Cuarto evangelio y ejercicios de san Ignacio

Donatien Mollat sj





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El P. D. Mollat S.I., profesor de Escritura en la Universidad Gregoriana de Roma, es una persona bien conocida por sus publicaciones sobre los escritos juaninos, entre las que se pueden citar su traducción del Cuarto Evangelio en la Biblie de Jerusalem, L’Evangeliste et les Epitres de Saint Jean (París, 3eme. edition 1973), y Jean l’Evangeliste en Dictionnaire de Spiritualité (vol. VIII, cc.192-247).

Desde hace años que el P. Mollat se dedica igualmente al ministerio de los Ejercicios Espirituales: sabe unir, con una competencia especial y muy apreciada por sus numerosos ejercitantes, un conocimiento profundo de las Escrituras con una comprensión no menos profunda de los Ejercicios de San Ignacio.

Por eso ofrecemos hoy el texto de esta conferencia dada, por el P. Mollat, en el Centro Ignaciano de Espiritualidad de Roma, en enero de 1974.

La experiencia espiritual de San Ignacio, tal cual ella el expresa en los Ejercicios, testifica una asimilación personal de la Sagrada Escritura. Esta asimilación puede ser estudiada de diversas maneras.

Una de ellas es la presente, en la cual el P. Mollat nos muestra que ambas obras se esclarecen mutuamente.

Los puntos de comparación son los siguientes: como rasgo de vocabulario, de estilo, diríamos, el uso predominante de los verbos respecto de los sustantivos; el objetivo común, que es el “buscar y hallar la voluntad divina”; la importancia de la decisión por Cristo; una visión dramática de la historia del hombre; rasgos fundamentales, comunes en los modos de orar; y, finalmente, la importancia del amor que se muestra en hechos.

1. Introducción

Es bastante habitual establecer una comparación entre San Ignacio y San Pablo. Parece, en cambio, bastante paradojal compararlo con San Juan. La primera vez que anuncié esta conferencia, algunos preguntaron: ¿no es un error? ¿San Ignacio y San Juan? ¿No será San Ignacio y San Pablo?

Mi intención no es establecer una comparación metódica entre San Ignacio y San Juan, más concretamente entre los Ejercicios Espirituales del primero, y el Cuarto Evangelio del segundo; ni tampoco dosificar los posibles influjos literarios. Quisiera solamente y éste es con exactitud mi objetivo presentar, en algunos ejemplos, los rasgos comunes a San Ignacio y San Juan. O mejor todavía, basándome para ello en largos años de experiencia, quisiera mostrar la ayuda que puede aportar el Evangelio de San Juan a una inteligencia de los Ejercicios y, recíprocamente, cuál sería la clave que para una inteligencia espiritual del Evangelio, nos pueden ofrecer los Ejercicios.

Decía entonces que mi empresa puede parecer paradojal. No soy, sin embargo, el primero que me lanzo a ella: el P. Costa Rosetti, en su libro De Spiritu Societatis Jesu, publicado en Friburgo -Suiza, en 1888, narra el siguiente hecho, que él toma de Lancicio.

Lancicio cuenta una visión que Santa María Magdalena de Pazzis ha tenido en la fiesta de San Esteban, el 26 de diciembre de 1599, en las primeras Vísperas de la fiesta de San Juan. Santa María Magdalena de Pazzis tuvo un éxtasis, en el que le parecía ver que, en el cielo, Dios se complacía, “se deleitaba”, de tal manera en el alma de San Juan que, hasta cierto punto “quodam modo”, pareciera no haber otros santos en el cielo. Y veía igualmente que Dios se complacía en el alma del Bienaventurado Padre Ignacio, fundador de la Compañía de Jesús. Y decía con vehemencia: “Spiritus Joannis et ille Ignatii est Ídem”. El espíritu de Juan y el de Ignacio, son uno mismo. Y daba esta definición de uno y de otro: “Totus est amare, et conducere ad amandum”. Todo él hablando de ambos es amar, y conducir a otros a amar. Y comprendía el que Dios se deleitara, por esta razón, en ambos santos, porque “illorum scopus et finís, amor et caritas”: su objetivo y fin es, en ambos, el amor, la caridad (1).

2. El vocabulario como revelador del temperamento espiritual

Ante todo, quisiera llamar la atención sobre un hecho: el vocabulario de ambos autores, pues éste es revelador del temperamento espiritual de una persona. Pues bien, un rasgo de ambos vocabularios es el uso preponderante del verbo.

San Ignacio, cuando quiere definir los Ejercicios en la Anotación primera, no usa ninguna palabra abstracta, sino casi exclusivamente verbos, y verbos de acción: “…por este nombre, ejercicios espirituales, se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental, y de otras espirituales operaciones, según que adelante se dirá...” (EE.1). Y más adelante dice que “todo modo de preparar y disponer el alma, para quitar de si todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios espirituales” (ibídem).

Se podrían hacer análogas constataciones en todos los casos en los cuales San Ignacio intenta dar una definición. Así, por ejemplo, en el discurso de Cristo en la contemplación del Reino: “Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos y así entrar en la gloria de mi Padre; por lo tanto, quien quisiere venir conmigo, ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria” (EE.95).

En las Dos Banderas, los discursos de ambos jefes tienen el mismo estilo.

La definición de la Tercera Manera de Humildad tiene un carácter análogo: más que una definición, es una descripción de tres comportamientos, es a saber, “que así me abaje y me humille...” (EE.164) que, “por parecer e imitar más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza… y desear más ser, estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (EE.167).

