”. Y esa es la respuesta. Quién nos librará de esta situación?; quién tiene la solución de todo este complejo, situación compleja que estamos viviendo? Gracias a Dios por Nuestro Señor Jesucristo.

O en aquel otro lugar de la carta a Corintios, cuando se siente clavado, con un aguijón en su carne, que le impide su apostolado, su vocación apostólica, clama tres veces, dice él, porque se lo quite el Señor. Y el Señor le responde que no, que no se lo va a quitar. ‘‘Te basta mi gracia”. Y con esa debilidad, con esa situación, te basta mi gracia, porque la fuerza de mi gracia resplandece en la debilidad. Ni es tu debilidad ni tu fortaleza la clave del éxito de tu apostolado, es mi gracia. Y mi gracia no consiste en eliminar tales dificultades o limitaciones, sino con ellas y por ellas, en el realismo de la existencia humana, débil, pecadora, mortal, ahí va a resplandecer mi gracia.

Y aquí entramos en un momento crucial de nuestra renovación, de nuestra vida y de nuestra identificación como Jesuitas. Aquí está el centro neurálgico de lo que es la Compañía de Jesús y por eso esta meditación del Reino, que es la entrada a los misterios de Cristo, nos ha de llevar a todos, antiguos y jóvenes a hacemos esta pregunta: ¿Qué es Cristo para mí y qué es Cristo para nosotros?; ¿el grupo se ha hecho grupo por Cristo y el grupo subsiste en Cristo? Pero no un Cristo teórico, abstracto, sino en un Cristo real, en un Cristo que es la razón única de existencia, de que formemos grupo y de que estemos conviviendo definitivamente en esta vida, habiendo modificado nuestra existencia humana por este Cristo. ¿Cristo es alguien? Esta es la pregunta que nos tenemos que hacer. Y es fácil la respuesta. Cristo se nos regala y se nos da por Dios, y no será Cristo de ninguna especulación, de ninguna especialización teológica, bíblica o espiritual. Cristo es una gracia, un regalo, sólo lo puede dar el Padre; a Cristo viene aquél a quien se le ha dado. “Feliz tú Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, no te lo ha revelado la ciencia ni la teología, ni la biblia, te lo ha revelado el Padre”. Es un don y es un don que se nos da. Tenemos que renovar esta fe en que hemos sido elegidos para ser conformes a la imagen de Cristo. Rm. 8, 29. Esa es mi elección, esa es mi creación, mi razón de ser, transformarme en Cristo, hacerme semejante a Cristo, esa es la vocación más radical y más fundamental. Y la Compañía de Jesús sintió que debía definirla. No la definen definiciones teóricas o jurídicas que puedan responder a la pregunta de qué somos. Sólo hay una respuesta vital, como respondieron aquellos primeros hermanos nuestros cuando se plantearon que debían responder a los que preguntas en qué era aquel grupo y todos unánimemente respondieron: Compañía de Jesús. ¿Por qué? Porque Cristo nos ha reunido y es nuestra cabeza y es nuestra única razón de ser, de dejar la universidad, la familia, la carrera, la nación, de dejar todo y embarcamos en esta aventura. Compañía de Jesús, conformes a Cristo, en quien hemos sido designados a entrar en la herencia de Dios y predestinados conforme al designio de quien realiza todo conforme a su voluntad. Ef. 1, 11. Y hemos sido designados en Cristo, somos obra de Dios, creados en Cristo Jesús. Ef. 2, 10. Por eso hemos de comenzar por renovar esta fe y por esto renovar nuestra esperanza de que tengamos respuesta a las mayores dificultades, angustias que podemos sentir, si realmente renovamos esta fe en Cristo y Cristo es alguien para nosotros.

San Ignacio comienza esta meditación por una composición de lugar que nos da a entender cuál es el matiz de esta meditación que es esencialmente apostólica.

Y dedicada a la Compañía de Jesús como expresión de que la experiencia ignaciana es esencialísimamente apostólica. Esta meditación del Reino es la proyección de un llamado interior a un seguimiento a Cristo, absoluto, para poder colaborar y convivir con él en su misión.

La composición de lugar presenta a Cristo predicando por Sinagogas, villas y castillos (Mt. 9, 35—38). Recorría todas las ciudades y villas enseñando en su sinagoga, predicando el evangelio del Reino y sanando toda enfermedad. Y mirando toda esa muchedumbre tuvo compasión, “la mies es verdaderamente grande, los obreros son muy pocos. Rogad al Señor de la mies para que envíe operarios a la mies”. Este es el contexto de la meditación del Reino, es la conquista de todo el mundo, la conquista de toda la humanidad. Por eso es esencialmente apostólica.

Podemos considerar dos cartas de San Pablo que nos pueden servir como marco bíblico de esta Meditación: 1 Cor; 15, 22-28. “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así todos resucitarán en Cristo...”.

Aquí tenemos una síntesis de esta historia de la salvación, donde se resaltan estos dos momentos: la resurrección de Cristo, la Parusía, y la resurrección contenida ya como primicia en la de Cristo. Y entre estos dos momentos, Cristo conquista su Reino.

Este es nuestro momento. Esta conquista la hacemos nosotros con Cristo. Y Cristo en nosotros. La hace Cristo con nosotros y por eso en el cap. 6 es donde aparece nuestra colaboración a la conquista del Reino de Dios. II Cor. 5, 18-20.

Actuemos pues el llamado del Reino, de Cristo. Dios nos ha reconciliado en Cristo y por Cristo. Nos ha confiado su ministerio a nosotros y Él nos exhorta hoy. Todos los hombres, somos embajadores de Dios, cooperadores suyos. Esta es esa vocación a la que hoy nos llama Cristo y que sintió Ignacio tan vivamente como vocación de la Compañía. Nos hemos de poner, pues, en esta realidad actual, pues lo que Cristo quiere a través de nosotros es ir reconciliando el mundo, ir realizando el Reino de Dios. Y si el último día Él va a tener en sus manos el Reino de Dios, pues lo va a colocar en nuestras manos primero. Nosotros vamos a ser en la Iglesia, a lo largo de toda la misión apostólica ininterrumpida la que pondría en manos de Cristo el Reino y él lo entregará al Padre. San Ignacio nos pide que nos pongamos en actitud de oración que es ponemos a recibir lo que el Señor nos ofrece, abrimos a este don del Señor. Ser conformes a su Hijo y colaborar con Él en la construcción del Reino en el mundo de hoy. Esto es orar, colocamos en esta actitud es pedir. Pedimos no porque Dios va a hacer algo que no hubiera pensado hacer, pedimos no porque Dios nos va a dar algo que no nos iba a dar si no pidiéramos. Pedir no es cambiar a Dios, sino como dice Santo Tomás, cambiamos a nosotros mismos. Nosotros somos los que no estamos dispuestos a recibir, los que estamos indispuestos muchas veces, distraídos, extraviados, nos creemos autosuficientes, porque no nos creemos necesitados y entonces la oración nos cambia a nosotros, nos dispone, nos hace tomar conciencia de nuestra pobreza, de la vocación de Dios, de la gratuidad de Dios y entonces es únicamente cuando podemos hacer esta experiencia de Cristo.

La estructura que le da a la meditación es de una parábola y una realidad. La parábola de aquel rey humano qué nos pinta allá y la realidad es el Rey Cristo, enviado por el Padre, que nos llama a cada uno y a todos y Cristo ante el mundo.

¿Qué significa esta parábola en el espíritu ignaciano? Significa en definitiva que todo lo que ya no responde a la única realidad que es Cristo, es parábola, es ficción, es imaginación, es irrealidad. Que no hay más que una única realidad que es Cristo. Y la vida se vive como es en Cristo, o no se vive, por mucha apariencia de vida que se pueda tener. Cristo es la realidad, la verdad. Lo primero ha sido un ensueño, una imaginación y por eso significa que también todo el proceso de la creación y del mundo, y de la historia del mundo, hasta que concluye en Cristo es una parábola. Es una parábola la creación, la creación va hacia otra creación que es la realidad de la Creación y no es la creación material, la realidad última, sino es una parábola que va a pasar a una creación superior que es esta creación en Cristo. La historia de Israel, toda la historia de Israel es una parábola que no es la realidad, sino que tiene que desembocar en la realidad inminente de toda la historia de la Iglesia y así Cristo aparece como la realidad plenificante de la historia del mundo, en quien se recapitulan todas las cosas. En quien subsiste toda la realidad humana. Cristo es el fundamento, la piedra angular. Todo lo demás es parabólico, no nos podemos detener en esto hasta llegar a Cristo. Todo movimiento que desde la creación se está realizando en la humanidad, el movimiento de las religiones, de las culturas, de las civilizaciones, los intentos de conquista del mundo, los intentos de formar comunidad y grupo, todo eso es parabólico, y ¿por qué? Porque llevan dentro un dinamismo hacia una realidad, que es Cristo. En Cristo se salva la vida humana, el mundo, la creación misma y hasta que llegue a Cristo todo está en esa angustia, en esos dolores de parto que dice San Pablo de toda la Creación, suspirando por llegar a la plenitud de esa meta que lleva dentro, consigo, pero no la consigue. Antes de llegar a Cristo todo está a medio camino, habrá mucho de bondad, mucho de realidad, pero no es la realidad. En definitiva, quedamos ahí sería quedamos en un ensueño, en un idealismo.

