Un aporte de la historia a la pastoral popular

Miguel Ángel Fiorito sj y José Luis Lazzarini sj





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Introducción

Hemos elegido, en dos antiguos escritos de misioneros de estas regiones, los elementos de pastoral relacionados con la fundación, cohesión y desarrollo de un pueblo: la Reducción de los indios Mocobíes bajo la advocación de San Francisco Javier.

Los dos misioneros son los Padres jesuitas Francisco Burgés y Florián Paucke, y los respectivos escritos son la Relación de la Fundación del Pueblo de San Javier de los Mocobíes (tomada de G. Furlong, Entre los Mocobíes de Santa Fe, Buenos Aires 1938), escrita en su destierro en Italia por el primero de los nombrados; y la obra original del P. Paucke, titulada Hacia allá y para acá: una estada entre los Indios Mocobíes, Buenos Aires-Tucumán 1942.



La pastoral de estos dos Padres – sobre todo la del segundo, que permaneció en la Reducción desde su fundación hasta 1767, año de la expulsión – se mueve en dos niveles: el político, de la fundación y crecimiento – unidad, vida familiar y trabajo – de ese pueblo; y el estrictamente religioso, que hace que la historia de ese pueblo sea historia de salvación.

Creemos que, en ambos niveles, se halla un aporte de la historia a la pastoral popular de nuestro tiempo.

La pastoral popular no es una moda más – al menos, no debiera serlo –, sino que es algo que pertenece a la vida de Iglesia y, por tanto, de la Compañía de Jesús.

Cuando San Ignacio dice que »nuestra vocación es para discurrir y hacer vida en cualquiera parte del mundo ...« (cfr. Const. [304]), no pretende que seamos »gitanos del Reino« (1), sino que apunta a una estrategia apostólica que dé contenido evangélico a los grandes procesos que se gestan en cada parte del mundo.

Ahora bien, se advierte – en muchas partes del mundo, por no decir en todas – un fenómeno que se ha dado en llamar »la hora de los pueblos«, o sea, el despertar de los pueblos y hasta de los continentes: los pueblos buscan, como tales, la independencia, y luchan por ser protagonistas reales de su propia historia.

Esto expresa – en el lenguaje de la Iglesia conciliar – un »signo de los tiempos« que solicita nuestra atención creyente; signo que la pastoral eclesial ha de escrutar, tratando de discernir por dónde transita la acción salvadora de Dios en la historia de los hombres; en otras palabras, el designio de Dios que apunta a inscribir su salvación en la historia, convirtiendo a ésta en historia de salvación (2).

Desde esta perspectiva, la pastoral, que es la praxis histórica de la misión de la Iglesia, se dirigirá a los pueblos como pueblos, y no a los individuos aislados; y tratará que esos pueblos, como tales, ingresen en el único Pueblo de Dios.

En esta forma, la pastoral popular se ubica en un verdadero contexto, y se evita la tentación del »reduccionismo«. Entre nosotros, el »reduccionismo« más frecuente se formularía así: llevar el mensaje a los sectores populares y humildes de nuestra sociedad. En estas condiciones se prescinde de la historia – e incluso de la »cultura« – de ese pueblo, a no ser para establecer algunos recursos pedagógicos en la transmisión del mensaje, y la acción pastoral se sigue dirigiendo a los individuos – o a la mera suma de ellos –, y no al pueblo en cuanto pueblo.

La frase »llevar el mensaje a los sectores populares y humildes de nuestra sociedad«, tiene su parte o cuota de verdad. Como dijo recientemente el P. Arrupe:

La predilección de Jesucristo por los pobres hará que – el religioso – procure aún más inclinarse en favor de ellos, sin excluir a los demás ... La universalidad de su caridad, y de un amor que no excluya a nadie, le dará una fuerza profética para predicar la verdad evangélica sin paliativos a todas las clases sociales, ya que todos son llamados a la salvación; y le ayudará a ello una santa libertad que no tema a nadie sino a Dios, pero que, al mismo tiempo, use medios siempre conformes al espíritu evangélico (3).

El »reduccionismo« de la frase (»llevar el mensaje a los sectores populares y humildes de nuestra sociedad«) consiste en olvidar la perspectiva global e histórica de la nación como pueblo; y, al hablar de lo »popular«, hacer abstracción de un sujeto colectivo de la historia, para referirse a un grupo sectorial de individuos, no importa si mucho o poco numeroso.

La pastoral de la Iglesia debe tratar de releer e interpretar la historia de los pueblos y, a la vez, insertarse en ella. En esta postura, es clave tener en cuenta que, en el accionar pastoral, entendemos por pueblo la articulación dinámica de una triple realidad:

a. una historia,

b. un sujeto colectivo de la misma, y

c. una cultura de ese sujeto colectivo.

Teniendo en cuenta estos tres puntos claves, diríamos que, si bien hay una historia que nos identifica como argentinos, más importante es advertir – desde el punto de vista de la Iglesia – que hay un »ethos« cultural – o sea, una manera de vivir, de morir y de amar – que nos identifica, »indivisa e inconfusamente«, como cristianos y como argentinos. Por ello, la Iglesia tiene una tarea que cumplir en la realización del pueblo argentino; y esta tarea se sitúa a tres niveles, que se deben integrar »indivisa e inconfusamente«:

a. En el nivel político, visualizar la necesidad de la unidad nacional, y decir oportunamente la palabra de fe frente a los problemas políticos que se presentan: ¿hacen a la unidad? ¿Son políticamente viables? ¿Tienen una protagonización auténticamente popular? ¿Contribuyen a la realización de la comunidad de los pueblos?

b. En el nivel histórico: la Iglesia, en Argentina, debe ser consciente de la postura peculiar que ha tenido en la gestación histórica de nuestra nacionalidad; y esta conciencia la debe llevar a reivindicar una verdadera »memoria cristiana« de la trayectoria argentina. Consiguientemente, en sus juicios de realidad, no le debe faltar la »sabiduría« – el olfato, diríamos – de lo que se presenta como nuestro, o intrínsecamente asimilable, y de lo que nos es extraño y casi ofensivo (4).

c. En el nivel de la fe, que es la tarea indeclinable de la Iglesia, el pueblo tiene su más fuerte factor de aglutinación y de realización »popular«; y esto porque puede profundizar su identidad terrena en su pertenencia al Reino de los Cielos, y puede potenciar su más grande riqueza, que es la esperanza.



Estamos en un momento de »renovación pastoral« en la Argentina; y, como en toda renovación, hay que buscar los »clásicos« para aprender de ellos cómo debemos actuar en las nuevas situaciones (5).

Consideramos que son »clásicos« nuestros misioneros; y por tales entendemos no sólo los jesuitas de las »Reducciones«, sino también los que trabajaron en estas tierras, ya desde la llegada del Español; y, más modernamente, nuestros más famosos »misioneros populares«, algunos de los cuales son dignos de ser estudiados por nosotros (para citar un ejemplo, el Cura Brochero).

