Fe cristiana y demonologia





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Sería un error funesto comportarse como si nada tuvieran que enseñarnos las lecciones de la historia, y considerar que la Reconciliación surtido ya todos sus efectos, sin que haga falta empeñarse en la lucha de que nos hablan el Nuevo Testamento, y los maestros de la vida espiritual.

En este error se puede caer hoy también. En efecto, son muchos los que se preguntan si no sería el caso de examinar de nuevo la doctrina católica sobre este punto, comenzando por la Escritura Sagrada. A este propósito, algunos creen imposible cualquier toma de posición -como si fuera posible dejar en suspenso este problema - haciendo notar que los Libros Sagrados no permiten pronunciarse ni en favor ni en contra de la existencia de Satanás y de los demonios; pero, con mayor frecuencia, tal existencia es puesta abiertamente en duda. Ciertos críticos, creyendo poder distinguir la posición propia de Jesús, insinúan que ninguna de sus palabras garantizan la realidad del mundo de los demonios, sino que la afirmación de la existencia de los mismos, cuando tal afirmación aparece, refleja más bien las ideas de los escritos judáicos, o depende de tradiciones neo testamentarias y no de Cristo; y dado que dicha afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, no comprometería hoy nuestra fe, y seríamos libres de abandonarla. Otros, más objetivos y la vez más radicales, aceptan las aserciones de la Sagrada Escritura en su sentido más obvio; pero añaden que, en el mundo actual, no son aceptables ni siquiera para los cristianos. Por esto, también ellos las eliminan. Para algunos, finalmente, la idea de Satanás, sea cual fuere su origen, no tiene ya importancia y el intento de justificarla no lograría sino hacer perder crédito a nuestras enseñanzas, o hacer sombra al discurso acerca de Dios, que es el único que merece nuestro interés.

Hay que notar que, para unos y otros, los nombres de Satanás y del demonio no son sino personificaciones míticas y funcionales, cuyo único significado es el de subrayar dramáticamente el influjo del mal y del pecado sobre la humanidad. Un simple lenguaje, pues, que nuestra época debería descifrar con el fin de encontrar una manera diversa de inculcar, en los cristianos, el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal existentes en el mundo.

Estas tomas de posición, repetidas con gran alarde de erudición, y difundidas por ciertas revistas y por ciertos diccionarios de teología, no pueden menos de turbar los ánimos.

Los fieles, acostumbrados a tomar en serio las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos, tienen la impresión de que esta forma de hablar tiende a cambiar radicalmente, en este punto, la opinión pública en la Iglesia; además, quienes conocen las ciencias bíblicas y religiosas, se preguntan hasta donde podría llevarnos el proceso de demitización emprendido en nombre de una cierta hermenéutica.

Frente a tales postulados, y con el fin de dar una respuesta a los mismos, hemos de detenemos brevemente ante todo en el Nuevo Testamento, para poner de relieve su testimonio y autoridad.

I. EL NUEVO TESTAMENTO.

1. El contexto histórico.

Antes de recordar la independencia de espíritu con la que Jesús se comportó en todo momento respecto de las opiniones de su tiempo, es importante notar que no todos sus contemporáneos tenían a propósito de los ángeles y demonios aquella creencia común que muchos parecen atribuirles hoy, y de la cual Jesús mismo dependería.

Una indicación de los Hechos de las Apóstoles, con la que estos describen la polémica provocada entre los miembros del Sanedrín por una declaración de San Pablo, nos hace saber, en efecto, que los saduceos no admitían, contra la opinión de los fariseos, "ni resurrección, ni ángel, ni espíritus es decir, según la interpretación dada por buenos exegetas, no creían en la resurrección y por tanto tampoco en los ángeles o en los demonios (16).

Así, pues, en lo que se refiere a Satanás, a los demonios y a los ángeles, la opinión de los contemporáneos de Jesús parece dividida en dos concepciones diametralmente opuestas.

¿Cómo puede entonces sostenerse que, al ejercer y al dar a otros el poder de expulsar demonios, Jesús -y, a ejemplo suyo, los escritores del Nuevo Testamento- no ha hecho otra cosa que adoptar, sin ningún esfuerzo crítico, las ideas y las prácticas de su tiempo?

Ciertamente Cristo, y con mayor razón los Apóstoles, pertenecían a su época y con dividían la cultura de la misma; pero Jesús, en virtud de su naturaleza divina y de la revelación que había venido a comunicar, trascendía su ambiente y su tiempo, escapaba a su presión.

La lectura del Sermón de la montaña basta para convencemos de su libertad de espíritu, a la vez que de su respeto por la tradición (17).

Por esto, cuando El reveló el significado de su redención, tuvo que tener evidentemente en cuenta a los fariseos, los cuales, como El mismo, creían en el mundo futuro, en el alma, en los espíritus, en la resurrección; y hasta no pudo olvidar a los saduceos, que no admitían tales creencias.

Así pues, cuando los fariseos lo acusaron de expulsar los demonios con la ayuda del Príncipe de los mismos, El habría podido sortear la dificultad alineándose con los saduceos; pero, haciendo esto, habría desmentido lo que era su misión.

Por tanto, sin renegar de la creencia en los espíritus y en la resurrección, que Él tenía en común con los fariseos, debía tomar distancia respecto de ellos, oponiéndose no menos a los saduceos.

Sostener, hoy, pues, que lo dicho por Jesús sobre Satanás expresa solamente una doctrina tomada del ambiente, y que no tiene importancia para la fe universal, aparece en seguida como una opinión basada en una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro.

Si Jesús ha usado este lenguaje y, sobre todo, si lo ha puesto en práctica durante su ministerio, es porque expresaba una doctrina necesaria -al menos en parte- para la noción y para la realidad de la salvación que El traía.

2. El testimonio personal de Jesús.

También las principales curaciones de posesos fueron hechas por Cristo en momentos decisivos en la narración de su ministerio.

Sus exorcismos ponían y orientaban el problema de su misión y de su persona, como suficientemente lo prueban las reacciones suscitadas (18).

Sin poner nunca a Satanás en el centro de su Evangelio, Jesús habló de él en momentos evidentemente cruciales y con declaraciones importantes.

En primer lugar, inició su ministerio público aceptando ser tentado por el demonio en el Desierto: la narración de San Marcos precisamente a causa de su sobriedad, es tan decisiva como la de San Mateo y la de San Lucas (19).

En el Sermón de la montaña, puso en guardia a los suyos; y también en la oración que les enseñó, el Padre nuestro, como admiten hoy muchos exegetas (20) apoyándose en el testimonio de diversas liturgias (21).

En las Parábola, Jesús atribuyó a Satanás los obstáculos que encontraba en su predicación (22), como en el caso de la cizaña en el campo del padre de familia (23).