El ejemplo más típico es quizá el de la definición de la consolación. En la Tercera Regla para “en alguna manera sentir y conocer las varias mociones... y son más propias para la primera semana”, San Ignacio dice así: “Llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior con la cual viene la ánima a inflamarse en amor de su Creador y Señor, y consequenter cuando ninguna cosa sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas” (EE.316).

¡Curiosa definición! San Ignacio emplea el giro de la gente sencilla, de los niños: ¿Qué es algo...? Cuando...

Habría que hacer una estadística más completa y más allá de los Ejercicios, porque el empleo predominante del verbo puede ser el género literario de su autor. Como la cosa no es ahora posible, contentémonos con una rápida comparación entre los Ejercicios y el Evangelio de San Juan.

A pesar de ciertas apariencias en contrario, podemos hacer, respecto del Evangelio de San Juan, las mismas observaciones que las que acabamos de hacer respecto de San Ignacio en los Ejercicios. Digo “a pesar de ciertas apariencias”, porque una lectura apresurada del Cuarto Evangelio podría dar una impresión contraria. El vocabulario de San Juan vuelve incesantemente a ciertas nociones como “Verdad”, “Vida”, “Gloria”, “Juicio”, “Testimonio”, “Luz y Tinieblas”, “Carne y Espíritu”. Tal manera de expresar el misterio de Cristo demuestra un gran poder de reflexión y de síntesis. San Juan ha reducido todo a algunas pocas grandes nociones: el Cristo, la luz y las tinieblas, su gloria, su testimonio, etc., etc. Con todo, si se mira más de cerca, uno se da cuenta, por de pronto, que el contenido de tales nociones siempre es concreto: ni la Verdad, ni la Vida, ni la Luz tienen nada de abstracto. Y además se nota rápidamente que también aquí hay un predominio del verbo sobre el sustantivo, de la palabra que expresa la acción sobre la noción abstracta.

Nos daremos cuenta de ello si establecemos una rápida comparación entre San Pablo y San Juan. Este no dice, como aquél, que Dios da al hombre la revelación (“la apokalupsis”), ni que le da el conocimiento (la “gnosis”), ni que le da la filiación divina (la “huiothesia”), ni la libertad (la “eleutheria”), ni la regeneración (la “palingenesia”), ni la unidad (la “enotés”). Estas palabras, que son propias del vocabulario paulino, no se encuentran en San Juan. Queriendo hablar de la iniciativa divina respecto del hombre, San Juan dice que Dios nos envía, nos dona a su Hijo único, que el Verbo se hace carne, que el Hijo nos da la libertad (“Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres”, Jn. 8,36), que nos da “el poder de hacernos hijos de Dios” (Jn.1,12), de tener “por El la vida eterna” (Jn.3,15), de ver la vida (Jn.3,36). Cristo no nos da la unidad (la “henotés”), sino que muere “para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn.11, 52).

Lo mismo sucede cuando se trata de la respuesta del hombre a esta iniciativa de Dios: San Juan no emplea jamás, en su Evangelio, la palabra abstracta “fe”(la “pistis”), mientras que emplea noventa y ocho veces el verbo “creer”. El sustantivo “fe” sólo aparece una sola vez en la Primera Carta (1 Jn.5, 4). Jamás recurre a la palabra “gnosis” mientras que insiste mucho en el “conocer”. Nunca utiliza palabras como visión, contemplación…La misma palabra “amor” cosa extraña no aparece sino siete veces.

Con mayor frecuencia, pues, San Juan recurre al verbo. A continuación, me limito a enumerar para probarlo, un cierto número de palabras, características de la vida espiritual según San Juan: reconocer, ver, acoger, venir, seguir, guardar, creer, conocer, amar, permanecer, poder, etc. etc.

La definición de la “Vida” es típica, y se la puede poner en paralelo con la definición que vimos más arriba que nos daba San Ignacio. Se encuentra al comienzo de la oración sacerdotal: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn.17, 3). La definición de la “Verdad”, pedida por Pilatos durante la pasión, sin esperar respuesta (“¿Qué es la Verdad? Y, dicho esto, volvió a salir...”), ya había sido dada con anterioridad: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn.14, 6).

Este rasgo de estilo, común en San Juan y a San Ignacio, revela un temperamento. Juan, como Ignacio, no es un especulativo. Verdadero teólogo por la rigurosa unidad de su visión, he hecho anteriormente alusión a esta unidad, por el poder de lo que, hoy en día, se suele llamar “concentración cristológica”, no construye, sin embargo, un sistema conceptual: da testimonio. Y su testimonio lo es de una experiencia espiritual que quiere hacer compartir. La primera conclusión que San Juan saca, en su Evangelio, respecto de las “señales”, es bien significativa a este respecto: “Estas señales, entre muchas otras, han sido escritas en este libro…para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn.20, 31).

El Cuarto Evangelio tiende, pues, a suscitar esa actitud de fe que un autor definía así, en lo que le es esencial: “La fe de San Juan tiene siempre este sentido: profunda adoración, y total entrega de sí mismo”. A esto nos lleva la lectura del Evangelio de San Juan.

San Ignacio, por su parte, quiere llevar, a cada ejercitante, a una oblación: la definida, sea en la oblación del Reino (EE.98), sea en el “coloquio” de las Dos Banderas (EE.147), de los Tres Binarios (EE.155;con la “nota” correspondiente, EE.157), sea en la Tercera Humildad (EE.167; con la “nota” correspondiente, EE.168), y que es una actitud que ya se plantea, inicialmente, en el "hacernos indiferentes…en tal manera que no queremos, de nuestra parte…solamente deseando y eligiendo lo que más conduce para el fin que somos creados” (EE.23), y que se corona, en la Contemplación para alcanzar amor, con la oblación del Primer punto (EE.234), otra similar de los otros puntos (EE.235-237). Y notemos que, para San Ignacio, tan importante es esta actitud, que no sólo la propone al final de estas contemplaciones, sino en los mismos preludios de muchas otras contemplaciones, como en la Anunciación (EE.104), los Tres Binarios (EE.152), y la Contemplación para alcanzar amor (EE.233).