En esta primera tentativa, hemos elegido a los Padres Burgés y Paucke: no vale la pena que tratemos de justificarlo, pero sí que digamos que la lectura de sus escritos – sobre todo la del segundo – nos hizo bien cuando la oímos por primera vez, hace muchos años, en el »comedor« de nuestra comunidad (era costumbre entonces que semejantes lecturas se hicieran en el comedor). Tuvimos, en ese momento, una experiencia que hemos querido reiterar ahora y, a la vez, comunicarla a otros por escrito. Más aún, pensamos que los »clásicos« cristianos son todos »teólogos«, porque – como dice San Ignacio en los Ejercicios – »... es más propio ... – de los teólogos – el mover los afectos para en todo amar y servir a Dios nuestro Señor« (EE [363]).

Obras como las de los Padres Burgés y Paucke mueven »para en todo amar y servir a Dios nuestro Señor«, y también a ese pueblo al que ellos amaron y sirvieron con todas sus fuerzas.

1. Cómo y por qué surgió la Reducción de San Javier

Después de la paz firmada, en 1734, entre los indios y el Gobernador Echagüe, era muy frecuente ver a los indios por la ciudad. Tenían dos lugares de reunión: la casa del Gobernador y el Colegio de los jesuitas.

Abipones y Mocobíes eran hospedados con gran cariño en nuestro Colegio; y ellos, a su vez, llegaron a tener un gran aprecio y confianza por los jesuitas, a tal punto que el famoso cacique Ichoalai cambió su nombre, en su bautismo, por el de Benavídez, apellido del Rector del Colegio, un paraguayo que regenteaba el mismo desde el 13 de diciembre de 1732. Este testimonio de cariño y fidelidad ayudaría a los indios a superar el recuerdo del mal trato de los encomenderos; y estos ensayos de buen entendimiento con criollos y españoles los animaban a esperar que era posible convivir en paz.

Por su parte el P. Burgés trataba de convencer al Gobernador de hacer un pueblo con los Mocobíes. En la Relación de la fundación del Pueblo de San Javier de los Mocobíes, que escribiera en su destierro en Italia, consigna lo siguiente:

Hechas las paces con ambas naciones, dieron los indios en llegarse a Santa Fe, como a su casa, sin recelo, y el buen Teniente – Gobernador – los acogía en su casa y daba de comer, y cuanto ellos podían desear. Con esto, si antes le temían y respetaban por su valor y esfuerzo, después le amaban y querían, como a su padre y buen amigo, de modo que en todas sus quejas y sentimientos acudían a él como a su juez y a su defensor. Valióse don Javier – el Gobernador – de esta voluntad y confianza que de su amistad hacían los indios para tratar con ellos de su conversión a nuestra fe. Habló muchas veces por medio de lenguaraz con el cacique principal de la nación Mocobí, llamado entonces Anadiacaiquin (que mudado después, a su usanza, el nombre, se llama Cithaalin, y por este nombre lo conoceremos en adelante) acerca el abrazar nuestra santa ley, y el vivir en pueblo, como los cristianos, mostrando con razones caseras la conveniencia de la mudanza, así para esta vida como para la otra. El cacique, que es bien capaz, hizo reflexión de las razones que oía y, cavando en ello, se determinó a abrazar el partido que le proponía su buen amigo; y entre ambos esperaban buena ocasión para poner en práctica lo tratado (6).

El deseo de los indios de vivir en paz, de fortalecerse en un pueblo, dejando la dispersión de la vida nómada y afincándose en la experiencia del trabajo, chocaba con experiencias negativas del trato anterior de algunos españoles para con ellos, que los viejos se encargaron de recordar a Cithaalin con las siguientes palabras:

... si no sabía lo que en los años anteriores habían hecho los españoles con sus parientes, que habiéndoles juntado en un pueblo cerca de Esteco con dos Padres, a poco tiempo se echaron sobre ellos y los repartieron entre sí; y que no pensase en semejante determinación, ni cumpliese la palabra que había dado al Teniente-Gobernador (7).

La muerte de Echagüe agudizaría la dificultad, pero la palabra de los jesuitas fue decisiva para los indios. En pacientes diálogos les hablaban de distinguir entre español y español, y los animaban a confiar.

El cacique corroboraría su confianza en los jesuitas:

Vosotros nos ayudáis a trabajar, nos alimentáis, no lleváis armas, enseñáis y cuidáis nuestros niños (8).

Al fin, triunfa el buen deseo del cacique:

Yo ya quiero procurarme la tranquilidad para mí y mis hijos (9).

Ya en las primeras conversaciones con el hermano de Cithaalin, el cacique Ariacaiquin – que moriría antes de plasmar el proyecto de Reducción – le decía al P. Burgés, con grandes muestras de confianza:

Yo sé muy bien que los Patres se encargan de nosotros, y tratan de cuidarnos como padres. Yo ya he sabido, por otros coterráneos nuestros, que ellos nos tratan como a hijos, nos quieren y nos proveen, y no tenemos nada que temer de ellos (10).

2. El Proyecto Cristiano de la Reducción de San Javier

Para rastrear el proyecto cristiano que animó a los jesuitas, pueden ser significativos tres textos. El primero corresponde al P. Paucke:

Ya en frecuentes veces el Rector había expuesto al Comandante – Gobernador – que no había otro medio mejor que enviar, desde el Colegio, algunos sacerdotes a los indios para pacificar esta gente salvaje. Ya había también algunos bien dispuestos a hacerse cargo de esta grave embajada con peligro de su vida, especialmente un Padre Francisco Burgés, al que he mencionado poco antes. Este hombre tan empeñado y deseoso de amansar estos bárbaros que no cejaba, y de continuo volvía a animar al Comandante – Gobernador – y al Padre Rector que usaran sus servicios en tan peligrosa empresa (11).

El segundo texto corresponde a la Relación del P. Burgés:

Comencé desde luego a juntarlos todas las mañanas en la capilla, para platicarles, por medio de intérpretes, acerca del fin de haberlos juntado, y de los bienes que trae consigo el ser cristianos, así para esta vida como para la otra; de los desengaños del demonio con los que los ha tenido perdidos, llevándolos al infierno a cuantos han muerto hasta ahora de su nación; afeándoles la borrachera y los hurtos y homicidios, y otras cosas, acomodándome a su estado y capacidad. Platicábales también de nuestros santos misterios, de la unidad y esencia de Dios Nuestro Señor; de la Trinidad les trataba muy por encima, porque no estaban capaces de tan sublime misterio y, por otra parte, temí no forjasen en sus cabezas una trinidad de dioses; del misterio de la Encarnación; de los mandamientos de la ley de Dios hablábales, exhortándolos a que reparasen cuán conformes eran con la misma razón natural. Todo lo cual oían los indios con toda atención (12).

