El decálogo, ley de comunidad

Eduardo Hamel sj





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El Decálogo se ha venido considerando, desde hace tiempo, como el fundamento de la moralidad, no sólo de la veterotestamentaria, sino también de la cristiana. De hecho, la moral cristiana, al menos a partir del siglo XII, se halla íntimamente unida al Decálogo como a fundamento, como a contenido, y también en cuanto a la manera de presentarla.

¿Cuál puede ser la explicación de que la corta serie de los Diez Mandamientos, procedente de la antigua Economía de salvación, se haya también impuesto en el régimen cristiano?

La respuesta a tal pregunta, hay que confesarlo, no resulta fácil.

La vamos a intentar, sin embargo, considerándolo al Decálogo tal y como se nos aparece en el Antiguo Testamento. Lo colocaremos, primero, en su contexto histórico. Veremos el lugar tan importante que tenía el Decálogo en la antigua economía, y hasta qué punto lo influyó la teología del Deuteronomio. Esta vuelta a las fuentes es imprescindible si se quiere dar un juicio de valor sobre el lugar que ocupa el Decálogo en la Economía cristiana. Veremos a continuación en qué forma, con qué contenido y con qué coeficiente de eficacia, ha sobrevivido el Decálogo en el Nuevo Testamento. Nos fijaremos sobre todo en San Juan. Puesto al servicio de la moral del Nuevo Testamento, el Decálogo se cumplirá verdaderamente.

I. El decálogo, documento de la alianza

1. El Decálogo, en el Éxodo

En el libro del Éxodo (capítulos 19-24), el Decálogo forma parte del gran complejo histórico y literario de la Alianza del Sinaí, en el que ocupa un lugar central.

El conjunto sinaítico abarca varias etapas. En una primera, Yahvé ofrece su Alianza al pueblo. Dijo a Moisés: “Así dirás a la casa de Jacob, y esto anunciarás a los hijos de Israel: Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os ‘he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex. 19, 3b-6).

Notemos, en primer lugar, la preocupación de presentar la Alianza en un cuadro histórico. La religión de Israel tiene un carácter esencialmente histórico; y, en esta historia, Yahvé es quien toma la iniciativa. El acontecimiento capital que inaugura esta historia es la salida de Egipto, acción unilateral y gratuita de Yahvé en favor de Israel: Él ha escogido a Israel, y ha decidido intervenir en favor suyo. Verdaderamente, Israel ha sido “prevenido” por la gracia de Yahvé. Estos vehículos constituyen una especie de “preámbulo doctrinal” destinado a subrayar el alcance religioso de la Alianza ofrecida por Yahvé, mostrando anticipadamente sus más remotas consecuencias.

El siguiente versículo (“Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios; y cómo a vosotros os he llevado sobre mis alas y os he traído a mí"), describe lo que podríamos llamar la partida de nacimiento de Israel como pueblo. Israel es pura creación de Yahvé. Ha sido elegido por medio de una intervención poderosa de Yahvé (“…os he llevado sobre mis alas”), cuya cumbre es la liberación de Egipto. Esta liberación constituye la vocación de Israel, que se describe como una elevación de Israel hasta la intimidad divina (“…os he atraído a mí”).

“Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos… Ese “ahora” subraya el lazo entre la historia y el mandamiento. La exigencia de fidelidad, consecuencia de los beneficios de Yahvé, que se acaban de recordar, es la condición necesaria para que Israel pueda realizar los grandes designios de Yahvé sobre él. Después de haber liberado a Israel, Yahvé le pone al corriente de sus intenciones. Aceptar la Alianza no sólo significa someterse a Dios, sino, sobre todo, hacerse compañero Suyo, asociarse a sus destinos, y colaborar con El en su realización, Yahvé quiere asociar a Israel a una aventura histórica que tendrá como fin salvar la humanidad. Como esta aventura es religiosa, Israel será “un reino de sacerdotes y una nación santa…”, que le pertenecerá completamente, separada de los demás naciones, reunida alrededor de su palabra y de su nombre. En cuanto “reino de sacerdotes…”, Israel será mediador entre Yahvé y las demás naciones. Esta mediación supone una unión íntima con Yahvé. Por eso Israel será una “nación santa”, dedicada totalmente al servicio de Yahvé, y se dará reciprocidad de compromiso. Y, aunque las dos personas que intervienen, Yahvé e Israel, sean fundamentalmente desiguales, si Israel acepta la Alianza y las obligaciones inherentes a la misma, Yahvé también se comprometerá por su cuenta, será fiel a sus promesas, y protegerá a Israel.

Siguen las estipulaciones entre Yahvé y su pueblo: “Estas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel. Fue, pues, Moisés, y convocó a los ancianos del pueblo, y les expuso todas éstas palabras que Yahvé le había mandado. Todo el pueblo a una respondió diciendo: Haremos cuanto ha dicho Yahvé. Y Moisés llevó a Yahvé la respuesta del pueblo” (Exp. 19, 6-8).

Estos versículos subrayan la libertad en que Yahvé deja a Israel. No impone la Alianza, sólo la propone. La sumisión de Israel debe fundarse en el reconocimiento y en el recuerdo de los beneficios, de manera que ese recuerdo reconocido motive la respuesta obediente.

Sigue la teofanía, concebida como la aproximación de una tempestad (Ex. 19,16-25). El relato es de una grandiosidad literaria y teológica incomparable, y parece estar influenciado por la liturgia. Yahvé se aparece después de los tres días requeridos para la purificación del pueblo, se manifiesta entre fuego y humo, e interrumpe las transacciones con Moisés para prohibir al pueblo que suba al Sinaí. Esta prohibición es una prescripción ritual que tiene por fin afirmar la santidad del lugar que ha de permanecer inaccesible para todos, incluidos los sacerdotes. Finalmente, Moisés retorna hacia los hebreos llevando consigo las estipulaciones de la Alianza, es decir, los mandamientos.

La teofanía del Sinaí ha constituido, en la vida de Israel, una experiencia religiosa única. El Dios que se ha manifestado en el Sinaí en circunstancias tan dramáticas, es tan grande que su sola aparición basta para fundamentar la Alianza entre Él y el pueblo, y para justificar las obligaciones que impondrá el Decálogo.

El Decálogo se proclama oficialmente de la siguiente manera: “Entonces pronunció Dios todas estas palabras: Yo, Yahvé, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre (Ex. 20,1-2). Este prólogo histórico enlaza el Decálogo con la teofanía precedente, y sirve al mismo tiempo para identificar al Dios que se acaba de revelar.

El lazo entre Decálogo y Alianza, ya subrayado, aparece de manera más clara aún en el relato de la conclusión de la Alianza. Se ha celebrado, primero, un rito sangriento y sacrificial; después, el banquete de comunión, uniendo a Yahvé con el pueblo y estableciendo entre los dos una relación casi familiar. Y, como conclusión, “Moisés vino y refirió al pueblo todas las palabras de Yahvé y todas sus normas. Y todo el pueblo respondió a una voz: Haremos todo cuanto ha dicho Yahvé. Entonces Moisés escribió todas las palabras de Yahvé; y, levantándose de mañana, alzó al pie del monte un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a algunos jóvenes, de los hijos de Israel, que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificios de comunión para Yahvé. Tomo Moisés la mitad de la sangre, y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó después el libro de la Alianza, y lo leyó ante el pueblo, que respondió: Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvé. Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo, y dijo: Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex. 24,3-8).

En el plano ritual, es claro que el rito de la sangre ocupa el centro de la perícopa. El sacrificio queda como relegado a la sombra, y parece que es el pretexto para obtener la sangre necesaria. Moisés divide la sangre obtenida en dos mitades: derrama la una sobre el altar, que representa a Yahvé, y la otra sobre el pueblo. Sin embargo, antes de la aspersión del pueblo, tiene lugar un rito importante. Moisés toma el libro de la Alianza, y lo lee al pueblo. La Alianza quedará verdaderamente concluida “según todas estas palabras’’ (Ex. 24,8). Después que Israel aceptó oficialmente la Alianza y hubo escuchado la lectura del Decálogo, Moisés arroja la sangre sobre el pueblo, y declara establecida la Alianza.

La estrecha comunión concluida entre Yahvé y el pueblo, prefigurada ya en el rito de la sangre, se señala aún más en el segundó rito, la comida de comunión: “Moisés subió con Aarón, Nadad y Abihú y setenta ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel… No extendió El su mano contra los notables de Israel, que pudieron ver a Dios; y comieron y bebieron” (Ex. 24,9-11). Es el banquete de la Alianza, simbolizando la unión entre Yahvé e Israel. El rito de la sangre y el del banquete quieren significar, a Israel, lo estrecha y sagrada que es la unión que acaba de contraer con su Dios.

No se puede negar la presencia de elementos litúrgicos y culturales en el relato de la conclusión de la Alianza: banquete de comunión, sacrificio y rito de sangre y, especialmente, la experiencia única de la teofanía, son partes integrantes de la Alianza.



En el conjunto sinaítico, el Decálogo aparece claramente como el documento oficial de la Alianza, la expresión fundamental de las estipulaciones de la Alianza, la prenda y el signo de la elección de Israel. De hecho, en el libro del Éxodo, el Decálogo es designado frecuentemente como las “palabras… a tenor de las cuales hago alianza”, “palabras de la Alianza”, “diez Mandamientos” (Ex.34, 27-28); más aún, como “libro de la Alianza” (Ex.24, 7).

