El malestar de sentirse bien

T. H. Clancy sj







La tesis de este escrito es que hay hoy demasiada tristeza entre la gente: en la oración, en el trabajo, en el descanso, escasamente damos la impresión de participar de la alegría espiritual prometida a aquellos que han recibido el Espíritu Santo. Según los términos de S. Ignacio, tenemos mucho de desolación y demasiado poca consolación. Lo cual tiene mal efecto no solamente sobre nosotros mismos, sino también entre aquéllos con quienes vivimos y que estamos llamados a ayudar.

Aun concediendo qué hoy este problema no es tan grave como lo fue en épocas anteriores, lo mismo merece nuestra atención.

Vamos a plantear ahora los siguientes interrogantes: ¿cuál es el sentido ignaciano de la 'consolación' y dé la 'desolación'? ¿Cuál debiera ser el lugar respectivo de la consolación y de la desolación en nuestra vida? ¿Cuál es nuestra situación actual y a qué se debe? ¿Cuáles son los remedios espirituales para esta situación?

I. Doctrina ignaciana de la consolación y de la desolación

La consolación, esa "…alegría interna que llama, y atrae a las cosas celestiales" (EE.316), es una experiencia a menudo descrita tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Los Salmos sobre todo nos dicen el gozo maravilloso que Dios da a aquellos que se confían a Él. Sin embargo, el término consolación rara vez es empleado.

San Agustín habla de delectación, de dulzura (sua vitas) y de devoción. Santo Tomás trata extensamente tanto de la delectación como de la devoción en su Suma Teológica y en otras obras: define la devoción como el acto por el cual la voluntad se entrega con alegría a Dios para hacerle reverencia y servirle.

Parece que ha sido la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, la que popularizó el término consolación: su Libro III se titula “De la consolación interior”, y en él se tratan muchos aspectos de este don espiritual.

Es este el término que S. Ignacio utiliza de preferencia para describir los movimientos del ánima (1) hacia Dios nuestro Señor. Es una de las palabras que más aparecen en los Ejercicios Espirituales: treinta y nueve veces la hallamos en el texto español. El término desolación y sus derivados aparecen veinticinco veces. S. Ignacio emplea también sinónimos como movimientos del ánima, lágrimas, gozo o tristeza, inspiración, luz o tinieblas, paz o ansiedad, devoción, al describir esos estados o sentimientos espirituales. Emplea delectación solamente tres veces, y en los tres casos el término significa una gratificación de los sentidos (EE.35, 215,314) (2).

No obstante su formación escolástica, S. Ignacio no tenía un espíritu naturalmente inclinado a la definición, a la clasificación. Habitualmente prefería describir las cosas de una manera pragmática más bien que lógica. Pero, en los Ejercicios Espirituales, hace un esfuerzo para dar algunas definiciones, incluso aquellas de la consolación y desolación espirituales:

"Llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior con la cual viene el ánima a inflamarse en amor de su Creador y Señor, y consiguientemente cuando ninguna cosa sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas.

"Asimismo cuando lanza lágrimas motivas a amor de su Señor, ahora sea por el dolor de sus pecados, o de la pasión de Cristo nuestro Señor, o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y alabanza.

"Finalmente, llamo consolación todo alimento de esperanza, fe y caridad y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales, y a la propia salud de su ánima, quietándola y pacificándola en su Creador y Señor (EE.316) (3) .

Síguese una definición de la desolación que está en las antípodas de la consolación. Estas dos definiciones a parecen en las reglas de discernimiento de los espíritus más propias de la Primera Semana de los Ejercicios Espirituales. Estas reglas debían ser explicadas a todos los que hacían los Ejercicios, aun si se trataba de personas poco habituadas a las cosas espirituales, vale decir, personas que no estaban acostumbradas a servir a Dios con fervor y que eran poco aptas para aprovecharse de los Ejercicios completos.

Estas podrían ser, por ejemplo, personas que aun tenían temor frente a un compromiso total con Cristo, o todavía acosadas por problemas espirituales o psicológicos elementales.

Los mejores ejercitantes debían ser encaminados en el curso de los Ejercicios completos hacia las reglas de discernimiento de espíritus más propias de la Segunda Semana. Estas reglas, en efecto, nos dicen cómo reconocer la voluntad de Dios en la consolación. Distinguen también entre las diferentes clases de consolación. No explican -y ni siquiera mencionan- la desolación.

Puesto que el problema que nos ocupa es el de la desolación, no nos detendremos en las reglas de discernimiento más propias de la Segunda Semana. Estas últimas reglas se refieren a personas para las cuales la desolación no es problema. Su fin es determinar las causas de la consolación. S. Ignacio nos dice que la consolación puede venirnos del espíritu maligno.

Hay un ejemplo de esto en su propia vida, tal como está narrada en su Autobiografía. En Manresa, al comienzo de su camino espiritual, tuvo una visión de una serpiente que le daba mucha consolación; pero encontró que los efectos subsiguientes a esa visión lo alejaban de Dios. Entonces rechazó la visión, no obstante el placer que le daba (cfr. Autobiografía nn. 19-20) (4).

Es verdad que la consolación que procede del espíritu maligno produce efectos muy semejantes a la desolación, como lo prueba la experiencia de S. Ignacio.

Examinaremos ahora la vida habitual de oración y de trabajo del hombre apostólico que, no obstante su elección fundamental de servir al Señor, experimenta a veces la ausencia de esa consolación necesaria al apóstol.

Ii. Lugar de la consolacion y de la desolación en la vida espiritual de un apóstol

La primera cosa que se observa respecto de la consolación en la historia del pensamiento cristiano, es que los autores sagrados y los Padres de la Iglesia se muestran mucho más entusiastas de ella que los autores del siglo XVI y de los siglos siguientes.

San Pablo, por ejemplo, es muy positivo respecto de los frutos del Espíritu Santo. Los tres primeros son el amor, el gozo y la paz; y todos los demás que él enumera tienen una afinidad con este fenómeno que llamamos, consolación (cfr. Ga.5, 22-23).

Los Padres del desierto consideran la acedia como uno de los problemas principales de la vida espiritual. La acedia es el hastío, la lasitud, la agitación, la insensibilidad al bien espiritual la tristeza. Esto se parece mucho a la desolación o a la pereza a que S. Ignacio se refiere a veces (EE. 317, 322,368; la descripción clásica de la acedia se encuentra en Casiano, por ejemplo en Instituciones Libro X. La tradición cristiana ha hecho de ella uno de los siete pecados capitales bajo el nombre de pereza, que apenas si evoca la gravedad de este pecado.

También los Padres de la Iglesia, y sobre todo S. Agustín y S. Bernardo, se muestran entusiastas a propósito de la consolación, y hablan de ella sin formular reservas ni matices.

Pero la situación cambia en el siglo XVI. La consolación pasa gradualmente a convertirse en algo sospechoso: quizás por eso los que admiten su experiencia temen ser tratados de Alumbrados o de Protestantes. El mismo S. Ignacio establece un número asombroso de distinciones, al menos en sus Ejercicios. En sus cartas y en otros escritos más familiares -como el Diario Espiritual- no es tan reservado respecto del gozo espiritual.

Finalmente se llegó al error quietista, que no solamente desprecia la consolación, sino que la encuentra funesta. Una de sus proposiciones, condenada por la Iglesia, es ésta: "El que desea y abraza la devoción sensible, no desea ni busca a Dios, sino a sí mismo; y el que camina por la vía interna hace mal al desearla y esforzarse por tenerla, tanto en los lugares sagrados como en los días solemnes"(5).