A Simón Pedro le anunció que las puertas del Infierno tratarían de prevalecer sobre la Iglesia (24), que Satanás intentaría pasarlo por la criba como a los demás apóstoles (25).

En el momento de dejar el Cenáculo, Cristo declaró como inminente la venida del "príncipe de este mundo"(26).

En Getsemaní, cuando fue arrestado por los soldados, afirmó que había llegado la hora del "poder de las tinieblas"(27): sin embargo, Él sabía -y lo había declarado en el Cenáculo- que "el príncipe de este mundo ha sido juzgado"(28).

Estos hechos y estas declaraciones -bien encuadradas, repetidas y concordantes- no son casuales, ni pueden ser tratados como datos fabulosos que hay que dimitizar. En caso contrario, habría que admitir que, en aquellas horas críticas, la conciencia de Jesús, cuya lucidez y dominio de sí mismo aparecen evidentes ante los Jueces, era presa de fantasmas ilusorios, y que su palabra carecía de toda firmeza; lo cual estaría en contraste con la impresión de los primeros que la escucharon, y de los lectores de los Evangelios.

Se impone, por tanto, una conclusión: Satanás, a quien Jesús había afrontado con sus exorcismos, que había encontrado en el desierto y en la pasión, no puede ser el simple producto de la capacidad humana de inventar fábulas, o de personificar las ideas, ni tampoco un vestigio aberrante del lenguaje cultural primitivo.

Es verdad que San Pablo, resumiendo en grandes líneas, en la Carta a los Romanos, la situación de la humanidad antes de Cristo, personifica el pecado y la muerte, mostrando su terrible poder; pero se trata, en el conjunto de su doctrina, de un momento que no es el efecto de un puro recurso literario, sino de su aguda conciencia de la importancia de la Cruz de Jesús, y de la necesidad de la opción de fe que El pide.

3. Los escritos paulinos.

Por otra parte, San Pablo no identifica él pecado con Satanás. En efecto, en el pecado él ve, ante todo, lo que éste último es esencialmente: un acto personal de los hombres; y también el estado de culpabilidad y de ceguera en el que Satanás trata efectivamente de meterlos y mantenerlos (29).

De esta manera, San Pablo distingue, bien a Satanás del pecado. El Apóstol que, frente a la "ley del pecado que siente en sus miembros", confiesa su impotencia sin la ayuda de la gracia (30), es el mismo que, con gran decisión, invita a resistir a Satanás (31), a no dejarse dominar por él, a no darle entrada (32), a aplastarlo bajo los pies (33). Porque Satanás es, para él, una entidad personal, "el dios de este mundo" (34), un adversario astuto, distinto tanto de nosotros como del pecado al que él lleva.

Como el Evangelio, el Apóstol ve a Satanás activo en la historia del mundo, o sea en lo que él llama "el misterio de iniquidad" (35): en la incredulidad que rechaza reconocer la gloria de Cristo (36), en la aberración de la idolatría (37), en la seducción que amenaza la fidelidad de la Iglesia a Cristo, su Esposa (38); y, finalmente en la prevaricación escatológica que conduce al culto del hombre , colocándole en lugar de Dios (39).

Ciertamente Satanás, según San Pablo, induce al pecado, pero se distingue del mal que hace cometer.

4. El Apocalipsis y el Evangelio de San Juan.

El Apocalipsis es sobre todo el grandioso cuadro en el que el poder de Cristo resucitado resplandece en los testigos de su Evangelio: proclama el triunfo del Cordero inmaculado; pero nos engañaríamos totalmente acerca de la naturaleza de esta victoria, si no se viera en ella el final de una larga lucha en la que intervienen, mediante los poderes humanos que se oponen a Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos unos de otros, además de los agentes históricos.

En efecto, es el Apocalipsis, el que, subrayando el enigma de los diversos nombres y símbolos de Satanás en la Sagrada Escritura, revela definitivamente su identidad (40). Su acción se desarrolla a lo largo de todos los siglos de la historia humana bajo los ojos de Dios.

No sorprende, por ello, que, en el Evangelio de San Juan, Jesús hable del diablo y lo defina "príncipe de este mundo" (41): ciertamente, su acción sobre el hombre es interior, pero es imposible, en su figura, ver únicamente una personificación del pecado y de la tentación.

Jesús reconoce que pecar significa ser esclavo" (42), pero no por ello identifica, con Satanás, esta esclavitud, ni el pecado en ella manifestado. El diablo ejerce, sobre los pecadores, solamente un influjo moral, en la medida en que cada uno sigue su inspiración (43): ellos, libremente, ejecutan sus "deseos"(44), y hacen "su obra" , Solamente en este sentido y en esta medida, Satanás es su "padre" (46), porque entre él y la conciencia de la persona humana que da siempre la distancia espiritual que separa la "mentira" diabólica del consentimiento que a ella se puede dar o negar (47), de la misma manera que entre Cristo y nosotros existe siempre la distancia entre la "verdad” que El revela y propone, y la fe con que es acogida.

II. LA DOCTRINA DE LOS PADRES

Por este motivo los Padres de la Iglesia, convencidos, a través de la Sagrada Escritura, de que Satanás y los demonios son adversarios de la Redención, no han dejado de recordar, a los fieles, la existencia y la acción de éstos.

Desde el siglo II de nuestra era, Meliton de Sardes había escrito una obra sobre el demonio (48); y sería difícil citar a un solo Padre que no haya hablado de este tema.

Obviamente, los más diligentes en poner en claro la acción del demonio fueron aquellos que ilustraron el designio divino en la historia, especialmente San Ireneo y Tertuliano, quienes afrontaron sucesivamente el dualismo gnóstico y Marción; luego lo hizo Victorino de Petau y, finalmente, San Agustín.

San Ireneo enseñó que el diablo es un "ángel apóstata"(49); que Cristo, recapitulando en sí mismo la guerra que este enemigo mueve contra nosotros, tuvo que enfrentarse con él al comienzo de su ministerio (50).

Con mayor amplitud y vigor San Agustín demostró su actividad en la lucha de las "dos ciudades" que tienen origen en el cielo, en el cual -las primeras creaturas de Dios, los ángeles, se declararon fieles o infieles a su Señor (51); en la sociedad de los pecadores él vio un "cuerpo místico" del diablo (52), del cual habló también más tarde, en su obra "Moralia in Job", San Gregorio Magno (53).

Evidentemente la mayoría de los Padres, abandonando con Orígenes la idea del pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo -es decir, en su deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia, de hacerse pasar por Dios- el principio de su caída; pero, junto a este orgullo, muchos subrayaron su malicia respecto del hombre. Según San Ireneo, la apostasía del diablo comenzó cuando él tuvo envidia de la creación del hombre, y trató de hacer que se revelara contra su Creador (54). Tertuliano juzga que Satanás, para contrastar los planes del Señor, plagió, en los misterios paganos, los sacramentos instituidos por el mismo Cristo en su Iglesia (55).