Y en los ejercicios, ellos, aquel primer grupo de la Compañía consideró una parábola la vida que estaban llevando en la universidad de París, era una parábola, era una irrealidad. Tenían tantos sueños, tantos planes para su vida y cuando se encontraron con Cristo vieron que tenían que pasar de esa parábola a la cosa. Tenían que pasar de la parábola y salir de esos ensueños, de ese idealismo, de esas imaginaciones, pasar a esa realidad que es Cristo. Y lo mismo, aún después de entregarse a Cristo, pensaron que continuamente iban a haber parábolas en su vida. Hicieron voto de ir a Jerusalén y descubrieron que era un ensueño, algo irreal. Que aquel Cristo era demasiado histórico, demasiado confinado, demasiado pequeño y el Espíritu los llevó hacia el Cristo total, hacia el Cristo de Roma, hacia el Cristo de la Iglesia, de la humanidad. Fue ensanchándose, fueron pasando de todo aquello que iban descubriendo que no respondía a la plenitud de su vida, fueron pasando hacia una tierra mayor, hacia una tierra mejor, hacia un Dios siempre mayor. Esto significa esta parábola en el espíritu ignaciano. Un dinamismo de un paso, de una salida de situaciones reales, actuales a situaciones más reales de nuestra vida. Y esto, ante el llamamiento de Cristo, que es el que descubre nuestros sueños, fantasías, nuestras cavilaciones, nuestras elucubraciones en nuestra vida. Y así también hoy esta meditación del Reino debe ser la clave de nuestra vocación de Jesuitas. Es la clave ante el descubrimiento de este Cristo, que ante el mundo delante de sí, llama a uno y a todos. Es un llamamiento personal y no individual, individualista; es un llamamiento comunitario: llama a formar esa comunidad de Hijos de Dios, de hermanos entre nosotros para que podamos recibir este Reino de Dios que Él nos ofrece. Él nos llama a “venir conmigo”. San Pablo y Juan sobre todo, expresan esta identidad que somos nosotros: la plenificación de Cristo, que es la Iglesia, Cristo planificado, Cristo realizado. Cristo sin la Iglesia es incompleto y por eso Cristo va naciendo en la Iglesia y como dirá San Pablo: el apóstol será un padre, no un pedagogo, (pedagogos hay muchos, padres son muy pocos). Un padre que engendra a Cristo con dolores de nuevo en la Iglesia y la vida de esta Iglesia es Cristo. Cristo y la Iglesia, es la cabeza unida a un cuerpo. Y San Juan nos dirá que como Cristo está en el Padre, así está en nosotros, es la vida y los sarmientos, es la vida que comunica el Buen Pastor que cuida a sus ovejas. En definitiva, lo que Cristo es en el Padre, la Iglesia en Cristo, lo que el Padre en Cristo, Cristo en la Iglesia, y así es como se une toda esta humanidad en la Trinidad. “Venid conmigo” es una identidad íntima, una vida íntima con Cristo, y por eso venid conmigo es contar con su vida, con su fuerza, con su salvación, es contar con la victoria de todos esos enemigos y el último de ella: Muerte. “Venid conmigo”, como yo. Entusiasma el ir con Cristo, no entusiasma tanto el ir como Cristo... Y es aquí donde está la clave de esta vocación, de esta llamada, Cristo tiene un modo especial de vivir, un estilo especial de conquistar el mundo y por eso aquí podemos descubrir muchas parábolas en nuestra vida. Cristo nos llama a conquistar el mundo, él mundo actual por todos los lados, y Cristo quiere conquistar la humanidad, quiere hacer una humanidad nueva, un hombre nuevo. Hasta ahí entusiasma la elección, pero cuando hay que ir a conquistarlo como Cristo, ahí es donde veremos que quizás nuestro Cristo no es el de Dios, no responde plenamente a la realidad, hemos dividido a Cristo y aquí podemos tal vez ver si estamos respecto de Cristo también en parábolas, si nuestro Cristo es irreal, si es una producción, una creación nuestra, no la de Dios. En todo este ambienté hemos de hacer esta meditación del Reino.

Y por eso la respuesta de San Ignacio nos dice que “los que tendrán juicio y razón”. Pero hay una respuesta anterior, los que no la tienen, los que se hacen sordos a Jesucristo, porque cuando Cristo llama, nuestros mecanismos de defensa saltan, brotan fácilmente ante las exigencias de este llamado ante la realidad de esta respuesta. Y muchas veces nos hacemos sordos y Cristo nos está hablando y quizá rehuimos el encuentro con Cristo y por eso debemos de preguntamos si nuestro encuentro con Cristo es sincero, es real, o es a nuestro modo, negativo y evasivo y andamos ya racionalizando a Cristo mismo en nuestra vida por miedo a encontrarnos con Él.

Las crisis de oración quizás muchas veces dependen de aquí. No es que estemos o no estemos, ratos de oración o no, sino si realmente nos encontramos con Cristo en la oración. Si nuestra oración es evasión de Cristo, si nuestra espiritualidad es una evasión de Cristo o una racionalización de Cristo, si es que evitamos encontrarnos con El como es. Evitamos escucharlo como es. Si el encuentro con Cristo es a nuestro modo y no al modo de Dios. “Los que tienen juicio y razón”, ¿Qué significa esto? Significa que si Cristo nos ha tocado en nuestra conciencia, responder con juicio y razón es responder según nuestra conciencia. Sentimos llamados en conciencia, en el fondo de nuestro ser.

Hay una enorme diferencia entre la parábola y la realidad cuando se trata de la respuesta. En la parábola San Ignacio toca todos los resortes: el honor, amor, agradecimiento, para poder responder a este rey tan liberal y humano. Y sería un perverso caballero el que no responda a este rey que lo ha distinguido tanto.

Cuando se trata de responder a Cristo, parece que debería desatarse en tocar todos los recursos para responderle, en activarnos en todas las motivaciones para responder a Cristo, lo que hace Cristo con nosotros, etc. y San Ignacio no dice nada. Después de presentar a Cristo, al hablar de la respuesta la pone en seco: “Los que tienen juicio y razón”. Es decir, Cristo encontrado en lo profundo del ser, en nuestra profunda realidad de nuestro ser, y Cristo respondido de ahí, eso es juicio y razón. No se responde a Cristo por la grandiosidad de su obra, por otras motivaciones por valiosísimas que sean, se responde porque siente uno querer responder, se responde porque siente uno que se juega la vida en responder o no responder, se responde porque se siente a Cristo desde el centro de esa vida, el sentido de esa vida y la plenificación de esa vida y nada más. Eso es tener juicio y razón y eso nos lleva a descubrir si nuestras relaciones con Cristo son a este nivel.

Hablamos hoy a nivel humano de la necesidad de las relaciones interpersonales, de tú a tú, de centro a centro, de vida a vida, de corazón a corazón, de persona a persona. ¿Está excluido Cristo de esta inquietud y de este anhelo? ¿Estamos con Cristo en esta misma inquietud?

La Persona por excelencia, el Otro ¿es Cristo? Si no hay este encuentro personal con Cristo en la profundidad de nuestro ser, si no hay un diálogo personal con Cristo no hay fe. Sea como sea. Pero esto es Cristo, y por esto eso significa responder en conciencia.

“Los que más querrán afectarse y señalarse” dice San Ignacio; hay una oblación, una inquietud: profunda de quien ha encontrado a Cristo y es: querer identificarse, lo más posible, con la persona y con la obra de Jesucristo, correr la suerte de Jesucristo, ser Compañía de Jesús, en todo, dejándolo todo.

"Los que más querrán afectarse y señalarse”... no es ningún triunfalismo, es el amor que quiere llegar a la suprema identificación. Y aquí San Ignacio tampoco recurre al entusiasmo, ni recurre a ningún otro recurso humano; recurre a una oblación, a un ofrecimiento humilde, a un ofrecimiento “si querrá el Señor servirse” de aceptar esta oblación y este ofrecimiento. No se adelanta, no se anticipa: se ofrece, se pone disponible, en la verdadera perspectiva de la vocación. La vocación no es anticiparse a lo que Dios quiere de nosotros, aunque sea por un gran entusiasmo por su obra, por su Reino, por apostolado, por lo que sea... La vocación es una respuesta a un llamado previo de Dios, a un llamamiento de Jesucristo. Y aquí está la clave también de la verdad de nuestra vocación: que sea respuesta a Cristo, que me ha llamado, que se ha hecho presente en alguna forma en mi vida y que me llama a este seguimiento total, a este pasar realmente de todas las parábolas a la mayor realidad, a la totalidad de esta realidad; de mi parte esta disponibilidad humilde: “con vuestra gracia y ayuda, fiado en vuestra bondad infinita”. Toda esa oblación que hace ahí San Ignacio y que expresa la oblación de aquel grupo a Cristo.

Así, ojalá podamos ir renovando todo este clima de vuestra vocación, toda esa profundidad de nuestra realidad cristiana de la Compañía y comenzar desde aquí nuestra renovación.

La renovación y el cambio serán auténticos desde ese Cristo que es la realidad, en cuanto que el cambio quiera plenificar a Cristo, en cuanto que el cambio sea un mayor servicio a Cristo, y, por eso, una mayor colaboración al establecimiento del Reino de Dios en este mundo, desde ahí. Y que desde ahora sirva esta meditación fundamental como el lugar de encuentro de todos nosotros, en este Cristo de Dios, y en este Cristo de la Compañía que sintieron aquellos hombres y que es la sangre que corre a través de toda la historia de la Compañía.