3. Objetivo común: “buscar y hallar la voluntad divina”

Pasemos ya a otro rasgo común a San Ignacio y a San Juan: ambos a dos coinciden en el objetivo, y lo expresan por la misma fórmula.

La Anotación primera, que ya hemos tenido ocasión de citar, define los Ejercicios como “todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima” (EE.1).

Esta fórmula, “buscar y hallar”, es típica de San Ignacio. El P. Giuliani lo advierte en su Introducción al Diario Espiritual: “Dos palabras, escribe, que frecuentemente se presentan en los escritos ignacianos, marcando, por así decirlo, la oscilación interior en la vida de oración: buscar y hallar. El hombre busca por todos los medios que están a su alcance; pero sólo Dios hace hallar su gracia, revelándola en su momento”. Y a continuación el P. Giuliani cita un texto de San Ignacio que dice así: en capilla, pareciéndome ser la voluntad divina que pusiese conato en buscar y hallar, y no hallando, y también pareciéndome bien el buscar, y no siendo en mi facultad el hallar…” (2). Este texto es característico en la espiritualidad de San Ignacio, y se encuentra en otros sitios del mismo Diario Espiritual; por ejemplo: “…no hallar lo que buscaba…” (3).

Ahora bien, esta misma expresión "buscar y hallar”, es también característica del estilo de San Juan. Las primeras palabras que Cristo pronuncia en el Capítulo Primero del cuarto Evangelio son: “¿Qué buscáis?” (Jn.1, 38). Juan el Bautista ha señalado a Cristo como “el Cordero de Dios” (Jn.1, 36). Dos discípulos, que estaban allí, lo han oído, y siguen al Cordero. Este se vuelve, y les pregunta: “¿qué buscáis?”. Autores tan diferentes como el P. Lagrange y Bultmann han interpretado esta pregunta en su sentido “fuerte”, y ven en ella, según la intención de San Juan, una cuestión fundamental que se plantea a todo lector del Evangelio. Bultmann escribe: “Este ‘a quién buscáis’ es también la primera cuestión que debe plantearse a quien viene hacia Jesús, y que tiene que ser resuelta”. El P. Lagrange, por su parte, escribe: “Esta cuestión se plantea a todo lector del Evangelio”.

El P. Boismard ha llamado la atención sobre esta pregunta, y ve en ella un tema proveniente de la tradición de los libros de la Sabiduría: o sea, el tema de “buscar" y de “hallar” la sabiduría Cristo se presenta, en el umbral del Evangelio, como la sabiduría divina que "se hizo carne” y que hay que buscar y hallar. En el mismo capítulo vemos que, luego de la pregunta, “¿a quién buscáis?”, los discípulos dicen a sus compañeros: “hemos encontrado al Mesías” (Jn.1-,41). La fórmula pues “buscar y hallar” es característica del comienzo al menos del Cuarto Evangelio.

Pero independientemente del binomio “buscar y hallar”, el verbo “buscar” es frecuente en el Cuarto Evangelio: no sólo es la primera palabra de Cristo en el Capítulo Primero sino que es también una de las últimas, en la Semana de Pascua. A María de Magdala, que busca su cuerpo, Jesús le pregunta: “¿a quién buscas?” (Jn.20, 15). El Evangelio de Juan está enmarcado pues en estas dos preguntas.

El objeto de la búsqueda es normalmente Jesús; y, en el caso de María de Magdala, como lo ha demostrado Feuillet, la expresión evoca la búsqueda del Bien Amado en el Cantar de los Cantares. Esta nota personal y esta pasión contenida caracterizan a San Juan.

El Evangelio de San Juan, pues, aclara el tema ignaciano, aparentemente impersonal y más frío, de “buscar... la voluntad divina”.

La “voluntad divina” es un tema paulino muy importante: la palabra “thélema” se halla veinticuatro veces en las Cartas de San Pablo, y casi siempre aplicada a Dios. Se ha podido, pues, decir que es una palabra clave en la teología paulina. Recientemente el P. Espinosa ha estudiado un texto paulino que tiene particular importancia para lo que estamos tratando: el texto de Rm.12, 1-24.

Sin embargo, es un hecho que la expresión “buscar. . . la voluntad divina” no se encuentra más que una vez en todo el Nuevo Testamento, y es precisamente en San Juan, en labios de Cristo: “. . .no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn.5,30).

El Cristo juánico vive la búsqueda constante de la voluntad del Padre. La expresión “buscar la voluntad” significa desear conocerla y querer cumplirla perfectamente. Implica, como bien lo dice Westcott, "la negación de toda ambición personal”, la renuncia a todo punto de vista egoísta; y, positivamente, la consagración radical a la voluntad del Padre, es decir, a la obra o misión confiada por el Padre.

Al comienzo de su discurso sobre el Pan de Vida, Jesús declara: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn.6, 38); y a continuación explica que esta Voluntad es la salvación de los hombres (Jn.6, 39-40).

Se podrían citar, en la misma línea, los textos en los cuales Jesús dice que “no busca su propia gloria” sino “la gloria del que le ha enviado” (Jn.5, 44; 7,18; 8,50): expresan la misma realidad, es decir, la prioridad total, en el mutuo amor, de la voluntad del Padre sobre la del Hijo.