El tercer texto lo trae el P. Paucke, pero son palabras del P. Burgés al cacique Aletín, con ocasión de la ida rebelde de Cithaalin. Este se había marchado disgustado porque se racionaba, conforme a un principio de previsión y de justicia, la carne que se comía en la Reducción. En esta ocasión, pues, el P. Burgés decía:

Ahora, mi querido Aletín, estamos otra vez solos, y no tenemos impedimento por otros para que en todas las cosas establezcamos un buen orden y ciertas medidas. Organicemos este pueblo de manera que resulte claro que vosotros comenzáis una vida ordenada y en comunidad. Yo organizaré el asunto de manera que ha de gustaros a vosotros mismos. Lo primero es que vosotros asistáis, a horas determinadas, a la doctrina cristiana, pues debemos comenzar desde Dios, y éste será el mejor medio para que recibamos de Él su bendición y amparo sobre nuestra Reducción. Lo segundo, que pongamos mano a procurar las necesidades temporales para mantenimiento de nuestras vidas. Esto no puede ocurrir de otro modo que mediante el esfuerzo y el trabajo (13).

El P. Burgés insistiría muchas veces en la necesidad de afianzar la paz firmada por los indios y el Teniente Gobernador o Comandante de Santa Fe. La primera característica de esa paz tiene relación con el tiempo: debe ser duradera. Ahora bien, el factor principal para lograrla es la conversión de los indios a la fe cristiana; y aquí también interesaba la profundidad de esa conversión, lo que a su vez postula el ser duradera. Así comienza, para los indios, una verdadera historia de fe.

El comienzo de esta historia no se asienta en un optimismo fácil. Apunta el P. Burgés:

Cuando los Mocobíes pidieron Padres, hubieron de dárselos nuestros Superiores, porque no quedase por nosotros su conversión a nuestra fe; más con muy poca esperanza de que gente tan bárbara, guerrera y cruel, entrase por el camino de la santa ley de Dios (14).

La reducción comienza, finalmente, inspirada en un trato justo de los indios: la paz duradera implicaba que esta paz se apoyara en la justicia; y la justicia suprema era darles lo mejor, o sea, la fe cristiana.

Quien tenga una visión »economicista« de la justicia, no podrá comprender mucho de este proyecto jesuita: se trataba de ofrecerles la oportunidad de vivir aquello que los hacía justos; o sea, una manera de relacionarse con Dios y con la comunidad, una manera de estar en la naturaleza, que tenía incidencias »económicas«, pero que no se agotaba en una »conducta económica«.

Para esta realidad de fe, no era indiferente la vida de los indios. De hecho, la vida nómada y el vivir de la caza no eran aptos para aglutinarlos, para que tomasen conciencia de la fuerza de la unidad. Tampoco ayudaba para tenerlos reunidos y hacerles oír la doctrina cristiana. Por ello, los pilares de la acción pastoral serían:

a. Consolidar el sentido de unidad

Esta unidad se construiría por la superación de la fragmentación indígena de las »parcialidades« que, en su rivalidad, amenazaban con el debilitamiento y el exterminio de los indios. Reunir a estas »parcialidades« en pueblos, era devolverles el sentido corporativo, el horizonte de pueblo, donde realizar el pueblo era realizarse; y no contribuir a esa realización, era también una frustración individual.

b. Lograr el sentido de familia

Esto implicaba dejar la poligamia, dignificar a la mujer – porque la esclavitud de la misma era una dura realidad entre los mocobíes –, y lograr un modo de vida que no los obligara a desplazarse de un lugar a otro en busca de su subsistencia, porque esto amenazaba la estabilidad familiar. Había otros vicios que corregir: la desaprención frente al enfermo, al que abandonaban sin cuidados; y una conducta ambigua frente a sus hijos, que los llevaba a veces a matarlos, inmediatamente después de nacidos, si los estorbaban en la marcha.

Había, pues, entre los indios, muchas »estructuras« injustas, y los misioneros se abocaron a cambiarlas con tesón; pero no quedándose en ellas, sino yendo a la raíz de las mismas, y proponiendo »salidas alternativas« viables.

c. Ahondar en la experiencia unitiva del trabajo

Era justo que el indio superara su pereza – y su borrachera –, y accediera a la dignidad del trabajo, descubriéndose en el propio esfuerzo, y sintiéndose valer. Aquí no sólo tenían que renunciar al recurso al »malón«, sino al vivir »de arriba«, de la dádiva de los vecinos de Santa Fe; y, puestos frente a los bienes, debían adquirir el sentido de la previsión del futuro (consumían lo que tenían, sin pensar en el »mañana«), y de la distribución equitativa de lo que poseían en comunidad, porque tendían a afirmar allí los intereses mezquinos de las »parcialidades«.



Por esta acción pastoral, se logra afianzar el sentido de una historia protagonizada por todos, una conciencia de lo que hoy llamaríamos sujeto colectivo, con una organización donde orden y disciplina se sustentaban en la obediencia a »cabezas« visibles (el »pater« y los caciques) como factores de unidad.

Pero lo más importante es considerar que esta historia era, a la par, una historia de fe, de salvación. En efecto, la cultura – el estilo de vida, compartido por todos – era cristiana, y tenía su raíz en la doctrina común, y su expresión más alta era el culto, en el cual se manifestaba, en distinta medida y proporción, tanto lo devocional como lo sacramental.

A través de las consideraciones que los caciques hacen antes de su bautismo o inmediatamente después del mismo, nos es dable apreciar las características del adoctrinamiento de los misioneros; y, a través de las observaciones que estos misioneros hacen de las devociones y de la vida sacramental de los indios convertidos, comprenderemos la profundidad vital de este adoctrinamiento.

A estos tres puntos, pues, nos referiremos a continuación, en sendos párrafos: la doctrina de los misioneros, la vida sacramental de los indios, y las devociones de los mismos.

3. La doctrina de los misioneros

En los siguientes discursos de diversos caciques, que trae el P. Paucke, podremos apreciar las características de la Doctrina de los misioneros.

3.1. Discurso del cacique Nalangain (15)

Ante la pregunta – del P. Paucke – si quiere ser bautizado, respondió:

Si yo no hubiera querido ser bau􏰖ado, no me hubieras visto tanto tiempo a tu lado ... Para estar aquí únicamente por tener de ti el alimento diario y poder vivir sin cuidado, yo mismo me habría avergonzado: tales ideas corresponden sólo a perezosos y temerosos, pero no a mí, a quien la penuria o lo que ocurra siempre de ingrato o contrario no pueden causar tal apremio ...