La Compañía habrá tenido luces, sombras, habrá tenido limitaciones, pero una cosa es cierta: todo el enorme dinamismo que ha puesto a lo largo de su historia lo ha puesto desde Cristo y en Cristo. Y por Cristo ha hecho, y ha avanzado. Ha pasado también de parábolas a la realidad, dentro de la misma Compañía.

Si tomamos un poco la fórmula primera de la Compañía y la comparamos con la realidad de lo que hoy es la Compañía, veremos el enorme camino recorrido, en la línea de aquella fórmula, de aquel germen, pero con obras totalmente distintas, totalmente nuevas, inéditas, que ni soñaron San Ignacio y la Compañía allá en su tiempo y que ha sido por el dinamismo de este llamado de Cristo a ir respondiendo a las situaciones históricas que ha ido viviendo.

Hoy estamos en esta situación también, especial, y la aplicación de nuevo más actual del paso de la parábola a la realidad, es lo que en este momento de cambio aparece en la Compañía como grupo ya parábola, es decir, ya irrealidad, ya pasado, que no está ya en la onda del camino en que va o en el rumbo en que va la historia humana y la historia de la salvación. ¿De dónde tenemos que salir y hacia dónde tenemos que salir? Tenemos que salir de todo aquello que descubramos como parábola, pero nos lo descubrirá Cristo. El descubrir a Cristo en el mundo actual de hoy, en la Iglesia actual de hoy, en la Compañía actual de hoy, es lo que nos ha de descubrir desde dónde tenemos que salir y hacia dónde.




Tema XI. Aspectos del Reino

Varios aspectos de esta meditación del Reino que nos vayan ahondando y profundizando en esto que es el corazón mismo de nuestra vocación cristiana y jesuítica.

Ahí se presenta Jesucristo como regalo del Padre, como enviado de Dios, en quien estamos elegidos, en quien somos creados, para quien somos llamados a ser conformes a su imagen. Este Cristo hecho hombre delante del mundo entero y delante de cada uno de nosotros. Es la expresión visible de este plan salvífico de Dios. Nuestro fondo más último de nuestra personalidad es esta relación con Cristo, lo más último de nosotros es esta vocación a Cristo, que existe por gracia del Señor.

¿Cómo se presenta Cristo, en este Reino como expresión de la voluntad salvífica de Dios? Es el Cristo universal, en la totalidad de la persona y de su obra. Cristo delante de todo el mundo, nos dice ahí San Ignacio, conquista el mundo para gloria del Padre. El Señor del mundo entero escoge a estos hombres. Es decir Cristo, en el centro de la Historia humana desde donde realiza esta salvación y esta comunicación de su Reino al mundo. Hay que mirar a Cristo en este gran cuadro de toda la humanidad, de toda la historia y por eso nuestra relación a Cristo no puede separarnos de esta totalidad, de pueblos, de culturas, de esa universalidad, de ese Cristo universal. Y es que, como decía Pablo, toda la humanidad está llamada a plenificar a Cristo, a ser la plenitud de Cristo y así este Cristo abarca al Cristo de la fe, resucitado, de la historia, al Cristo místico de la Iglesia y al Cristo cósmico de toda la humanidad. Y ante este Cristo nos coloca San Ignacio. Dividir a este Cristo nos diría San Juan es la gran herejía que podemos cometer: el que confiesa a Dios venido en carne a la humanidad ese está en la verdad, el que divide a Cristo de esta verdad ése es el hereje, es el que rechaza a Cristo. En nuestra espiritualidad puede estar este Cristo disminuido, dividido, reducido, empequeñecido, por considerarlo en una dimensión intimista, interiorista, excesivamente personal e individual. Existe el Cristo personal con quien tenemos esta relación personal, pero este Cristo personal nos lleva a relacionarnos con la totalidad de este Cristo que es el Cristo de la Iglesia, de la Humanidad.

El Cristo de la Compañía es éste, pero en el centro de la historia, en el centro de la Iglesia, en el centro de la vida y por eso la respuesta será una respuesta universal, una respuesta irrestricta, sin limitación, sin condición. Este es el primer aspecto de este Cristo del Reino que da origen a una forma especial determinada de vivir nuestro evangelio, de vivir nuestra fe.

En segundo lugar, Jesucristo llama para enviar, llama personalmente a cada uno. Este llamamiento personal, con una resonancia personal, con una intransferencia personal, es encuentro de persona a persona y llama para enviar a la misión, a esa misma misión y a esa misma obra suya, a esta totalidad de Cristo en el mundo, en la humanidad y en la Iglesia. Y llama en grupo.

Y no solamente en la Compañía, sino allá, en el Evangelio, vemos cómo llama en grupo y envía en grupo, al menos dos, a la misión. Hay algo en el llamamiento de Cristo, específico, que tiene relación con la comunidad, y tiene que ser así pues revela a un Dios comunitario, revela a un Dios que no es solitario, individualista, sino a un Dios trinitario, un Dios que forma esta comunidad de tres personas con una misma vida, con una misma participación y comunicación, salvando a la vez la personalidad que está precisamente en la comunicación. Son personas desde el momento en que se comunican, en que se relacionan. El Padre engendra al Hijo y por eso es Padre y ambos espiran él Espíritu y se conservan como Padre e Hijo en cuanto espiran una común espiración o inspiración que es esa vida llamada Espíritu también personal. Ese Dios revela Cristo, por ese Dios es enviado Jesucristo, y la imagen de ese Dios nos envía a una misión. Por eso aparece enseguida la dimensión comunitaria en toda la revelación cristiana y en la misión aparece también y éste es el aspecto de conversión que decíamos antes. Esta participación en la misión de Cristo, es una conversión a Cristo y a este Cristo total que llevará el dinamismo de una conversión de comunidad, a formar una comunidad.

Y son llamados por este Cristo para ser enviados en la Kénosis, en la humillación de la cruz, de este misterio de muerte, de esa pasión con la que salva al mundo y con la que rehace o crea el nuevo hombre y la nueva humanidad.

Esta es la perspectiva en que nos pone Jesucristo: nos envía a esta misión universal, a esta misión de este Cristo total, con esta dimensión comunitaria. Y en esta perspectiva San Ignacio nos pone una perspectiva espiritual sumamente importante, quizás algo distinta de la que podemos estar acostumbrados en nuestra relación con Cristo, en nuestra santificación personal y en nuestro apostolado. Quizá la educación, la perspectiva que hemos podido escuchar, recibir, u obrar también es el de que primero nos convertimos y después somos apóstoles, primero nos ordenamos y después somos enviados, primero viene nuestra santificación personal y después somos enviados

Y aquí la perspectiva es al revés. La perspectiva es que el apostolado nos convierte, nos debe convertir. Es decir, el llamamiento a nuestra vocación, eso nos obliga a una conversión personal, a una conversión de respuesta a Cristo y a un verdadero renacer en nuestra vida espiritual, nuestra vida personal. Como en la indiferencia, nos pone primero la exigencia de un Dios siempre mayor, de un servicio siempre mayor, de elegir y desear lo que más conduce, y ante esa exigencia nos obliga a la conversión personal, a la aplicación personal que tenemos que hacer para responder a esa vocación.

Aquí la perspectiva es idéntica, este Cristo total que nos llama a ser enviados, nos obliga a convertimos, nos mueve a convertirnos, es el resorte de nuestra conversión y es la realización de la muerte, más auténtica a todo lo que se opone a este llamamiento del Reino, a esta gracia a esta santidad cristiana, porque nos hace morir a nuestro individualismo espiritual, a nuestro individualismo apostólico, y nos hace entrar en esta dimensión del llamamiento del Reino.

Esto lo tenía muy en cuenta San Ignacio, que estaba tan persuadido que esta vocación apostólica es la que nos santifica, y la qué nos obliga a morir a todo lo que se opone a este plan de Dios, que cuando entró Nadal en la Compañía y Nadal ya llevaba años de sacerdocio y demás, San Ignacio lo envió a ministerios en Roma y Nadal le contestó que se sentía muy imperfecto para dedicarse a ministerios apostólicos y que él quería prepararse mejor para poder responder al apostolado... Y San Ignacio le contestó: "si queréis santificaros, id al apostolado, allí os vais a santificar, él os va a obligar a ser lo que debéis ser en la vida personal, en vuestra vida”. Es decir la perspectiva cambia, no hay un primer momento de santificación personal y un segundo momento de apostolado. No hay más que una vocación, una misión apostólica y cuando hay una vocación especial apostólica como en la Compañía, es la única que nos va a santificar, y que nos va a descubrir nuestro pecado y obligarnos a urgirnos interiormente para una conversión en nuestra vida para responder auténticamente a este llamado y a esa entrega a ese Cristo total y a esta dimensión comunitaria.

Esta dialéctica de grupo y persona está en mutua relación en esta perspectiva que nos presenta aquí San Ignacio.

Nuestro apostolado es el resorte que obliga a una continua conversión del corazón, precisamente porque el apostolado ha sido presentado en su forma exacta de servicio de Cristo. El hombre es creado para servir, para glorificar a Dios y la glorificación de Dios es el servicio en este apostolado y nuestra vocación cristiana en la Compañía. Esto es lo que nos ayuda a la conversión del corazón. Porque nos convertimos para Cristo y para servir a Cristo.

Por consiguiente no hay dos, llamadas en esta meditación del Reino, sino solo una, la llamada al don de sí mismo para la santificación del mundo y en el interior de esta llamada, la conversión del corazón que se hace en la oblación de sí mismo, en unión de la Pasión redentora.