El Evangelio de San Juan, y muy particularmente su cristología, permite pues definir, en todo su rigor, el objetivo propuesto, desde el Principio y Fundamento, por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. La vida de Cristo se presenta, en éstos, como una existencia humana vivida en referencia absoluta a Dios, que es fuente y fin de esta vida. El “alimento” de Cristo es “hacer la Voluntad” del que lo ha enviado (Jn.4, 34). Su vida encuentra su alimento en el cumplimiento de la Voluntad del Padre, de la obra del Padre que se realiza en El, así se lo dice a sus discípulos, junto al pozo de Jacob, cuando le ofrecen un alimento. Jesús se esfuma, para ser solamente el “enviado” del Padre. Se identifica totalmente con su “misión”: no vive sino para ella, como lo ha advertido muy bien Bultmann. Más aún, no vive solamente para su misión, sino que vive de su misión. Se identifica con ella. Es la Misión viviente.

Por supuesto, Jesús se pone en el centro de la Revelación, hasta el punto de apropiarse el "Yo soy…” del Yahvé del Antiguo Testamento (Jn.8, 24); pero a la vez desaparece frente a ese otro, a ese Alguien (Jn.8, 50), íntimamente presente y con el cual es “una sola cosa” (Jn.10, 30). Cristo puede decir, con toda verdad y a la vez: “El que cree en Mí, no cree en Mí, sino en Aquel que me ha enviado” (Jn.12, 44), o “El que me ha visto a Mí, ha visto a mi Padre” (Jn.14, 9); y “Yo soy el Pan de Vida" (Jn.6, 35), y “Yo soy la Luz del mundo” (Jn.8, 12). Jesús lleva esta voluntad de desaparecer hasta el extremo. Ni su palabra, ni su doctrina, ni su obra es suya. No ha venido, ni ha obrado, ni ha hablado por sí mismo: no ha querido hacer nada por sí mismo. Esta negación intransigente que, a primera vista, parece ser el signo de una inferioridad, es por el contrario el supremo testimonio que nos enseña con toda claridad la divinidad de Cristo, y el misterio de su filiación divina (5). Esta referencia total a Dios, como a su Padre, se manifiesta, con toda su radicalidad, en la Pasión.

4. Importancia de la decisión por cristo

Otro rasgo, común a San Ignacio y a San Juan, es la importancia que atribuyen a la decisión por Cristo.

Es inútil insistir en este aspecto de les Ejercicios: llevan, a quien los hace, a un compromiso sin reservas al servicio de “Cristo nuestro Señor, Rey eterno” (EE. 95), “Señor universal” (EE. 97), “sumo Capitán general de los buenos” (EE. 138), etc. Estas, y otras fórmulas, se hallan en la contemplación del Rey Eternal, de las Dos Banderas, y en todo el libro de los Ejercicios.

También bajo este aspecto el proyecto ignaciano encuentra, en el Evangelio de San Juan, un firme punto de apoyo. Es mérito de Bultmann el haber subrayado el carácter de opción y de compromiso que tiene, en el Cuarto Evangelio, la fe en Cristo. Se había insistido mucho, y con razón, en el contenido dogmático de la fe según San Juan. Bultmann insiste, además, en el aspecto de opción y de compromiso, como algo esencial a la misma, fe. La fe, dice Bultmann, es decisión por Cristo. “Creer en Cristo" para Juan, un compromiso fundamental de alcance escatológico, por el cual el hombre determina su destino: luz o tinieblas, Vida o muerte. Como dice San Juan: “El que cree en el Hijo, tiene la vida eterna; el que se resiste al Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios pesa sobre él” (Jn.3,36). Un autor católico, F. Mussner, define la fe juánica como “la decisión por la vida”.

Esta decisión toma el carácter de una ruptura con lo que liga al hombre con las tinieblas, con la mentira, con la muerte, con el mundo, en el sentido peyorativo con que este término se encuentra, muchas veces, en San Juan. Es una renuncia a las falsas seguridades de la carne, comprendiendo en ellas las de la ciencia. Ejemplo, Nicodemo: Jesús lanza a Nicodemos hacia lo desconocido. A partir de esta renuncia a las falsas seguridades, la fe es un nuevo nacimiento, “en Espíritu y en Verdad” (Jn.4, 23), del hombre en cada hombre. Como lo dice muy bien Schlier: “el creyente asume la decisión de Dios en Jesucristo”; es decir, la decisión que Dios ha tomado para nuestra salvación en Jesucristo. Esta fórmula nos pone en el centro, en el corazón, tanto del Cuarto Evangelio como de los Ejercicios.

Ahora bien, este Cristo por el cual el creyente se decide, es realmente, según San Juan, el Cristo pobre y humilde, en cuyo seguimiento se compromete el ejercitante. También aquí tiene razón Bultmann, aunque lo hace desde presupuestos inaceptables, cuando subraya lo que él llama "el escándalo” de la Encarnación. Bultmann va tan lejos que, para él, Jesús no es más que un hombre. La fe supera este escándalo de que Dios se haga oír, se revele, a través de alguien que no es sino hombre. Una vez rechazado este presupuesto inadmisible, Bultmann tiene razón.