A partir del siglo XVII los autores espirituales tratan afín de la consolación con muchas precauciones. Una parte del problema viene de la incomprensión de la doctrina espiritual enseñada por S. Teresa de Ávila y S. Juan de la Cruz. En éste último, la consolación significa un gozo y una gratificación de los sentidos. Es pues mucho más superficial que en la enseñanza y la terminología de S. Ignacio. Cuando esta incomprensión se ve, además, acompañada por una incomprensión vulgarizada de su obra, la Noche oscura del alma, tenemos un paradigma del progreso espiritual en cuyo transcurso el alma es probada durante un largo período de tiempo por la desolación. Y se llegó a considerar a esta última como el estado normal de la persona espiritual.

El P.Rousselot comenta:

"La psicología ascética corriente se aleja extremadamente, en su lenguaje, del estilo de la teología agustiniana. Allí donde S. Agustín dice que la gracia de Dios hace encontrar placer, (ut delectet) los maestros de las almas piadosa distinguen con cuidado la voluntad seca y desnuda, única necesaria, dicen, para que una acción sea virtuosa y meritoria, y por otra parte el placer, del que constantemente parecen desconfiar. Está claro que por placer entienden la delectación sensible, y tienen mucha razón ciertamente en impedir a las almas que confundan el mérito y el gozo, la gracia y la consolación. Sin embargo, tal desconfianza no deja de implicar un serio prejuicio para la psicología, para la exactitud y para el provecho de sus discípulos, y los más clarividentes de los ascéticos y les místicos lo han visto muy bien"(6)

La nuda voluntad, la desconfianza del placer: he ahí el santo y seña de una doctrina espiritual incrustada en muchas generaciones de espirituales.

El P. Roothaan, vigésimo primer General de la Compañía de Jesús, escribía en su "diario espiritual" el siguiente principie de abnegación:

"Todo lo que es agradable debe ser evitado por la razón misma de que es agradable. Todo la que disgusta debe ser buscado por la razón misma de que disgusta. A no ser que una razón justa nos persuada otra cesa; más aún, a no ser que una razón justa y verdadera de la gloria de Dios y de su servicio nos ordene otra cosa...". (7)

Sería tentador profundizar las razones por la cuales este punto de vista fue admitido sin protesta alguna. Sin duda hubo y hay todavía machismo en muchos de nosotros. Hemos cifrado nuestro orgullo en elegir el estilo más duro. Hemos cometido el error de medir el mérito de un trabajo o de uh modo de vida según su grado de dificultad. Hemos descuidado la verdad enseñada por el P.Charles y muchos otros:

"El progreso no se mide por la dificultad vencida, sino por la caridad operante; y una acción hecha con facilidad, pero impregnada de gracia y que procede de una voluntad unánime puede ser más digna de Dios que una hazaña sensacional y dramática" (8).

Consideremos la siguiente historia, de un joven sacerdote jesuita:

En los años cincuenta, cuando cursaba el secundario, quería hacer algo grande por Dios. Eso significaba, para mí en ese momento, algo difícil y duro. La cosa más difícil en que podía pensar era hacerme sacerdote; por tanto decidí hacerme sacerdote. La manera más difícil de llegar al sacerdocio era, a mi parecer, hacerme jesuita; luego, decidí hacerme jesuita. Una vez entrado en la Compañía, supe que la vida misionera era considerada como la más exigente y, por tanto, quise ser misionero. Estoy, pues, en las misiones desde hace muchos años, pero no soy feliz. Y he aquí la pregunta que vuelve una y otra vez constantemente en mi espíritu: ¿cómo justificarme? ¿y ante quién?

Este hombre muy generoso quiso adelantarse a la gracia de Dios, con resultados poco felices. Creo que muchos de entre nosotros han obrado de la misma manera, cuando han hecho poco caso de la consolación, y del gozo, así como del lugar que deben tener, el lugar que Dios quiere que tengan en nuestra vida.

¿Qué es lo que enseña S. Ignacio? Su enseñanza es el fruto de su experiencia. Sabemos que desde su conversión, se vio inundado por una muy gran consolación. Su problema era el de una consolación que le conducía a la tentación de abandonar su nueva vida, de dudar de la bondad de Dios y aun de destruirse a sí mismo. Cuando fue a París, una vez más la consolación lo despistó: concibió tantos hermosos pensamientos acerca de Dios mientras seguía sus estudios, que éstos se resintieron por ello. Asimismo, cuando repasaba su filosofía con Fabro, ambos se encontraban, cuando querían acordarse, metidos en conversaciones espirituales con detrimento de sus estudios. En ambos casos, debió renunciar a la devoción a fin de prestar toda su atención a sus estudios, para la mayor gloria de Dios (cfr. Autobiografía n.82).

Concluidos sus estudios, él y sus compañeros se detuvieron para un período de oración y de reposo en el norte de Italia. Entonces, todas las gracias y las consolaciones que había reprimido en París, en tiempo de estudios, volvieron.

Más tarde, en Roma, sus visitaciones celestiales aumentaron, como el mismo nos lo dice: "...siempre creciendo en devoción, esto es, en facilidad de encontrar a Dios, y ahora más que en toda su vida" (cfr. Autobiografía n. 99)

Laínez, hablando de la estadía de S. Ignacio en Roma, nos ofrece el mismo testimonio “… lo que había tenido en Manresa (lo cual, en el tiempo de la distracción del estudio solía magnificar y llamar su primitiva iglesia), era poco, en comparación de lo de ahora" (cfr. Fontes narrativide Sancto Ignatio, p. 140).

En Roma, podía ser arrebatado en Dios simplemente al ver una hoja con tres puntas -porque le recordaban la Trinidad-, o al ver tres hombres caminando en la calle - por la misma razón-, o asimismo al mirar las estrellas. Por tanto, no encontramos en su vida un período que corresponda a la "noche oscura del alma" (en la terminología de san Juan de la Cruz), aunque hay indicios en que tuvo sus días malos y que ocasionalmente sufrió de depresión en el curso de sus últimos años.

Hacia el fin de su vida, anotaba atentamente las consolaciones recibidas de Dios en su Diario Espiritual, del que sólo se conserva una parte.

En sus cartas, S. Ignacio expresa a menudo su deseo y su oración a fin de que Dios dé consolación y pureza de corazón a sus amigos.

Escribe al príncipe Felipe de España para asegurarle que cuando una persona se compromete realmente con Dios, "...es muy propio de su divina majestad tener sus continuas delicias y poner sus santísimas consolaciones en ella llenándola toda de sí mismo, para que haga mucho y entero fruto espiritual...” (cfr. Carta 47, BAC, Madrid -tercera edición- p.755).

Escribe más o menos la misma cosa a Francisco de Borja cuando éste da sus primeros pasos en la vida de oración. Quiere estar seguro de que Francisco tiene en alta estima las visitas divinas que recibe. Más tarde volverá con él sobre el mismo tema y le aconsejará buscar "más in- mediatamente al Señor de todos, es a saber, sus santísimos dones, así como una infusión o gotas de lágrimas...", más bien que practicar penitencias corporales excesivas (cfr. Carta 45, EAC, Madrid -tercera edición- p.752).

En las Reglas de la modestia que le costaron tantas lágrimas, S. Ignacio escribe: "...todo el rostro muestre antes alegría que tristeza u otro afecto menos ordenado".