2. El Decálogo, en el Deuteronomio.

El Deuteronomio recoge elementos ya formulados con anterioridad, y los presenta bajo la forma de exhortación, destinada a explicar la Alianza al pueblo, en el curso de ceremonias cultuales, a iluminar la promulgación litúrgica de la Ley, y a exhortar la práctica generosa de la Alianza. Desentraña el sentido de los acontecimientos pretéritos, para descubrir en ellos la voluntad actual de Dios sobre Israel: el pasado es recogido como eficazmente presente. Elabora una teología de la Alianza, que le otorgará su verdadera dimensión, y mostrará a Israel cómo debe vivir la Alianza. Actualiza el lazo de unión entre Elección, Promesa y Alianza.

El Deuteronomio ha integrado el Decálogo en su texto, y hace de él el documento por excelencia de la Alianza Sinaí-Horeb. En efecto, ocupa un lugar privilegiado, al comienzo del segundo discurso de Moisés (Dt.4, 44-28,69). Este discurso se relaciona con el contexto histórico de la renovación de la Alianza sinaítica hecha, por orden de Dios, en la tierra de Moab. Moisés explica allí la ley de Dios, recuerda el Decálogo y, en el curso de una larga exhortación, desentraña el sentido del primer mandamiento. Después, promulga el código deuteronómico. Así, la ley dada en Moab se relaciona con el Decálogo promulgado en el Sinaí.

La inserción del Decálogo en el texto del Deuteronomio, en el capítulo 5, resulta natural. Las frases que lo encuadran inmediatamente se refieren a la teofanía del Sinaí y a la conclusión de la Alianza: “Yahvé nuestro Dios ha concluido con nosotros una alianza en el Horeb. No con nuestros padres concluyó Yahvé esta alianza, sino con nosotros que estamos hoy aquí, todos vivos. Yahvé os habló cara a cara en la montaña, en medio del fuego, y yo estaba entre Yahvé y vosotros para comunicaros las palabras de Yahvé, ya que vosotros teníais miedo del fuego y no subisteis a la montaña. Dijo: Yo soy Yahvé tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. . ,” (Dt.5, 2-6). Después de haber proclamado el Decálogo, Moisés dijo: “Estas palabras dijo Yahvé a toda vuestra asamblea, en la montaña, de en medio del fuego, la nube y la densa niebla, con voz potente, y nada más añadió. Luego las escribió en dos tablas de piedra, y me las entregó a mí” (Dt.5, 22). No hay ninguna duda de que, para el autor sagrado, el Decálogo es el documento por excelencia de la primera Alianza.

El segundo discurso de Moisés alude frecuentemente a Horeb y al Decálogo: “Yahvé os reveló su alianza, que os mandó poner en práctica, las diez Palabras que escribió en dos tablas de piedra” (Dt.4, 13). “Yo había subido al monte dice más adelante a recoger las tablas de piedra, las tablas de la Alianza que Yahvé había concluido con vosotros” (Dt.9, 9; cfr. 10,4).

La existencia y la subsistencia de Israel quedaban indisolublemente ligadas a la observancia del Decálogo: “Mira, yo pongo ante ti la vida y la felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahvé tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahvé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio, y que no viviréis muchos días en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a Él; pues en eso está tu vida, así' como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahvé juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob” (Dt.30,15-20).

3. Conclusiones.

El lazo, tan fuertemente señalado en los textos precedentes, entre la Alianza y el Decálogo, nos impone las siguientes conclusiones.

3.1 La gracia precede el mandamiento.

Las exigencias de Dios sobre Israel no ocupan el primer lugar, pues van precedidas por la proclamación de la buena nueva de la liberación del pueblo. El indicativo precede al imperativo y le da todo su sentido. Dios no dice primero tú debes, sino yo te he liberado. Interpela a liberados y a rescatados. La redención no viene al final, sino al principio: en esto está la originalidad de la religión de Israel. La promulgación del Decálogo va precedida, no seguida, del anuncio dé la liberación. Sólo después de haber proclamado sus magnalia, obras de poder, de amor y de misericordia, después de haber ofrecido la Alianza a Israel y recibido la seguridad de su aceptación, Yahvé dice: “No habrá para ti otros dioses. Exige, con justo título, la obediencia; pero ésta ha de brotar del reconocimiento y el amor.

Si quiere conservar su sentido, el mandamiento de Dios no debe nunca desgajarse del contexto histórico en el que está inserto. Separado de la Alianza, la Ley pierde su sentido más profundo, y su observancia queda expuesta a las peores desviaciones.

3.2. No hay Alianza sin Ley.

Pero si el indicativo precede siempre al imperativo, la contrapartida es igualmente verdadera: el imperativo sigue siempre al indicativo. El mandamiento o Ley forma siempre parte integrante de la Alianza. La Alianza implica esencialmente una Ley que hay que observar. Se expresa, y se hace patente, en la obediencia a la voluntad de Dios.

La acción salvífica de Dios comporta necesariamente exigencias para los que han sido salvados. ¿Cómo podría darse verdadera comunión entre Dios y el hombre, si éste último no estuviera obligado a aceptar y reconocer el soberano dominio de Dios sobre él?

La gracia de Dios es exigencia al mismo tiempo que don. Sé nos da siempre acompañada de una exigencia. Los dones de Yahvé son exigentes, aunque sus exigencias son siempre dones.

Se objetará, quizá, que relacionando así, tan íntimamente, Alianza y Ley, hay peligro de legalizar la Alianza. No se presentará así a la Alianza como una especie de contrato do ut des (“te doy, para que me des”). Para evitar este peligro, basta con atenerse al concepto de mandamiento que nos da el Antiguo Testamento. Nunca se presenta en él al mandamiento como medio para adquirir la Alianza, sino como una manera, indicada por el mismo Yahvé, de vivir en unión con Él. El mandamiento es consecuencia de la gracia, no su causa. La Alianza es una comunión ofrecida graciosamente por Yahvé, y de ninguna manera creada por la observancia de los mandamientos. Vivir la Ley no significa una pura conformidad exterior con una regia dada; al contrario, la Ley es la manera de vivir la Alianza. Es la expresión de relaciones entre personas. Y las bendiciones de las que habla el Antiguo Testamento no vienen a coronar, desde el exterior, las buenas obras: consisten en el hecho de haber aceptado la unión íntima ofrecida por Yahvé.

El fin de la Ley es, pues, preservar las relaciones de la Alianza con Yahvé, no crearlas.

La noción bíblica de mandamiento no tiene nada de común con el concepto farisaico y legalista que denunciará San Pablo. Para el legalista, la observancia de la Ley puede obtener la Alianza a la manera de un do ut des. Para el pueblo de Dios, antes del destierro, el mandamiento era esencialmente don y gracia, signo de la liberación de Israel. Al recibir una ley del Dios liberador, Israel se sentía, al fin, libre: los esclavos no tienen Ley, pues están entregados en todo al arbitrio de su amo. Para Israel, la Ley era el signo de una Alianza concluida, en el amor y el reconocimiento, con Dios. Era la expresión misma de sus relaciones con Yahvé. Nunca se separaba la Ley de la persona amante del Legislador: se trataba de la Ley de un Dios liberador.

El Deuteronomio, al subrayar el lazo que une Alianza con Ley, afirma igualmente que la observancia del Decálogo debe ser una respuesta amorosa hacia Yahvé, expresión e instrumento de un amor de reconocimiento.

“Escucha, Israel: Yahvé es nuestro Dios, sólo Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt.6, 5).

“Amarás, pues, a Yahvé tu Dios, y guardarás siempre sus ritos, sus preceptos, normas y mandamientos” (Dt.11, 1).

“Si de verdad guardáis todos estos mandamientos que yo os mando practicar, amando a Yahvé vuestro Dios, siguiendo todos sus caminos, y abrazándoos a Él, Yahvé desalojará delante de vosotros a todas esas naciones. . .” (Dt.11, 22).

II. El decálogo, ley de la comunidad.

La Alianza es esencialmente comunitaria. No se concluyó con individuos singulares, sino con todo el pueblo. Al librar a las tribus de la esclavitud de Egipto, Yahvé cumplió, en favor suyo, con un gesto de alcance social que debía dar lugar al nacimiento de Israel, consagrar su existencia, e influir profundamente en su destino. Si el pueblo como tal fue liberado, si la Alianza se concluyó con el pueblo, todo el pueblo debía demostrar gratitud aceptando el Decálogo, condensación de las principales obligaciones para con su salvador.

1. El Decálogo, fuente de unidad del pueblo.

La observancia fiel del Decálogo debía asegurar la unidad y la cohesión del pueblo recién formado. Los preceptos de la primera tabla, por ejemplo, los que prohíben el culto de los dioses extranjeros, excluían prácticamente, por sí mismos, cualquier alianza con otros grupos políticos. Los de la segunda tabla unificaban la comunidad interiormente, protegiendo los derechos fundamentales de los individuos, y asegurando así a todos una coexistencia pacífica. A causa de su lazo íntimo con los primeros mandamientos, expresaban igualmente la fidelidad de todo el pueblo al Dios de la Alianza, y contribuían así a reunirlo alrededor del nombre de Yahvé.