El Cristo, al cual nos conduce San Juan, es el Verbo hecho carne. Es verdad que “hemos visto su gloria” (Jn.1, 14), pero “se hizo carne” (ibídem); es decir, ha hecho suya la debilidad y este es el sentido de la palabra “carne'”, precariedad, mortalidad, y pobreza de la condición humana. No siempre se ha subrayado suficientemente este aspecto: el tema del Jesús-Hombre es característico del Evangelio según San Juan. Juan emplea, más que todo otro escritor primitivo, el título de “Jesús de Nazareth”. Es el único que lo pone en la inscripción de la cruz: “Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos” (Jn.19, 19). El Cristo de San Juan es el Jesús de Nazareth del cual Natanael comienza por burlarse (Jn.1, 46).

Jesús es Rey: en San Juan, como en San Ignacio, el tema de la realeza de Cristo tiene un lugar importante. Se insinúa, desde el Capítulo Primero del Evangelio, en la designación como “Cordero de Dios”; y pienso que aquí existe una alusión a Isaías (cap. 11), en la descripción que el profeta hace del Rey mesiánico. Este tema, del Rey mesiánico, se encuentra al fin de este mismo capítulo, en la confesión de Natanael: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn. 1,49). Vuelve más adelante, después de la multiplicación de los panes, y en una perspectiva muy instructiva para nosotros: la muchedumbre quiere “venir a tomarle por la fuerza —“harpazein”- para hacerle rey” (Jn. 6,15); pero Jesús rechaza la interpretación política, y puramente temporal, que la turba le da a su misión, y “huye de nuevo al monte, él sólo” (ibídem), del ofrecimiento que se le hace. El tema se desarrolla, a continuación, en toda su amplitud, hasta el momento de la Pasión, en que la ambigüedad del mismo, su equivocidad, desaparecerá, en la confrontación entre la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (Jun. 12, 12-16), y el encuentro con Pilatos (Jn. 18, 33-37). Este encuentro está centrado totalmente en esta idea de la Realeza: Jesús se proclama, entonces, como Rey, en el sentido de que en El, el Hijo de Dios, se encarna la Verdad. “Todo el que es de la Verdad, escucha mi voz”.

La Realeza de Cristo se afirma, pues, con todo vigor; pero es la Realeza de un Cristo desarmado. Es una de las intuiciones más grandiosas de San Juan en la Pasión. La Realeza de Cristo se afirma allí en la confrontación de Jesús, sin otras armas que las de la verdad, con los poderosos de la vida política y religiosa. San Juan ha visto la importancia de esta confrontación con el representante del César. Este rey desarmado es verdaderamente un Rey pobre y humilde “en lugar humilde, hermoso y gracioso”, como dice San Ignacio en el primer punto de su contemplación de las Dos Banderas (EE. 144)-. San Juan ve a un Cristo aureolado de gloria divina y real en las mayores humillaciones de la Pasión.

Ahora bien, la misma visión es la de San Ignacio en la Tercera Manera de Humildad, a la que quiere llevar con sus Ejercicios (6). Debe operarse, en todo aquel que hace verdaderamente estos Ejercicios, un vuelco de “ciento chenta grados”, gracias al cual descubrirá, como San Juan lo ha hecho en la Pasión, que en la pobreza de Cristo está la verdadera riqueza; en los oprobios soportados por Cristo, la verdadera Gloria; en su humildad, la verdadera Vida; en su aparente fracaso, en su muerte, la manifestación de su realeza. Esta es la razón por la cual San Juan ve, en la Pasión, “el juicio de este mundo”, y al Príncipe de este mundo, “echado abajo” (Jn. 12,31); y por qué Jesús les dice a sus discípulos: “¡Animo, yo he vencido al mundo! (Jn. 16,33). Por eso la opción por Cristo, tanto en San Ignacio como en San Juan, sólo a este precio es definitiva y sólida.

Es verdad que el vocabulario de pobreza y oprobios, utilizado por San Ignacio, se aproxima más al de San Pablo. Pero, como hemos visto, San Juan sitúa la opción por Cristo y a un nivel tal de profundidad que se identifica con una opción por la pobreza y los oprobios de Jesús.

5. Vision dramatica de la historia del hombre

Pasamos ahora a otro aspecto común a San Juan y a San Ignacio: la importancia de lo que se ha dado en llamar -impropiamente, a la verdad- “dualismo juánico”, que se debe poner en parangón con las Dos Banderas (EE. 136), los dos campos, uno de “toda aquella región de Jerusalem”, y otro, “en región de Babilonia” (EE. 137), los dos “pensamientos…el uno que viene del buen espíritu, y el otro del malo” (EE. 32); que se hallan a la base de la concepción espiritual de San Ignacio.

San Juan y San Ignacio tienen una visión dramática de la historia de salvación: para ambos, el hombre, todo hombre, se encuentra en medio de un inmenso drama espiritual. En el trasfondo de este drama, ven que se perfila la potencia maldita, presente en este mundo, y que hace de él “tinieblas” (Jn. 12,35), “oscuridad” (Jn. 8,12, con “nota” de la Biblia de Jerusalem), mundo clausurado y cerrado en sí mismo, encerrado en la mentira y la violencia. Fórmulas juaninas como las que Jesús dice, en el Capítulo Octavo, a los judíos (“vuestro padre es el diablo…fue homicida desde el principio…es mentiroso y padre de la mentira”, Jn. 8, 41-44; cfr. 17,15), ayudan sin duda a precisar, a situar, a profundizar la visión ignaciana del “Primero, Segundo y Tercer pecado” (EE. 45) y de las Dos Banderas (EE. 136).

También las Reglas ignacianas “para en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en el ánima se causan” (EE. 313), o de “discreción de espíritus” (EE. 328), esclarecen esta concepción de la historia como un drama, como una lucha, como un combate, y entrañan la necesidad de un discernimiento.