Tercero: ¿qué Cristo nos llama? Justamente este Cristo total, el Cristo que nos llama es el Cristo Resucitado, viviente en su Iglesia, es el Cristo actual, el Cristo de hoy, no es el Cristo de ayer, histórico, pasado, es el Cristo histórico Resucitado, que hay en este espacio que separa las dos resurrecciones, la de El y la de la humanidad.

Este es el Cristo del Reino en San Ignacio. Así lo explica Nadal a los escolares cuando les daba esta meditación. El Cristo al que servimos es el que hoy lleva su cruz en la Iglesia, que hoy está padeciendo y sufriendo a través de la Iglesia para salvar el mundo. Y ese es el paso que tuvieron que dar también ellos, en su Cristo, en aquel primer grupo. Al principio fue un Cristo muy de Jerusalén, muy histórico, muy reproducido de aquello que hizo Jesús en la misma geografía de Palestina. Y la gracia les llevó a descubrir que el Cristo de ellos no estaba en Jerusalén, sino en el mundo entero.

Y por eso la gracia los llevó a Roma, hacia el Cristo que vive, que está representado viviente en su Vicario, y al que debían entregarse para poder realizar la misión y ser enviados por él. Disponibles a él, disponibles en él a Cristo.

Hoy se quiere contraponer el Cristo de la fe y el Cristo de la historia. Y se cree que el Cristo de la fe borra el Cristo de la historia, o que el Cristo de la Historia impide al Cristo de la fe. A Cristo no podemos dividirlo. No hay más que un Cristo, que es el Cristo de la historia y de la fe; el Cristo de la comunidad y el Cristo de la humanidad. No hay más que uno, y por eso no se puede separar un aspecto de otro.

Y el hecho es éste: ¿cómo procedió la comunidad primitiva, la comunidad de la fe? : En su relación con Cristo, ¿con qué Cristo empezaron a ponerse en contacto?: Con el Cristo resucitado que se hacía presente en la comunidad a través de la gracia, de los carismas, de los frutos del Espíritu Santo, de la comunicación del Espíritu Santo.

Y por eso del Cristo de la fe van al Cristo histórico, no al revés, y pasan a interpretar su momento actual a través del Cristo histórico, en los problemas que iban surgiendo en la comunidad. Problemas de universalismo, de judíos y paganos, de la circuncisión, de las persecuciones, de la misión, todo aquello que fue surgiendo en la comunidad, los llevó a una reflexión del Cristo de la historia: cómo apareció en la historia, qué dijo, qué enseñó, qué caminos trazó y entonces vieron cómo coincidían Cristo resucitado viviente en aquella Iglesia perseguida con el Cristo de la historia. O sea que van a la totalidad de ese Cristo pero por este camino. Por eso los primeros escritos del N.T. no son los históricos, sino los del Cristo místico, de los escritos de San Pablo, y después vienen los evangelios, escritos precisamente con las vivencias, los problemas, las reflexiones que la comunidad va haciendo en contacto con este Cristo de la fe y descubren al Cristo de la historia, para interpretar y enfocar los problemas que tenían, según esta palabra total de Cristo. Este es el Cristo viviente que nos presenta San Ignacio en esta meditación. Por eso, esta vocación interpretada en esta perspectiva grandiosa, en esta visión que es la de la fe, de la revelación, (la que nos da San Pablo en los 3 primeros capítulos a Ef: el plan de Dios misterioso) nos hace colocamos ante este Cristo total. El Reino de Cristo es este Cristo que hoy vive, que hoy nos llama, desde su palabra, desde su liturgia, desde su Eucaristía, desde su moción espiritual, desde su Espíritu, hasta la existencia humana, el hombre de hoy, la Iglesia, de hoy, la situación histórica de hoy, los signos de los tiempos de hoy. Este es el Cristo ante el cual tenemos que dar la respuesta para esta conversión y para esta colaboración o entrega que queremos hacer de nuestra vida, y de nuestro grupo. Esta es la gran perspectiva real del Reino de Cristo, esta es la vocación que nos viene hoy de Cristo. No es una vocación realizada hace unos años y terminada, es una vocación de Cristo que sigue. Cristo sigue llamando. San Ignacio estaría abierto a este Cristo y atento para descubrir cuál es la voz de Cristo en el mundo de hoy, cuál es el llamado de Cristo en la historia de hoy, qué quieren significar los fenómenos que estamos viviendo iluminados con el Evangelio, con este Cristo total.

Y todos los misterios de Cristo deben ser considerados en esta perspectiva. En esta perspectiva del Cristo total, del Cristo actual, del Cristo que envía.

Y así es como podremos hacer también una oblación actual, una conversión actual y así es también la manera de renovamos y de cambiar en lo que tengamos que cambiar porque es Cristo el que nos cambia, es Cristo el que nos convierte a esta totalidad. Este Cristo total supone como principio el Cristo personal, que hoy se pone a veces en crisis también y eso sería lo más grave para nuestra vida cristiana cada vez más y no nos permite apropiarnos las definiciones dogmáticas de la antigua Iglesia.

Otros están persuadidos y quieren convencernos en nombre de la psicología y más particularmente en nombre de los avances del psicoanálisis que este amor alimenta en nosotros una religión sentimental, de fuentes turbias, indigna del hombre adulto, a la que debemos renunciar valerosamente para entrar en la fe.

O bien nos declaran que el amor de Jesucristo, la adhesión a su persona, nos retrotrae, nos regresa al pasado, a buscarlo en las nubes, cuando se trata de buscarlo y de amarlo en los hombres de hoy y mañana para ser fiel al impulso que Cristo nos da.

Algunos que se tienen sobre todo por filósofos y quizás lo sean, nos invitan a una reflexión que ellos creen ser superior; se esfuerzan por hacernos comprender que el verdadero cristianismo no puede coincidir con aquél que hemos conocido hasta una época reciente. Tampoco lo encontraremos en el estrecho personalismo, fruto de un pensamiento mezquino como el de un Orígenes, un San Bernardo, o un Agustín, o un Tomás de Aquino, o incluso como el de un Moéller, o un Newman, como había sido el de los primeros apóstoles como San Pablo y como lo han vivido antes tantos cristianos sencillos, sin pretensiones culturales. Lo encontraremos en adelante en la gnosis que lo comprende y penetra. De este modo parece que de todos los horizontes de la ciencia, desde la hermenéutica hasta la más alta especulación, los progresos realizados por el espíritu humano en estos últimos tiempos se confabulan para separamos del amor a Jesucristo, del que decía Pablo que nada ni nadie podría separamos. Todo parece coaligarse para arrojar en el limbo de una mentalidad infantil a un Teilhard de Chardin que ayer todavía exclamaba parafraseando al apóstol y pensando en la inmensidad de nuestros descubrimientos, en los progresos exorbitantes de nuestra ciencia y de nuestro poder, en las anticipaciones posibles de nuestro pensamiento:

“Me consta que nada hay en el mundo tan violento, horripilante o inmensamente amplio capaz de arrancarnos a Nuestro Señor o de eclipsarlo o de hacemos salir de Él ni los ángeles, ni la vida, ni la muerte, ni la altura, ni la profundidad, ni los abismos del pasado, ni las revelaciones del porvenir, nada debe separamos de la caridad de Nuestro Señor".

Pero todo esto solo es una, apariencia, porque se trata en todo caso de una conclusión abusiva. Y habla, refiriéndose especialmente a Bultmann, de la carnicería filológica que se ha hecho en el N.T. y que así imposibilita realmente la figura de Cristo y la realidad de Cristo, para una relación personal. Los discípulos de Bultmann, más libres de los prejuicios doctrinales de su maestro poseen una ciencia más madura, y se han retractado de ese radicalismo filológico, o crítico de Bultmann. Para ellos, de los evangelios no puede deducirse la resignación y el escepticismo; al contrario, perfilan ante nosotros, aunque en una fórmula muy diferente de las crónicas y ensayos históricos habituales, la figura de Jesús con toda fuerza de contacto directo. Lo que nos refieren del mensaje de Jesús, de sus situaciones, de historia, posee una autenticidad y un frescor, al mismo tiempo que una singularidad que la crítica actual no hace desaparecer.

Al contrario, la crítica la hace revivir. Querer oponer el amor del prójimo al amor de Cristo que es su fuente y a la vez garantiza su valor concreto y profundidad, es una pura arbitrariedad.

Por si son muchos todavía los progresos que nos quedan por realizar, en este aspecto de la autenticación de Jesucristo, nada nos impide hoy repetir confiadamente, siguiendo a un sabio eminente Jean Lavrier:

“Nuestras obras se van con el polvo de los siglos hacia la hemorragia universal de la entropía que arrastra todas las cosas en este mundo hacia la muerte, pero ha comenzado una claridad que ya no se extinguirá nunca, ha aflorado en la oscuridad de Nazaret y llega a nosotros a través de los siglos, nos arrastra más allá de todos los nacimientos y toáis las muertes hasta el momento del juicio y de la plenitud, hasta la vida futura, hasta las profundidades de la eternidad, es decir hasta el mismo centro de la verdad La esperanza ha comenzado, ya no puede morir”.




Tema XII. La identidad del jesuita

El Reino del Cristo reúne a todos en ese centro vital que es nuestra vocación a la Compañía. El Padre General al hablar de la crisis actual responde: Qué puede y debe ser hoy el Jesuita y qué puede y deber ser hoy la Compañía de Jesús.