Cualquier violación de uno de los mandamientos sociales atentaba, no sólo a los derechos de los individuos o de las familias, sino, ante todo y sobre todo, a los derechos de Yahvé sobre el pueblo, las familias y las personas; provocaba la cólera divina, y amenazaba a toda la comunidad. Esta debía protegerse contra los castigos divinos, atraídos por la infidelidad de uno de sus miembros.

La mayor parte de los mandamientos del Decálogo se sancionaban, en el código de la Alianza, con la pena de muerte de los transgresores. Y esta pena de muerte era más bien una excomunión que una pena individual. Faltar a un precepto del Decálogo era atentar contra la integridad de la comunidad, en el seno de la cual la infidelidad de uno solo de sus miembros era fuente descontaminación para el conjunto. En caso de transgresión, se trataba, sobre todo, de eliminar al culpable de la comunidad mancillada con su presencia, y expuesta a la cólera divina. De ahí la fórmula estereotipada: “harás desaparecer el mal de Israel”, que esconde, como refrán, toda la legislación criminal, paralela al Decálogo, que se ha descubierto en el Deuteronomio.

La ausencia casi total de penalidad más ligera que la pena de muerte salvo en el caso de robo, prueba bien el carácter eminentemente religioso del Decálogo. Por la Alianza, Israel había entrado en el orden divino de las cosas. Cada trasgresión, en ese orden, implicaba la muerte, es decir, la exclusión de la comunidad. El encuentro con Yahvé representaba verdaderamente una decisión de vida o de muerte.

Quienquiera que hubiera pecado, se colocaba él mismo fuera del orden establecido por Dios. La Ley era promesa de vida, y su violador había escogido libremente la muerte. Debía morir. Añadamos que la Biblia no menciona ninguna autoridad encargada de hacer observar el Decálogo. Toda la comunidad era responsable de cada uno de sus miembros. Este detalle acentúa aún más el carácter, a la vez moral y sagrado, del Decálogo, y prueba muy bien que era esencialmente la Ley de una comunidad religiosa, de un pueblo santo, de una estirpe sacerdotal.

2. El Decálogo en la vida del pueblo.

La importancia del Decálogo, documento de la Alianza, cuya observancia aseguraba la supervivencia de Israel, justifica el lugar que ocupaba en la vida de ese pueblo.

El Decálogo tenía su lugar en la liturgia, en la predicación, y en la catequesis, y formaba parte de la oración cotidiana del judío piadoso.

2.1. Decálogo y liturgia.

Para captar bien hasta qué punto la Alianza con Yahvé era una realidad íntimamente ligada al culto de Israel, hay que referirse al relato de la conclusión de la Alianza del Sinaí, en el que abundan los elementos cultuales, teofanía, sacrificio, banquete de alianza; y, después, a las ceremonias litúrgicas de la renovación de la Alianza, que tenían lugar en los principales santuarios, con ocasión de las grandes peregrinaciones.

Israel se ha creído obligado siempre a celebrar litúrgicamente los acontecimientos del Sinaí que trastocaron su historia, y señalaron su vida con tanta profundidad. En medio de las celebraciones cultuales, la acción salvífica de Israel se hacía de nuevo presente. Cada generación re-encontraba así al Dios de la Alianza, el que había liberado a los primeros padres de la esclavitud. La actualidad del acontecimiento del Sinaí, y su significación permanente para Israel, se subrayaban de esa manera.

Es difícil decir, con exactitud, hasta dónde se extendían justamente las ceremonias litúrgicas en los primeros tiempos de la historia de Israel. Sin embargo, la fiesta de la renovación de la Alianza, que se celebraba cada siete años, puede reconstruirse con bastante precisión. Después de un preámbulo litúrgico, venía la lectura de la Ley; y a continuación se renovaba la Alianza. Y el conjunto se concluía con las bendiciones y las maldiciones.

La proclamación del Decálogo ocupaba el centro y la cumbre de la renovación litúrgica. Por otra parte, estaba formalmente prescrita en el Deuteronomio: “Moisés puso esta Ley por escrito, y se la dio a los sacerdotes, hijos de Leví, que llevaban el arca de la alianza de Yahvé, así como a todos los ancianos de Israel. Y Moisés les dio esta orden: cada siete años, tiempo fijado para el año de la Remisión, en la fiesta de las Tiendas, cuando todo Israel acuda, para ver el rostro de Yahvé, al lugar elegido por El, leerás esta Ley a oídos de todo Israel. Congrega al pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que reside dentro de tus puertas, para que oigan, aprendan a temer a Yahvé vuestro Dios, y cuiden de poner en práctica todas las palabras de esta Ley. Y sus hijos, que todavía no la conocen, la oirán, y aprenderán a temer a Yahvé vuestro Dios todos los días que viváis en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán” (Dt.31, 9-13).

De acuerdo con las costumbres del antiguo Oriente, según las cuales los tratados más importantes se ponían por escrito, y se conservaban cuidadosamente, el Decálogo se escribió en dos tablas de piedra, y se depositó en el arca de la Alianza: "En el arca no había más que las dos tablas de piedra que Moisés hizo poner en ella, en el Horeb, las tablas de la alianza que Yahvé pactó con los hijos de Israel cuando salieron de Egipto. Están allí hasta el día de hoy” (1 R.8, 9). Ahora bien, la deposición del Decálogo en el arca no sólo tenía como fin afirmar el carácter sacral y proteger el documento, sino también permitir su proclamación al pueblo en el curso de las ceremonias litúrgicas.

Esta proclamación del Decálogo indicaba a Israel cómo conservar el justo equilibrio entre culto y moral. Aunque el Decálogo formaba parte de la liturgia, su contenido era, sobre todo, de orden moral. El lugar natural era más la vida cotidiana de Israel que su culto. Destinado a fijar las normas de la vida del pueblo de Dios, constituía la carta religiosa y moral que agrupaba las tribus alrededor de Yahvé. Las Diez Palabras afirmaban el derecho incondicional de Dios sobre Israel, derecho que debía aplicarse en la vida ordinaria. La proclamación del Decálogo en la liturgia recordaba a Israel, muy inclinado al olvido, que no sólo era en el momento litúrgico sino, sobre todo, en la vida de cada día, donde debía probar su fidelidad a la Alianza. Gracias al Decálogo, proclamado continuamente, se recordaba a Israel invariablemente su deber en la vida diaria, individual y comunitaria. Allí era donde especialmente le esperaba Yahvé. La vida de cada uno de los miembros de la comunidad de la Alianza estaba ligada a la observancia de los mandamientos.

Algunos de los textos litúrgicos del Antiguo Testamento, conocidos con el nombre de “liturgias de entrada”, nos muestran cómo estaba condicionada la admisión, al templo y a las fiestas, por la lealtad mantenida al Dios de la Alianza en las obligaciones de la vida diaria, lealtad prácticamente expresada por la fidelidad humilde a los mandamientos del Decálogo. No hay acceso a la liturgia sin purificación del corazón, sin observancia de los mandamientos. La fidelidad al Decálogo constituía una especie de introito en las ceremonias litúrgicas.

El culto no puede sustituir a la moral. Si no sirve para empujar a Israel a una fidelidad mayor a los mandamientos, se convierte en una acción puramente formal y estéril.

El alma del culto es, pues, la fidelidad a la Alianza, expresada en la vida ordinaria; y no sólo en los actos externos, sino hasta en lo más íntimo y secreto del corazón.

2.2. Decálogo y predicación.

Israel sabía que la Alianza era inseparable de la Ley. No podía celebrar las magnalia de Yahvé ni renovar la Alianza sin reafirmar, al mismo tiempo, su total adhesión a la voluntad de Yahvé, tal y como estaba consignada fundamentalmente en el Decálogo.

Ahora bien, la celebración litúrgica, que reunía a toda la comunidad, parecía ser el momento más a propósito, no sólo para proclamar oficialmente el Decálogo, sino también para explicarlo al pueblo.

Esta predicación, necesaria a causa de la importancia del Decálogo para la vida de Israel, lo era igualmente por el temor a las Diez Palabras o Mandamientos de Yahvé. Formulados en frases incisivas y lapidarias, desprendidos de toda determinación casuística, los mandamientos ganaban en fuerza, pues la voluntad de Yahvé se expresaba en ellos de una manera absoluta y sin condiciones. Sin embargo, el alcance de cada mandamiento no estaba expresado; las aplicaciones prácticas no estaban hechas. Cada mandamiento significaba mucho más de lo que se indicaba en su enunciado literal. Abarcaba un sector complejo, cuyos límites y contenido debían determinarse y concretarse. El pueblo sabía muy bien, por ejemplo, que había que evitar la idolatría; pero resultaba muchas veces difícil saber si tal o cual acto constituían un pecado de idolatría. ¿Cuáles eran las faltas prohibidas en el cuarto mandamiento? ¿Qué significaba, exactamente, para Israel, “no matarás” o “no cometerás adulterio”? Sacerdotes y levitas, encargados de la instrucción religiosa y moral del pueblo, debían responder a estas cuestiones explicando el Decálogo.