El discernimiento juega un papel capital en el Evangelio y en la Primera Carta de San Juan. Numerosos textos indican, como diría San Ignacio, “las redes y cadenas” que ligan la libertad humana, e impiden que el corazón del hombre se abra a la iniciativa de Dios: la suficiencia falsa gloria, el miedo “phobos”), etc. Así por ejemplo, Cristo les dice a los judíos: “¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene de sólo Dios?”(Jn.5,44). San Juan presenta luego a los padres del ciego de nacimiento, después de la curación de éste, como teniendo “miedo a los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía, al Señor, como Cristo, quedara excluido de la sinagoga” (Jn. 9,22; cfr. 12, 9-11).

Cristo, en el Cuarto Evangelio, quita la máscara que cubre el rostro de todo hombre: “Ya se yo que no tenéis en vosotros el amor de Dios” (Jn. 5,42); “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís: ‘vemos’, vuestro pecado permanece” (Jn. 9,41); “a mí sí el mundo me aborrece, porque doy testimonio de que sus obras son perversas” (Jn. 7,7).

Es bien conocida la importancia que tiene “ser de” (“einai ek”): en el Evangelio de San Juan, esta fórmula define el medio al cual pertenece un ser. El Cristo de San Juan discierne perfectamente este medio espiritual de cada hombre: “vosotros sois de abajo. . .vosotros sois de este mundo” (Jn. 8,23). “El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios” (Jn. 8,74). “Todo el que es de la Verdad, escucha mi voz” (Jn. 18,37). Abundan las palabras en este sentido. “Y dijo Jesús: he venido a este mundo para un juicio”, para un discernimiento (Jn. 9,39).

Con los discípulos, profundamente turbados la víspera de su muerte, Jesús habla en otro tono que con sus enemigos; pero también aquí insiste en lo que San Ignacio llamaría “discernimiento”. Jesús ve a los suyos “en desolación”, y les da “ánimo y fuerzas para adelante”, descubriéndoles “las astucias del enemigo de natura humana”, y haciéndolos “preparar y disponer para la consolación ventura” (EE. 7). Les anuncia la venida del Espíritu Paráclito. “No se turbe vuestro corazón. . .os dejo la paz, os doy mi paz. . .si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre…” (Jn. 14, 1 -28). “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto. . .Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado” (Jn. 15, 8-11).

La experiencia ignaciana de la consolación y de la desolación (EE. 316-324, 329-336) se halla en estos textos, y encuentra en ellos un fundamento y una confirmación.

6. Rasgos fundamentales, comunes en los modos de orar

Quisiera ahora decir, algo al menos, acerca del modo de concebir, ambos autores, la relación personal con Cristo: o sea, la oración.

Vamos a fijarnos, para ello,- en sólo tres rasgos fundamentales, comunes a los modos de orar que San Ignacio enseña en los Ejercicios, y que también se hallan en el Cuarto Evangelio.

6.1 El Espíritu en la oración

Ante todo, el principio expuesto en la Anotación 2 (EE. 2). En ella, San Ignacio recomienda, a quien da los Ejercicios, la mayor sobriedad y brevedad en la exposición de la materia de la meditación o contemplación. Dice así: “La persona que da a otro modo y orden para meditar o contemplar (cfr. EE. 238), debe narrar fielmente la historia de tal contemplación o meditación, discurriendo solamente por los puntos con breve o sumaría declaración…”.

La razón es que la meta de los Ejercicios no es ni la mera adquisición de conocimientos, ni la de un saber especulativo, porque entonces habría que explayarse, extenderse en la exposición de las materias tratadas, sino la apropiación personal del don de Dios por el espíritu y por el corazón de cada uno, iluminado por la misma gracia.

San Ignacio le pide, pues, al que da los Ejercicios, que se comporte, respecto de quien recibe dichos Ejercicios, un poco como Cristo se ha comportado, en el Cuarto Evangelio, respecto de sus discípulos.

Jesús, según San Juan, expone plenamente, con una densidad única, pero brevemente, la verdad. Revelándose como el Hijo, revela al Padre, hace conocer al Padre. Sin embargo, al término de su vida, es todavía, para sus discípulos, un perfecto desconocido: “Tanto tiempo que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14,9). La revelación les ha quedado velada. De donde esta otra palabra: “Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn. 16,7); “El, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa…El me dará gloría…” (Jn. 16, 13-14). El Espíritu, enviado por el Padre y por el mismo Jesús, pondrá a plena luz el sentido de las palabras y de los gestos que han quedado incomprendidos, lo hará penetrar en sus corazones, y llevará a los discípulos al conocimiento verdadero de su Maestro.

El Evangelio de San Juan expresa bajo diversas imágenes, esta acción penetrante del Espíritu Santo en el corazón y en el espíritu del hombre: el agua que brota, en el corazón del hombre, para la vida eterna (Jn. 4,14); los ríos de agua viva en los que se abrevará (Jn. 7, 37-38). Y, en la Carta del "mismo San Juan, la imagen de la unción, el aceite, que se derrama: “En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo, y todos vosotros lo sabéis, o sea, sabéis que ésta es la Nueva Alianza, profetizada por Jeremías (Jr. 31,31)…y no necesitáis que nadie os enseñe” (1 Jn. 2, 20-27).

El método de San Ignacio no se explica realmente sino es en esta perspectiva. El que da los Ejercicios expone “solamente…con breve o sumaria declaración” (EE. 2), y luego debe desaparecer y dejar al que hace los Ejercicios con el Espíritu Santo. San Ignacio no nombra, en los Ejercicios, al Espíritu Santo, pero no se puede dar plenamente cuenta de su método si no es contando con El: es el Espíritu quien hará brotar la fuente, quien hará que la palabra se expanda como una luz, como un perfume, en el corazón de quien hace los Ejercicios.