Se ve, pues, que las enseñanzas patrísticas fueron un eco sustancialmente fiel de la doctrina y de las orientaciones del Nuevo Testamento.

III. EL CONCILIO LATERANENSE IV.

Es cierto que, en veinte siglos de historia, el Magisterio de la Iglesia dedicó, a la demonología, unas pocas declaraciones propiamente dogmáticas.

La razón de ello es que la ocasión se presentó raramente: en concreto, únicamente en dos circunstancias, la más importante de las cuales se coloca a principios del siglo XIII (Concilio Lateranense IV, año 1215), cuando se manifiesta un revivir del dualismo maniqueo y priscilianista con la aparición de los cátaros y de los albigenses; sin embargo, el enunciado dogmático de entonces, formulado en un cuadro doctrinal familiar, corresponde muy de cerca a nuestra sensibilidad, porque entraña una visión del universo y de la creación del mismo por parte de Dios. Dice así:

"Firmemente creemos y simplemente confesamos…un solo principio de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo, creo de la nada a una y otra creatura, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la mundana, y después la humana común, compuesta de espíritu y cuerpo. Porque el diablo y lo demás demonio, por Dios ciertamente fueron creados bueno por naturaleza; más ellos, por sí mismo, se hicieron malos. El hombre empero, pecó por sugestión del diablo"(56).

Lo esencial de esta exposición es sobrio sobre el diablo y los demonios, el Concilio se limita a afirmar que, siendo creaturas del único Dios, ellos no son sustancialmente malos, sino que se convirtieron en tales siguiendo su libre albedrío. No se precisa ni el número, ni la culpa, ni la extensión de su poder: estas cuestiones, que no tocan al problema teológico, fueron dejadas a la libre discusión escolástica.

Sin embargo, la afirmación del Concilio, por sucinta que sea, es de importancia capital, porque es emanación del mayor Concilio del siglo XIII, y porque es puesta en evidencia en la profesión de fe preparada por el mismo, la cual, viniendo poco después de las profesiones de fe impuestas a los cataros y valdenses (57), evocaba las condenas pronunciadas contra el Priscilianismo de algunos siglos antes (58).

1. El primer tema del Concilio: Dios, creador de los "seres visibles e invisibles”.

Esta profesión de fe merece, por consiguiente, ser tenida en atenta consideración; adopta la estructura común de los Símbolos dogmáticos, y encaja perfectamente en la serie de los mismos, a partir del Concilio de Nicea.

Según el texto citado, puede compendiarse, desde nuestro punto de vista, en dos temas, unidos entre sí, e igualmente importantes para la fe: el enunciado que hace referencia al diablo, y en el que deberemos fijarnos más detenidamente, viene después de una declaración sobre Dios creador de todas las cosas "visibles e invisibles", esto es, de los seres corpóreos y de los angélicos.

Esta afirmación sobre el Creador, y la misma fórmula que la expresa, tienen singular importancia para nuestro tema, ya que ambas arrancan de la doctrina de San Pablo.

En efecto, al ensalzar a Jesucristo, el Apóstol, dice de Él que ejerce su dominio sobre todos los seres "celestes, terrestres, e infernales" (59), tanto "en el mundo actual como en el venidero"(60). Hablando, por otra parte, de su preexistencia, enseña que "en El fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra: las visibles y las invisibles"(61).

Esta doctrina de la creación adquirió bien pronto una gran importancia para la fe cristiana, debido a que el Gnosticismo y el Marcionismo, ya antes del Maniqueismo, trataron largamente de hacerla vacilar.

Los primeros Símbolos de la fe especifican ordinariamente que los "seres visibles e invisibles", todos ellos, "han sido creados por Dios".

Esta doctrina, afirmada por el Concilio Niceno-Constantinopolitano (63), y más tarde por el Concilio de Toledo (63), se usaba para las profesiones de fe que se leían en las grandes Iglesias durante la celebración del Bautismo (64); entró a formar parte de la gran Plegaria Eucarística de Santiago en Jerusalén, de San Basilio en el Asia Menor, en Alejandría, y en otras Iglesias orientales.

Entre los Padres griegos, aparece ya en San Ireneo (65) y en la "expositio fidei" de San Atanasio (66). En Occidente, la encontramos en Gregorio de Elvira (67), en San Agustín (68), en San Fulgencio (69), etc.

Cuando los Cátaros, en Occidente, igual que los Bogomilos en Europa oriental, restauraron el dualismo maniqueo, la profesión de fe del Concilio IV de Letrán no podía hacer cosa mejor que recoger esta declaración y su fórmula, las cuales adquirieron desde entonces importancia definitiva.

Se repitieron muy pronto en las profesiones de fe del Concilio II de Lión (70), de Florencia (71) y de Trento (72), para reaparecer, por último, en la Constitución "Dei Filius" del Concilio Vaticano I (73), en los mismos términos del Concilio IV de Letrán, del año 1215.

Se trata, por consiguiente, de una afirmación primordial y constante de la fe, subrayada providencialmente por el Concilio IV de Letrán para enlazar con ella el enunciado relativo a Satanás y a los demonios. Indicó así que el caso de éstos, ya importante de por sí, se insertaba en el contexto más amplio de la doctrina sobre la creación universal y sobre la fe en los seres angélicos.

2. Segundo tema del Concilio: el diablo.

Por lo que se refiere a este enunciado demonológico, está lejísimo de presentarse como algo nuevo, añadido circunstancialmente a manera de consecuencia doctrinal o de una deducción teológica; al contrario, aparece como un punto firme, adquirido desde hace mucho tiempo.

Lo está indicando la misma formulación del texto.

2.1 El texto del Concilio Lateranense IV.

En efecto, después de haber afirmado la creación universal, el documento no pasa, a los diablos y a los demonios, como a una conclusión lógicamente deducida. No escribe: "Consiguientemente Satanás y los demás demonios han sido creados naturalmente buenos" como hubiera sido necesario si la declaración fuese nueva, y deducida de la anterior. Al contrario, presenta el caso de Satanás como una prueba de la afirmación anterior, como un argumento contra el dualismo. Escribe, en efecto: "Porque Satanás y los demonios fueron creados naturalmente buenos.

En resumen, el enunciado que a ellos se refiere se presenta como una afirmación incontrovertible de la conciencia cristiana es éste un punto importante del documento, y no podía menos de serlo, si se tiene en cuenta las circunstancias históricas.