Además, las condiciones culturales, políticas, económicas y sociales de Israel, cambiando continuamente, exigían la constante adaptación del Decálogo a las nuevas estructuras y a las diferentes condiciones de vida del pueblo, por medio de una predicación viva, hecha en una comunidad viva. Para Israel, el Decálogo no era un texto cristalizado, fijo de una vez para siempre. Bajo la inspiración del Espíritu, se trabajó larga y cuidadosamente para hacer, de él, expresión siempre más verdadera, más actual y más adaptada, de la voluntad de Yahvé sobre Israel.

Por este motivo, se perfeccionará su redacción en la medida del progreso religioso y moral del pueblo. El sentido de determinados preceptos evolucionará con el tiempo. Unos se beneficiarán con formulaciones distintas; otros, se enriquecerán con amplificaciones y adiciones o motivaciones nuevas.

2.3. Decálogo y derecho natural.

Se suele afirmar que los mandamientos del Decálogo, en su mayoría, sólo reafirman las exigencias fundamentales de la moral natural.

¿Qué hemos de pensar de semejante afirmación?

A causa del estrecho lazo establecido entre Decálogo y Alianza, afirmemos, en primer término, que el Decálogo se nos presenta como formando parte de un orden distinto al de la naturaleza humana, de una Economía distinta a la de la ley natural. Es palabra de Yahvé positivamente revelada, expresión de su voluntad sobre Israel. Promulgado en el interior de la fe de Israel, ocupa lugar en el régimen religioso que debía preparar la venida de Cristo, Su contexto bíblico es el de la Historia de salvación. No se funda en la exigencia de un ideal humanitario, sino en la exigencia interna de una nación santa.

Por otra parte, con su mentalidad realista poco sensible a las abstracciones, ¿cómo hubieran podido, los hebreos, pensar en conceder al Decálogo un fundamento natural? Para ellos, no se trataba de una ley universal, sino de la Palabra de Yahvé, expresión de su voluntad, sobre su pueblo.

Para saber lo que era el bien y el mal, Israel no se refería a ningún orden natural universal, cuya realidad desconocía, ni a otros principios generales, sino a la voluntad positiva de Yahvé. La teofanía del Sinaí había penetrado profundamente en su alma. No podía dar ningún valor absoluto, fuera de la voluntad expresa de Yahvé; era la última instancia a la que había de referirse. Sobre la naturaleza, sobre el derecho natural, no tenía la menor idea. En Israel, no había más derecho que el de Yahvé. Cualquier norma debía, en última instancia, referirse a la voluntad del Dios de la Alianza. En este sentido, el Decálogo era algo muy distinto a un resumen del derecho natural. Formulaba el derecho de la Alianza, que emanaba de la gracia de Yahvé.

Ahí estaba una de las características de la moral de Israel: se centraba toda sobre el Dios de la Alianza. El bien y el mal se definían “delante de Yahvé”. “No se hace esto en Israel”, responde Tamar a su hermano, cuando quiere ultrajarle (2 S.13, 13). La moral se hallaba sometida a la voluntad suprema de Yahvé, Israel debía escuchar la voz de Yahvé, guardar su alianza, poner en práctica todo lo que había dicho, amarlo, temerlo, no olvidarle nunca, servirle, adherirse a Él, y caminar por sus caminos. La moral del Antiguo testamento era esencialmente religiosa, y respuesta a Dios.

Ser fiel a la Alianza no significaba, para Israel, en consecuencia, guardar el derecho natural, sino responder a la libre iniciativa de Yahvé. El Decálogo, tal como aparece en el Antiguo Testamento, no se reduce, pues, a recordar las exigencias fundamentales del derecho natural. Tiene su función específica. Palabra de Dios y derecho de Yahvé, brota de las relaciones gratuitas e inesperadas entre Yahvé y su pueblo.

El Decálogo, es verdad, ocupaba un lugar privilegiado en la legislación de Israel. Precediendo al Código de la Alianza y al Código Deuteronómico, constituía la piedra angular del resto de la legislación. Israel admitía, consiguientemente, cierta jerarquía en el interior de la Ley, al distinguir entre los preceptos fundamentales, expresados en el Decálogo, y las demás prescripciones de la Torah. Para Israel, el Decálogo era Palabra de Dios en sentido especialísimo.

Pero eso no prueba que Israel conociera la distinción entre derecho natural y derecho positivo, y que pusiera el Decálogo en la cabeza de la legislación mosaica, creyendo que se trataba de derecho natural. Incluso el rabinismo, cuando se refería a la moral de los paganos, nunca hablaba de las exigencias de una naturaleza humana en general, ni de un orden de la creación. Hablaba más bien de mandamientos dados a Adán y a Noé. No se puede, pues, afirmar que, para los israelitas, el Decálogo cubriera las exigencias del derecho natural. En el Antiguo Testamento, no se presenta, al Decálogo, como un resumen de los preceptos del derecho natural, sino como Palabra de Yahvé, dicha a Israel, e insertada en un contexto de salvación.

El Decálogo, sin embargo, puede considerarse desde otro punto de vista: en la pura materialidad de sus preceptos, los mandamientos del Decálogo, con excepción del primero, en cuanto se contenta con prohibir la adoración de otros dioses, y no afirma el monoteísmo, y el tercero, que impone la santificación del sábado, son, en sí mismos, de derecho natural. En efecto, la adoración del Dios único, el respeto de su nombre, la obediencia a los padres, el respeto a la vida humana, a la libertad, al amor conyugal, a la verdad, a la reputación y a los bienes del prójimo, son valores accesibles a la conciencia humana, al margen de cualquier revelación. No que aparezca así ni en el Éxodo ni en el Deuteronomio, ni que Israel lo comprendiera así, y ni siquiera en la función específica que ejerció en el seno de la Alianza. Pero la revelación mosaica no es la única fuente de conocimiento de los preceptos del Decálogo, en cuanto que son de derecho natural. La humanidad pudo tomar conciencia de ellos, fuera -y aún antes- de la revelación, ya que pudo conocerlos por simple reflexión acerca de las exigencias fundamentales de la naturaleza del hombre (cfr. Rm.1, 19). Son expresión de una sabiduría sencillamente humana.

Se han descubierto, en los libros egipcios acerca de la sabiduría, máximas que anuncian el mínimo del orden moral, sin el que resulta imposible cualquier vida social, y que son reglas de vida y confesiones próximas, incluso en su formulación, a determinados preceptos del Decálogo, como por ejemplo “yo no he matado”.

Ciertos preceptos del Decálogo se conocían, no sólo en las poblaciones que limitaban con Israel, sino también por los antepasados del mismo Israel. En consecuencia, serían más antiguos que el mismo Moisés. Nada hay de extraño en ello, puesto que el Creador ha concedido a todos los hombres una conciencia, y ha inscripto, en sus corazones, la ley natural.

Entre los predecesores de Israel, efectivamente, existían reglas de sabiduría apodíctica que recuerdan, por su fondo y su forma, determinados preceptos del Decálogo. Aquellos clanes seminómadas tenían su regla de vida propia, compuesta de máximas apodícticas agrupadas muy a menudo en cortas series de dos o de tres preceptos. Estos preceptos los habían formulado los ancianos, responsables de la vida moral y social del clan y de las familias. Los enseñaban a los más jóvenes, que -habían de aprenderlos bien, con el fin de poderlos transmitir, a su vez, a las generaciones futuras.

En su conjunto, el Decálogo no existió, como tal, en el ethos del clan. Pero pudo muy bien formarse en Israel, por Moisés, a partir de aquellas cortas series de mandamientos, amalgamadas, quizá, con reglas de la sabiduría egipcia. Nada nos impide pensar que Moisés haya elaborado así la carta fundamental de la Alianza, que subordinó a la voluntad de Yahvé. Estas máximas, que antes descansaban en la sola autoridad de los ancianos, insertadas ya en el Decálogo, y relacionadas con el primer mandamiento, brotaban de la autoridad de Yahvé, que convertía, en absoluta, la obligación de observarlas. Ya era Yahvé quien las proclamaba, las justificaba y las protegía. Se convertían en Palabra de Dios y mandamientos de la Alianza.

Esto otorga, al Decálogo, un valor único. No se trata de un catálogo de imperativos arbitrarios, surgidos de un voluntarismo divino, sino que recoge, por cuenta propia, los preceptos de la moral natural, y expresa lo que es razonable y conforme con la naturaleza humana. El peligro de extrinsecismo queda así evitado. Expresión de la naturaleza humana tomada en su conjunto, el Decálogo sobrepasa el particularismo de Israel, y su alcance es, desde el comienzo, virtualmente universal, puesto .que sus preceptos son, en su mayoría, accesibles a la conciencia moral de cualquier hombre.

Si, a causa de su mentalidad realista y poco sensible a las abstracciones, los israelitas apenas podían pensar en dar, a los preceptos del Decálogo, un fundamento natural, nada impide que, al observarlos, reencontraran la ley de su propia naturaleza inscrita en el fondo de sus corazones.

También la afirmación hecha a Israel de que “estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance…La Palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón”, es doblemente verdadera: primero, porque Yahvé ha hablado clara y netamente; y después, porque su Palabra no hacía más que volver a tomar las exigencias ya depositadas, por el Creador, en el corazón de cada israelita.