El P. Paucke indaga si le agrada lo que oye de Dios en la Doctrina, y si no le parecen pesadas las obligaciones que corresponden a un cristiano. Y responde:

Yo he reflexionado bien todo, y muchas veces, en vez de descansar, he comparado nuestra vida salvaje con la vida cristiana ... y he conocido que nosotros no somos gentes sino animales que no tienen leyes. Pero he observado también que no somos animales, sino algo mucho más elevado, porque somos los amos de todos los animales que deben obedecernos, y en parte servir para nuestra alimentación, en parte ayudar a buscar nuestra alimentación. Ahora, si somos amos de ellos, no debemos vivir como los animales, sino como sus amos ... Ahora, como somos diferentes a los animales en el vivir, no debemos tampoco ser iguales a ellos en la muerte. Yo bien he oído de ti que nosotros, los seres humanos, somos completamente diferentes en el alma, pues cuando éstos son muertos o revientan, ha terminado todo, tanto su cuerpo como su alma; pero cuando nosotros morimos, permanece viva nuestra alma que jamás ha de morir. En nuestra tierra selvática, también ya teníamos esta opinión de que nuestras almas no mueren, que nosotros, tras la muerte, recorremos los bosques y mediante la caza buscamos nuestro alimento, y por ello hincábamos en nuestras sepulturas la lanza y armas usuales para que pudiéramos tener todas a mano, porque nosotros creíamos que también los caballos, que durante la vida teníamos a nuestro uso, deberían servirnos también después de la muerte. Entonces se me ocurrió otra vez que si ellos no son iguales a nosotros en la vida, ¿cómo nos serían iguales en la muerte? Pues el animal no puede hablar como nosotros; tampoco puede reflexionar como nosotros, no puede reconocer tampoco lo que es bueno o malo, o querer el bien o el mal ... El animal tiene sobre sí un Superior, o sea, al hombre que lo domina, y al cual debe obedecer; así también nosotros tendremos un Superior al cual estamos sometidos y debemos obedecer, y éste por lo mismo debe ser mejor y más poderoso que todos nosotros los seres humanos. Entonces yo no sabía ni qué hacer para que yo pudiera conocer quién sería éste hasta que había escuchado vuestras doctrinas. Y como yo conocí que debía ser así como vosotros enseñáis, no he tenido jamás un escrúpulo en ser bau􏰖ado también por vosotros.



Respecto de este texto, se nos ocurre subrayar lo siguiente:

a. Estos Padres lograban que la Doctrina fuera apreciada; y no hay duda que, por los evidentes frutos de su asimilación, la inculcaban mucho.

b. Contraponían la vida salvaje – vida de pecado – a la vida cristiana, pero de tal modo que esta vida cristiana venía a responder a aspiraciones profundas del ser humano.

c. Ofrecían una doctrina de salvación que, al solucionar el problema de la muerte, les devolvía el sentido de la vida: el por qué luchar, el por qué defenderse ...

d. Esta doctrina fundaba una moral creatural: la constatación de ser Superior a los animales y a la vez de que éstos le están sujetos, no lo lleva a constituirse en medida de las cosas, en fijador de las leyes de la naturaleza, sino que ubica al hombre en una jerarquía de valores cuya fuente es Dios. Es una verdadera sabiduría, por cuanto la consistencia de la vida se siente en la simplicidad de estar sujeto a Dios.

3.2. Discurso del cacique Nevedegnac (16)

Luego de ser bautizado en la ciudad de Santa Fe, en la comida que tuvo en el Colegio, ante jesuitas, españoles e indios, pronunció Nevedegnac el siguiente discurso:

Da a conocer mis palabras – le pide al P. Paucke – que yo te digo, y asegura a este hombre, jefe de la ciudad, que como yo ya estoy bautizado, y soy hijo de Aquel que ha creado a nosotros y todo lo de este mundo, somos hijos de un solo Padre, y por tanto hermanos entre todos nosotros. Antes yo no he sabido nada de nuestro Padre que nos ha creado, y si yo lo hubiera sabido, no me hubiera demostrado tan hostil contra ellos; yo sabré enmendar desde aquí en adelante mis errores de mi anterior ignorancia, y siento de corazón que he perseguido tan incesantemente y también he muerto mis hermanos. Yo creía que todos eran mis enemigos, pero ahora veo cómo me he equivocado con mi ignorancia. Yo les prometo que, lo mismo como antes los he perseguido, me empeñaré de aquí en adelante de ser un protector contra sus enemigos. Diles que pueden estar seguros y creer en mis palabras, que ellos no crean que Domingo, como cristiano y su hermano, los engañará, desde que he aborrecido esta falsedad ya como hombre salvaje. Yo les pido, y siempre he de alegrarme, que ellos me miren, no como a un extraño, sino como a su hermano. Dile también a este noble jefe que en cuanto en lo futuro él sería ofendido por mis coterráneos, o la ciudad fuera asaltada, yo, a su palabra y con el permiso de nuestros Padres cristianos, jamás demoraré en prestar ayuda con mi gente.



En este texto, subrayamos lo siguiente:

a. Dios Creador, presentado como el Padre que nos hermana y les da a todos la misma dignidad.

b. El rito bautismal otorga una identidad y un sentido de pertenencia totalmente nuevo, que no puede reducirse meramente a un paso al otro »bando«.

Y no decimos más, porque la sola lectura del texto dice mucho más que cualquier comentario: hay que dejarse embargar por la emoción del »neófito« que tiene un »mensaje« para todos sus hermanos, y que le pide al Padre que se lo traduzca a quienes no saben su lengua, pero son sus »hermanos«.

3.3. Cavilaciones del cacique Cithaalin, y firmeza del misionero (17)

Ante el peligro de que el cacique Cithaalin accediese al bautismo por el inte- rés de recibir la »vara« – símbolo de honor y de autoridad en toda la Reducción –, el P. Paucke mucho le indaga si está dispuesto a responder, con su vida cristiana, a la gracia del bautismo. Le dice así:

¿Qué te sirve ser bautizado y llevar en la mano una vara, si tú haces la vida que es contraria al santo bautismo y a un buen cristiano? Si tú quieres hacerte bautizar, no debes mirar la vara, ni tener otro propósito si no el de poner en salvaguarda tu alma, que es mil veces más valiosa que una vara. ¿Qué resultaría si tú rompieras la vara? ¿No dirías para qué me sirve el bautismo si ya no tengo vara alguna? ... Si es que tú deseas el santo bautismo para el bien de tu alma y no por una vara quebradiza, empéñate por atender asiduamente primero a la instrucción necesaria para un buen cristiano, y en aprender cómo has de conducirte después del santo bautismo.

En el fondo, Cithaalin estaba – como los demás caciques – perplejo ante el hecho de la muerte, y sentía la insuficiencia de sus propias doctrinas:

Vosotros en cambio nos informáis de otro modo, ya que decís que nosotros iremos ora al cielo ora al gran fuego junto al diablo. Yo no quiero ir a dar allá; esto me ha movido a buscaros para saber de qué modo puedo llegar al cielo a nuestro Padre.

Ante las reflexiones de Cithaalin acerca de la salvación, el P. Paucke le dice:

Tus pensamientos ya son muy buenos; pero debes saber que no todos los bautizados llegan al cielo sólo por el bautismo, sino aquellos que, después de recibido el bautismo, llevan una vida conforme con la doctrina de Jesucristo, practican asiduamente aquello que Dios exige ser observado por cada cristiano, y se cuidan solícitamente de lo que pudiere ser contrario a estos mandamientos.