2.2 La preparación.

De hecho, ya en el siglo IV la Iglesia había tomado posición contra la tesis maniquea de dos principios, igualmente eternos y opuestos (74); tanto en Oriente como en Occidente, enseñaba firmemente que Satanás y los demonios han sido creados, y hechos naturalmente buenos.

El diablo era considerado creatura de Dios, buena y luminosa en un principio, que por desgracia no se mantuvo en la verdad en que había sido hecho (cfr.Jn.8, 44), sino que se había revelado contra el Señor (75), el mal, por consiguiente, no estaba en su naturaleza, sino en un acto libre y contingente de su voluntad (76).

Afirmaciones de este tipo podían asumir, eventualmente, una firme formulación dogmática. Se encuentran incluso bajo la forma de condenación doctrinal, o también de profesión de fe. Esta enseñanza se expresaba mejor, no obstante, bajo la fórmula directa y positiva de una afirmación que hay que creer.

Así, ya-desde el siglo IV, la expresión de la fe cristiana, enseñada y vivida, presentaba, en este punto, las dos formulaciones dogmáticas, positivas y negativas, que volveremos a encontrar, ocho siglos más tarde, en tiempos de Inocencio III y del Concilio Lateranense IV.

En el siglo V, la Carta del Papa San León Magno a Toribio, obispo de Astorga, de cuya autenticidad no hay lugar a dudas, habla en el mismo tono y con la misma claridad.

La doctrina es, pues, común y firme. Los numerosos documentos que la expresan, de los que hemos citado algunos de los principales, constituyen el fondo doctrinal dentro del cual sobresale el primer Concilio de Braga, a mediados del siglo VI. En esta-perspectiva, el capítulo 7 de este Sínodo no aparece como un texto aislado, sino como una síntesis de las enseñanzas de los siglos IV y V en esta materia, y especialmente de la doctrina del Papa San León Magno:

"Si alguno pretende que el diablo no ha sido antes un ángel (bueno), hecho por Dios y que su naturaleza ha sido obra de Dios, sino que ha salido del caos y de las tinieblas, y que no existe un autor de su ser, sino que el mismo es el principio y la substancia del mal, como dicen Maní y Prisiliano sea anatema"(77),

2.3 El advenimiento de los cataros (siglos XII y XIII).

Forman parte también de la fe explícita de la Iglesia, desde hace mucho tiempo, la condición de creatura, y el acto libre con que el diablo se ha pervertido.

En el Concilio IV de Letrán basto introducir estas afirmaciones en el Símbolo, sin necesidad de documentarlas, porque se trataba de creencias claramente profesadas.

Tal inserción que, desde el punto de vista dogmático, era posible ya anteriormente, en aquel entonces se había hecho necesaria debido a que la herejía de los Cataros había adoptado algunos de los antiguos errores maniqueos.

Hoy se ha descubierto el Libro de los dos principios, escrito por un teólogo cátaro, poco después del Concilio IV de Letrán.

Adentrándose en los particulares de la argumentación, y basándose en la Sagrada Escritura, esta pequeña suma de los militantes de la secta pretendía impugnar la doctrina del único Creador, y fundamentar, sobré textos bíblicos, la existencia de los dos principios opuestos (78). Junto al Dios; bueno -decía- "debemos reconocer necesariamente la existencia de otro principio, el del mal, que actúa en forma perniciosa contra el verdadero Dios y contra la creatura (79).

3. Valor de la decisión del Concilio IV de Letrán

A principios del siglo XIII estas declaraciones, lejos de ser solamente teorías de intelectuales expertos, correspondían a un conjunto de creencias erróneas, vividas y difundidas por una multitud de "conventículos" ramificados, organizados y activos.

La Iglesia tenía la obligación de intervenir, repitiendo enérgicamente las afirmaciones doctrínales de los siglos anteriores a ese momento. Lo hizo el Papa Inocencio III, introduciendo-los dos enunciados dogmáticos, indicados anteriormente, en la confesión de fe del IV Concilio Ecuménico de Letrán. Fue leída oficialmente a los obispos, y aprobada por ellos. Preguntados en alta voz: ¿creéis estas (verdades), punto por punto?, ellos respondieron con una aclamación unánime: "Las creemos"(80).

En su conjunto, el documento conciliar es un documento de fe y, dada su naturaleza y su formación -que son las de un Símbolo-, cada punto principal tiene igualmente valor dogmático.

Se caería en un manifiesto error si se pretendiese que cada párrafo de un Símbolo deba contener una sola afirmación dogmática: esto significaría aplicar, a su interpretación, una hermenéutica válida, por ejemplo, en el caso de un decreto del Concilio de Trento, donde cada capítulo enseña generalmente un solo tema dogmático: necesidad de prepararse a la justificación (81), verdad de la real presencia de Cristo en la Eucaristía (82), etc.

El primer párrafo, en cambio, del Lateranense IV, condensa en un número de líneas igual a las del capítulo del Tridentino sobre el "don de la perseverancia", una cantidad de afirmaciones de fe, en gran parte ya definidas, sobre la unidad de Dios, la Trinidad y la igualdad de las Personas, la simplicidad de su naturaleza, las "procesiones" del Hijo y del Espíritu Santo. Lo mismo ocurre con la creación, especialmente en los dos pasajes que se refieren al conjunto de los seres espirituales y corpóreos creados por Dios, y con la creación del diablo y su pecado. Se trataba, como hemos visto, de otros tantos puntos que, a partir de los siglos IV y V, pertenecían a la enseñanza de la Iglesia: introduciéndolos en el propio Símbolo, el Concilio no hacía otra cosa que consagrar su pertenencia a la norma universal de la fe.

IV. ENSEÑANZA COMUN DE PAPAS Y CONCILIOS.

A mediados del siglo V, en vísperas del Concilio de Calcedonia, el "Tomo" del Papa San León Magno a Flaviano precisó uno de los fines de la economía de salvación, evocando la victoria sobre la muerte y sobre el diablo que, según la Carta a los Hebreos, tiene su dominio sobre nosotros, (83).

Más tarde, cuando el Concilio de Florencia habló de la Redención, la presentó bíblicamente como una liberación del dominio del diablo (84).

El Concilio de Trento, resumiendo la doctrina de San Pablo, declara que el hombre pecador "está bajo el poder del diablo y de la muerte" (85). Salvándonos, "Dios nos ha liberado del poder de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo amado, en el cual tenemos la redención, la remisión de los pecados” (86). Cometer pecado después del Bautismo, es "abandonarse al poder del demonio" (87). Esta es, en efecto, la fe primitiva y universal de la Iglesia que atestigua, desde los primeros siglos, la liturgia de la iniciación cristiana, cuando los catecúmenos, estando ya para ser bautizados, renunciaban a, Satanás, profesaban su fe en la Santísima Trinidad, y se adherían a Cristo, su Salvador (88).