A este propósito Yahvé se revela como incomparable pedagogo. Por la proclamación del Decálogo, Israel no ha sido elevado a una forma particular de existencia sacral, aunque fuera un pueblo esencialmente religioso. No. El Decálogo se contenta con vigilar sobre la humanidad del hombre. Se guarda mucho de prescindir del hombre; al contrario, se refiere a él, y le renueva su explicación. Por, y en él Decálogo, Yahvé abría al hombre la conciencia de la propia dignidad, lo protegía contra sí mismo y contra los demás. Detrás de la potente voz de Yahvé proclamando los mandamientos del Decálogo, que podrían resumirse en estas dos palabras: “se hombre”, ¿no parece resonar también la voz de Dios Creador diciendo: “hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza? (Gn.1,26).

El hecho de que el Decálogo sea elemento en el camino dialogal de Israel con Yahvé y, al mismo tiempo, idéntico, en cuanto a su contenido, con las exigencias de la ley natural, ¿no nos invita a no separar, de manera tajante, derecho positivo y derecho natural? La distinción entre estas dos clases de derecho sigue siendo útil, y hasta Indispensable. Sin embargo, la situación singular de las Diez Palabras en el seno de la Alianza, nos empuja a considerar más bien lo que une entre si a esos dos tipos de normas. ¿No es el Dios del Sinaí también el Dios de la creación, que ha sembrado, en el corazón de todos los hombres, la ley natural? ¿No es la norma última, de todo derecho natural, el derecho de Dios?

En el régimen cristiano, toda norma de derecho natural se halla afectada por un rasgo sobrenatural, e integrada en el orden de salvación. En la nueva Alianza, como en la antigua, el derecho natural va precedido por la interpelación: “Yo, Yahvé, soy tu Dios, que te he sacado. . .de la servidumbre” (Ex.20, 2). Su observancia debe ser siempre una respuesta llena de amor hacia el Dios de la nueva Alianza.

2.4. Las prohibiciones del Decálogo.

Con frecuencia se ha criticado la pedagogía del Decálogo porque se presenta, ante todo, como un rosario de prohibiciones. Formula algunas negaciones fundamentales, sin imponer, ninguna norma positiva, al contenido de la existencia religiosa y moral de Israel. ¿No es prueba de una pedagogía deficiente imponer sólo “no harás sin decir positivamente lo que hay que hacer?

Digamos, en primer término, que el Decálogo no contiene sólo prohibiciones. Dos mandamientos están formulados de manera positiva: “Recuerda el día sábado para santificarlo”, y “Honra a tu padre y a tu madre”. Además, a lo largo de la historia de Israel, la formulación del primer mandamiento variará, para convertirse, de negativa, en afirmativa.

Concedamos, sin embargo, que la mayoría de los mandamientos del Decálogo son, de hecho, prohibiciones. Pero, ¿es esto anti-pedagógico? Si se tiene en cuenta el papel especial que había de desempeñar, el Decálogo, en la vida de Israel, la formulación negativa aparece como muy pedagógica, pues subraya más la gratuidad de la Alianza.

Ya hemos visto que la Alianza la propuso Yahvé, y la aceptó Israel, antes de la imposición del Decálogo. Aceptando la Alianza, Israel entró gratuitamente en el dominio de la vida. Reposando totalmente la Alianza en la iniciativa divina, Israel no tenía más que aceptar la iniciativa divina, y mantenerse fiel al pacto concluido. Lo importante era no perder la vida dada ya por Yahvé. Ahora bien, el Decálogo tenía por función precisamente delimitar las zonas en las que Israel podía moverse libremente, aunque sin cruzarlas, bajo pena de ser infiel a la Alianza. Tenía como fin indicar a Israel, nuevamente liberado, las formas más destacadas de infidelidad, capaces de romper la Alianza, y patentizar las nuevas formas de esclavitud, infinitamente más pesadas que la de Egipto, en las que el pueblo estaba expuesto a recaer. No se trataba de merecer la Alianza, otorgada gratuitamente, sino de mantenerse en ella con la observancia del Decálogo; es decir, no cometiendo los crímenes que prohibía. Tenía, pues, el Decálogo, una función fronteriza que aparece más de relieve con prohibiciones.

Además, Israel debía acordarse siempre que la Alianza le había sido otorga-, da gratuitamente, y que no nacía de la propia justicia. Ahora bien, la tentación de complacencia en la propia justicia, delante de Yahvé, ¿no se evitaba mejor gracias a las prohibiciones del Decálogo? La prohibición nunca impone una prestación positiva precisa, de la que uno pueda vanagloriarse a continuación. Se contenta con decir: no hagas eso. Le bastaba a Israel, para mantenerse en la Alianza, no hacer lo que desagradaba a Yahvé.

El contexto político y social en el que venía a insertarse la Alianza, nos muestra igualmente lo bien fundada, y el aspecto psicológico de la formulación negativa de los preceptos del Decálogo.

La Alianza tenía por fin reunir, en una única federación, a tribus nómadas o seminómadas de origen diverso, sin status social, y con larga tradición de independencia. Apenas acababan de salir de una larga esclavitud, que les había avivado la sed de libertad. Con la alegría de la libertad reconquistada, instintivamente estaban inclinadas a rebelarse contra cualquier medida que atentara a su autonomía. La misma Historia sagrada alude frecuentemente a las críticas y murmuraciones de Israel contra Dios, o contra Moisés (cfr.Nu.12, 2; 14,16; 16,3, etc.).

Los mandamientos del Decálogo debían, pues, adaptarse a las necesidades actuales de la nueva comunidad, garantizando al máximo la libertad y la autodeterminación. Por eso se limitaban a formular explícitamente algunas negaciones fundamentales que definían, por el lado negativo, los signos característicos de esa comunidad. Observar el Decálogo significaba, para el pueblo recientemente liberado, abstenerse de determinadas prácticas que desagradaban a Yahvé. Prácticamente representaba no adoptar, en puntos fundamentales, el estilo de vida de las naciones limítrofes: “no se hace esto en Israel” (2 S.13, 13).

El hecho de que la mayoría de los preceptos del Decálogo no impongan una prestación positiva, sino únicamente una prohibición, no significan, dentro de los límites que la prohibición dejaba libres, que Israel pudiera obrar a su capricho. Al contrario, Israel debía, incesantemente, caminar bajo la mirada de Dios, y dejarse guiar por El. Debía amarlo de todo corazón, practicando el bien libremente, sin pretender adquirir, con su observancia, derechos sobre Dios.

Se revela, también aquí, la incomparable pedagogía de Yahvé. La breve colección de exigencias fundamentales de Dios es única por su concentración sobre lo esencial. Los mandamientos tocan puntos tan vitales que son susceptibles de desarrollarse y enriquecerse indefinidamente. Cada prohibición regula un sector determinado, aunque sólo lo alcance en un punto capital, como representación de todo él.

Por la amplitud de su contenido y del carácter general de su forma, el Decálogo permanece abierto y perfectible (cfr.Mt.5, 21-48). La ley de la comunidad, de líneas claras, de exigencias sencillas, no abrumaba al pueblo recientemente liberado. Por el momento, no leía más de lo que Dios había mandado explícitamente. Sin embargo, sus posibilidades de explicación eran indefinidas. Había en él una completa doctrina religiosa y moral en germen. Pero sólo estaba prometida a las miradas más espirituales.

Los mandamientos del Decálogo eran, pues, principio de fidelidad y de delicadeza de conciencia cada vez mayores. A medida que, con la iluminación progresiva de la revelación, va afinándose su conciencia, Israel sentirá la necesidad de dar un contenido positivo, en el terreno que dejaron libre las-prohibiciones. La legislación vetero-testamentaria vendrá, en parte, a completar el Decálogo. Con la influencia de la predicación de sacerdotes y profetas, Israel descubrirá, en los imperativos del Decálogo, implicaciones morales inauditas hasta entonces. Comprenderá hasta qué punto aquella síntesis admirable era don de la sabiduría de un Dios, infinitamente pedagogo, y misericordioso.

III. El decálogo en la nueva alianza.

Los recientes descubrimientos arqueológicos confirman que, en el judaísmo tardío, el Decálogo se había convertido en una de los textos bíblicos más importantes. Con otras dos cortas perícopas del Deuteronomio (Dt.6, 4-9); 11,13-21). Constituía la profesión de fe de Israel, especie de “breviario” del judío piadoso. Esta valorización particular del Decálogo, estaba ya apuntada en tiempos del destierro. Arrojado fuera de la Tierra santa, privado de su templo y de su culto (Dn.3, 38), Israel vivía en tierra extranjera, en Babilonia, presa de tentaciones de desaliento, estaba destruido el templo, y se preguntaba dónde se hallaba ahora la morada de Yahvé, y de tentaciones de idolatría deslumbrada por el esplendor de las liturgias paganas. Se instaura entonces un nuevo culto, no ya sacrificial los sacrificios litúrgicos no se podían celebrar, sino litúrgico, organizado alrededor de la sinagoga. Así se formaba una comunidad espiritual que se reunía, todos los sábados, para implorar a Yahvé, y para recordar sus mandamientos. De ahí la gran importancia atribuida al sábado, día de reunión, para leer y comentar el Decálogo, en que se hallaban resumidas las principales obligaciones impuestas por Yahvé a su pueblo. Lejos de Jerusalén y de su templo, Israel concentra su esfuerzo moral en el Decálogo y, en particular, en la observancia del sábado, que se ha convertido en el único signo visible de la Alianza. En esta época, El Decálogo era, más que nunca, la Ley fundamental.