Cithaalin encuentra todavía una única objeción, que es dejar la borrachera; pero piensa – en una primera reflexión – de las siguiente manera:

Nuestro Creador tomará en consideración mi edad, y permitirá más a mí como a cacique que a un indio común. Si tú me permites esto – le dice al P. Paucke –, yo te obedecería muy dispuesto en todo lo demás. Lo que Dios prohíbe – le contesta el P. Paucke – no puede permitirlo ni yo ni otro Pater. Aunque tú eres un cacique, la ley de Dios te obliga al igual que a otro que es inferior a ti, pues ante Dios todos somos iguales. Un cacique, por su mando sobre los otros, está más obligado a abstenerse de todo esto, porque su ejemplo puede causar, entre los inferiores, ya un gran bien, ya un gran mal ...



En la sucesión de estos textos, notamos lo siguiente:

a. La motivación del bautismo es clara: no es cuestión secundaria, sino de vida o muerte eterna.

b. Las consecuencias para la vida no se pueden soslayar; y, si en un primer momento, el cacique quiere sacar alguna ventaja por su condición de tal – y por su edad –, enseguida se convence que su compromiso es mayor, »porque su ejemplo puede causar, entre los inferiores, ya un gran bien, ya un gran mal ...«.

3.4. Actitud frente a la muerte (18)

La Doctrina de los misioneros cimentaba una sólida esperanza.

Había muchísimos que me han dicho – cuenta el P. Paucke – que, cuando ellos se habían confesado, no temían jamás la muerte. También debo confesar que me fue muy consolador el asistir a los indios moribundos, porque yo vi que morían no sólo sin temor, sino también con deseo, en plena confianza de tener, después de la muerte, una vida eternamente alegre al lado del Padre celestial.

El P. Paucke ha recogido algunos testimonios de personas en diversas circunstancias. Al preguntarles si acaso no estaban intranquilos, si no les pesaba que sus hijos, de allí en adelante, debían vivir despojados de sus padres, respondían:

Mi Pater, yo no me preocupo por eso en ningún modo, pues si bien yo los abandono, ellos no quedan abandonados, pues tú has sido y seguirás siendo su padre ... ¿Para qué he de entristecerme por cesar de vivir en este mundo? ¿No has dicho tú muchas veces que los que hemos amado a Dios en este mundo y le hemos servido, obtendremos, mediante la muerte, una vida mucho mejor, que vamos a gozar de Dios? Siempre he creído esto y también lo espero.

Un muchacho, hijo del cacique Aletin, decía:

Sería bueno que yo muriese hoy, pues este día es en el que nuestro Salvador ha muerto en la cruz por nosotros: pero yo no muero todavía hasta mañana que es sábado, pues ese es el día de Nuestra madre Celestial; ésta ha de llamarme.

A la madrugada del sábado dijo:

Ya rompe el día de nuestra querida Señora, ahora voy a morir y viajar hacia mi cara Madre celestial. Tal como él había dicho, sucedió: él no vivió más de un medio cuarto de hora, y falleció.

Otro moribundo, en las mismas circunstancias de estar enfermo de viruela, le hablaba así a sus padres:

Mis queridos padre y madre, yo ya iré hacia otro Padre y Madre, si bien yo quisiese permanecer aún por más tiempo a vuestro lado para ayudaros, pues ya estáis en años; pero yo quiero aún más a Dios que a vosotros, por eso quiero dejaros e ir hacia Él, pero no he de olvidar de vosotros cuando yo llegue a su lado. Quedáos consolados y no lloréis por mi fallecimiento, pues yo parto muy contento de vuestro lado.


Estos textos manifiestan:

a. Conciencia de la eternidad: en la muerte, sentían confianza en la vida que los esperaba junto al Padre; y esta confianza también la sienten respecto de los que seguían viviendo en este mundo, a los que no pensaban olvidar.

b. Fuera de lo devocional – de lo que enseguida hablaremos, por la importancia que tiene en los indios –: los días del Señor y de la Señora tienen relación con sus propios días.

4. La vida sacramental

Ya advertimos, a propósito del bautismo – puerta de entrada a los demás sacramentos –, los sentimientos de los indios, representados por sus caciques. Vamos a considerar ahora los otros dos sacramentos, la confesión y la comunión, para tener una idea, al menos somera, de la vida sacramental en la Reducción de San Javier.

a. La confesión (19)

Dice el P. Paucke:

No he encontrado, en mis indios, la menor dificultad en inducirlos a confesar; hasta eran tan sinceros que también fuera de la confesión hubieran contado todo el transcurso de su vida ... Ellos me confesaron sinceramente que sentían un gran consuelo en sus corazones cuando habían confesado, y que notaban que, después de la confesión, permanecían en el celo por una vida cristiana, y no consentían tan fácilmente en un pecado, y tenían también mayor placer en el servicio divino y en el trabajo en la aldea.

El mismo P. Paucke insiste más adelante en esta sinceridad:

Por esta sinceridad de ellos en la confesión, pude conocer también que no temían descubrirme lo que ellos, en ira, se habían propuesto contra mí. Mis propios muchachos caseros me decían sinceramente lo que ellos me habían hurtado en golosinas. Tampoco puedo recordar que yo jamás hubiera oído en sus confesiones que ellos se acusaran de haber callado voluntariamente en una confesión un pecado.

Ellos tampoco recelan de confesar sus pecados en presencia de otros. Algunas veces venía también una que otra persona, y comenzaba a decir en voz alta: Pater, yo vengo a decirte que he hecho esto y aquello. Y si yo no se lo hubiese prohibido, habría dicho todo en presencia de veinte o treinta indios. Otros eran también tan ingenuos que la mujer o el marido, antes de la confesión, decían de antemano a la mujer todo lo que él confesaría ... Cuando ella o él había olvidado algo y más tarde venía a su memoria, decía entonces él o ella: Esto he olvidado hoy en la confesión. Luego venía, ya el marido ya la mujer, ante mi puerta, y me comunicaba que su marido había olvidado esos pecados en la confesión; por eso venía en su lugar a confesarlos. No se extrañe que semejante cosa ocurra entre ingenuos indios; parecida cosa me ha ocurrido varias veces en nuestros países entre gente campesina ...

Dice más el P. Paucke:

Yo puedo asegurar también que, en sus confesiones aun de dos meses, no he hallado frecuentemente una sola materia para absolver, y que también oía treinta o más indios en la confesión sin encontrarlos culpables de un pecado mortal.