Por último, al final de su vida, S. Ignacio declara en presencia de Rivadeneira y de varios otros: "...no podría vivir, si no sintiese en su ánima cosa que no era suya ni podía serlo, ni cosa humana, sino cosa, puramente de Dios" (cfr. Fontes Narrativi de Sancto Ignati, p.338).

A partir de la descripción rápida que precede, podemos concluir que la consolación debiera ser el estado habitual del alma del apóstol jesuita. No le basta amar y servir a Dios. Debe saber y sentir que ama a Dios y que es amado por El, y gozarse de la dulzura y el calor de este conocimiento íntimo que, ciertamente, puede variar en intensidad.

Este sentimiento podrá surgir a veces en la oración, a veces en el trabajo, a veces durante el descanso. Pero nunca estará largo tiempo ausente de su vida.

III. Consolación y desolación hoy

Hace algunos años, una religiosa confiaba a un sacerdote su desilusión respecto de su comunidad en los siguientes términos: Todo se me presentó como sobre una pantalla, en el momento de una reunión provincial, hace algunas semanas. Rodeada de muchos centenares de hermanas, observé que todas tenían el rostro pálido, demacrado y sin alegría. Parecían todas muy cansadas. Entonces me miré largamente y cobré conciencia de que yo también tenía el mismo aspecto. Y bien, no quiero vivir más de esta manera...

Desde hace mucho tiempo, muchos jesuitas hacen la misma reflexión.

S. Ignacio describe la desolación así: "oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste, y como separada de su Creador y Señor" (EE.316) (9).

Los primeros Directorios de les Ejercicios Espirituales empleaban expresiones similares: la melancolía, la confusión, la apatía (acedia).

Hoy podríamos hablar de tentaciones que conducen al desaliento, a una imagen negativa de sí, a la depresión, a la culpabilidad, al alcoholismo, al surménage, al espíritu gruñón y a los sarcasmos.

Felizmente, no son ésos los términos que habría que emplear para describir la gran mayoría de las personas que viven a nuestro alrededor. Sin embargo, la mayoría de nosotros admitiríamos que no sería posible realizar ninguna evaluación objetiva de lo que personalmente conocemos sin emplear algunos de los términos que acabamos de citar.

Ello no ha de sorprendernos. Leemos libros deprimentes, vemos filmes deprimentes, oímos noticias deprimentes, hablamos a personas deprimidas. No hay que asombrarse de que en ocasiones nos veamos nosotros mismos afectados por ese clima. Nos sentimos deprimidos o tristes o, como diría S. Ignacio, en desolación.

No hay hechos verificables que prueben que la gente buena en general esté más deprimida que otros ciudadanos. Pero sí hay que decir que la generalidad de los hombres no tiene tantas cosas por las que alegrarse como las tiene la gente buena que conocemos.

Tengo pues la impresión de que podemos sacar come conclusión que no hay suficiente alegría espiritual en nuestra vida, no hay suficiente celo, suficiente humor, suficiente paz, y ni siquiera suficiente amor propio bien ordenado. Y existen buenas razones para ello. Enumeraremos algunas, que van desde las razones más generalmente admitidas, hasta las que son más discutibles.

1. Hay una antigua maldición china que dice: ¡Ojalá vivas tiempos interesantes!

Ahora bien, vivimos hoy tiempos muy interesantes. A demás del ritmo acelerado de cambios en la sociedad civil, hemos visto grandes cambios en la Iglesia como consecuencia del Vaticano II. Es difícil navegar en un mundo en el que tantas boyas y faros que nos eran familiares han sido cambiados.

La mayoría de nosotros nos hemos identificado y definido, hasta cierto punto, con balizas que han sido desplazadas, o que han desaparecido sin dejar rastros: las novenas, el latín, la devoción al Sagrado Corazón...y una Iglesia que a veces se inclinaba hacia el integrismo.

La apatía en el sentido biológico no resulta de una ausencia de estímulos, sino de la recepción de estímulos conflictuales. A esto probablemente debe atribuirse las caras tristes de las religiosas en el ejemplo citado más arriba: en encuentros como ese, son numerosos los estímulos conflictuales que se entrecruzan.

Las reuniones son otra faceta de nuestra vida que provocan tristeza y hastío. No todas las reuniones. Si asistimos a una reunión carismática o a un mitin político, la atmósfera es jubilosa porque la mayor parte de las personas están allí de acuerdo. Pero una reunión del consejo presbiteral, del departamento de lenguas o de la comunidad implica habitualmente decisiones que suscitan puntos de vista conflictuales, y eso significa, al menos para algunas personas, el fastidio y aun la angustia.

De ordinario, el problema gira en torno a tres dificultades. En primer lugar, ya no existen verdades ni axiomas generalmente aceptados sobre los cuales sea posible basar la discusión. En segundo lugar, no todos los participantes de la reunión tienen siempre el talento oratorio y organizativo para discutir un problema y arribar a una decisión. En tercer lugar, nos resulta difícil convivir en la ambigüedad.

Unido muy estrechamente a este último punto, que concierne a la impaciencia frente a la ambigüedad, existe un falso idealismo que ha infectado a muchos de nosotros en el transcurso de estos últimos quince años. Uno de los progresos más esperanzadores de esos años ha sido que hemos comenzado a esperar mucho de la vida religiosa. Empero, cuando condenamos toda manifestación de la vida religiosa que no llega a la altura del ideal, caemos en el error y aún nos inclinamos hacia la tristeza (y lo mismo puede suceder con otros ideales, como el de la vida familiar).

Un ideal sentimental de la vida comunitaria puede ofrecerse como ejemplo. Hay religiosos que tienen una concepción tan elevada de la vida común que encuentran casi imposible la vida de comunidad. La menor desviación de la apertura o de la caridad o de la comprensión mutua los vuelve tristes.

Lo mismo podríamos decir respecto de nociones idealistas de los superiores.

2. Hay también razones teológicas para nuestra tristeza.

El primer error sutil que causa una tristeza indebida se refiere a la Resurrección.

En el transcurso de su propia vida, Jesús pudo comprobar que no había, para sus apóstoles, sino una cosa más increíble que una mala nueva, y era una buena nueva. Le fue difícil convencerlos de que, efectivamente, iba a ser ejecutado. Pero todavía más difícil le resultó persuadirlos de que realmente había resucitado de entre los muertos. Los apóstoles parecían querer que la vida pública continuara indefinidamente. Les parecían increíbles las afirmaciones de su Maestro respecto de su muerte inminente en cuanto a su Resurrección, era para ellos absolutamente imposible.

Muchas personas que hacen los Ejercicios Espirituales tienen la misma experiencia: los puntos culminantes del retiro son las meditaciones sobre el Nacimiento del Señor o sobre su Vida pública. La Pasión, es un plato recalentado. La vida resucitada se diluye en el apuro de irse.

Creo que este error está muy extendido entre nosotros. Los últimos días de un retiro ignaciano debieran implantar en nuestra alma una gran alegría y una profunda felicidad, aptas para superar toda prueba. Pero tengo la impresión de que no contemplamos a menudo a Jesús resucitado, ni durante el retiro ni fuera de él (10).

3. Otro error teológico concierne a la naturaleza de la gracia divina y del mérito.

Hemos hecho alusión a ello precedentemente. El mérito de una acción no se mide por su dificultad. No hay nada de santo en si en elegir algo difícil o repugnante a la naturaleza humana, ya se trate de un trabajo muy duro o de las misiones lejanas, o del celibato. La santidad proviene de la unión con las tres Personas Divinas.