Por eso mismo, el Concilio Vaticano II, que se ha interesado del presente de la Iglesia más que de la doctrina de la creación, no ha dejado de poner en guardia contra la actividad de Satanás y de los demonios. Como ya había hecho tanto el Concilio de Florencia como el de Trento, ha recordado nuevamente, con el Apóstol, que Cristo nos "libera del poder de las tinieblas" (89); y, resumiendo la Sagrada Escritura, a la manera de San Pablo y del Apocalipsis, la Constitución Gaudium et Spes ha dicho que nuestra historia, la historia universal, "es una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final" (90).

En otra parte, el Vaticano II renueva la exhortación de la Carta a los Efesios a "vestir la armadura de Dios para poder resistir a las insidias del diablo" (91).Porque, como la misma Constitución Lumen Gentium recuerda a los seglares, "debemos luchar contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos” (92).

Finalmente, no causa ninguna sorpresa comprobar que el mismo Concilio, queriendo presentar la Iglesia como el Reino de Dios ya comenzado, invoca los milagros de Jesús, que son sus obras; y para ello cita expresamente sus exorcismos (93). En efecto, en esta ocasión fue pronunciada por Jesús la famosa declaración… sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (94).

V. EL ARGEMENTO LITURGICO.

En cuanto a la liturgia -que ya hemos evocado de paso más arriba-, ella aporta un testimonio particular; sin embargo, porque es la expresión concreta de la fe vivida, no debemos exigirle responda a nuestra curiosidad sobre la naturaleza de los demonios, su categoría y sus nombres.

La liturgia se contenta con insistir, siguiendo su función en su existencia, y en la amenaza que constituye para los cristianos: basándose en las enseñanzas del Nuevo Testamento, la liturgia se hace eco del mismo, recordando que la vida de los bautizados es un combate emprendido, con la gracia de Cristo y la fuerza de su Espíritu, contra el mundo, contra la carne, y contra los seres demoníacos (95).



No obstante, hoy día este argumento debe ser utilizado con / mucha cautela.

Por una parte, los rituales y los sacramentarlos orientales, habiendo conocido, a lo largo de los siglos, menos supresiones que integraciones, tienen peligro de desviarnos: sus demonologías son exuberantes. Por otra parte, los documentos litúrgicos latinos, refundidos muchas veces a lo largo de la historia, invitan, precisamente a causa de estos cambios, a conclusiones igualmente prudentes.

Nuestro antiguo ritual de penitencia pública expresaba con fuerza la acción del demonio sobre los pecadores. Desgraciadamente estos textos, que han sobrevivido hasta nuestros días en el Pontificial Romano, hace mucho tiempo que ya no se usan.

Antes de 1972 se podían citar también las oraciones de la recomendación del alma, que recordaban el horror del infierno y de los últimos asaltos del demonio; pero estos textos significativos han desaparecido.

En nuestros días sobre todo, el característico ministerio del Exorcista, sin haber sido abolido radicalmente, ha quedado reducido a un servicio eventual y, de hecho, solamente subsistirá si lo necesitan los Obispos (96), sin que se haya previsto ningún rito para conferirlo. Una decisión de este género no significa, evidentemente, que el sacerdote no tenga ya el poder de exorcizar, ni que ya no deba ejercitarlo; pero esto obliga a constatar que la Iglesia, al no hacer de este ministerio una función específica, no reconoce ya, a los exorcismos, la importancia que tenían en los primeros siglos. Sin duda alguna, esta evolución merece tenerse en cuenta.

Sin embargo, no debemos sacar la conclusión de que ha habido un retroceso -o una revisión- de la fe en el campo litúrgico.

El Misal Romano de 1970 sigue reflejando la convicción existente, en la Iglesia, a propósito de las intervenciones demoníacas en la historia de los hombres. Hoy, como antes, la liturgia del Primer domingo de Cuaresma recuerda a los fieles como Jesucristo venció al demonio: los tres relatos sinópticos de su tentación, están reservados a los tres ciclos -A, B y C- de las lecturas cuaresmales. El protoevangelio, con su anuncio de la victoria de la descendencia de la mujer sobre la de la serpiente (Gn.3, 15), se lee en el Domingo décimo del año B, y en el sábado de la Quinta semana. La fiesta de la Asunción y el Común de la Virgen presentan la lectura de Ap.12, 1-6, es decir, la amenaza del Dragón contra la Mujer que da a luz Mc.3,20-35, que describe la discusión de Jesús con los Fariseos sobre Belzebú, forma parte de las lecturas del Décimo Do-mingo del año B, ya mencionado más arriba. La parábola del grano y de la cizaña (Mt. 13,23-43) aparece en el Decimosexto Domingo del año A, y su explicación (Mt.13, 36-43) se lee en el martes de la Decimotercera semana. El anuncio de la derrota del Príncipe de este mundo (Jn.12, 20-23) se lee en el Quinto domingo de Cuaresma del año B; y Jn. 14,30 se lee durante la semana. Entre los textos de los Apóstoles, Ef.2, 1-10 está asignado al lunes de la Vigésima nona semana; Ef.6, 10-20, al Común de los Santos y Santas, y al jueves dé la Decimotercera semana. Jn.3, 7-10 se lee el 4 de enero; la Fiesta de San Marcos propone la primera lectura de San Pedro, que presenta al diablo rondando en torno a su presa para devorarla. Estas citas que, para ser completas, debieran multiplicarse, demuestran que los textos bíblicos más importantes sobre el demonio siguen formando parte de la lectura oficial de la Iglesia.

Es verdad que el Ritual de iniciación cristiana de los adultos ha sido modificado en este punto, y que ya no se interpela al diablo con apostrofes imperativos; pero, en el mismo sentido se dirige a Dios una plegaria (97). El tono es menos espectacular, pero no menos expresivo y eficaz. Es, pues, falso pretender que los exorcismos han sido eliminados del nuevo Ritual del Bautismo. El error es tan claro que el nuevo Ritual del catecumenado ha instituido, antes de los exorcismos llamados "mayores", exorcismos "menores”, distribuidos a lo largo de todo el catecumenado, y desconocí dos en el pasado (98).

Los Exorcismo, pues, permanecen. Hoy, como ayer, piden la victoria sobre "Satanás”, “el diablo”, “el príncipe de este mundo”; y los tres "escrutinios" habituales, en los que, como antes, tienen lugar los exorcismos, poseen la misma finalidad -negativa y positiva- de siempre : "liberar del pecado y del diablo" y, al mismo tiempo, "fortalecer en Cristo" (99) . La celebración del Bautismo de los niños conserva también, en definitiva, un exorcismo (100); lo cual no quiere decir que la Iglesia considere a estos niños como otros tantos poseídos del demonio, sino que cree que también ellos necesitan todos los efectos de la Redención de Cristo. En efecto, antes del Bautismo, todo hombre, niño o adulto, lleva el signo del pecado y de la acción de Satanás.