6.2 La oración, como encuentro personal con el Señor

Se puede recordar, en la misma línea, o sea, a propósito de la comparación entre San Juan y San Ignacio, el carácter profundamente personal del Evangelio de San Juan: es, por excelencia, el Evangelio de los encuentros y de los diálogos con Cristo.

Andrés y su compañero "siguieron a Jesús. . .vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día” (Jn. 1, 37-39). Luego, el encuentro con Pedro: "Tú te llamarás Cefas, que quiere decir Piedra” (Jn. 1,42). Enseguida, con Felipe, a quien le dice: "Sígueme” (Jn. 1,43); y con Natanael: "Ahí tenéis un verdadero israelita, en quien no hay engaño” (Jn. 1,47). El diálogo con Nicodemos (Jn.3); el largo diálogo con la Samaritana (Jn. 4, 5-42); la búsqueda que Jesús hace del enfermo de Betsaida, y su pregunta: “¿Quieres curarte”; María de Magdala; Tomás. . .No hay otro evangelio que contenga tantos encuentros y tantos diálogos personales con Jesús: aunque sean típicos, y Nicodemos represente una categoría de hombres, y la Samaritana un pueblo, y el ciego represente nuestra ceguera…con todo, es un rasgo característico del Evangelio de San Juan. Un autor inglés, no católico, C. F. Moule, escribe al respecto: "Es el Evangelio por excelencia del acercamiento personal del alma que va hacia Dios. Es el lugar escriturístico donde se encuentra a quienquiera que se sienta ávido^ de una apropiación personal de la salvación”.

Son propias de San Juan palabras como aquellas del discurso después de la Cena: “El que me ame. . .yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn. 14,21). El discípulo tendrá la experiencia personal del amor de Jesús. Será para él el descubrimiento siempre renovado de una presencia esclarecedora y transformante de su vida.

Ahora bien, el encuentro, el diálogo personal con el Señor, ¿no es acaso uno de los rasgos característicos de los Ejercicios?

San Ignacio exhorta al que da los Ejercicios, en la Anotación (15) (EE. 15), a la mayor discreción. Le recomienda que “no debe mover, al que los recibe, más a pobreza ni a promesa, que a sus contrarios, ni a un estado o modo de vivir que a otro". Le pide la mayor discreción. Se explica así: "el que los da los Ejercicios, no se decante ni se incline a la una parte ni a la otra; más estando en medio como un peso, deje inmediato obrar al Creador con la creatura, y a la creatura con su Creador y Señor”, de manera “que el mismo Creador y Señor se comunique a la su ánima devota, abrazándola en su amor y alabanza” (ibídem).

Conocemos el final de la Anotación 20, sobre la soledad: “el tercero, provecho de la soledad, cuanto más nuestra ánima se halla sola y apartada, se hace más apta para se acercar y llegar a su Creador y Señor; y cuanto más así se allega, más se dispone para recibir gracias y dones de la su divina y suma bondad” (EE. 20).

6.3 Los sentidos corporales y espirituales en la oración

En cuanto a la contemplación de los Misterios de Cristo y a la Aplicación de sentidos, sabemos que son dos modos de orar característicos de los Ejercicios. Este es uno de los puntos donde aparece, quizás con más claridad, el lazo que une a San Ignacio a través de muchos intermediarios que habría que estudiar con la tradición espiritual que se origina en San Juan.

He mostrado recientemente, en el artículo Jean del Dictionnaire de Spiritualité, que uno de los rasgos propios de la espiritualidad juanina, para expresar la experiencia de la comunión con Dios en Cristo, era el empleo de un lenguaje sensorial. Esto se halla en la lógica de la Encarnación: el Verbo se ha hecho visible, próximo, palpable (cfr.1 Jn.1, 1). La Revelación ha venido a los hombres y la vida divina se les ha comunicado por el camino de los sentidos; y es por este camino que ellos la reciben y la gozan. Dos sentidos son privilegiados: ante todo, el "ver”; y, acerca de este tema, el P. Traets ha escrito una tesis en la Universidad Gregoriana: Ver a Jesús, y al Padre en él, según el Evangelio de San Juan: y un sacerdote suizo ha escrito otra, aún no publicada, sobre el “escuchar”. Sin embargo, no se excluye el "tocar”, ni tampoco, al menos discretamente, el “gustar”, como, en Caná, la sobria embriaguez del “vino bueno guardado hasta ahora” (Jn. 2,10). Si uno mira, en efecto, más de cerca el relato de Caná, se da cuenta que la última palabra, y el punto sobre el cual Juan llama la atención, es el gusto exquisito del buen vino guardado para el fin de la fiesta. No es el cambio del agua en vino, sino lo extraño y que llama la atención del maestresala es haber “guardado el vino bueno hasta ahora”. Se gusta el vino servido por Cristo.

De la misma manera, el olor del perfume, derramado sobre los pies de Jesús, como el de los “aromas” que envuelven su cuerpo, se expande todavía y llena la casa (Jn. 12,3). Es un hecho que el relato de la Pasión, según San Juan, está enmarcado en las dos unciones: al principio, es la unción de Betanía, y al final, después de la escena del lanzazo, la sepultura de su cuerpo "conforme a la costumbre judía” (Jn. 19,40). Esta sepultura toma la forma de una verdadera liturgia: es como si el perfume tuviera como objeto el subrayar la gloria de Cristo en su sacrificio.