Documento de la Alianza, ocupaba como hemos visto en el Éxodo y en el Deuteronomio, un lugar privilegiado, a la cabeza de los distintos códigos. El simple hecho de haber sido proclamado por el mismo Dios, le hacía merecer ese lugar aparte y preferente. Las exhortaciones a “observar los mandamientos de Yahvé” se aplicaban, de una manera especial, al Decálogo. La expresión “queden grabadas en tu corazón estas palabras que yo te mando hoy”, y “se las repetirás a tus hijos” (Dt.6, 6-7), significan que había que saberse el Decálogo de memoria. El mandato de decirlas “tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y te levantes” (Dt.6, 7), lo cumplía el judío piadoso recitando el Decálogo dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde. El Decálogo era un texto que, según la recomendación de Deuteronomio, llevaba el judío en su mano como un signo, y en su frente como filacteria (cfr.Mt.23, 5), y que escribía en los dinteles y sobre las puertas de la casa (Cfr.Dt.6, 8).

Por otra parte, el Decálogo nunca se presentó como una ley inaccesible. Con un gesto de amor preventivo, Yahvé dio a su pueblo una ley fácilmente discernible y practicable a la vez. Está hecha a la medida humana, y no exige una moralidad difícil: “Estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que tengas que decir: ¿quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos, para que los oigamos y los pongamos en práctica”? (Dt.30, 11-14).

Jesucristo podía, pues, presumir, ante sus oyentes judíos, el perfecto conocimiento y estima del Decálogo. Al joven que le interroga a propósito de la vida eterna, le responde: “Ya sabes los mandamientos”… (Mc.10, 19). Y el joven se hallaba dentro del espíritu del Deuteronomio cuando le respondió a Jesucristo que “todo eso lo he guardado desde mi juventud” (Mc.10, 20; cfr. Dt.26, 13-14).

Más tarde, poco tiempo después de la muerte y la resurrección de Jesucristo, judíos y cristianos estimaban por igual al Decálogo, y le ponían por encima del resto de la Torah; pero, a la mitad del siglo primero de nuestra era, se opera una transformación. Entre los cristianos, el Decálogo continúa gozando de particular estima, mientras que cesa de formar parte de los textos privilegiados del judaísmo. ¿Por qué esta repentina puesta en guardia? Una de las razones parece ser, para los judíos, la necesidad de reaccionar contra lo que llamaban la apropiación indebida, por parte de los cristianos, del Decálogo. Nos han robado el Decálogo, decían, lamentándose, los judíos.

De hecho, los cristianos hacían gran caso del Decálogo, al tiempo que declaraban abolida la Ley de Moisés. Gracias a la distinción entre ley natural y ley positiva, podían afirmar que los judíos no tenían por qué gloriarse singularmente de haber recibido el Decálogo de Yahvé, como si fuera su propiedad exclusiva, puesto que la proclamación que de él había hecho Moisés a Israel, en el fondo, no era más que una primera noción dada por Dios a todos los hombres.

1. El Decálogo en los Sinópticos.

Jesús, en los Sinópticos, interioriza todas las exigencias morales formuladas en los mandamientos de la “segunda tabla”. Después de haber denunciado la hipocresía de los fariseos que anulan la Palabra de Dios en nombre de la tradición, y honran a Dios con los labios solamente y no con el corazón (Mt.15, 3-9), Jesús afirma que El pospone la impureza legal a la impureza moral, la única que verdaderamente importa. Antes de convertirse en actos, los pecados antisociales, presentados aquí en su formulación decalogal (cfr.Mt.15, 19), nacen en el corazón, y mancillan ya al hombre: procediendo de un corazón malo, revelan su maldad previa.

Jesús unifica el Decálogo, resumiéndolo en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Entre los mandamientos, hay uno que es “el mayor y el primer mandamiento”: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente” (Mt.22, 37-38). Pero Jesús añade una importante precisión: “el segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt.22, 39-40). Por una parte, el mandamiento del amor a Dios es llamado “el mayor y el primer mandamiento”; y, por la otra, el mandamiento del amor al prójimo se declara "semejante al primero”. Todas las manifestaciones de la voluntad de Dios dependen de una primera, •que es “la mayor”. La multiplicidad de los quereres divinos está organizada en un sistema coherente, que culmina y se resume en “el mayor y primer mandamiento”.

Pero la originalidad de Jesús no está en haber religado dos textos del Antiguo Testamento, sino en algo más. Lo nuevo es haber declarado el mandamiento del amor al prójimo "semejante al primero”, semejante al del amor a Dios. Sin ser estrictamente igual al primero —el prójimo no es Dios—, lo es al menos por asimilación, hasta el punto de constituir con él una categoría aparte.

De esta manera, Jesús ha otorgado un privilegio al amor al prójimo, dándole su verdadera dimensión: debe fundamentarse en el amor a Dios. Ha dado, al mandamiento del amor a Dios, su verdadero sentido: sin reducirlo al ejercicio del amor al prójimo, se probará concretamente por el amor a los demás (cfr.Mt.25, 31-46).

Pero todavía hay algo más. En la tarde del jueves santo, Jesús reunió a sus discípulos para comer con ellos la Pascua por última vez. Al final de la comida fraternal, tomó un cáliz y, dando gracias, se lo ofreció diciendo: “…bebed todos de él, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que va a ser derramada por muchos…” (Mt.26, 27-28).

La alusión al relato de la Alianza del Sinaí es clara. Jesús habla de una Alianza que se llamará “nueva” (cfr. Hb. 9,11-27), y que opone a la primera, la de Moisés. Opone también su sangre a la de las víctimas. Para ratificar la primera Alianza, Moisés, después de haber inmolado las víctimas, había recogido su sangre, esparciendo la mitad sobre el altar sobre Yahvé; y, habiendo leído el Decálogo al pueblo, tomó el resto de la sangre, y la arrojó sobre el mismo pueblo, diciendo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex. 24,8). Esta aspersión confirmaba el pacto solemne por el que Israel se había comprometido a observar los mandamientos de Yahvé.

Aquí Jesús se presenta como nuevo Moisés, mediador entre el Padre y el nuevo Israel. La Nueva Alianza, como la primera, ha de concluirse con sangre, puesto que “sin efusión de sangre, no hay remisión” (Hb. 9,22). Pero se concluirá esta vez, no con sangre de animales, sino con la sangre de Cristo, ofrecida por amor hacia los hombres. La Nueva Alianza se funda, pues, en el signo del mayor amor. La Eucaristía quedará como memorial del inmenso amor de Jesús hacia los suyos. La conclusión de la primera Alianza termina con una comida de comunión, sellando así la íntima unión entre Yahvé y su pueblo: “comieron y bebieron” (Ex. 24,9-11). En la última Cena, Jesús invita a los apóstoles a comer su cuerpo y beber su sangre (cfr. Mt. 26,26-27).

La Antigua Alianza esencialmente comportaba mandamientos que había que observar. No hay Alianza, como hemos visto, sin mandamientos. La Nueva Alianza no será excepción; pero precisa un mandamiento nuevo, como dice San Juan (cfr. Jn. 13,34), que es el Mandamiento del Señor (cfr. Jn. 15,12).

En conclusión, el Decálogo había estado sometido a una perpetua actualización. Israel creyó siempre que las exigencias de Dios eran susceptibles de desarrollo ulterior, según las diversas épocas por las que atravesaba. Lo importante no era tanto permanecer fiel a una formulación única, cuanto captar el sentido profundo de cada mandamiento, a fin de poder encontrar, según las necesidades ocurrentes, una nueva formulación, más de acuerdo con las exigencias del momento.

Para Jesucristo, según los Sinópticos, el Decálogo aparece como un documento perfectible, en la misma dirección de las obligaciones fundamentales que expresaba. Jesucristo, última palabra del Padre a los hombres (Hb. 1,2), venido, no para abolir la ley, sino para darle cumplimiento (Mt. 5,17), puede tomar por su cuenta los Diez Mandamientos del Padre, interpretarlos con autoridad, reformularlos, según la necesidad, de una manera diferente, para mejor desprender de ellos el sentido profundo en la economía cristiana, perfeccionarlas declarando la voluntad del Padre en toda su plenitud, más allá de las formulaciones vetero-testamentarias. Las Diez Palabras son agrupadas, unificadas en el Hijo, Palabra Única, viva, encarnada, a la que deben escuchar todos los hombres.

La permanencia del Decálogo en la economía cristiana, rompe el particularismo de Israel. El Decálogo no es ya sólo la Carta de la Alianza, concluida entre Yahvé e Israel según la carne, sino que.se ha convertido en la Ley del Israel según el espíritu: o sea, la Iglesia y, a través de ella, en la Ley de toda la humanidad.

Su alcance es ahora universal. En el Deuteronomio, Moisés había dicho: “Y ahora, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahvé tu Dios, que sigas todos sus caminos…que guardes los mandamientos de Yahvé y sus preceptos, lo que yo te prescribo hoy para que seas feliz?” (Dt. 10,12-13). Nuevo Moisés, Jesucristo volverá a tomar estas palabras, aplicándoselas a sí mismo, cuando envía a los apóstoles en misión universal: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes... enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado...” (Mt. 28,19-20).