Cuenta finalmente el P. Paucke que, para declarar el número de sus pecados, recurrían a la industria de ayudarse, las indias, con hilos tejidos de lana y diversos colores, y los indios, con un correón arrollado sobre el cual »tarjeaban«, cual sobre un marcador, sus pecados: y a este propósito dice:

Por un tiempo, dejé pasar este modo de confesar, pero les enseñé lo que debían confesar, cómo y cuándo debían decir la cantidad, y no admitía más que comparecieran con hilos de lana y correas en la confesión, sino que confesaran por buen examen de su conciencia sólo aquellos pecados que en ese tiempo recordaban.

b. La comunión (20)

El P. Paucke nos dice:

En el primer día en que los niños debían ir por primera vez a la santa comunión, venían antes del servicio divino los padres con su hijo a la iglesia, donde yo les enseñaba de nuevo lo necesario para la santa comunión. Después se les pronunciaba primero la oración; ellos se hincaban de rodilla en orden delante del altar; sobre sus cabezas tenían coronitas de flores, en sus manos velas de cera ornadas con ramitos, y recibían la santa comunión junto con sus padres. Después de ella se les pronunciaba primero de nuevo la oración, y al final iban a un patio; allí ya estaba preparado, en una olla, un almuerzo cocido que ellos comían, e iban a sus casas.

La preparación para la comunión – y la correspondiente confesión – era meticulosa:

En cada semana – de la cuaresma – todos los correspondientes al cacique estaban citados a comparecer, durante todo el servicio, en la iglesia: las mujeres temprano, después de la santa misa, pero los hombres a la tarde en la quinta hora en la cual debían dejar a un lado todos los trabajos. A cada uno se le exponía durante una hora lo que era necesario para la santa comunión; además se les repetía la doctrina cristiana entera. El jueves temprano las mujeres eran examinadas acerca de todo, los hombres a la tarde; y tanto los caciques como los demás contestaban de rodillas con las manos levantadas; después los viernes y sábados iban a la santa confesión, y el domingo temprano a la santa comunión. Así ocurría todas las semanas hasta que todos habían cumplido el mandamiento de la iglesia; después recibían permiso de atender el campo por ocho o, si mucho, por catorce días.



Nos ha llamado la atención, en los textos anteriores – entre otras cosas también notables – lo siguiente:

a. La vida sacramental no está separada de lo devocional – de lo que enseguida hablaremos –: por el contrario, aparece íntimamente unida.

b. La presencia de una firme Doctrina. Por ejemplo, en la confesión, una clara doctrina del pecado, que los llevaba a confesarse de todo aquello que para nosotros queda fuera de la confesión sacramental, pero que para ellos tenía sentido de pecado. Parece que el adoctrinamiento les había enseñado [a] estar en gracia de Dios, porque esa reconciliación se daba en los indios con mucho consuelo.

c. Esta preparación doctrinal no nos impresiona tanto para la confesión – porque siempre se enseñó examen de conciencia, etc. – sino para la comunión: parece que para estos misioneros partir el Pan de la Eucaristía era también partir el pan de la Doctrina.

5. La devoción de los indios

Una doctrina común, una profunda unidad de concepción, cohesionaba a este pueblo de San Javier. Era la doctrina de la salvación de Jesucristo, pacientemente inculcada por los misioneros.

Esta doctrina se había hecho, en los indios, una convicción, y por eso tenía una firme traducción moral; pero era, sobre todo, algo sentido, y la doctrina sentida se hacía devoción.

Lo devocional es, sin duda, el lugar privilegiado de la manifestación del corazón de este pueblo: un corazón creyente que se siente querido por el Señor, la Virgen y sus Santos, y que lo manifiesta gozosamente – como en la Novena de la Virgen y del Patrono San Javier –, y también dolorosamente, con conciencia de pecado e infidelidad, en los actos penitenciarios del Viernes Santo.

Las manifestaciones de lo devocional van siguiendo ciertos »tiempos« y ciertos »lugares« – o imágenes – que se consideran »santos«, y que se privilegian; de aquí que sea difícil exponerlo con lógica, porque su »lógica« es la del corazón. Sin embargo, vamos a intentar su exposición de la siguiente manera, pidiendo perdón a nuestros lectores si la clasificación les parece artificial.

a. La vida cultual en general (21)

La vida cultual pareciera que se afianzó en el entusiasmo por tener los sucesivos templos, hasta llegar a tener el definitivo; y en torno a las imágenes de la Virgen y de San Francisco Javier.

El aprecio por el templo llegó a ser tal que todos se empeñaban en vivir bien su vida cristiana, para ser enterrados, después de su muerte, en el templo.

Dice el P. Paucke:

Todos tenían deseos de ser sepultados, después de su muerte, en la Iglesia ... Mediante esto obtuve que muchos comparecieran con más frecuencia en la iglesia y se empeñaran en llevar una vida devota.

En alguna ocasión una viejecita decía:

Mi único pedido va a que sepulte mi cuerpo en la iglesia, por el motivo que yo he estado con mucho agrado en la Iglesia, y he asistido especialmente a la diaria doctrina cristiana; como yo después de mi muerte no puedo hacer esto como una viva, te pido que siquiera mi cadáver esté presente al tiempo de la doctrina cristiana.

Cuenta además el P. Paucke:

Ellos habían oído en la ciudad de Santa Fe que los Españoles, antes de morir, hacían un testamento y legaban algo de sus bienes a las iglesias pobres. Mis indios me preguntaron cómo se hacía esto. Después que les expliqué esto, no moría ni indio ni muchacho que no legara a la iglesia algunos caballos.

Un indio, la víspera de su muerte, decía a sus padres:

A vos mi padre regalo mis caballos, excepto los tres mejores que debe heredar el santo Javier, y vosotros los arrearéis para entre los caballos de la reducción. Tengo cuatro vacas, dos se dan a vos, madre, y las otras dos a mi mujer junto con las ovejas que también regalo a mi mujer; lo que concierne a lo demás, recado y bridaje de caballos, dadlo a mis hermanos. Quedaos bien todos, y tratad que todos nos reunamos al lado de Dios.

Eran muy dadivosos para con la Madre de Dios y San Javier. Les gustaba adornar el templo, engalanar y »coronar« con joyas a la Virgen y al Santo Patrono; y celebraban con devoción sus fiestas.

Nos narra el P. Paucke:

Después que yo había notado ... en mi pueblo que los cristianos ya se habían acostumbrado a una sincera devoción a Dios y a su Sma. Madre, quise apoyar tal devoción y estimularla aún más, y celebré con ellos un novenario a la Madre de Dios antes de la fiesta del Nacimiento de María. Yo orné el altar en lo más posible con objetos y suficientes velas de cera: después del toque de la oración, se daba diariamente la señal para el sermón; después del sermón, se rezaba el rosario y se exponía el Santísimo, después se cantaba musicalmente la Letanía Lauretana; a ella siguieron las oraciones y la bendición. Durante la octava los indios, con su comandante espiritual, hacían disciplina pública, durante la cual yo les pronunciaba primero algunas oracioncitas jaculatorias, y los indios contestaban a ellos ... Después de la devoción, los caciques venían en conjunto a mi cuarto y agradecían; pidieron a la vez también que yo les causara frecuentemente en el año tal alegría y placer. Pero (para que ellos no se habituaran, y así no se originara entre ellos una menor estima de tales devociones, si yo las hacía con anterioridad a todas las fiestas marianas) les prometí celebrar esta devoción todos los años antes del Nacimiento de María, con lo cual los contenté. Durante estos nueve días había que hacer bastante en el confesionario con nosotros, los dos misioneros; y no he notado que ni una sola persona adulta hubiere quedado sin la santa confesión y la comunión.