Cuando leemos la vida de los santos, admiramos su serenidad y su alegría en medio de sufrimientos que nos hacen palidecer de emoción. Pero ellos no veían así la cosa. Para ellos era un placer.

S. Francisco Javier derramaba lágrimas de alegría en medio de sus pruebas. Aunque amenazado por los piratas y los tifones, cada una de las islas que costeaba era una isla de esperanza en Dios. Atravesando en pleno invierno los desfiladeros nevados del Japón, no se preocupaba del frío ni de la amenaza de los bandidos. Se paseaba llevando un sombrero carnavalesco y lanzando al aire una manzana. Sus compañeros observaron que jamás lo habían visto tan feliz.

Javier mismo enseñaba que no es la dificultad de la tarea lo que agrada a Dios, sino el espíritu gozoso con que se la emprende: no es el esfuerzo físico en sí mismo lo que cuenta para el progreso del hombre decía (11), ni la índole de la tarea, sino el empeño caluroso y el espíritu de fe con que se la emprende.

He ahí por qué S. Bernardino Realino llegó a ser santo, aunque fuera universalmente amado, aunque haya tenido que soportar pocas contradicciones y haya vivido los últimos cuarenta y seis años de su vida en una ciudad donde era admirado y venerado. Tenía esa divina vivacidad y esa alegría espiritual de que ha hablado Javier.

Lo mismo ocurrió con S. Roberto Belarmino, que se vio colmado de honores durante su vida y que conoció todos los éxitos que puede alcanzar un jesuita.

Uno de los mayores homenajes rendidos a S. Ignacio fue redactado por Jerónimo Nadal: jamás se adelantó a la gracia de Dios (12). Jamás eligió la dificultad para a continuación pedir la gracia; recibió la gracia y el gozo, y después siguió a Jesús hasta en las pruebas.

Una de las preguntas que se formula a los candidatos a la Compañía de Jesús se refiere a este punto: ¿Ha puesto Dios en tu corazón la gracia de seguir a Jesús hasta el punto de que tu gozo y tu dicha consistan en compartir su vida, aun si esa vida comprende la pobreza y la humillación? (cfr. Const.101). ¿Reside ahí tu delicia? ¿Tu preferencia? ¿Tu santo deseo? Si tu respuesta es negativa, ¿al menos tienes el deseo de desear este grado de amor? (cfr. Const.102). Si tu respuesta es negativa, hay en ello indicios de que no eres llamado a la Compañía de Jesús.

En otras palabras, a menos que puedas encontrar placer en el apostolado, por fácil o difícil que éste puebla parecer a un observador externo, probablemente no es tu lugar la Compañía.

Un deportista aficionado hace difíciles las jugadas fáciles, e imposibles las jugadas difíciles. Un profesional, por el contrario, hace que todas las jugadas fáciles o difíciles- parezcan fáciles, y las realiza con una elegancia y una gracia asombrosas.

Este es el ideal del jesuita.

4. Un error teológico vinculado al anterior, concierne a la divina Providencia.

Los griegos creían que sus dioses paganos tendían a distribuir igualitariamente sus favores, a la manera como el Estado trata de redistribuir el ingreso recaudado en los ricos para dar a los pobres. Si alguien quiere trampear en su impuesto, debe ocultar su riqueza y hablar como pobre. De lo contrario, el fisco vendrá a investigar.

Los griegos se comportaban así con sus dioses y nosotros estamos a veces movidos a obrar frente a Yahvé de la misma manera. Nos sentimos incómodos de sentirnos bien; o sea, tendemos a decir que nos sentimos mal.

Nadie ha descrito esta herejía tan bien como el Padre Charles:

"Los antiguos griegos se imaginaban que la risa del hombre ponía celosos a los dioses, y que su rencor perseguía en este mundo a los mortales que no lloraban bastante. Hemos heredado estos errores paganos y no nos atrevemos a recibir la alegría como un río, la paz como una cosecha. Ocultamos nuestra alegría en los rincones, la disimulamos por temor de perderla, y sólo la gustamos muy a la disparada, furtivamente, como los chicos golosos que roban dulces en las despensas mal cerradas. Y aún de estas alegrías demasiado breves, nos queda un indefinido remordimiento. Porque nuestra actitud no fue clara, porque nuestro espíritu no vio claro, nos quedamos con la impresión de una duplicidad y de una debilidad; nos persuadimos, lamentablemente con razón de que nuestras alegrías son servidumbres y que al gozar de ellas faltamos a nuestro Dios en lo que debemos" (13).

Otro error que concierne a la divina providencia es el hacer un Dios impersonal, y no concederle ningún lugar en nuestra vida de oración o en nuestro trabajo. A veces estamos tentados de creer que si flaqueamos, el brazo de Dios se hará sentir. Nos sentimos incómodos por nuestra torpeza e indignos de nuestra tarea, sin prestar atención al hecho de que Dios elige a los humildes de este mundo para realizar su obra y que puede hacer brotar el bien de nuestros menores esfuerzos.

5. Las implicaciones de ambos restos del paganismo han seguido actuando en nuestras costumbres.

Nos encanta rememorar las "gaffes" que otros han cometido: si un superior planificó mal una construcción o hizo una inversión imprudente, de ordinario tiene asegurada la inmortalidad.

Nos gusta también hablar de todas las pruebas que hemos sufrido, las cuales convergen generalmente en dos temas: las injusticias que padecemos por causa de nuestros iguales o de nuestros superiores, y los sufrimientos que hemos soportado en nuestra formación. Son éstos temas de conversación captados, al menos en algunos lugares de recreo, y un solo catálogo de entuertos padecidos basta a menudo para incitar a otro miembro del grupo a relatar alguna violación aún más flagrante de sus propios derechos humanos.

Hay en esto probablemente un fenómeno cultural. Generaciones sucesivas de padres han contado a sus hijos lo dura que era la vida cuando ellos eran jóvenes. Los hijos de ordinario no escuchan, o si escuchan no creen en absoluto esas historias. Nosotros tampoco escuchamos mucho. La mayor parte de nosotros nos mecemos en la seguridad de saber que somos nosotros, y no el que está hablando, los que hemos sufrido más.

A veces de estas confidencias se desprenden consecuencias muy curiosas. Recuerdo haber estado presente en un intercambio de este estilo, en el que los participantes desplegaban toda su elocuencia respecto de los males del antiguó régimen (vale decir, antes dé 1963). Al final, se llegó a una sorprendente conclusión: que debiéramos hoy restaurar el antiguo régimen La mayor parte de nosotros estamos orgullosos de la formación que hemos recibido; y esta conversación, si bien hemos de reconocer que no es típica, tampoco constituye una rara excepción.

Un análisis más minucioso de semejantes ritos podría llevar a la conclusión de que los participantes hacen un alegato para ganarse la simpatía, o al menos la con - pasión.

A veces empleamos la misma táctica en nuestras oraciones. S. Ignacio nos dice que debiéramos hablar con Dios "como un amigo habla a otro” (EE.54). Si cuando hablamos con nuestros amigos, enumeramos todas nuestras calamidades, es probable que hagamos lo mismo cuando hablamos con Dios.

Pero si bien estos ritos tienen por objeto suscitar la simpatía -o al menos la compasión-hay que decir que rara vez alcanzan el éxito...

6. La sexta causa de la desolación es nuestra ignorancia de la historia.

Tiene muchas ventajas conocer un poco el pasado. Siempre es posible consolarse de las cosas deplorables del tiempo actual cuando se sabe que ha habido tiempos todavía peores. Para algunas personas, ésa es una razón para esperar.