Los Mandamientos de Dios, trasmitidos por Moisés al pueblo, se han convertido en los Mandamientos de Jesucristo que encarga ahora a los apóstoles que los trasmitan, en nombre suyo, “a todas las gentes”.

2. El Decálogo en San Juan

Dejando lo que podríamos decir del Decálogo en San Pablo y en Santiago, pasamos a considerarlo en San Juan. Los Sinópticos no se interesan tanto por la persona de Jesús como por su enseñanza. El cuarto Evangelio, al contrario, se centra más sobre la persona de Jesús.

Los Sinópticos no muestran nunca a Jesús hablando en primera persona. En San Juan, la expresión “Yo soy”, es muy frecuente: “Yo soy el pan de vida” (Jn. 6,35). “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 8,12). “Yo soy la puerta de las ovejas...” (Jn. 10,7-9). “Yo soy el buen pastor. . .” (Jn. 10,11-14). “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn. 11,25). “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14,6, y cfr. Jn. 8,24, con “nota” de la Biblia de Jerusalén), etc. etc.

Esta expresión, que recuerda numerosos pasajes del Antiguo Testamento, sobre todo del Éxodo, en los que Yahvé se revelaba a sí mismo y manifestaba su voluntad, pone en primer plano la persona de Jesús, y subraya la importancia de su misión: es el Hijo, que ha venido al mundo para revelar al Padre (cfr. Jn. 14,9), y para volver a traer la humanidad, pródiga, hacia Él.

En esta forma, las relaciones entre su persona y la Ley antigua y, más en particular, con el Decálogo, se iluminan con una nueva luz. En el cuarto Evangelio, los Diez Mandamientos se cumplen, se absorben y se unifican en esa última Palabra del Padre. Palabra viva, encarnada, que los hombres deben, desde ahora, escuchar: “La Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn. 1,17).

En la persona de Jesucristo, la Ley cesa de ser un código anónimo, y toma un rostro concreto: el del amor.

Las afirmaciones de Jesucristo sobre sí mismo, por las que proclama su igualdad con Dios como Revelador y Señor, pueden considerarse como la expresión joánica del prólogo histórico del Decálogo: “Yo, Yahvé, soy tu Dios...”. Fundamentan el derecho de Jesús para poner a los hombres delante de su opción decisiva, y aceptarla o rechazarla. Establecen también su derecho a imponer sus mandamientos. Habiendo hecho suya la voluntad del Padre, los mandamientos de Dios se han convertido en suyos propios: se los ha entregado el Padre.

2.1 El mandamiento fundamental

Si en el cuarto Evangelio se puede hablar de sustitución de la Antigua Ley por Jesucristo, ¿cuál será la formulación joánica del primer mandamiento?

La opción fundamental que debe hacer todo cristiano, es, en primer lugar, creer en Cristo, acercarse a Él, recibir su palabra, y permanecer en ella. El que cree en Jesucristo como en el Enviado del Padre (cfr. Jn. 9,7, con “nota” de la Biblia de Jerusalén), recibe, desde ese momento, la vida y la salvación. El que no cree, ya está condenado.

Esta formulación se completa y enriquece con otras dos: seguir a Jesucristo, y amarlo. “Yo soy la luz del mundo; el que me siga, no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8,12). “Yo soy el camino... Nadie va al Padre sino por mi” (Jn. 14,6). “El que me sirva, que me siga…” (Jn. 12,26). “Sígueme...” (Jn. 1,43).

Jesucristo es, verdaderamente, quien va abriendo camino hacia el Padre. El mismo es ese Camino: sólo gracias a su inserción en El, es cómo los cristianos pueden volver al Padre. Al pedir a sus discípulos que le sigan, Jesús volvía a tomar, aplicándoselas, las fórmulas deuteronómicas del primer mandamiento: “A Yahvé vuestro Dios seguiréis...” (Dt. 13,5).

Jesucristo no sólo exige a sus fieles que vayan detrás de El y le sigan; les pide también que le amen de todo corazón, y de que prueben ese amor obedeciendo a su voluntad. El Deuteronomio había subrayado ya el lazo entre el amor a Dios y la observancia de los mandamientos: “Amarás, pues, a Yahvé tu Dios, guardarás siempre sus mandamientos…” (Dt. 11,1-28). Jesús vuelve a tomar esta fórmula, y se la aplica así: “El que ha recibido estos mandamientos y los guarda, ese es el que me ama” (Jn. 14,21). “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn. 14,15). “Si alguno me ama, guardará mi palabra…” (Jn. 14,23). “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn. 15,10).

Jesucristo, pues, insiste particularmente en el lazo que existe entre el amor vía observancia de los mandamientos. El amor entrega al cristiano, completamente a la persona de Jesucristo. Ese don total de sí ha de probarse con la obediencia.

Jesús sustituye el mandamiento del amor de Dios, con el mandamiento de amarle a Él, el Hijo venido a este mundo para revelar al Padre. Ya suficientemente promulgado y aceptado (Mt. 22,37), el mandamiento del amor a Dios, nuestro Padre, no exigía nueva promulgación. No sucedía lo mismo con el amor a Cristo y la fe en su persona. De ahí la gran importancia concedida, por San Juan, a la mediación de Jesús, que procede del Padre, y que lleva los hombres al Padre.

2.2 Concepción joánica del mandamiento del Señor

“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn. 14,15).

¿En qué sentido emplea aquí San Juan la palabra “mandamientos”? ¿Qué contenido da a esta expresión? Para responder acertadamente conviene referirse previamente a la noción de mandamiento en el Deuteronomio.

En efecto, el Deuteronomio contiene una teología del mandamiento de Dios que ilumina la noción joánica en varios aspectos de la misma. El mandamiento expresa la voluntad personal del Dios de la Alianza, que se da a conocer al pueblo de Israel. Se pone una insistencia particular en la autoridad de Yahvé, y en la obligación que tiene Israel de obedecerle: “Yahvé, tu Dios, te manda hoy practicar estos preceptos y estas normas; las guardarás y las practicaras con todo tu corazón y con toda tu alma” (Dt. 26,16). “Tu volverás a obedecer a la voz de Yahvé tu Dios, y pondrás en práctica todos sus mandamientos, los que yo te prescribo hoy...” (Dt. 30,8).

En el Deuteronomio, la observancia de los mandamientos se presenta como prueba de amor. Debe brotar del amor como de su fuente: “…si de verdad guardáis todos estos mandamientos que yo os mando practicar, amando a Yahvé vuestro' Dios…” (Dt. 11,22). "Amarás, pues, a Yahvé tu Dios, y guardarás siempre sus…mandamientos” (Dt. 11,1). Lo que se le exige a Israel es que ame a Yahvé, y que de pruebas de ese amor, observando los mandamientos.

La concepción joánica vuelve a tomar, completándola, la concepción deuteronómica. En el cuarto Evangelio, guardar los mandamientos significa hacer siempre la voluntad del Enviado del Padre. Sin embargo, se trata más que de una orden o precepto en particular, de un deseo y un propósito, de una obra que hay que realizar en el seno de la historia de salvación, de un mandato “mandatum” que hay que cumplir en nombre de Jesucristo.

Como en el Deuteronomio, el mandamiento joánico está unido a la historia de salvación. Guardar los mandamientos significa seguir a Jesucristo, caminar en la luz, vivir en El, creer en El, vivir en su Palabra…y tantas otras expresiones que vuelven a tomar las formulaciones deuteronómicas del primer mandamiento.

En el cuarto Evangelio, el mandamiento, cláusula de la Nueva Alianza, está perfectamente interiorizado. Sinónimo de la Palabra de Cristo, recibida y asimilada, expresa la exigencia del nuevo ser recibido, de Dios Padre, en el Hijo.

El mandamiento joánico tiene un carácter general. En el Deuteronomio, los mandamientos se concretan en el Decálogo y en la Ley. En los Sinópticos y en San Pablo, los problemas relativos a la vida moral ocupan un lugar bastante más amplio. Así los diversos mandamientos del Decálogo se recuerdan muy a menudo, y son interpretados y profundizados. Pero San Juan habla de los mandamientos en general, sin descender casi nunca a prescripciones particulares con relación a actos precisos. No se encuentran citados, como 'en los Sinópticos o en San Pablo, determinados mandamientos del Decálogo en su formulación tradicional. Sólo se presentan algunas formulaciones, típicamente joánicas, del primer mandamiento, al lado del precepto del amor fraterno, que resume los mandamientos de la “segunda tabla”.

2.3 El mandamiento de Jesucristo: el amor fraterno

“Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn. 15,12-13; cfr. 13,34).

Este mandamiento se califica de “nuevo” porque su motivo y su norma son el amor de Jesús hacia los suyos. Los cristianos deben practicar el amor mutuo según una medida nueva y una exigencia inaudita: amar a los hermanos como Jesucristo les ama: dando la vida por ellos, como Jesucristo ha dado la suya.