En cuanto a la liturgia de la Penitencial Privada, ésta habla hoy del diablo menos que antes; pero las celebraciones penitenciarias comunitarias han restaurado una antigua oración que recuerda la influencia de Satanás sobre los pecadores (101).

En el Ritual de los enfermos-como ya hemos notado más arriba-, la oración de la recomendación del alma no subraya la presencia de Satanás; pero, en el curso del rito de la unción, el celebrante pide que el enfermo "sea liberado del pecado y de toda tentación" (102). El santo óleo es considerado como una "protección" del cuerpo, del alma y del espíritu (103); y la oración "Commendo te", sin mencionar ni el infierno ni el demonio, evoca sin embargo indirectamente su existencia y su acción, al pedir a Cristo que salve al moribundo, y lo cuente entre el número de "sus" ovejas y de "sus" elegidos : evidentemente, este lenguaje más parco quiere evitar un trauma al enfermo y a su familia, pero no olvida la fe en el misterio del mal.

Finalmente, unas pocas palabras sobre el Padre nuestro en la misa: como dijimos más arriba, siguiendo a muchos exegetas actuales, apoyándonos en el testimonio de diversas liturgias, pedimos ser librados del "Malo", Esta es la interpretación de los Padres griegos y de muchos occidentales (Tertuliano, San Ambrosio, Casiano); pero San Agustín, y el Liberanos de la Misa latina, orientaor hacia una interpretación impersonal.

VI. CONCLUSION.

En una palabra, la actitud de la Iglesia en todo lo referente a la demonología es clara y firme.

Es verdad que, a lo largo de los siglos, la existencia de Satanás y de los demonios nunca ha sido objeto de una afirmación explícita de su magisterio. La razón está en que la cuestión no se planteó jamás en estos términos: tanto los herejes como los fieles, fundándose en la Sagrada Escritura, estaban de acuerdo en reconocer su existencia y sus principales perversidades.

Por eso, cuando hoy se pone en duda la realidad demoníaca, es necesario hacer referencia -como hemos recordado hace poco- a la fe constante de la Iglesia, y a su fuente más grande: Cristo.

En efecto, la existencia del mundo demoníaco se revela como un dato dogmático en la doctrina del Evangelio, y el corazón de la fe vivida. El malestar contemporáneo -que hemos denunciado al principio- no pone, pues, en discusión un elemento secundario del pensamiento cristiano, sino que compromete la fe constante de la Iglesia, su modo de concebir la Redención y, en el punto de partida, la conciencia misma de Jesús.

Por eso Su Santidad Paulo VI, hablando recientemente de esta terrible y misteriosa realidad del Mal, podía afirmar con autoridad : "Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia ; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí, y que no tiene, como cualquier otra creatura, su origen en Dios ; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de causas desconocidas de nuestras desgracias"(104).Ni los exegetas ni los teólogos deberían olvidar esta advertencia.

Por eso repetimos que, al subrayar también hoy la existencia de la realidad demoníaca, la Iglesia no se propone ni retroceder a las especulaciones dualísticas y maniqueas de tiempos, ni proponer un substitutivo aceptable para la razón. Sólo quiere seguir- siendo fiel al Evangelio y a sus exigencias.

Está claro que jamás ha permitido al hombre descargarse de su responsabilidad, atribuyendo las propias culpas a los demonios.

La Iglesia no ha dudado en lanzarse contra una escapatoria semejan te cuando manifiesta, con San Juan Crisóstomo: "No es el diablo, si no la injuria propia de los hombres la que causa todas sus caídas, y todos los males de los que se lamentan" (105).

A este respecto, las enseñanzas cristianas, con su valentía en defender la libertad y la grandeza del hombre, y en hacer resaltar plenamente la omnipotencia y la bondad del Creador, no han desmayado en esta su tarea. Han condenado, en el pasado -y condenarán siempre- la excesiva facilidad en aducir, como pretexto, una incitación diabólica. Han proscrito tanto la superstición como la magia. Han rechazado toda capitulación doctrinal frente al fatalismo y toda renuncia a la libertad frente al esfuerzo.

Es más, cuando se habla de una posible intervención diabólica, la Iglesia deja siempre espacio, igual que en el milagro, a la exigencia crítica. En dicha materia, exige reserva y prudencia. En efecto, es fácil caer víctimas de la imaginación, o dejarse desviar por narraciones inexactas, torpemente trasmitidas, o abusivamente interpretadas. En estos, como en otros casos, es necesario ejercitar el discernimiento, y dejar espacio a la investigación y a sus resultados.

No obstante esto, la Iglesia, fiel al ejemplo de Cristo, cree que la advertencia del Apóstol San Pedro a la "sobriedad" y a la vigilancia es siempre actual (106). Ciertamente, en nuestros días, conviene defenderse de una nueva "embriaguez". Pero el saber y la potencia técnica también pueden embriagar. Hoy en día el hombre se siente orgulloso de sus descubrimientos y, muchas veces, justamente. Pero, en nuestro caso, ¿está seguro de que sus análisis han esclarecido todos los fenómenos característicos y reveladores de la presencia del demonio? ¿No queda ya nada problemático en este punto? El análisis hermenéutica, y el estudio de los Padres, ¿habrían; allanado las dificultades de todos los textos? Nada hay menos seguro. Ciertamente, en otros tiempos hubo cierta ingenuidad, al temer encontrar algún demonio en la encrucijada de todos nuestros pensamientos (107), Pero, ¿no se daría igualmente hoy, al pretender que nuestros métodos dirán pronto la última palabra sobre la profundidad de las conciencias, donde se interfieren las relaciones misteriosas del alma y del cuerpo, de lo sobrenatural, de lo pre - ternatural y de lo humano, de la razón y de la revelación? Porque estas cuestiones se han considerado siempre vastas y complejas. En cuanto a nuestros métodos modernos, éstos, como los antiguos, tienen límites que no pueden traspasar. La modestia, que es también u na cualidad de la inteligencia, debe conservar sus fueros, y mantenerse en la verdad. Porque esta virtud -aun teniendo en cuenta al futuro- permite desde ahora al cristianismo dejar sitio a la aportación de la revelación o, más brevemente, de la fe.