Además, es más fácil, cuando se tiene un mediano conocimiento de la historia, adaptarse a una época perturbada.

Ocurre a veces que la historia se convierte en una fuerza opresiva. Sólo tomamos contacto con nuestro pasado allí donde éste es espectacular. Conocemos así el heroísmo de los santos, el talento de nuestros doctores. Pero esa es sólo una parte de nuestra historia. En todas las grandes obras hay una fuerte mezcla de estupidez, de pereza, de obcecación, de orgullo y de mal carácter. He ahí lo que significa la Encarnación. La Encarnación implica que no encontraremos nada en el glorioso pasado que sea puro amor o pura bondad.

Pero aún aquellos que alaban el pasado, deben admitir que, hoy hacemos algunas cosas mejor que lo que las hemos hecho antes. Para no citar sino un ejemplo, hoy tenemos conciencia de nuestras debilidades como no la hemos tenido antes jamás. La Congregación General XXXII fue probablemente la más penitente de toda la historia de la Compañía de Jesús. Verdad es que teníamos bastantes motivos para ser penitentes. Hemos admitido humildemente que el hecho de ser jesuitas implica saberse pecadores; y al par que reconocemos nuestra gran misión, estamos "profundamente conscientes de nuestra suma indignidad" (CG.XXXII, Decreto 2, nn.1 y 32).

Quizá pueda decirse que hoy nos destacamos en unos cuantos sectores apostólicos en un grado sin precedentes en la historia. La liturgia es uno de ellos. Probablemente no ha habido siglo en que nuestras liturgias comunitarias y nuestras solemnidades (votos, jubileos...) hayan sido mejor celebradas que hoy.

El movimiento de los Ejercicios Espirituales es otro de estos campos. En ninguna época de nuestro pasado hemos sido capaces de compartir con otros sacerdotes, religiosos, laicos, jesuitas los Ejercicios Espirituales completos como lo hacemos hoy. Y no faltará quien señale con razón que nuestras escuelas secundarias, universidades y parroquias jamás gozaron de tan buena salud como hoy.

Se dice a veces que la calidad de una sociedad puede juzgarse a la luz de la manera cómo trata a sus niños y a sus ancianos. En la Compañía de Jesús no hay niños. Pero los cuidados que hoy brindamos a nuestros jóvenes, por una parte, y a nuestros hombres avanzados en años, por otra, no tienen precedentes en la historia de los jesuitas.

S. Ignacio estaba convencido de que la Compañía de Jesús mejoraría con los años. En el 1600, en el momento en que el Papa Clemente VIII acababa de dar una reprimenda a un grupo de jesuitas, el Padre Frans de Costére tuvo el valor suficiente para decir al Santo Padre que la Compañía era entonces dos veces mejor de lo que era en tiempos de S. Ignacio.

Nadie osaría afirmar hoy lo mismo, pero sin embargo es evidente que tenemos muchos motivos para alegrarnos. El Señor nos ha bendecido con abundancia. Si supiéramos algo de nuestro pasado y abriésemos los ojos sobre las grandes cosas que Dios hace en nosotros, por nosotros y con nosotros, encontraríamos abundantes razones para alegrarnos en el Señor.

7. La última causa de descontento, de tristeza y de desolación en nuestras vidas es el sentimiento de culpabilidad.

Cuando en 1945 G.Dunne escribió su notable artículo sobre el pecado de la segregación, alguien hizo la observación de que era uno de los poquísimos moralistas que, en el curso de la historia, había descubierto un pecado nuevo.

En los años recientes, nuevos pecados han prolifera- do: el racismo, el sexismo, el prejuicio contra la vejez, el abuso del tabaco, la obesidad y muchos otros más.

Hoy nos sentimos culpables de utilizar productos como el aerosol o la nafta, de comer huevos o uvas de mesa. Experimentamos remordimientos por mirar televisión, por no estar siempre en movimiento, por vivir en un país desarrollado o en un barrio elegante.

Todos estos pecados no tienen empero la misma gravedad: hay algunos que son veniales y otros que son graves. Quiero simplemente señalar que tenemos muchos más motivos para sentirnos culpables que las generaciones anteriores.

Mi impresión general, confirmada por aquellos que tratan más gente que yo, es que, a pesar de todos esos nuevos pecados, son todavía los viejos pecados los que provocan más sentimiento de culpabilidad. Los cuatro grandes pecados son: los pecados contra la castidad, las faltas contra la caridad fraterna, la negligencia en nuestras oraciones y una deficiencia sensible en el terreno de la mortificación o de la abnegación.

No podemos abordar todos estos campos, pero podemos decir algo acerca de la abnegación. Algunas personas se a cusan de ser deficientes en este terreno, simplemente por que aman su vida en todos sus aspectos: la oración, el trabajo, la vida de comunidad. Se trata evidentemente de una falsa culpabilidad.

Otra fuente de malestar corresponde al nuevo llamado al cambio, a una apertura respecto de la misión, a lo que se llama disponibilidad. Se nos pregunta constantemente si estamos indiferentes respecto de nuestra ocupación actual, si aceptaríamos vivir y trabajar entre los pobres y los desposeídos. La mayor parte entre nosotros sienten que no están indiferentes; y ciertamente no lo estamos (si por indiferencia se entiende no sentir gusto ni repugnancia).

El peligro aquí sería pretender adelantarse a la gracia de Dios, ofrecerse para una misión difícil sin sentir el llamado a ella. El resultado de un gesto así sería aún más sentimiento de culpabilidad e, inevitablemente, los pobres y desposeídos entre los cuales trabajaríamos serían los primeros en experimentar nuestro propio resentimiento.

IV. Remedios espirituales contra la desolación

S. Ignacio enseña que, para las "ánimas" que están en la Primera Semana del discernimiento (EE.313-327), la desolación es una fase transitoria.

Es difícil aconsejar a una persona que está en desolación que ore con más fervor y no meramente que ore más tiempo, porque eso es precisamente lo que ella encuentra más difícil de hacer. Pero pueden proponerse algunos remedios.

1. El primer remedio contra la desolación, es cobrar conciencia de la importancia de la consolación: como ya lo hemos indicado anteriormente en él punto II, un apóstol tiene necesidad de consolación si quiere correr en los caminos del Señor y conducir las "ánimas" a la Buena Nueva que tiene misión de anunciarles.

La consolación, por cierto, es un don absolutamente gratuito de Dios, y desde el punto de vista humano no podemos hacer absolutamente nada para obtenerla. En lo que a ella respecta, debemos abandonarnos a Dios, pues no depende de nuestra voluntad, como tampoco dependió de nuestra voluntad nuestra vocación para seguir a Dios en el camino de los consejos. Pero una vez recibida esta vocación, la consolación nos es necesaria casi todo el tiempo, como nos son necesarios los conocimientos, la salud, la habilidad para ganar "ánimas". Renunciar a la consolación espiritual sería altamente imprudente, puesto que al obrar así nos mutilaríamos a nosotros mismos para el servicio del Señor.