Todos sabemos bien cómo suscitó en cada uno de nosotros la vocación a la Compañía de Jesús; no fue de modo diverso como se originó la misma Compañía. Lo decisivo de nuestro peculiar carisma surgió en el luminoso amor al Evangelio y a la Persona de Cristo que nos proporcionan los Ejercicios de San Ignacio. En los Ejercicios intuyó él su futura dedicación a la Iglesia y a los hombres: de los ejercicios salió el grupo que un día fue a ofrecerse a Paulo III deseando ser llamado Compañía de Jesús y pidió ser mandado a cualquier parte del mundo donde se espera mayor servicio de Dios y de los prójimos.

De los Ejercicios han salido uno a uno los Jesuitas desde entonces hasta hoy. Esto es lo que les marca y les constituye antes que ninguna ley y constitución. Las constituciones y las leyes se entenderán siempre ser la aplicación concreta a las exigencias de una orden apostólica ágil y disponible al servicio de la Iglesia y de los hombres.

Por consiguiente aquí está la marca y el origen: en los Ejercicios. Las constituciones vienen después. Estos hombres no comenzaron a discutir qué eran o a especular qué fórmula les definiría. Estos hombres empezaron a vivir. Empezaron por este encuentro con Cristo uno a uno en los Ejercicios. Empezaron por una decisión sumamente personal y decidida a responder a este Cristo en esta entrega, a seguirlo en su vida. Empezaron a vivir esto, no a formular. Cristo para todos era el mismo: un Cristo que salva al mundo entero en pobreza, en obediencia en celibato. Un Cristo que se les ofrece para iniciar al mundo entero, por consiguiente obediencia al vicario y a su sustituto, al superior de la Compañía. Esta marca la sacan viviendo, viven. Viven agrupados porque todos tienen lo mismo, todos sienten lo mismo. No saben cómo lo han de hacer. Estaban en mucha mayor incertidumbre que nosotros, porque no sabían concretamente cual era el servicio que Cristo le pedía al grupo. Y tuvieron grandes búsquedas, todos juntos, con la decisión de no separarse, de no dividirse. Había algo común que era el vínculo fundamental que les mantenía como grupo: este Cristo en pobreza, en celibato, en sacerdocio, en misión. Y dentro de esto, andan con grandes incertidumbres, tan grandes que muchos que querían vivir con ellos decidieron encontrar otras fórmulas más tranquilar para vivir y entregarse a Cristo y se fueron a órdenes religiosas más tranquilas porque no padecían, dice el mismo Polanco, “la suspensión de ánimo en que vivía el grupo”. De manera que no sabían qué iban a hacer. Sin embargo existía la Compañía de Jesús, existía comunidad de entrega a Cristo y de relación a Cristo.

Así estuvieron buscando, así estuvieron viviendo. Empezaron a trabajar hasta que ya decidieron formar un grupo jurídico, un cuerpo dentro de la Iglesia y entonces se vieron obligados, después de unos 6 años de andar buscando, a tener que proponer a la Iglesia una fórmula del grupo: “qué somos nosotros” y comenzando por el nombre, que ya lo habían hecho antes, ya se definieron Compañía de Jesús y después empiezan a reflexionar: qué ha sido el grupo, qué ha hecho el grupo, a qué aspira el grupo, cuál es la característica del grupo, y dé allí vienen las fórmulas y después las constituciones y las leyes. De manera que empiezan a vivir esta experiencia evangélica, así a fondo y en medio de muchas vacilaciones, de muchas oscuridades, van caminando juntos, van buscando juntos, van discerniendo juntos, y por fin se van definiendo poco a poco en documentos. Por eso, pues, no podemos nosotros esperar hoy de la Congregación General que nos vaya a definir y que eso lo vaya a arreglar todo. Si no entramos en este contacto profundo con Cristo, si no somos una verdadera experiencia cristiana, en esta línea en que ellos comenzaron, la Compañía no se identificará, por muchos documentos que salgan y por muchos aportes que se puedan hacer.

He aquí en esta experiencia inicial algo que hay que subrayar. Los Ejercicios tienen ciertamente su peculiaridad como acceso al Evangelio: subrayan de parte del hombre la decisión personal, la entrega generosa hasta la locura del 3er. grado de humildad, la reflexión y la madurez, la dinamicidad apostólica del amor.

En Jesucristo destacan la humanidad, la llamada al amor de amistad y la llamada al seguimiento cercano: el Reino como empresa. Pero todas estas peculiaridades no restringen mucho el abanico de posibilidades que los Ejercicios abren. De hecho los Jesuitas, aun teniendo un tesoro de familia en los Ejercicios no lo han guardado celosamente. Han entendido que era un bien común y lo han brindado a la Iglesia y mucho de la espiritualidad reciente se ha alimentado de ellos. Lo que hay que subrayar aquí como propio de los Ejercicios permanente y actuales, lo que subrayan de parte de hombres de decisión personal y la entrega generosa hasta la locura del 3er. grado de humildad. Aquí los ejercicios entroncan con lo medular de la fe. La fe, desde Trento, según dicen los teólogos, se ha empobrecido como definición por contrastar con los protestantes que despreciaban el asentimiento doctrinal, como un asentimiento del entendimiento a ciertas verdades que la Iglesia nos está proponiendo. Entonces se ha paralizado allí la preocupación de la definición de la fe. Y con esto ha venido un gran empobrecimiento de la fe. La fe lleva un contenido que hay que creer, pero la fe va mucho más al fondo. La fe llega a toda la existencia del hombre, porque es el encuentro con Cristo ofrecido por el Padre como lo absoluto de una existencia total. El mejor ejemplo lo tenemos en Abraham del que toma pie San Pablo para hablar de la fe, Gn. 12 “Abraham creyó a Dios”. Es decir, se entregó totalmente a Dios, a esa vocación de sí. Entregó hasta la misma promesa, que se le había dicho, la misma descendencia, la única garantía que llevaba. Es decir, entregó su existencia a Dios. Creyó contra toda esperanza. Es decir, la entrega total. Subraya el aspecto personal de la fe. La fe es esencial a la íntima relación personal a Dios. Pero abarca la totalidad de la vida, de la existencia. Por eso el cristianismo es una decisión personal, intransferible y como dice Von Balthasar, más intransferible todavía porque el cristianismo lleva consigo la entrega de mi existencia a Cristo y Cristo es el gran misterio de muerte y resurrección en el que se embarca el cristiano y morir, dice, a morir nos pueden acompañar millares de personas pero en este momento de morir se muere solo, es decir, se da el paso solo. Este paso absolutamente personal es el que se da en la fe. Lo decimos porque es el aspecto que se puede diluir y debilitar hoy. Tenemos una vocación de comunidad pero eso lo hacemos a través de una decisión personal. No se hace por reunimos en grupo o por hacer las cosas en consulta o en diálogo. Una comunidad se forma a base de una decisión personal a Cristo, a base de decir también creo a Cristo y me entrego a Cristo y allí es donde llevará el dinamismo de formar el grupo Cristiano el cual se forma muriendo como hemos indicado a nuestras estrecheces, muriendo a nosotros mismos, muriendo a nuestro amor propio, como diría San Ignacio, y saliendo de nuestros propios intereses, saliendo para realmente formar el grupo cristiano, y la comunidad cristiana que nos pide el Evangelio. Pero es base de una decisión personal y por eso eterno de los Ejercicios, lo intransferible de los Ejercicios, lo peculiar de los Ejercicios y lo actualísimo de los Ejercicios, es cómo la fe exige este encuentro personal y esta decisión y respuesta personal, y comunión personal de toda mi existencia a Cristo. No es una parte meramente intelectual la que va en esa fe. Es decir, la fe auténtica une la ortodoxia y la ortopraxis o la acción en la fe. Se ha polarizado a atención en la ortodoxia y toda la atención. Creemos exactamente lo que la Iglesia dice o no dice, pero despreocupados después si obro lo que creo. Y la fe abarca esencialísimamente las dos cosas. Y a lo mejor si no hablo de ortodoxia pero obro la fe, estoy viviendo la fe. No hará falta hacer una proclamación teórica expresa. Esto es lo que dio hondura a la Compañía: se formó a partir de una decisión personal que supone muchísima fe.

Esto es sumamente importante porque puede ser que con los anhelos profundamente evangélicos de vida comunitaria, oración comunitaria, etc. nos podemos diluir y caer en ambigüedades sin llegar auténticamente a este encuentro personal con Cristo.

La oración moderna va a ir muchísimo en la línea de la oración comunitaria y litúrgica, pero será oración si hay encuentro de Cristo con la comunidad y en la comunidad; pero encuentro personal, sino no es oración. Encuentro personal, no basta decir “yo hago oración” cuando me encuentro contigo, cuando estoy en comunidad o cuando estoy en la liturgia etc., como no basta decir que hay adoración cuando la vivo retirado. Por el hecho de estar retirado o con otros, no es automáticamente encuentro con Dios. Tiene que haber una verdadera y sincera relación personal en la forma que sea pero que llegue a eso que es el fondo último, la radicalidad última de la persona humana es donde únicamente se consuma la relación con Cristo. Es lo que dicen y subrayan los Ejercicios en la oración de la Meditación del Reino. “Quiero y deseo y es mi determinación liberada”. Allí está todo el énfasis del encuentro y oblación con Cristo.

Debemos pues estar atentos en este cambio de espiritualidad de forma y matices como decía De Lubac. Nuestro amor a Cristo es eterno, tiene muchos matices y muchas posibilidades y lo mismo la decisión personal de la fe: se pueden variar todas las modalidades, pero no su carácter personal que abarque toda mi existencia.