b. La solemnidad del Santo Patrono (22)

Dice al respecto el P. Paucke:

Al uso de las ciudades españolas, comencé a introducir en mi pueblo la costumbre de realizar en mi pueblo una procesión, a objeto y fin que los indios, como vasallos españoles, presentaran, al Rey de España, una especie de homenaje. Hay la costumbre en las Indias y sus ciudades españolas, que el día del Patrono de su ciudad, se realice una procesión por todos los habitantes y las personas del Magistrado, que aparecen todas a caballo en compañía con sus oficiales nombrados, entre los cuales ha sido elegido uno de los más nobles, que representa la persona real y se le denomina Alférez Real, y que tiene, también durante el año, una diferencia y excepción entre los otros ... En estas procesiones, los caballos de los españoles participantes en ella se adornan en la manera más magnífica, y cada hombre se empeña en estar sentado a caballo con las más ricas ropas. Lo mismo como yo me había empeñado en inspirar en las procesiones eclesiásticas, a los indios, una sumisión a Dios, Señor del cielo, quise empeñarme en darles también una idea de qué modo debían mostrarse respetuosos ante un jefe de la tierra y rendirle homenaje.

Así, en la fiesta de San Francisco Javier, nombraba, de entre los caciques, uno que hacía de Alférez Real; instituía compañías de veinticinco hombres con un oficial delante, y estas compañías tenían sobre sí ponchos o paños que los uniformaban entre sí, y los distinguía de los otros. No faltaban las bandas de música. En la Iglesia

... el Alférez entraba con sombrero puesto, y con su estandarte llevado en la mano, y se sentaba al lado del evangelio en un sillón en medio de dos hombres colaterales que sostenían las borlas del estandarte. Durante todo el tiempo tenía el sombrero sobre la cabeza hasta la Transustanciación. Después de realizado el servicio divino, era de nuevo acompañado con todo su séquito, y hacía una procesión alrededor de toda la plaza de la aldea, en cuyo centro había sido erigida una puerta triunfal, se había izado la bandera real, y se guardaba por dos centinelas colocados al lado.

En este día se banqueteaba con esplendidez, y se hacían diversos juegos, como el combate de indios a caballo y el combate de indios de a pie. Si venía el comandante de la ciudad de Santa Fe, participaba de esta fiesta y de estos juegos, y también participaba del lado de la epístola en las ceremonias religiosas.

c. La Semana Santa entre los indios (23)

Cuenta el P. Paucke:

Yo había instituido, ya en tiempo de cuaresma, que nadie en la aldea saliera al campo a cazar o pasear para que de este modo ellos asistieran a los sermones de cuaresma, allí como en nuestros países el miércoles y viernes, y que atendieran a la enseñanza de la santa confesión. El viernes santo, a la tarde, se conducía por la aldea una procesión en la cual se veían bastantes arrastradores de cruces y disciplinantes que se azotaban fuertemente con sus cinco correones arrollados; durante la procesión se oraba el rosario, y después de cada cántico se les pronunciaba algunos »afectos« al Salvador padeciente. Las ceremonias eclesiásticas se celebraban a la manera romana y española, y así también se erigía un sagrado sepulcro que se hacía sobre el altar mayor con muchas velas prendidas. Para tales cosas no era necesario instigar a los indios, ellos mismos venían de su voluntad y comparecían con devoción.



En lo devocional, estos indios manifiestan un conocimiento Superior, una sabiduría: síntesis de lo comprendido y lo sentido. Esa como conciencia Superior tendría las siguientes connotaciones:

a. Conciencia de unidad: es la fiesta de todos, se congregan en días y horas determinadas. El espacio también es aglutinante: es el templo, es la imagen ... que se siente de todos.

Oraciones, cantos y ritos comunes: porque es un cuerpo el que se expresa, y expresa lo más profundo del corazón, y por ello lo más unitivo y Superior. El cariño de la Virgen, Madre de todos, la pertenencia al Santo Patrono que los hace pueblo de San Javier, el seguimiento al Salvador de todos, la adoración al Padre de todos.

b. Conciencia de lo santo: acercarse a Dios, es acercarse al Todo Santo, y a la vez santificarse. Por eso, nunca faltaba la confesión sacramental en estas grandees fiestas; y por eso la gracia de ser enterrado en el templo – el lugar santo, donde se escuchaba la doctrina santa – había que conquistarla con una vida devota.

c. Conciencia de gratuidad: si se ve sobre todo lo que dice el P. Paucke de las ocupaciones en tiempo de Cuaresma, es obvio que la densidad del tiempo, su sentido más profundo, estaba cimentado en la religiosidad. Los mismos bienes eran expresión de fraternidad y sentido religioso; por eso, al morir, cumplían, con sus bienes, obligaciones fraternas; pero lo mejor era para el Santo Javier. Lo curioso es que, estos bienes así otorgados y regalados a la Iglesia, eran expresión de una actitud, y no la compra de una »gracia«: cuando alguien quiso lograr, mediante paga, un lugar en el templo para ser enterrado, el P. Paucke se encarga de corregir ese criterio erróneo.

Con gestos simples, estos indios expresan cómo el proyecto cristiano de los jesuitas en las Misiones supera la visión economicista de la »razón ilustrada«.

6. Conclusión

Hemos seguido, a grandes rasgos, el trabajo de dos misioneros populares de la Iglesia en la Argentina; y hemos visto cómo y por qué crearon una Reducción – la de San Javier, de los indios Mocobíes – su proyecto cristiano y, finalmente, la doctrina, la vida sacramental, y la devoción que implantaron en ese »pueblo« que crearon.

Nuestro Pueblo es heredero de ese y de tantos otros »pueblos« que fueron creados a lo largo y a lo ancho de la Argentina: y también de los »pueblos« que inmigraron de su solar de origen, y vinieron a establecerse entre nosotros.

Por eso nuestro Pueblo tiene una reserva religiosa (24). Nuestro Pueblo tiene alma, y porque podemos hablar del alma de un Pueblo, podemos hablar de una manera de ver la realidad, de una conciencia.

Advertimos en nuestro pueblo argentino una fuerte conciencia de su dignidad. Es una conciencia histórica cuya personalidad no se ha derivado de un sistema económico (p. ej., no se podría reconocer al pueblo argentino en las abstractas categorías de burguesía y de proletariado), sino que su personalidad se ha ido modelando en hitos históricos significativos como los que se trasparentan en la Relación de la fundación del pueblo de San Javier de los Mocobíes, del P. Francisco Burgés, y en la obra Hacia allá y para acá, del P. Florián Paucke. No es el fruto de una teoría, sino de una vida que es cristiana en su misma raíz.