En los Ejercicios Espirituales, S. Ignacio nos compromete a menudo a pedir al Señor la consolación y a hacer un esfuerzo ardiente para conseguirla. Cuando Dios nos otorga la consolación, como lo hace habitualmente en una circunstancia cualquiera de nuestra vida en la oración, en el trabajo, durante nuestros ratos de descanso-, debiéramos humillarnos ante El, reflexionar sobre esta experiencia y saborearla. Todo apóstol debiera llevar un diario personal en el cual, siguiendo el ejemplo de S. Ignacio, anotara cada visita divina. No es necesario que este diario insuma mucho tiempo, ni que sea redactado en un estilo literario. Pero si debiéramos poder recurrir a él a fin de gustar la presencia especial del Señor en nuestras vidas (15).

El hecho de compartir nuestras consolaciones con otros puede también ayudarnos. Tal actitud constituye, en sí misma, un acto de reconocimiento, si se realiza con humildad. Es una de las bendiciones de la amistad espiritual el tener un amigo o amigos con los cuales podamos compartir buenamente las visitas del Señor.

Nuestro aprecio de la consolación se manifiesta también cuando ella nos anima a un mayor celo y a un mayor servicio del prójimo.

2. El segundo remedio para la desolación consiste en liberarse de una falsa culpabilidad, obrando como si hubiéramos alcanzado la gracia de la Primera Semana de los Ejercicios. S. Ignacio hace grandes esfuerzos en la Primera Semana para ayudarnos a sentir vergüenza y confusión frente a nuestros pecados, y luego a experimentar la misericordia y el amor de Dios (16). Podemos deshacernos de nuestros pecados y de nuestra culpabilidad exponiéndolos a la misericordia de Dios. Una vez hecho esto, debiéramos sentirnos liberados de ellos e impregnarnos de una aversión instintiva por el pecado.

El mismo S. Ignacio, al comienzo de su conversión, fue víctima de una culpabilidad enfermiza bajo forma de escrúpulos. No pudo encontrar la solución a sus problemas hasta que Dios le concedió la certeza de que "...en su misericordia había querido liberarlo" (Autobiografía nn.22-25).

Hasta que no tengamos esta misma experiencia de liberación, que consiste en la aceptación de nosotros mismos como pecadores que Dios sin embargo ama, nos veremos acosados por falsas culpabilidades.

3. El tercer medio para evitar la desolación y aumentar la consolación es la oración. En la desolación* S. Ignacio aconseja insistir más en la oración, la meditación y "en mucho examinar" la propia conciencia (cfr.EE.319). Pues nos hace falta una cierta / clase de oración, que es la oración de una conciencia lie na de gratitud.

El Cardenal Newman pronunció un maravilloso sermón sobre "la dificultad de tomar conciencia de los privilegios sagrados". Compara nuestro estado de cristianos redimidos al de un hombre que durante toda su vida ha deseado visitar Roma. Viene por fin el día en que llega a Roma. Al día siguiente por la mañana, se asoma al balcón para ver y contemplar la ciudad. Le cuesta creer que por fin está en Roma. Entonces, se repite constantemente a sí mismo: i Heme aquí en Roma! Me cuesta creer que por fin estoy en Roma". Repite la misma frase a los miembros de su familia y así por fin se convence de su buena fortuna.

Debiéramos cultivar esta costumbre de dar gracias en nuestra oración, repitiéndonos sin cesar a nosotros mismos: "Sí, Dios me ama. Heme aquí redimido y perdonado por Jesús".

Debiéramos también repasar mentalmente todas nuestras bendiciones. Demasiado ha mentido, hay demasiado poco de reconocimiento en nuestra oración. Una manera fácil de orar, es componer una letanía de los dones, de Dios que hemos recibido: nuestra familia, la fe, nuestra vocación, la buena salud, los amigos, la vida...y todos los demás beneficios con que Dios nos ha colmado.

La última y más grande gracia que S. Ignacio nos aconseja implorar en los Ejercicios Espirituales “es el conocimiento interno ele tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociéndolo, pueda en todo amar y servir a su divina majestad" (EE.233): es la gracia que hay que pedir en la Contemplación para alcanzar amor.

Este reconocimiento que S. Ignacio experimentaba para con Dios se reflejaba en su reconocimiento hacia todos aquellos que lo ayudaban en su trabajo. Ribadeneyra escribe, en su Vida (Libro V, capítulo II):

Entre todas las virtudes que nuestro Padre tuvo, fue una muy señalada la del agradecimiento, en la cual fue a mí parecer muy aventajado y admirable. Porque tenía grandísima cuenta, no solamente de ser agradecido a Dios nuestro Señor, sino también a los hombres por su amor, y esto con obras y con palabras.

En una carta al P. Rodríguez le dice: “En la su divina bondad, (considero)...ser la ingratitud cosa de las más dignas de ser abominada delante de nuestro Creador y Señor, y delante de las creaturas capaces de su divina y eterna gloria, entre todos los males y pecados imaginables, por ser ella desconocimiento de los bienes, gracias y dones recibidos, causa, principio y origen de todos los males y pecados..." (Carta 15, BAC, Madrid -tercera edición- pp.679-680).

Si siquiera conociésemos el don de Dios Y no podemos conocerlo sino por la oración, la meditación y el examen de nosotros mismos. Ahí encontraremos muchas razones para agradecer a Dios, para convencernos de que nos ama y, por último, para amarnos a nosotros mismos en toda humildad.

4. El cuarto medio para salir de la desolación es el consejo de S. Ignacio de "...alargarnos en algún modo conveniente de hacer penitencia" (EE.319). La mortificación es un medio que dispone a la persona para que sienta "...más las internas noticias, consolaciones y divinas inspiraciones..." (EE.213) (17) Sin embargo, no debemos olvidar que S. Ignacio ordenó a Borja reducir sus penitencias corporales y tener en más alta estima la consolación espiritual.

Sería un error optar por una vida más austera en un momento de desolación, porque no es ese el momento de cambiar de vida.

En nuestra búsqueda de una unión más íntima con Dios, a menudo quisiéramos encontrar una solución definitiva, como los aficionados a regímenes de alimentación. Casi toda la gente sabe que puede perder varios kilos de peso por semana si reduce el consumo de calorías. Pero muchas veces personas obesas buscan un régimen milagroso que los haga esbeltos en diez días. De manera semejante, nos viene a veces el pensamiento de que, si nos ofrecemos para una tarea particularmente difícil, nuestro nuevo apostolado nos despojará automáticamente de nuestras faltas.

Pero debemos cuidarnos mucho de no adelantarnos a la gracia de Dios. Primero tiene que dársenos una inspiración divina que nos permita encontrar la alegría y la dulzura en nuestro trabajo y en toda nuestra vida.

Es verdad que todos, tales como somos, podríamos poner mucha más abnegación en nuestras vidas; pero algunos de entre nosotros debieran preguntarse seriamente si no se encuentran, de hecho, en una comunidad o en una obediencia que hace difícil, si no imposible, la experiencia de la alegría en el servicio del Señor. Sería quizá humillante tener que confesar que no se puede encontrar la alegría en la misión recibida. Pero es preferible servir a Dios en la consolación y viviendo en un barrio agradable, más bien que hacerlo en la desolación en un 'ghetto' urbano.

5. Finalmente, otro medio de hallar la consolación es un conveniente descanso. S.Ignacio mismo lo aconseja en más de una ocasión.

Por ejemplo, en el año 1544 escribe a una persona tentada, que estudiaba en Padua, y le aconseja aligerar su programa de estudios y ensayar un régimen de vida más amplio:

"En lo restante, pudiendo oír algunas o alguna lección, más para solidificar el espíritu que para salir con doctrina para otros, y dándoos a todas buenas conversaciones y recreaciones, que no puedan mancillar el ánima...entonces sería más conveniente estudiar para otros, según las fuerzas interiores y exteriores”.