Esta decisión personal no es esconderme ni hundirme en mi individualidad sino es trascenderme hasta la próxima trascendencia que puede llenar un encuentro con Cristo: hasta amar al otro como Cristo lo ha amado. Eso es incontenible, no tiene límite y lleva consigo esta decisión personal. Si Cristo es el núcleo vital de la Compañía, también desde aquí tenemos que unirnos, si no resulta que Cristo sirve para desunirnos porque concebimos nuestra relación con Cristo de una manera tal que quizás excluimos otras formas.

Cada uno es el único testigo de si realmente se une o no con Cristo y si se compromete con Cristo y si vive de este compromiso con Cristo.

Sigue el Padre General:

"Llegamos así a la paradoja de que la Compañía ha brotado de los Ejercicios que son prácticamente universales. La Compañía, como es lógico, ha tenido que marcarse unas pautas comunitarias en la fórmula del instituto y después, en las Constituciones, de realización del espíritu de los ejercicios. Pero como podía esperarse, dada la fuente de inspiración, esas pautas son inmensamente flexibles y acomodables y sabemos cuántos dolores de cabeza costó a San Ignacio romper así con muchas ordenaciones juzgadas esenciales por las tradiciones de las órdenes religiosas existentes. Con límite, pero tiene también la Compañía una cierta universalidad. La Historia concreta ha ido fraguando una serie de correcciones.

Ninguna sociedad puede subsistir sin un mínimo de reglamentación y de disciplina. Mucho menos, una sociedad apostólica de hombres que profesan obediencia y quieren estar disponibles para empresas comunes. Seria pues suicida prescindir simplemente de estas concreciones tanto de la tradición, -muchas veces desde el principio- y sancionadas con el tiempo como leyes, pero pertenece al carisma de la Compañía el tener frente a ellas una gran libertad y gran poder de acomodación. A ningún instituto podía haberle resultado más comprensible y familiar la llamada del Concilio Vaticano II a buscar una renovación y acomodación a las circunstancias tan cambiantes de los tiempos. La Compañía, en la Congregación General XXXI, ha dado para ello normas muy amplias. Quizá no podemos decir que el conjunto de la Compañía las ha asimilado aún. Algunos Jesuitas se fijan solo en lo que tienen esas normas de taxativo y restrictivo sin captar el espíritu nuevo que las anima. Otros por el contrario, parecen fijarse solo en los horizontes que sugieren pura lanzarse audazmente a ellos sin atender a detalles que aún quedan taxativamente prescritos. Lo uno y lo otro es comprensible en el momento actual y unos y otros Jesuitas deben saber comprenderse en su propia manera de ver el ideal común. Hay que tener cuidado de que no se desgarre con extremismos nuestra realidad social y se de mal ejemplo con ello a otros en las presentes circunstancias difíciles.

Pero quizá el mejor modo de servir y comprender nuestra unidad profunda y corregir desde allí lo que puede haber desviado por uno u otro extremo de nuestras posiciones sea volver al espíritu de los Ejercicios de lo cual ha brotado todo. Volver a lo más nuclear de la experiencia espiritual de que salió nuestra vocación y en la que ha ido alimentándose y avanzando año tras año. Volver así a los Ejercicios es volver a Jesucristo; Jesucristo es todo para el Jesuita. Es la única clave posible para la comprensión de su vida, de la empresa en que se ha consagrado, etc.".

Esto es lo que debemos reencontrar con muchas más sinceridades todas, con muchos aspectos que hemos dejado de lado. Aquí está la fuerza, la luz, para poder comprendernos y poder unir a otros. Si aquí tenemos elementos de divergencia, de disensión, aquí en el núcleo, pongámoslos al aire, dialoguémoslos, comuniquémoslos para que lo podamos superar con la ayuda mutua. En los antiguos fue muy clara esta decisión personal, quizá muy individual y por eso tal vez inauténtica en algunos aspectos porque deja fuera valores evangélicos como es esta relación interpersonal y esta dimensión comunitaria esencial. Pero los jóvenes, que son comunitaristas, tal vez pueden ser ayudados en esta decisión personal en clarificar bien estas formas nuevas de encontrar a Cristo, dejando ambigüedades.




Tema XIII. La Encarnación

Debemos ponernos en contacto con este Cristo Resucitado, con este Cristo de nuestra vida, de la Iglesia, del mundo, del HOY, iluminado e interpretado por este Cristo de la Historia, que hoy sigue realizando su vida en nosotros y que la seguirá realizando por el estilo y por los caminos en que realizó la suya personal. Y así nos hemos de poner ante el Cristo Total como decíamos en el Reino. Este Cristo cuenta con nosotros. Él quiere hacerse visible en nosotros, en su Iglesia y por consiguiente en los que han sido escogidos, llamados, para ser tan de Jesús como se llaman con su mismo nombre, como expresión de su vida. Los misterios iniciales de la vida de Jesús nos dan una pauta para el conocimiento interno de Jesucristo que nos ha de dar Dios.

Ese conocimiento que no es una reflexión meditativa, ni ninguna conclusión de ningún silogismo, aunque sea teológico o bíblico.

Es una GRACIA, pero nos pone en contacto de ese encuentro actual de Jesús al ponemos en el camino que El recorrió y en el que nos reveló cómo se hará presente Jesucristo hoy a nosotros.

La meditación del Reino es grandiosa, pero puede sucedemos como a San Pedro que a pesar de haber sido iluminado por esa gracia, la acaparemos a nuestro modo, la deformemos a nuestro modo y hagamos un Cristo humano, grandioso, conquistador, a nuestro modo, al modo humano.

Los misterios de la vida inicial de Jesús nos dan el contragolpe posible a sueños humanos y nos revelan qué ha optado Jesucristo para salvar al mundo.

Él tuvo en su mano la elección de su vida, padres, país, clase social, momento histórico... ¿Qué ha escogido él para salvar a toda la humanidad? Esto es lo que nos revelan estos misterios para introducimos en el misterio del Jesús de HOY. ¿Por dónde hoy Jesús renace en su Iglesia? ¿Qué caminos, qué óptica, qué estilo de vida escoge para ser hoy la prolongación de esa encamación en nosotros? Así nos hemos de poner ante Cristo, ante estos misterios.

San Ignacio nos traza aquel cuadro grandioso de la Humanidad: el mundo entero, poblado por toda la humanidad, en toda su variedad de razas, cultura, civilización, historia de una mirada global del plan salvífico de Dios y ese mundo es mirado por unos ojos: los ojos de la Trinidad. Y esa mirada toma una decisión: la encamación, el don de su Hijo hasta las últimas consecuencias a esa humanidad. Esta es la misión que veíamos en el Reino de Cristo: delante de él todo el mundo universo y la decisión salvífica, el misterio escondido del que habla Pablo a los Efesios y que se hará patente en el tiempo. Esta es una de las grandes contemplaciones que reflejan la vocación que sintió Ignacio y la vocación que sintió la Compañía enfrente de la humanidad: en ella estamos en primer lugar nosotros mismos pero como llamados para ir a esa humanidad, para servir y colaborar con el Señor en la salvación de este mundo de hoy sin reticencias, sin limitaciones, sin fronteras. Y ante esa humanidad, la petición: conocimiento interno del Señor para que más le ame y le sirva. Ignacio pedía para toda la Compañía el ser puesto en el HIJO Y CON EL HIJO.

Significaba tal afirmar en el servicio, en la imitación de este Cristo, como expresión de la vocación de la Compañía, SER PUESTOS CON EL HIJO. Es lo mismo que esta petición de este encuentro con el Hijo hoy. Fe y esperanza grandes: “Yo os seré propicio”: respuesta del Padre. La historia de nuestra vocación está unida aquí a la historia de toda la Compañía. ¿Cuántos estamos reunidos en nombre de Jesús? : Aquí está Cristo. ¿Qué quiere el Señor de esta Compañía? Este Señor que está en los grandes problemas del país, en el gobierno, en la Iglesia, en la selva y en la ciudad... Humildemente, podemos hoy poco pero algo podemos cuando él nos ha escogido para que podamos colaborar con él, hoy, en el Cristo de Hoy: las ciudades y los rincones más ocultos, todos han sido alcanzados por esta mirada del Hijo. Todos los hombres llevan la salvación pero no lo saben, no se les ha revelado.

No podemos empequeñecernos, reducimos al mundillo en el que nos movemos y perder de vista al que hemos sido llamados. Esta petición y este anhelo han de ser comunitario. Jamás podremos encontrar la respuesta del Señor si todos juntos no buscamos, si todos juntos no discernimos, si todos juntos no nos asomamos a este mundo en el que Cristo está hablando, en el que Cristo está presente a través de los acontecimientos para prolongar hoy la salvación. Todo el mundo secularizado, tecnificado de hoy necesita ver esta salvación visiblemente en nosotros, la salvación de Dios, el don de Dios. Este es el apostolado al que hemos sido llamados.

El misterio de la encamación hoy se prolonga, se actualiza, por eso San Ignacio dice: “Qué debo decir YO a este Verbo HOY permanentemente encamado, en el hombre de hoy, en la Iglesia de hoy, en los signos de hoy”.