Quizá para entender hondamente el por qué de esta manera de ser de nuestro Pueblo, tengamos que remontarnos a »recuerdos de familia«, al coraje, a la capacidad de discernimiento y decisión de los primeros misioneros »populares« que vinieron a estas tierras. Ante una posibilidad oscura, ante una »misión« – y por eso se llamaban a sí mismos misioneros – con gente que hasta se dudaba de si tenían alma, supieron vislumbrar la viabilidad apostólica que se les ofrecía. Resultado: el único continente católico.

Evidentemente que no se trata de triunfalismos, ni de cosechar méritos para nuestros antepasados. no olvidemos que toda esta actividad apostólica estaba encuadrada en una política más amplia, inspirada en el humilde consejo del obispo de Badajoz a Carlos I de España: »Harás pueblos felices, hermanados en la justicia, sin que se expolien unos a otros«. Pero el resultado de este sentido de viabilidad apostólica es que Dios está en el corazón de nuestro pueblo, y de allí no se va más.

Por eso nuestros proyectos liberadores más auténticos tiene que privilegiar la unidad al conflicto, el todo a la parte, el tiempo al »espacio«, y la realidad a la »idea«, porque hemos advertido que »el enemigo de natura humana« divide, para reinar, mediante la prevalencia del conflicto, o de la parte, o del »espacio« o de la »idea«. Es el proyecto de una Nación lo que está en juego, y no la acomodación de una clase o sector del Pueblo.

También advertimos que el trabajo es, para nuestro pueblo, una fuente de dignidad. Y si quisiéramos adentrarnos en la teoría de clases de nuestro pueblo, encontraríamos una división muy simple, pero muy real: los que trabajan, y los »zánganos«. Porque nuestro pueblo, cuando juzga, lo hace desde una hermenéutica moral, y los principios de esta hermenéutica son la solidaridad, la justicia y el trabajo.

Este pueblo fiel no divorcia su fe cristiana de sus proyectos históricos, ni tampoco los mezcla en un mesianismo revolucionario. Este pueblo cree en la Resurrección y la Vida: bautiza a sus hijos, y reza por sus muertos. Nuestro pueblo reza y, ¿qué pide? Pide la salud, el pan, el entendimiento familiar; y para la Patria, paz. Algunos piensan que esto no es revolucionario, pero el mismo pueblo, que pide paz, sabe de sobra que ésta es fruto de la justicia.



Anexo

Datos históricos más importantes referentes a la Reducción de San Javier

1734: El teniente Gobernador de Santa Fe, Don Francisco Javier de Echagüe y Andía, ex-alumno del Colegio de la Inmaculada, firma la paz con los Mocobíes. 1743: Comienzo de la Reducción de San Francisco Javier con el P. Francisco Burgés, nacido en Pamplona en 1709.

1751: Paucke en la Reducción de San Javier (donde se queda hasta 1767, año de la expulsión).

1752: Burgés abandona la Reducción al ser nombrado Procurador de Misiones.

Otras Reducciones que bordearon el Gran Chaco

1748: San Jerónimo (sobre la margen austral del arroyo del Rey) con los indios Abipones.

1749: La Concepción (sobre el río Dulce) con indios Abipones.

1750: San Fernando (hoy Resistencia) con indios Abipones.

1751: Valbuena o San Juan Bautista con indios Isistines y Toquistines.

1756: San Ignacio o Ledesma con indios Tobas y Mataguayos.

1760: Belén con indios Mayas y Guaycurúes (P. Sánchez Labrador).

1763: Macapillo o Ntra. Sra. del Pilar con indios Pasaines.

1765: San Pedro (sobre el río Ispin-Chico, afluente del Saladillo) con indios Mocobíes.

1767: San Juan Nepomuceno con indios Chanás.

Con anterioridad a estos pueblos, que propulsarían los jesuitas, existieron otros según lista del P. Sánchez Labrador. Estaban ubicados al sur de Santa Fe y estuvieron a cargo de clérigos o religiosos, preponderantemente los Franciscanos. Tuvieron vida efímera, generalmente eran atacados y destruidos por indios no reducidos.

Jesuitas que colaboraron con los PP. Burgés y Paucke en la Reducción de San Javier

En su relación, el P. Burgés consigna que, al comienzo de la instalación de la redución lo acompañó el Procurador de las Misiones P. Jerónimo Núñez; y que le acompañaron luego los PP. Gaete, Cardiel, Bonenti, de Cea, Novalón, García, Canelas y los HH. Agustín Almedina y Domingo Ugarte.





Notas:

(1) Cfr. Estudio – Oración – Acción, Suplemento del Boletín de Espiritualidad 22, nota 14.

(2) Cfr. Documento de San Miguel, VI. Pastoral Popular, 4; Documento Sinodal 1971, La Justicia en el mundo, Introducción.

(3) P. Arrupe, »El futuro de la vida religiosa«, publicado por Noticias de nuestros Superiores Ge- nerales, CAR, p. 8 (los subrayados son nuestros). En algunos planteos sobre religiosidad popular, seguimos a Fernando Boasso en sus reflexiones ad instar manuscripti.

(4) Por ejemplo, sería ofensivo decir que nuestra historia es una »historia de dependencia« o que nuestra historia está invadida por el »dominador« (cfr. Lópea Rosas[1974: 9-11]; el autor se coloca, como nosotros, desde el punto de vista de la historia argentina; aunque lo que dice tiene su cuota de verdad para el continente del que formamos parte).

(5) No se trata pues de »copiar«, sino de »imitar«: la »imitación« – como la de Cristo –, es una »re-lectura« del »modelo« a la luz de los acontecimientos contemporáneos; y esta »re-lectura«, más que decirnos »qué« hay que hacer, nos dice »cómo« hay que hacerlo. Este principio tiene relación con aquel otro que dice: »cuando quieras saber lo que cree la Iglesia Madre, andá al Magisterio (porque es el encargado de enseñarlo infaliblemente); pero cuando quieras saber cómo cree la Iglesia, andá al pueblo fiel ...« (cfr. AA. VV. [1973: 3]).

(6) Cfr. Furlong (1938: 23) (los subrayados son nuestros).

(7) Furlong (1938: 24).

(8) Cfr. Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 15).

(9) Ibidem.

(10) Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 9).

(11) Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 7-8) (los subrayados son nuestros).

(12) Cfr. Furlong (1938: 25-26) (los subrayados son nuestros).

(13) Cfr. Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 33) (los subrayados son nuestros).

(14) Cfr. Furlong (1938: 28).

(15) Cfr. Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 123-124).

(16) Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 109-110).

(17) Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 113-119).

(18) Cfr. Paucke Hacia allá y para acá (1942: II 27-37).

(19) Paucke Hacia allá y para acá (1942: III 9-10).

(20) Paucke Hacia allá y para acá (1942: III 11).

(21) Paucke Hacia allá y para acá (1942: III 3-8).

(22) Paucke Hacia allá y para acá (1942: III 13).

(23) Paucke Hacia allá y para acá (1942: III 11).

(24) Somos deudores, en esta conclusión, de Jorge M. Bergoglio, en su »Discurso a la Congregación Provincial«, realizada este año en la Provincia Argentina.









Boletín de espiritualidad Nr. 34, p. 1-22.