A esta fe, en realidad, nos invita el Apóstol San Pedro cuando nos invita a resistir, "fuertes en la fe", al demonio. La fe, en efecto, nos enseña que "el mal no, es solamente una deficiencia, sino que es la realidad de un ser viviente, espiritual, pervertido y pervertidor"(108); y la misma fe sabe también damos confianza, haciéndonos saber que el poder de Satanás no puede traspasar los límites que Dios le ha marcado; nos asegura igualmente que, aunque el diablo es capaz de tentarnos, no puede arrancarnos nuestro con sentimiento. Sobre todo, la fe abre el corazón a la plegaria, en la cual encuentra su victoria y su coronación, haciéndonos triunfar-, gracias al poder de Dios, sobre el mal.

Es cierto que la realidad demoníaca, testificada concretamente por aquello que llamamos misterio del mal, permanece, todavía hoy, como un enigma que envuelve la vida cristiana. Nosotros no sábanos mucho mejor que los Apóstoles por qué el Señor lo permite, ni cómo lo usa para sus designios; pero podría suceder que en nuestra sociedad, prendada por el horizontalismo secular, las explosiones inesperadas de este misterio ofrezcan un sentido menos refractario a la comprensión. Estas obligan al hombre a mirar más lejos, más alto, más allá de las evidencias inmediatas; a través de las amenazas y de la prepotencia del mal, que impiden nuestro caminar, nos permiten discernir la existencia de un más allá que hay que descifrar, y nos hacen volvernos hacia Cristo para escuchar de Él la Buena Nueva de la salvación ofrecida como gracia.





Notas:

(16) Hch. 23,8. En el contexto de las creencias-judías en los ángeles y en los malos espíritus, nada obliga a reducir el término espíritu, sin especificación, a la significación exclusiva de los espíritus de los muertos: esta es la opinión de autores hebreos y de un autor protestante (cfr. R.MEYER, TNT. VII, p.54).

(17) Cuando Jesús declara: "No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla”, expresaba claramente su respeto por el pasado (Mt.5, 17); y los ver sículos siguientes (19-20) confirman esta impresión. Pero su condena del divorcio (Mt.5, 31), de la ley del talión (Mí.5, 38), etc., subrayan su total independencia respecto del pasado, más que el deseo de asumir el pasado y completarlo. Lo mismo -y con mayor razón- se debe decir de su condena del exagerado apego de los Fariseos a la tradición de los antiguos (Mt.7, 1-22).

(18) Mt.8, 28-34; 12,22-45. Aun admitiendo variaciones en el significado atribuido, por cada uno de los Sinópticos, a los exorcismos evangélicos, debe reconocerse su amplia convergencia.

(19) Mc.1, 12-13.

(20) Mt.5, 37; 6,13. Cfr. J.CARMIGNAC, Recherche sur "Notre Pere” París, 1969, pp.305-319. Por lo demás, ésta es la interpretación de los Padres griegos y de muchos occidentales (Tertuliano, S. Ambrosio, Casiano); pero San Agustín - y el Libera nos de la Misa latina- orientaron hacia una interpretación impersonal del mal.

(21) Esta parece ser la interpretación seguida por Paulo VI en el discurso de la Audiencia del 15-IX-1975, en OR. IV (1972), n.47, p.3, porque habla del mal como principio viviente y personal.

(22) Mt.13, 19.

(23) Mt.13, 39.

(24) Mt.16, 19, así entendido por Joan, Lagrange, Medebielle, Buzi, Meinertz, Trilling, Jeremías, etc. No se entiende por qué hoy día alguien descuida este texto, para detenerse en Mt. 16,23.

(25) Lc.22, 31.

(26) Jn.14, 30.

(27) Lc.22, 53; cfr. Lc.22, 3: sugiere, como se ha reconocido, que el evangelista entiende de manera impersonal este "poder de las tinieblas".

(28) Jn.16, 11.

(29) Ef.2, 1-2; 2Ts.2, 11; 2 Co.4, 4.

(30) Ga.5, 17; Rm.7, 23-24.

(31) Ef. 6,11-16.

(32) Ef. (.4, 27; 1Co.7, 5.

(33) Rom. 16,20.

(34) 2 Co.4, 4.

(35) 2 Ti. 2,7.

(36) 2 Co.4, 4, evocado por Paulo VI en la Audiencia citada en- nota 21.

(37) 1Co.10, 19-20; Rm.1, 21-22. Esta es efectivamente la interpretación seguida por la Lumen Gentium n.16: "Pero, con mucha frecuencia, los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la creatura más bien que al Creador".

(38) 2 Co.11, 3.

(39) 2 Ti.2, 3-4, 9-11.

(40) Ap.12, 9.

(41) Jn. 12,31; 14,30; 16,11.

(42) Jn.8, 34.

(43) Jn.8, 38, 44.

(44) Jn.8, 44.

(45) Jn.8,41,

(46) Ibídem.

(47) Jn.8, 38, 44.

(48) J.QUASTEN Initiation aux Peres de l’ Eglise, Paris, 1955, p.279.

(49) Adv. haerV, XXIV,3 (PG.7,1188, A).

(50) Ibídem, XXI, 2 (PG.7, 1179 C., 1188 A).

(51) De Civitate, Lib. XI, IX (PL.41, 323-325).

(52) De Gensi ad Litteram, Lib.XI, XXIV, 31 (PL.34, 441-442).

(53) (PL.76, 694; 705, 722).

(54) Adv.haer.IV, XI, 3 (PC.7, 113 C).

(55) Des desreptionibus, cap. XI (PL, 2,54). Cap. XI De ienius. Cap. XVI (ibídem, 977),

(56) DENZ.-SCH., Inchiridium symbolorum, n.800.

(57) La primera, en orden cronológico, es la profesión de fe delSínodo de Lión (años 1179-1181), pronunciada por Valdés, después / de la impuesta a Durando de Huesca ante el Obispo de Tarragona, en 1208 (PL. 215, 1510-1513) y, finalmente, la de Bernardo Primo en 1210 (PL. 216, 289-292). Cfr. DENZ.-SOI., nn.790-797.

(58) En el Concilio de Braga (años 560-563), en Portugal (DENZ.- SCH., nn.541-464).

(59) Flp.2, 10.

(60) Ef.1, 21.

(61) Col.1, 16.

(62) DENZ.-SCH. Inchiridium symbolorum , nn. 125-150.

(63) Ibídem, n.188.

(64) En Jerusalén (DENZ.-SCH., n.41), en Chipre (DENZ.-SCH., n.44), en Alejandría (DENZ.-SCH., n.46), en Antioquía (DENZ.-SCH., n.50}, en Armenia (DENZ.-SOI., n.48), etc.

(65) Adv.hadver, II, XXX, (pp.7, 888 B).

(66) PG. 25. 199-200.

(67) De fide ortodoxa contra arrianos, en las obras atribuidas a S. Ambrosio (PL. 17, 549) y a Fedabio (PL. 20, 49).