Ante esta Humanidad qué hace Dios: una iniciativa de Amor, de salvación que parte de Dios Padre hacia la Humanidad: Rom. 5, 5-8; 8,31-38 y Ef. 1,1-7. Allí nos cuenta San Pablo el misterio escondido de Dios y se llena de admiración de que sea tal el amor del Padre. Dios nos ha amado a nosotros pecadores en su Hijo Jesucristo, el Amado y en Jn 2,16—18: “Así amó Dios al mundo...” y en Jn 4,8—16: la revelación profunda del misterio: DIOS ES AMOR. No nos habla de la esencia de Dios sino de sus actos, actitudes, prodigios, obras. La actitud de Dios hacia nosotros es la actitud suprema en el Amor, expresada en el don de su Hijo.

San Juan de la Cruz: “Dios entregándonos su Palabra no tiene ya otra Palabra que pronunciar para nosotros y dándonos a su propio Hijo no tiene ya otro don para entregamos. Nos lo ha dicho todo y nos lo ha dado todo”.

Esto quiere decir que en el mundo ha entrado algo nuevo que nada ni nadie podía inventar: el amor de Dios, la gracia de Dios y no podemos interpretar la historia y el mundo sino desde este elemento definitivo de toda la historia humana.

Otra consecuencia: Dios es el que viene a nosotros, no nosotros los que vamos a él. Nosotros tenemos un instinto hacia Dios, una apertura hacia Dios, hacia lo absoluto y lo expresamos en lo que llamamos religión que se expresa en el culto, la oración, etc. Es la búsqueda que el Hombre hace de Dios a través de lo religioso. No es ésta la religión que trae Jesucristo. La que trae Jesucristo no nace del hombre sino de Dios.

Por eso todo el encuentro de Dios se hará en el mundo, en la vida, a través del mundo, de la vida. No hay otro camino. Esto es el camino que ha escogido Dios. La humanidad, la historia humana serán la mediación de Dios hacia nosotros. Las religiones no cristianas salen del mundo para buscar a Dios y tratan de minimizar lo más posible lo sensible, lo humano y la ascesis consiste en renunciar a lo humano para unirse a lo absoluto (orientarles), con Dios. En la Encamación Dios es el que toma lo humano. Dios es el que nos busca a nosotros y así se corta de raíz todo el pelagianismo que puede haber en nuestra vida y todo lo que creamos que con nuestro esfuerzos, nuestro medios, vamos a conseguir de Dios. Es gratis, es gratuito, es don todo esto. Y no tenemos que salir de nuestra existencia humana, de la real para encontrar a Dios. Si Dios se nos revela como amor, no va a haber otro camino para encontrar a Dios que el amor. Dios es amor, significa que se nos ha manifestado en esta actitud de amor que se expresa en el don del Hijo hasta el extremo. Esto nos lo dice hasta la «saciedad el N.T. La cercanía de Dios se mide por la cercanía del Amor y del amor al Hombre porque Dios es amor al Hombre, a la humanidad. Y por eso, todas las lógicas de Jesucristo irán en esta línea. Cuando nos dice Jesucristo: “Yo he hecho esto con vosotros...” parece que la lógica va a decir: “haced esto conmigo que soy Dios”, y sin embargo, la lógica de Jesucristo es: “haced también vosotros unos con otros”... Y es que si Dios ha hecho eso: entregarse, venir encarnarse, amar así, amar al hombre, así se ha revelado Amor, el que haga eso, va a encontrar a Dios; más aún, va a ser como Dios, va a ser el Hijo de Dios. Esto es lo que nos revela este misterio de la Encamación.

En segundo lugar es la solidaridad del Hijo con la Humanidad como consecuencia de este plan de Padre.

Dar a su Hijo a la humanidad. ¿Qué ha significado? : ENCARNAR. Ha tomado la semejanza de nuestra carne de pecado: Rom. 8,3. Ha tomado nuestra existencia pecadora. En Gal. 4,4: “un nacido de mujer, un hombre como nosotros”. En Heb. 4,15: “se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado”. Pero en todo; la que vive el hombre de la calle, no la que vive el hombre privilegiado: ese hombre que trabaja, sufre, se angustia, tiene dificultades, es tentado, tiene ignorancia y muere.

Por eso la Encamación no es un momento de este amor del Padre, sino que abarca la totalidad de la existencia humana. Jesucristo al encamarse: “in similitudi- ne camis peccati, natus exmuliere”, quiere decir que ha tomado esa existencia que sufre incertidumbres, tentaciones y muerte. Por eso Jesucristo ha madurado recorriendo todo este itinerario de la existencia humana. Se ha hecho plenamente Jesucristo, plenamente hombre cuando ha recorrido toda la existencia humana. Jesucristo no tuvo pecado pero ha sido realísimamente tentado y tuvo ignorancias libremente escogidas, pero las tuvo. Lo único que no ha metido en su existencia, llena de fracasos, sufrimientos, angustias y tentaciones, es el egoísmo como está en nuestra existencia. Él ha metido allí el amor: el amor en la ignorancia, en la tentación, en el dolor, en el fracaso, es decir, se ha encarnado, se ha hecho presente, se ha hecho cercanía, se ha hecho don en esta existencia que estamos viviendo. Encontramos a Dios allí. Nosotros queremos salir de estas situaciones que vivimos para poder encontrar a Dios.

Dios se ha hecho hombre. Este es Jesús en quien estamos comprendidos todos los hombres y en quien nos ama el Padre a todos los hombres. Por eso la encarnación no es un momento, es la vida, la muerte y la resurrección de Jesús; y por eso salvífica, porque la misma encamación nos salva, porque en nuestra carne de pecado ha entrado la carne de Cristo, ese impacto en nuestra carne humana y que nos dirá San Lucas que HOY ha entrado la salvación en la casa de Zaqueo, etc. Ese HOY tan repetido de San Lucas. En Lucas esto es de parte del Hijo y todo esto lo hace el Espíritu Santo y lo hace con la colaboración humana. María aparece aquí la primera que es llamada a este Reino y la primera que sabe responder a este Reino y realmente aparece como la imagen maravillosa, el prototipo maravilloso de quién ha sido llamada y quien nos da la pauta de nuestros llamamientos y de nuestra colaboración. A María se le propone el Reino: el ángel, el Señor la llama a colaborar en esta encamación. En cualquier hora, en cualquier lugar de la casa, allí se le presentó el llamamiento. La Virgen está atenta, escucha el llamamiento, reflexiona, discierne, pregunta, aclara, no se echa en brazos instintivamente de aquello que siente, por muy gloriosoque pudiera parecer humanamente hablando. Y la Virgen acoge esa Palabra, ese llamamiento, aunque no lo entienda, aunque le eche abajo todos los planes que tiene, aunque la deje sumida en la oscuridad. Pero aquí tenemos la fe: “dichosa tú que has creído”. Creyó a Dios y no sabe más. Y la Virgen no capitaliza para sí, que se debe retirar a saborear aquel misterio: la Virgen sale a la calle enseguida a transmitir eso que ha recibido, sale a su prima e interpreta que ese misterio es para todos y que ese misterio enorme se traduce y se comunica a través de los gestos sencillos de la vida humana, a través de aquel servicio, de aquella compañía humana que le lleva a su prima, de aquel saludo. Va y camino sin aparato ninguno, pero comunica eficazmente, llena la casa, llena todo de alegría de salvación. Así tan sencillamente, tan diáfanamente, como más tarde en Caná de Galilea transmitirá este enorme misterio a través de un gesto tan trivial, tan prosáico, como es pedir vino para unos hombres. Y sin embargo, allí encarna, allí traduce la caridad, todo el servicio, toda la ayuda, en la situación concreta en que se encuentran, aunque sea tan material y tan humana.

Aquí tenemos, pues, el llamamiento del Reino y la respuesta del Reino. Este es el misterio que nos propone la Encamación y ante lo que nos debemos poner muy abiertamente y muy pobremente, como María, pero con la fe ponemos en contacto con este Cristo que nos llama a prolongar esta encarnación. Cristo escoge este camino humano, sencillo, la humanidad corriente, pecadora, una campesina sencilla...

Como ha dicho felizmente un teólogo moderno; el poder de la salvación es el del Amor desarmado, amor desarmado de todo poder humano, amor en la fuerza del amor que tiene la eficacia en el don de sí mismo. Amor desarmado. Por eso, caminos de pobreza, de humillación, que no son los caminos de los grandes de este mundo, sino los caminos de la sencillez porque la fuerza está en amor y basta.