Este amor fraterno constituye la Ley que debe, desde entonces, regir las relaciones entre los miembros de la Iglesia, y asegurar la unidad de la comunidad cristiana. Pero este amor no puede existir prácticamente más que en virtud del amor de Cristo hacia los suyos, ejemplo y causa del amor de los discípulos. El origen inmediato del amor fraterno es el amor de Jesucristo por sus hermanos. Su última fuente es el amor del Padre hacia su Hijo: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn., 15,9). También aquí el amor y la gracia preceden el mandamiento: hemos sido prevenidos por el amor de Jesucristo.

En el cuarto Evangelio, el Decálogo íntegro queda absorbido por la persona de Jesús que nos da el mandamiento de creer en El, de seguirle y de amarle; y, en su amor, amar a nuestros hermanos.

El amor a Jesucristo constituye, pues, la estipulación fundamental de la Nueva Alianza.

2.4 Alianza y mandamiento

La insistencia joánica en la observancia de los mandamientos nos muestra de nuevo el lazo estrecho que une Alianza y mandamiento. Incluso la Nueva Alianza no puede concluirse sin mandamientos. Siguen siendo, en la Nueva Alianza, el signo concreto de la pertenencia al pueblo de Dios: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn. 13,35).

Los mandamientos, sean los de Jesucristo, los del Evangelio, o los de Dios, expresan la voluntad incondicional de Dios para con el hombre, y se aplican también a los discípulos de Jesucristo. Les ayudan a ejercitar su fe y a probar su amor. Les guían así hacia la actualización del Reino. La vida en el Espíritu debe probarse concretamente por los frutos del Espíritu. La “novedad” del mandamiento, en la moral joánica, está en el hecho de que se refiere a Jesucristo; en que Dios se ha hecho presente a los hombres. Los mandamientos se han convertido en sus mandamientos. Se han unificado todos en la agapé.

En definitiva, el mandamiento expresa y resume la relación del creyente con Jesucristo.

IV. Conclusión

Queda siempre la extrañeza producida por la importancia que revisten el derecho y la justicia humana en el Decálogo.

Si en verdad se trata del documento de la Alianza concluida entre Yahvé y su pueblo, ¿por qué conceder un lugar tan importante a los mandamientos de la “segunda tabla”, que no se refieren directamente a las relaciones con Dios sino a las relaciones con los hombres?

Notemos, en primer lugar, que el Decálogo, gracias a su estructura interna y a su contexto, une muy íntimamente entre sí a los mandamientos de la “primera” y de la “segunda tabla”.

Es imposible disociar los derechos de Dios de los derechos del hombre. Religión y justicia, amor de Dios y amor del prójimo, todas estas realidades se asocian íntimamente en el Decálogo. El Decálogo afirma con claridad que el hombre debe encontrarse con su prójimo, y respetar sus derechos fundamentales. Este encuentro, sin embargo, recibe su verdadera dimensión de la previa unión establecida entre el hombre y Dios. Las prohibiciones de la “segunda tabla”, que protegen tan celosamente los derechos del prójimo, deben, en definitiva, su carácter absoluto a la unión íntima con el primer mandamiento, del que son expresiones privilegiadas. El mismo Yahvé es quien induce a Israel a que respete los derechos del prójimo, y quien afirma que su suerte está en juego sobre todo en el plano de las relaciones con los demás. Israel no puede disponer del prójimo, lo mismo que tampoco puede disponer de Dios, puesto que Yahvé toma parte en la defensa de los derechos del hombre. El servicio de Dios se traduce, en concreto, en servicio al prójimo. Yahvé no tolera las injusticias entre los hombres. No respetar las exigencias de la justicia es, prácticamente, lo mismo que rechazar al mismo Dios: esta es la extraña revelación que hace Yahvé. Porque tu prójimo, al igual que tú, está hecho a mi imagen, porque debe responder libremente a mi llamamiento, has de respetar sus derechos, a fin de que pueda cumplir su vocación y acercarse libremente a Mí.

Los mandamientos de la “segunda tabla” constituyen, pues, una aplastante afirmación, no sólo de la persona humana, sino también del carácter religioso y sagrado de los derechos del hombre. Y como es posible y hasta obligatorio ir hallando una dignidad humana más perfecta, y como, consecuentemente, la justicia es esencialmente una virtud específicamente dinámica, los mandamientos de la “segunda tabla” son perfectibles de acuerdo con el grado de afinamiento de la conciencia, a medida que vaya descubriendo, en la dignidad humana, nuevos componentes.

El que en la Carta de la Alianza se haya dedicado una parte tan grande a las realidades de la justicia y del amor fraterno, tiene su explicación por el carácter comunitario de la vocación de Israel. Al concluir la Alianza con Israel, Yahvé quería que se constituyera un pueblo santo. El “tú” del Decálogo era comunitario antes que individual: se dirigía a Israel, pueblo de Dios. Ahora bien, ningún pueblo puede mantenerse más que en y por la justicia. Sin la justicia, queda dividido contra si mismo, y perecerá. Sólo un reino unido tiene la promesa de la estabilidad. Lo que es verdad de cualquier comunidad humana, es también Ley en Israel. Sin duda, es Yahvé quien da origen al nacimiento de Israel, lo reúne, lo toma a su cargo, y lo dirige. Pero porque esta comunidad, siendo sobrenatural, quedaba también siendo profundamente humana, no escapaba a las leyes fundamentales de cualquier sociedad. Tampoco podía vivir sin justicia y sin caridad. En consecuencia, no respetar las exigencias de la justicia humana en el seno del pueblo de Dios, y violar los derechos del prójimo, significaba escindir la comunidad en la que debía realizarse la voluntad salvífica de Dios: era hacer fracasar sus destinos, y rechazar al mismo Yahvé. En esto encontramos la razón del por qué las violaciones de los mandamientos de la “segunda tabla” del Decálogo estaban castigadas en el Pentateuco tan severamente como las transgresiones de los mandamientos de la “primera tabla”.

Las referencias neo-testamentarias del Decálogo insisten más todavía en la dignidad humana que en el respeto de sus derechos. Hemos hecho notar, en efecto, que las enumeraciones clásicas del Decálogo, las de los Sinópticos, por ejemplo, omitían la mención de los mandamientos de la “primera tabla”. Esta selección operada en los mandamientos subraya, a su manera, la importancia concedida, en la economía cristiana, a la justicia y a la caridad fraterna.

La proporción justa que hay que guardar entre los mandamientos de las dos “tablas” se recuerda, sin embargo, en forma clara, cuando Jesucristo afirma que el primero y mayor mandamiento es el amor de Dios; y que el mandamiento del amor al prójimo es semejante al primero. Cualquier disociación entre los dos amores es, en adelante, imposible: el amor de Dios precede, fundamenta y condiciona el verdadero amor al prójimo, mientras que el amor fraterno encarna y manifiesta concretamente el amor hacia Dios.

En la doctrina neo-testamentaria, a los derechos del hombre, aunque se promulgan tan solemnemente, nunca se los separa de los derechos de Dios: “lo del César, devolvédselo al César; y lo de Dios, a Dios” (Mt.22, 21). El Nuevo Testamento, al igual que el Antiguo, vela a la vez sobre la humanidad y la dignidad del hombre, y sobre la grandeza y la majestad de Dios. Y si nos empuja a buscar una dignidad humana cada vez mayor, no cesa de inculcarnos, al mismo tiempo, una idea cada vez más alta de Dios. Por eso el Decálogo aparece, a la vez, como muy humano y muy divino. Repite al hombre su dignidad, pero recordándole que esta dignidad la posee porque la ha recibido de Dios. Renueva al hombre en sí mismo, pero revelándole a Jesucristo, el Verbo Encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre.

San Pablo, en sus enumeraciones decalogales, silencia los mandamientos de la “primera tabla” (cfr.Rm.13, 8-10). Pero este trato de favor, concedido a la caridad fraterna, presupone que el amor hacia Dios se ha adquirido ya por la fe cristiana que vive en el corazón del cristiano. El cristiano puede y debe amar a sus hermanos, porque, por el Bautismo, está ligado a Cristo, el Señor, que se encarnó por ellos, los amó antes, y se entregó por todos. Pablo no desconoce los mandamientos de la “primera tabla”, pero tiene su propia manera de formularlos: “Para nosotros, no hay más que un solo Dios, Padre. . .y un solo Señor, Jesucristo…” (1 Co.8, 4-6). Para San Pablo, Jesucristo es “el Nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp.2, 9-11).

Sin embargo, aun afirmando con toda tuerza que el cristianismo se resume en la caridad fraterna, proclama al mismo tiempo la grandeza de los derechos del hombre. Su himno a la caridad es "un homenaje a la dignidad humana. Para San Pablo, como para Ireneo posteriormente, la gloria de Dios es el hombre vivo, es decir, respetado en sus derechos fundamentales. Y, si el hombre es grande, es porque Dios, que lo ha hecho a su imagen, es aún mayor.

El Decálogo es una Carta de los Derechos del hombre; pero da también, a esos derechos, su verdadera dimensión, puesto que los fundamenta en Dios. Pone al hombre en su propio lugar, dentro del universo, y ese lugar está muy alto; pero rehúsa convertir al hombre en un ídolo, en un pequeño Dios. “No habrá para ti otros dioses delante de mí” (Dt.5, 7).









Boletín de espiritualidad Nr. 38, p. 7-34.


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