(68) De Genesis ad literam liber inperfectus, I, 1 -2(PL. 34,221).

(69) De fide liber unus, III, 25 (PL.65, 683).

(70) Esta profesión de fe, pronunciada por el Emperador Miguel Paleontólogo, puede verse en DENZ.-SCH., n. 851. En el Concilio Vaticano I, el Deputatio Fidei hizo, sin embargo, alusión oficialmente (MANSI, t.52, 1113 B).

(71) DENZ.-SOl.n.1333.

(72) DENZ.-SCH.n.1862.

(73) DENZ.-SCH.n.3002.

(74) Maní, fundador de la secta, vivió en el siglo III de nuestra era. A partir del siglo siguiente, se afirmó la resistencia de los Padres al maniqueísmo. En Oriente, son varios los que escriben contra esta herejía; y, en Occidente, San Agustín que, en su juventud había aceptado el maniqueísmo, después de la conversión lo combatió sistemáticamente (cfr. PL.42).

(75) Los Padres interpretaron en este sentido 14.14, 14 y Ez.28, 2, donde los profetas tratan de desacreditar el orgullo pagano de los reyes de Babilonia y de Tiro.

(76) "No me digáis que la malicia ha existido siempre en el diablo; al principio, no la tuvo. Se trata de un accidente de su ser que le sobrevino después". S.JUAN CPTSOSTOMO, De diabolo tentare Hom. II, 2 (PC.49, 260).

(77) DENZ.-SCH. n.457.

(78) Este tratado, que fue descubierto y editado por primera vez por A.Dondaine, O.P., ha sido publicado recientemente en su segunda edición: Livre des Deux (Paris, 1973), pp. 160-161.

(79) Ibídem n.12, pp. 190-191.

(80) TPADITIO, 20(1964), pp.115-128, especialmente pp. 127-128.

(81) DENZ. -SCH, n. 1525.

(82) DENZ,-SCH., nn. 1636-1637.

(8) DENZ.-SCH., n.291, La fórmula será nuevamente tomada en la Sessio V.cap.1, del Concilio de Trento: cfr. DENZ.SCH., n.1511.

(84) DENZ.-SCH., nn.1347-1349.

(85) DENZ.-SCH., n.1541.

(86) Col.1, 13-14, citado en el mismo decreto, cap.III:cfr.DENZ.- SCH, n.1523.

(87) DENZ. -SOI. , n.1668.

(88) Este rito aparece ya en el siglo III, en la Tratadito Apostólica y, en el siglo IV, en la liturgia de las Constituciones Apóstolorum.

(89) Ad Gentes, nn, 3 y 14. Nótese la cita de Col, 1,13, y el conjunto de la nota 19 del n.14.

(90) Gaudium et Spes, n.37 b.

(91) Ef. 6,11-12, señalado por la Lumen Gentium, n.43 d.

(92) Ef.6, 12, señalado también por la Lumen Gentium, n.35 a.

(93) Lumen Gentium, n.5 a.

(94) Lc.11, 20 jcfr.Mt.12, 28.

(95) C.VAGAGGINI, El sentido teológico de la liturgia (BAC, Madrid) i 4, cap.XIII, Las dos ciudades, la liturgia y la lucha contra Satanás. E. von PETERSDORF, Ve daemonibus in liturgia memoratis ,ANGELICUM, XIX (1962), pp.324-339.

(96) Así está establecido en el n.IV del Motu propio "Ministenia quaedam". Cfr. APS. 64 (1972), p.532.

(97) El paso a la forma deprecativa se ha realizado después solamente de ''experimentos'', seguidos a su vez por reflexiones y discutirnos en el Consilium .

(98) Ordu initiationis christianae adultorum (Roma, 1972), nn 101 y 109-118, pp.36-41.

(99) ibídem, n.25, p. 13; nn. 154-157, p.54.

(100) Así fue desde la primera edición : Ordu Baptismi parvulorum, Rana, 1969, n.49, p.27, y n.221,p.85. La única novedad consiste en que este exorcismo es deprecativo –la única novedad consiste en que este exorcismo es deprecativo- oratiu exorcismisy que- a éste le sigue inmediatamente la unctio praebaptismalis (ibídem, n.50); pero los dos ritos, exorcismo y unción, tienen cada uno la propia conclusión.

(101) En el nuevo Ordo paenitentiae (Roma, 1974), nótese, en el II Apéndice, la oración Deus, humani géneris benignissime conditor, pp.85-86, que, a pesar de ligeros retoques, es idéntica a la oratiu reconciliationis poenitentius del jueves santo.

(102) Lo ordo ductionis infirmorum corunque pastoralis curae (Roma 1972) n.73, p.3

(103) Ibídem, n.75, p.34.

(104) Audiencia del 15-IX-1972, en OR. IV (1972), n.47, p.3. Paulo VI había manifestado la misma inquietud en la homilía del 29 de junio del mismo año, en OR. IV (1972), n.28, pp.1-2. Tenía la sensación -afirmé- de que "por algún resquicio ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios". Existe la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud, la insatisfacción, el contraste. Falta la confianza en la Iglesia; la hay, en cambio, en el primer profeta profano que viene a hablarnos desde cualquier publicación o desde cualquier movimiento social...ha entrado la duda en nuestras conciencias, y ha entrado, por desgracia, a través de ventanas que debieran estar abiertas a la luz. De la ciencia, hecha para darnos verdades que, lejos de distanciarnos de Dios, mueven a buscarlo todavía más...ha venido, en cambio, la crítica, ha venido la duda... los científicos son los que más pensativamente inclinan la frente, y dicen dolorosamente : No se, no sabemos, no podemos saber. La escuela se convierte en palestra de confusión y de contradicciones incluso absurdas... ¿Cómo ha podido ocurrir esto? El Papa confió a los presentes una idea personal suya sobre la intervención de un poder adverso. Su nombre es el "diablo", aquel ser misterioso al que también se alude en la Carta de S. Pedro. Muchas veces se escucha, en el Evangelio, de los labios mismos de Cristo, la mención de este enemigo de los hombres. "Creemos -observó el Papa- que algo preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico -Vaticano II-...".

(105) S.JUAN CRIS0ST0MO, De diábolo tentatoru, Hom.II(PC. 49,259).

(106) IP. 5,8. A este pasaje hace referencia Paulo VI en la homilía indicada en la nota 104.

(107) Sin embargo, ya S. Bernardo decía que no todo es "demonio" .Véase lo dicho en la nota 4; y, respecto de los monjes del desierto, lo dicho en la nota 3.

(108) PAUlO VI, Audiencia del 29-VI-1972, en OR.IV (1972), n.28, pp.1-2.









Boletín de espiritualidad Nr. 43, p. 8-34.


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