Tema XIV. El nacimiento

¿Cómo aparece en este mundo esa encarnación? Hemos de contemplar todos los misterios en esa actualidad de Cristo Resucitado. “Haciéndome presente en el misterio”. Qué significa esto. No debe significar dar un salto de 20 siglos con un esfuerzo imaginativo para imaginamos allá en aquella situación sino presentes al misterio de Cristo hoy. Este misterio del nacimiento, ¿cómo lo contempló la iglesia primitiva? Lo contempló desde la vivencia de Cristo presente en la comunidad, en la situación que se encontraban. Una comunidad en la que la mayoría eran pobres, sencillos, pocos sabios, como dirá San Pablo. Una comunidad que estaba naciendo a una vida nueva en la que sentirán la presencia de Cristo Resucitado. Una comunidad perseguida, con problemas interiores, con ocasión del paso del judaísmo al cristianismo. En fin, una comunidad que estaba viviendo su fe, su vida presente, de presencia de Cristo y de experiencia de Cristo, lleva a los autores del N.T. a descubrirles cómo realmente están en la verdad, cómo Cristo fue por ese camino, escogió estos caminos y cómo Cristo vino a este mundo a salvar en medio de la paradoja más grande de salvación; es decir, con los medios más paradójicos de salvación como fue la pobreza, fue aquella primera llamada a aquella gente sencilla, etc. Esto significa hacernos presentes, ordenar nuestra vida como quiere San Ignacio en los Ejercicios. Es profundizarla, es descubrir en ella a Cristo que también hoy renace y está renaciendo en nosotros como nos dirá San Pablo. Y desde allí también hemos de llegar a iluminar esta situación actual a descubrir a este Cristo actual poniéndonos en contacto con estos misterios del Cristo histórico que dan luz para todo el porvenir de la Iglesia y que nos afirman, aunque estemos en situaciones difíciles que hoy también se realiza la salvación, hoy está Cristo presente en nosotros y está naciendo en la Iglesia: Hoy somos nosotros el Cristo histórico, estamos en la historia nosotros y debemos vivir y revivir estos misterios en los que el Cristo histórico vivió y se hizo presente en este mundo. Nos hacemos, pues, presentes así: San Ignacio nos dirá que nos hagamos presentes con una mirada global de los caminos de Cristo: dice allí "Ver cómo nace en pobreza y cómo después de tantos trabajos viene a morir en la cruz”. Es decir, nos quiere marcar este amor desarmado. ¿Cómo salva Cristo al mundo? Cristo ha venido a salvar con un estilo especial, con unos medios de salvación que chocarán a nuestro instinto humano y nos parecerán escándalo como lo fueron constantemente desde los primeros apóstoles: San Pedro, se escandalizó de este modo de salvar de Cristo. Por eso hemos de pedir todos juntos esta petición tan nuestra, este ser puestos con el Hijo.

Los Ejercicios tratan de renovar nuestra opción personal y fundamental que es Cristo. Pero no Cristo en abstracto. Cristo en la vida, Cristo en el mundo de hoy, Cristo en mis situaciones de hoy. Optar por Cristo no es cierta elección interiorizad allí en el fondo de mi libertad, sino al optar por Cristo de alguna manera voy a servir y me voy a poner en relación con Cristo. Así como he escogido un estado de vida, que es la Compañía, dentro de la cual creo servir a Cristo, dentro de ella tengo mil relaciones humanas de medios humanos, de situaciones humanas, en las que voy a servir a Cristo. Esta es la elección o la reforma que en los Ejercicios debemos hacer. ¿Qué quiere Dios de mí, qué debo hacer, qué debo tomar, qué debo dejar, qué debo elegir en esta situación actual en la que Cristo me está llamando y me sigue llamando? Entonces la reforma o la elección es la de un medio que lo considero conectado con Cristo, insertado en mi servicio a Cristo, expresión de mi servicio a Cristo. Por eso, este contacto a través de los Ejercicios es a que Cristo me hable por las mociones del Espíritu Santo que está en nosotros, que nos mueve, como dice San Ignacio, por consolación y desolación etc., por los signos. Así se manifiesta esta voluntad de Cristo para que lleguemos a esa dimensión concreta en nuestros medios, en nuestras actividades actuales, en las que deberemos realizar y consumar nuestra entrega a Jesucristo. Y así en este contexto de contemplación que nos pone San Ignacio en esta presencia y en esta actitud, de “esclavito indigno” que dice allí, la actitud de pobreza, diafanidad, de apertura, de sencillez, de indiferencia en que me pongo ante la Palabra de Dios, evitando, primero en esta contemplación el que yo hable, vamos a la oración a veces a hablar nosotros, a hacer nosotros, a actuar nosotros y no dejamos actuar a Dios; no escuchamos a Dios. Hemos de ponernos en la actitud radicalmente receptiva porque la Encamación es un don, un regalo, una iniciativa de Dios y no una iniciativa humana, una iniciativa mía. Hoy Dios me está amando y dando a su Hijo, por eso la primera actitud es la de servir, la del pobre. El pobre es aquel que es capaz de sentir el regalo que se le ofrece.

Lucas 2:

Primero nos narra el nacimiento de Cristo en relación con un hecho profano: el edicto del César. Ya sabemos que en estos relatos, más allá de los detalles o de las circunstancias históricas, hay un mensaje y en eso no nos hemos de fijar. El mensaje verdadero para toda la fe, para toda situación y para toda vivencia cristiana. Jesús nace en conexión con la Historia Universal. Un hecho de la H.U. es ocasión del nacimiento de Cristo y esa Historia Universal se inserta en la Historia de la salvación. Aquí tenemos un dato que nos dan los evangelios: Cristo viene tomando el itinerario de la historia humana. Este dato nos hará ver como Dios realmente está presente y sigue viviendo a través de la historia humana, a través de los acontecimientos humanos y por eso nos llama a estar despiertos y estar atentos a los signos de los tiempos como ha dicho ya Juan XXIII y después el Concilio.

Segundo aspecto que nota San Lucas en el nacimiento de Jesús: “Salió José desde Galilea de la ciudad de Nazaret, a la ciudad de David que se llama Belén, por ser él de la familia y la casa de David”. ¿Qué clase de rey es el que va a nacer? ¿En qué momento de la casa de David viene5este Rey Supremo? En el momento de la suprema degradación de la casa de David, de la suma postración de la casa de David, del supremo fracaso de la casa de David. La casa real está sometida a un poder pagano, a un poder extranjero que obliga a caminar a estos descendientes de la casa de David para que pueda realizarse el nacimiento. O sea, fue cuando menos humanamente se pudo esperar, cuando menos humanamente puede contribuir esta casa de David a este Rey Supremo es cuando va a nacer este rey prometido de salvación al mundo entero.

Caminos del nacimiento de Jesucristo. El amor desarmado no quiere el apoyo, el prestigio y el esplendor que puede tener una casa real humanamente hablando sino cuando está reducida a la nada es cuando va a nacer esta salvación y este Rey del mundo.

Otro dato significativo que nos pone San Lucas, es que no encuentran un lugar adecuado en Belén para el nacimiento y tiene que salir para cobijarse en un lugar de animales.

San Lucas tiene una intención especial, social diríamos, sobre el nacimiento de Jesucristo. Nace fuera de toda comodidad, de toda propiedad, de todo lo mínimo que se pudiera. No tiene ni siquiera un lugar honesto. De nuevo esta Kénosis. Se ha hecho hombre hasta las últimas consecuencias. Son pocos los hombres que nazcan así, en total extremo, pero él va a ese extremo de encarnación, de experiencia humana. Y así es como colabora: “Lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre porque no había lugar para ellos en la posada”. Y también con esto nos quiere decir que nace fuere de todos los cuadros políticos, religiosos, económicos de la humanidad. Nace con esa pura consistencia y libertad en el amor. Le falta todo y no entra por ninguno de los caminos por donde entran las clases privilegiadas de la humanidad, de la inteligencia, del dinero, etc. Nace como un hombre al que le faltó todo pero resalta la humanidad y la Revelación de ese don de Dios que nos da.

Y aquí viene el aspecto central de la narración de San Lucas: el anuncio de los pastores. Los pastores gente sencilla, despreciada, humillada, fuera de los cuadros sociales, distinguidos, aún de nación, esta gente descalificada aún por la misma ley de la Alianza, estos son los escogidos para que vean el anuncio primero. Jesucristo empieza a revelarse. Jesucristo empieza a optar según su plan de salvación entre los hombres. Viene a salvar a todos, pero hay unas preferencias en el orden de comunicación, de manifestación a los hombres.

Escoge a todos estos que son los más despreciados en aquel momento. Gentes ignorantes, excomulgados, diríamos aún de su misma religión de Israel, a estos va el anuncio. Había ido el anuncio como madre a una mujer estéril; se había escogido para el nacimiento a una Virgen descalificada también para ser madre. Ahora era a estos hombres de los que nada se puede esperar, nada saben, son impotentes, están marginados de la vida. Pongámonos en este misterio, ante esta opción mayoritaria. ¡Queremos ser Compañía de Jesús!, ¿queremos reproducir a Jesucristo en nuestra vida? : Que nos hable él y pongámonos realmente en esta apertura de esclavos indignos a ver qué nos dice el contacto de nuestra situación actual, de nuestra vivencia actual de cristianos y de Jesuitas, junto a este evangelio.

Y el anuncio o la comunicación también va resultando todos estos matices o estas señales de la venida del Señor. Primero viene un ángel, es decir, la salvación viene de Dios. Los pastores tienen ante lo extraordinario y lo primero que resonará será algo que pertenece a la esencia de la Revelación y de la salvación: “No temáis” la iniciativa de Dios no es de temor, no es dominación, no es aplastamiento, no es de justicia, no es de venganza, de condenación.

“Hoy nos ha nacido”. El Hoy mesiánico. Hoy también es la hora de la salvación. Nunca experimentaremos el valor de la salvación si no caemos en la cuenta que humanamente no hay remedio.

Un niño infante, atado en un pesebre: Vayamos a Belén, al Cristo de hoy, al hombre de hoy que es el Cristo total.

“María guardaba estas cosas en su corazón”. María aparece abierta a la palabra: “Hágase tu voluntad”. Ni porque no lo entienda ni porque lo diga un viejo a un joven. Sentirse capaz de aprender de cualquiera. ¿Cómo meditaron nuestros primeros compañeros? En suma pobreza, libres de todos los cuadros, centrados en Cristo, en grupo. Volvamos a las fuentes: al Amor desarmado.









Boletín de espiritualidad Nr. 27-28, p. 5-88.