Muchos podrían utilizar estos consejos. Todos tenemos necesidad de experiencias agradables en nuestra vida. La mayoría de nosotros dispone suficientemente de tiempo libre, pero empleamos este tiempo en ocupaciones que no descansan realmente nuestro espíritu; por ejemplo, viendo televisión. Tenemos necesidad de un 'hobby', de algo que verdaderamente nos guste hacer, ya sea coleccionar estampillas, hacer cerámica, observar los pájaros, practicar un deporte...

Muchos se sienten culpables de tener 'hobbíes'. Pretenden que su trabajo es su 'hobby'. Esto proviene del mismo error antes señalado, de creer que hay algo malo en divertirse.

Si alguien ha encontrado un pasatiempo agradable y, además, amigos que compartan sus intereses, tiene una razón más para dar gracias a Dios por su bondad. Y no hay ninguna razón para sentir malestar por sentirse bien.

V. Conclusión

La consolación se acerca mucho a ese gozo espiritual que los escritores ponen en la cima de la vida consagrada. El gozo espiritual es la gracia de la Cuarta Semana de los Ejercicios Espirituales, gracia que corresponde a la vida unitiva, la etapa más avanzada de un alma (19).

Dios quiere que seamos felices. Quiere inundar nuestras almas con sus delicias. Quiere traernos a esta cima en donde nuestro placer más dulce y más intenso consiste en el cumplimiento de su voluntad.

San Agustín es vehemente a este respecto. Se indigna ante el pensamiento de que, mientras él hombre carnal tiene sus goces, el hombre espiritual no los tendría. Insiste diciendo que debemos implorar a Dios que añada, aun a la prueba que nos envía, una dulzura tan grande que la prueba se nos convierta en delicia (20).

Es lo que sucedió en la vida de Ignacio, de Javier y de Fabro, como ya lo hemos visto. Lo comprobamos también en la vida de S. Teresita, que pudo encontrar el gozo en sus debilidades:

"Al principio de mí vida espiritual ¿hacia la edad de 13 ó 14 años, me planteaba qué tendría que ganar más tarde, pues me parecía que era imposible comprender mejor la perfección; pronto comprendí que cuanto más se adelanta en el camino, más lejos se siente una del final; así que ahora me resigno a verme siempre imperfecta y en ello encuentro mi gozo...

"Ciertamente estoy lejos de ser una santa y esto es una prueba (acaba de narrar la aridez que sintió durante el retiro que precedió a su profesión); en lugar de alegrarme de mi sequedad, debería atribuirla a mi poco fervor y fidelidad; debería descorazonarme por dormirme desde hace años durante la oración y la acción de gracias. Pues bien, no me descorazono...Pienso que los niños pequeños agradan tanto a sus padres cuando duermen que cuando están despiertos; pienso que, para hacer sus operaciones, los médicos duermen a los enfermos. En fin, pienso que el Señor ve nuestra fragilidad, que recuerda que no somos más que polvo (Salm.102, 14)" (21) .

He ahí una subida espiritualidad, y no debiéramos sorprendernos si resulta difícil mantenernos en ella.

Las Órdenes religiosas apostólicas que tienen cierto dinamismo, tienden a atraer personas cuyas vidas carecen de esa serenidad plácida, de esa paz inalterable que caracteriza a algunas Órdenes más antiguas, especialmente a los Benedictinos.

He vivido treinta y seis años en la Compañía de Jesús, y no consideraría que el equilibrio y la "pax benedictina" sean los rasgos más salientes de los más grandes jesuitas que he conocido. La mayor parte de ellos son bien eufóricos (generalmente) o bien deprimidos (de tiempo en tiempo). La alegría y la consolación han caracterizado su vida, pero no siempre han estado presentes.

Siempre ha ocurrido así, desde el comienzo de la historia de la Compañía de Jesús. La depresión, que presenta mucha semejanza con la desolación, proviene en parte del tipo de hombres que atraemos. Estos se desalientan a veces simplemente porque sus objetivos son exageradamente elevados y su celo es a veces desmesurado.

El mismo S. Ignacio ha sufrido depresión. Sabemos que en sus últimos años, abrumado por les sufrimientos físicos, pedía a veces al P.Andrés de Frusio que tocara para él el clavicordio a fin de aliviar su tristeza (22).

He aquí algo que puede ser una fuente de aliento para nosotros. Si un hombre que había recibido de Dios gracias de elección y la consolación cotidiana, pedía tener sus días malos, lo mismo ocurrirá inevitablemente con nosotros. Y si este hombre utilizaba medios humanos para divertirse, debiéramos hacer lo mismo.

S. Ignacio se afligía por no poder aliviar la tristeza y la desolación de algunos de sus hijos. La tristeza, según él, es una afección desordenada que jamás debiera traslucirse en el rostro de un jesuita.

Es en parte la gracia de nuestra vocación ser felices, al menos la mayor parte del tiempo, y recibir la consolación de Dios en nuestra oración, en nuestro trabajo y en nuestra vida. La última cosa que pudiéramos tener sería una pretendida gravedad, un ceño fruncido y una actitud avinagrada. Pues a menos que comulguemos plenamente en esa alegría espiritual que es un don del Espíritu Santo, jamás podremos anunciar a los demás la Buena Nueva.





Notas:

(1) Nota de la Redacción: cuando el autor, refiriéndose a la manera, de hablar de S. Ignacio, escribe "alma", hemos preferido traducir “ánima", porque para S. Ignacio esta última palabra quiere decir a veces todo el hombre, y no sólo una parte de él. Por ejemplo, en las reglas de discreción, S. Ignacio habla indiferentemente de "ánima". (EE313, 316) o de "persona" (EE.314....), refiriéndose siempre al que esta haciendo Ejercicios.

(2) En las Constituciones, S. Ignacio emplea el término 'consolación y formas derivadas sólo cuatro veces (Const.31, 93, 225,673); y no usa jamás desolación. Prefiere el término devoción, que aparece 48 veces en las Constituciones.

(3) Obsérvese que Gagliardi, en su Comentario de Ejercicios Espirituales (Brujas, 1882, pp.134-135), presenta un tríptico diferente de la consolación: 1) dulzura; 2) el acto mismo de la virtud; 3) la paz y el reposo.

(4) N. de la R.: no fue de inmediato que se dio cuenta de que el mal espíritu estaba en el origen de la visión de la serpiente, sino después de la visión del Cardoner: "...y después de esto -o sea, de la visión del Cardoner-… se fue a hincar dé rodillas a una cruz que estaba allí cerca, a dar gracias a Dios; y allí la apareció aquella visión que muchas veces se le aparecía y que nunca había conocido antes...y tuvo un muy cierto conocimiento, con grande asenso de la voluntad, que aquello era demonio..." (Autobiografía, n.31).

(5) Vigésima séptima proposición condenada de Molinos, cfr. Denzinger Enchiridion, n. 2227 (1247).

(6) Cfr. P.Rouselot, La grace de aprez saint Paul, Recherches de Sciences Religieuse, 16(1926), p.103, citado por J.Moüróúx, Expérience chrétienne, Paris, Aubier, p.280).

(7) J. Roothaan, Adnotaciones et instrutiones spirituales, La Haya, 1881, p.7.

(8) P. Charles, La priere de toutes les heures, Paris, Desclée, 1936, XL. "Sume et suscipe", p.180.