El Evangelio de Juan es una pedagogía del ver, del oír, del tocar, del gustar, del sentir en el Espíritu y en la Verdad. Es una escuela de contemplación concreta. San Juan no ha elaborado una doctrina de los sentidos espirituales, pero ha puesto sus fundamentos por la doctrina de la Encarnación. Porque el Verbo se hizo carne, la Revelación ha entrado en el hombre por todos sus sentidos. Los cinco sentidos del hombre alcanzan realmente, en la fe, al Cristo glorificado. Son recreados en el Espíritu. El hombre, renacido “de agua y de Espíritu” (Jn, 3,5), ve, oye, escucha, toca, gusta, respira en el Espíritu.

En este punto, San Ignacio está en la Escuela de San Juan.

7. Importancia del amor que se muestra en hechos

Finalmente, tendríamos que hablar del amor, del “agapé”.

Como decía Santa Mana Magdalena de Pazzis, en el texto citado al comienzo de este trabajo: “San Ignacio y San Juan tienen el mismo objetivo: amar, y llevar a otros a amar”. Para San Ignacio, como para San Juan, todo tiene su origen en el amor. "Tanto amó Dios al mundo que dió a su Hijo único” (Jn.3,16); y por el amor (cfr. el principio del Capítulo Decimotercero), todo vuelve al amor. Así termina la oración sacerdotal: que el amor con que tú me has amado esté en ellos, y yo en ellos” (Jn.17, 26). El amor es fuente, objeto y término de la Revelación, el centro de este amor es la persona de Jesús.

El cuadro de la Contemplación para alcanzar amor, con que terminan los Ejercicios, no proviene ciertamente de la tradición juanina, y sin embargo se encuentra con ella. El don, la presencia, la acción, la efusión de la fuente, son nociones juanínas. Dios es amor que se da, que se hace presente y permanece, que hace alianza, que obra. Y Dios es amor que se expande.

Este Dios espera del hombre una respuesta de amor. Pero se puede notar aquí también un rasgo común a San Ignacio y a San Juan. Ambos a dos tienen, como por instinto, horror de lo inauténtico que se introduce tan fácilmente cuando se habla del amor. De aquí proviene no solamente la sobriedad de su lenguaje respecto del amor, sino la común insistencia sóbrela verdad del compromiso por el cual debe expresarse el amor.

San Ignacio dice, en la contemplación de la Encarnación, que hay que amar y seguir a Cristo (EE.104), y también imitarlo (EE.109); y ya en el Principio y Fundamento había dicho que hay que servirlo (EE.23). Y en la Contemplación para alcanzar amor nos dice que “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” (EE.230).

Jesús, en el Evangelio de San Juan, lo dice él mismo: “amo al Padre y... obro según el Padre me ha ordenado” (Jn.14, 31). “El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo” (Jn.10, 17). Para Jesús, la fidelidad en guardar el mandamiento es el signo del amor que se le tiene: “El que ha recibido mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama” (Jn.14, 21). “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn.15, 13). Y en la Primera Carta: “En esto consiste el amor a Dios, en que guardemos sus mandamientos” (1 Jn.5, 3). “Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn.3, 18).

8. Conclusión

Se podría todavía señalar muchos otros rasgos significativos, comunes a San Juan y a San Ignacio. Los que acabamos de considerar nos parecen, sin embargo, suficientes.

¿Qué concluir, pues, de estas consideraciones?

No se trata de decir, como aquel que llegó a ser Cardenal Villot, Secretario de Estado del Papa, al salir de un Retiro sobre San Juan que yo había dado, que San Juan ha hecho los Ejercicios de San Ignacio… sino que, por de pronto, el Evangelio de San Juan y los Ejercicios de San Ignacio se entrecruzan en puntos de doctrina esenciales.

Luego, que el Evangelio juanino ayuda a una lectura en profundidad de los Ejercicios: radicaliza sus intuiciones; nos muestra lo que significa, en realidad, el Jesús pobre y humilde, lo que significa el orar, el encontrar a Dios, el buscar su voluntad, etc. etc.

En tercer lugar, que hay afinidades más profundas que lo que a primera vista parecía entre estos dos autores espirituales. El estudio de San Juan podría tal vez permitirnos valorar ciertos aspectos de la espiritualidad ignaciana que parecerían pasar desapercibidos en una visión de los mismos demasiado rápida, así como llamarnos la atención sobre el aspecto “contemplativo” de San Ignacio. Es en el Evangelio de San Juan donde aparece más viva y claramente, al menos así me parece, el ideal ignaciano del hombre "contemplativo en la acción”: el Hijo que no vive sino con la mirada puesta en el rostro del Padre, y su oído puesto a la escucha del Padre... “El Padre y yo somos una misma cosa” (Jn.10, 30).




Notas:

(1) Mlgn., Scripta, l, pp. 534-535.

(2) Diario espiritual, 17 de marzo (efe. Mlgn. Const. I, 128; I. IPARRAGUIRRE, Obras completas de San Ignacio, n. 164, p. 363).

(3) Diario espiritual (cfr. ibídem, p. 123; I. IPARRAGUIRRE, Obras completas... n. 145, p.357).

(4) Cl. ESPINOSA, Buscar y hallar la voluntad divina según San Pablo y según San Ignacio, MAN RES A, 44-1972-, pp. 25-52.

(5) P. AGAESSE, Abnigation et joi, CHRISTUS, 3-1956-, pp. 91 -92.

(6) Cfr. Examen, c. 4, n. 44 (Con t. 101).









Boletín de espiritualidad Nr. 36, p. 25-41.


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