(9) Nótese que, según esto, la aridez no debe ser identificada con la desolación. A veces sentimos aridez cuando somos dichosos. A menudo, es el preludio de una oración más pasiva.

(10) N. de la R.: véase lo que dijimos en un BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD anterior: "Hemos partido de la fe de los primeros cristianos, convencidos de que Cristo vivía entre ellos, que no los había dejado solo que los acompañaba en las oraciones que hacían en su Nombre, como Cabeza transfigurada del Cuerpo que es la Iglesia en la tierra, El testimonio de los Apóstoles...ha puesto empeño en afirmar que Cristo Resucitado seguía teniendo cuerpo transformado, pero verdadero cuerpo. A esto se añade el testimonio de S. Pablo...para quien Cristo obra en nosotros como Espíritu, liberado de las barreras del espacio, hecho La misma gloria y poder...Ser cristiano significa, para S. Pablo, vivir en El, con El y por El. La figura de Cristo, en las Cartas de S. Pablo, se agranda y excede los límites del horizonte del mundo en que vivimos. ¿Cómo lograr nosotros tener la misma experiencia de Cristo?.. .Con el testimonio de los primeros cristianos, trasmitido por los Apóstoles y por S. Pablo, debemos intentar hacernos una imagen de Cristo más grande que el mundo en que vivimos, con lo que en él se contiene de material, corporal y espiritual. No puede ser fruto del trabajo de un solo día. Ni siquiera lo fue en S. Pablo, y no lo será en nosotros. Debe ser una imagen elaborada día por día y hora por hora, sin desechar ningún rasgo que se nos vaya corriendo y sea verdadero. Acaso nunca podamos dar por terminada nuestra imagen de Cristo. Acaso nunca podamos llegar a elaborar una figura de contornos determinados, sino sólo una serie de líneas que convergen hacia un punto que estará más allá de nuestro horizonte. Pero aun estas líneas, que se pierden más allá del horizonte de nuestro mundo humano, son preciosas, porque marcan el camino verdadero de nuestra fe que excede todo conocimiento. (cfr.M.A.Fiorito, Cristo Resucitado y glorioso en nuestra oración y en nuestra acción, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.60, pp.34-35).

(11) Cfr. Cartas y escritos de San Francisco Javier, Madrid, BAC.1S52, pp.375-378). N. de la R.: la cita no es textual, sino una paráfrasis libre de la carta, llamada con razón "la carta magna de Javier", escrita a los compañeros que estaban en el Colegio de Goa, preparándose para las misiones (5 de noviembre de 1549).

(12) Nadal, Dialogi pro Societate, n.17 (FN.II, p.252).

(13) O.c. en nota 8, LXIII. "Gaudium plenum", p.272.

(14) N. de la R.: la indiferencia ignaciana (EE.23, 169,170...) no consiste en no sentir nada ni gusto ni repugnancia (esto no es lo común). Consiste más bien en que, sintiendo o gusto o repugnancia no se elija por ellos, sino por ser voluntad de Dios, manifestada en la orden del superior. O sea, es indiferente el que siempre prefiere la voluntad de Dios, claramente manifestada, a las propias inclinaciones. En otros términos, no hay contradicción entre ser indiferente y sentir inclinaciones. El P.Cámara, en su Memorial, atribuye el siguiente dicho a S. Ignacio: "Yo deseo mucho en todos una general indiferencia, etc.; y así, presupuesta la obediencia y abnegación de parte del súbdito, yo tengo hallado mucho bien de seguir las inclinaciones. Es verdad, continúa diciendo el Cámara, que, aprobando el Padre Ignacio- estas inclinaciones sujetas a la obediencia, todavía alababa mucho más a aquellos que no tienen inclinación a nada..."(cfr. Memorial del P.Cámara, FN. I, p 596, n. 117). Acerca de la cuenta que S. Ignacio hacía de las inclinaciones de sus súbditos, ibídem pp. 593-594, nn. 114-116.

(15) La práctica de llevar un diario de consolaciones es recomendada en casi todos los antiguos Directorios de Ejercicios. Cfr. Directorio de Ejercicios pp. 58, 258, 313, 358, 378, 443, 461, 589, 603 y 778.

(16) N. de la R.: no es tan exacto que primero haya que experimentar la vergüenza y luego la misericordia. Es verdad que la "vergüenza y confusión..." es lo que se pide en la Primera Semana, en su primera meditación (EE. 48). Pero la manera de ayudarse a conseguir lo que se pide evitando el falso y dañoso sentimiento de culpabilidades mirar la misericordia de Dios para con nosotros, "...viendo cuántos han sido dañados por un solo pecado mortal, y cuántas veces yo merecía ser condenado por mis tantos pecados" (ibídem). La vergüenza y confusión nacen tanto de la consideración de otros que han sido castigados -y yo no...al menos por ahora, como de la consideración de la misericordia y paciencia del Señor para conmigo. Por eso la primera meditación de la Primera Semana es la del primero, segundo y tercer pecado" (EE. 45-53); y la segunda, la de los pecados propios (EE. 55-61), que termina con un "coloquio de misericordia...". Podría uno pensar que si se trata de sentir vergüenza y confusión, lo primero es verlos propios pecados; y no es así. En otros términos, la vergüenza y confusión no es anterior a la misericordia de Dios, sino que ésta está siempre presente. Por eso la Iglesia, en el nuevo ritual del sacramento de la reconciliación, nos hace pedir "la gracia de reconocer con sinceridad los pecados y a la vez su misericordia". Porque en la medida que uno se olvida de esta misericordia y paciencia de Dios (cfr. 2 Pe. 3, 15; 1 Tim. 1,15-16), puede surgir en nosotros un falso y dañoso sentimiento de culpabilidad (el "morder y tristar...", propio del enemigo, cfr.EE.315). Y por eso dice con toda exactitud el autor a continuación de la frase que estamos comentando que "podemos deshacernos de nuestros pecados y de nuestra culpabilidad, exponiéndolos a la misericordia de Dios".

(17) S. Ignacio sostiene que, haciendo pruebas o mudanzas en las penitencias, "Dios nuestro Señor...muchas veces en las tales mudanzas da a sentir a cada uno lo que le conviene..." en punto a penitencia (EE.89).

(18) Cfr. MIgn. Epp. l, p.295. Debemos señalar que el Tratado Sexto del P. Alonso Rodríguez, Ejercicios de Perfección y virtudes cristiana, II Parte, es una de las lecturas más accesibles sobre la alegría y la tristeza. N.de la R.: S. Ignacio le escribe a un amigo tratándolo de persuadir que "...debería tomar más descanso que el que toma, y no dar lugar a algunos pensamientos melancólicos, los cuales suelen ser fomentados por el demonio para impedir al menos el mayor bien..." (Cartas 157-160, Madrid, BAC, -tercera edición- p.989).

(19) Ver e último capítulo de T.Merton, Semillas de contemplación.

(20) San Agustín, Sermón 169, citado por J.Mouroux, La experiencia cristiana, París, Aubier, 1954, cap. 10, especialmente pp.284-286.

(21) Historia de un alma Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1976, capítulos 7 y 8, pp. 219 y 225-226.

(22) Memorial del P. Cámara, FN.I. p. 636, n. 178. Este mismo autor añade que S. Ignacio gustaba también escuchar a un Hermano coadjutor que cantaba al modo de los mendigos ciegos. Sabemos también que fue la melancolía de un amigo suyo lo que le persuadió a ejecutar una danza vasca para distraerlo.









Boletín de espiritualidad Nr. 75, p. 2-29.