El corazón de Cristo

Pedro Arrupe sj







1. Introducción: la palabra "corazón"

"Corazón", en el lenguaje humano y en la terminología bíblica, es una de esas palabras que K. Rahner ha llamado "Urwort", es decir, palabras primigenias y generadoras de sentido, portadoras de un inmenso sentido difícilmente reductible y, por ello mismo, con un gran poder de evocación.

Como en una minúscula concha marina resuena el fragor y la vida del mar, en bales palabras encuentra eco una riquísima variedad de ideas y sentimientos.

La palabra "madre" es otro ejemplo: ¿quién podría decir más apretadamente todo cuanta esa palabra significa, o quién podría explicar su contenido en una definición?

De cualquiera de estas palabras podría decirse que es todo eso y algo más, porque nadie puede llegar en su comentario al fondo de la "cosa", y menos aún transmitirlo adecuadamente. El valor de esas palabras reside precisa mente en que nos permiten entendernos acerca de realidades por demás profundas e intrincadas. La psicología del lenguaje tiene en ellas un objeto de interesante investigación.

Pero su misma riqueza es, en parte, su misma debilidad. Porque el amplio juego que dan en la comunicación humana las hace víctimas del abuso que acaba por vulgarizar las y marchitarlas. O las somete a una erosión que lima su expresividad. 0 son artificialmente exaltadas y adaptadas al efímero gusto de una moda con lo que ello tiene de caducidad.

Afortunadamente, al final la naturaleza acaba saliendo siempre vencedora, y esas palabras -que más que producto humano parecen don divino reemergen y se abren camino con su profundidad y sus valores intactos.

"Corazón de Jesús" es una expresión que ha atravesado esas vicisitudes. Marcada por una simbología, un estilo literario y una concepción de época, necesariamente transitoria, pareció que iba a quedar sepultada bajo la ola de la renovación.

No por mucho tiempo. "Corazón de Cristo" es una fórmula de idoneidad inigualable y de raigambre tan bíblica" que resulta insustituible. Ha sido suficiente liberarla de adherencias que no le eran propias y dejar bien a la vista su primigenio, riquísimo y misterioso significado, para recuperarla.

"Corazón de Jesús": todo el amor de Cristo, Dios y Hombre, enviado del Padre por el Espíritu, que se ofrece en redención por todos, y que con cada uno de nosotros establece una relación personal.

"El misterio interior del hombre, en el lenguaje bíblico y no bíblico también, se expresa con la palabra corazón. Cristo, Redentor del mundo, es aquél que ha penetrado de modo único e irrepetible en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón " (Redentor hominis n.8).

"En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual, El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre" (Gaudium Spes n.22).

2. El amor de Cristo, clave interpretativa de la historia de salvación

Este don que el Padre nos hace del Cristo persona es nuestra salvación, la de todo hombre.

Cristo en su encarnación interfiere en el sistema establecido de relaciones del hombre con Dios y las transforma por completo. La gran fuerza que opera esa revolución, la gran novedad de la Nueva Alianza es el amor de su Corazón, y el amor que viene a despertar en cada hombre. El se hace garante del nuevo pacto con el sacrificio de reconciliación ofrecido una vez y renovado en la Eucaristía a lo largo del tiempo, sacrificio plenamente aceptado y agradable al Padre, y gloriosamente sublimado en su Resurrección...

Si el Antiguo Testamento es en esencia la historia de una tensión humana frente al Dios creador que puede sintetizarse en la contraposición "corazón de piedra-corazón nuevo", el Nuevo Testamento se sintetiza en la nueva relación amorosa "Corazón de Cristo-corazón del hombre".

Así, un término tan congenial al lenguaje semítico, es elevado, en la proclamación neotestamentaria, a un insuperable grado de significación: los sentimientos y acciones del Hijo de Dios y de cada hombre en su recíproca/ relación.

3. Cristo, definido por su Corazón

No es posible encontrar en las páginas del Nuevo Testamento una palabra que más rápida y certeramente, con más profundidad y más calor humano se aproxime a una definición de Cristo que su "corazón".

Mucho de lo que Juan piensa y dice de Cristo cabe en el término "logos"; pero son también muchas páginas suyas las que quedan fuera, y gran parte de lo que nos dicen los Sinópticos. Fuera, se entiende, de las connotaciones humanas en que acá y allá se manifiesta la rica personalidad de Cristo.

El "logos” tiene una resonancia mental que no "describe" inmediatamente a Cristo. Pocos, en cambio, serán los pasajes del Evangelio en que no se transparenten algunos de los rasgos interiores que compendiamos en su Corazón.

Más aún: los signos exteriores, sus parábolas y discursos, la vida toda de Cristo tal cual se nos propone en los Evangelios, incluso considerados como "kerigma", no son plenamente comprensibles ni comprendidos en todo su profundo significado más que si son leídos desde su Corazón .

Leídos en esta clave, en cambio, Jesús es percibido más plena e indivisiblemente en cada momento de su vida. Todo cuanto hace y dice en cualquier escena nos da la medida completa de su ser interior, de su infinita coherencia divino-humana, persona plenamente entregada a la misión recibida del Padre. Y es precisamente a ese plano interior de Cristo al que importa llegar a través de sus palabras y sus obras.

Por eso no es un arcaísmo pietista referirnos a Cristo en su Corazón para sintetizar en una palabra todo el conjunto de valores que atisbamos en su persona.

No hay ninguna otra expresión que mejor sugiera "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que supera todo conocimiento" (Ef.3, 18).Ni el "logos" de Juan, ni Sabiduría, ni Hijo del Hombre, ni Mesías. Ni siquiera las definiciones que en sentido metafórico Jesús se aplica a sí mismo: camino, verdad, vida, luz, buen pastor, vid, pan, etc. El mismo Jesús cuando lejos de toda metáfora ha querido describirse en sus más profundos sentimientos, ha apelado al lenguaje más comprensible: "aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt.11, 29).

4. El amor de Yahvé en el Antiguo Testamento

Desde el principio Dios tomó la iniciativa de un diálogo de amor con los hombres. Pero no puede decirse que la propuesta divina haya sido plenamente entendida ni correspondida por ellos.

El hombre bíblico "conoce" a Dios, y conocer una cosa, para el semita, es tener cierta experiencia de ella, y amarla en cierto modo.

En una primera época predomina el concepto de un Dios creador, misterioso y distante, que elige sus amigos y confidentes entre los hombres: los patriarcas y profetas. Son los testigos del drama de amor y de ira de Yahvé.

El pueblo responde con la adoración y la obediencia. Muchos salmos pre- y postexílicos atestiguan que no sólo el pueblo en conjunto o sus guías, sino cada uno, sobre todo el "pobre", el "pequeño", el "justo", es amado por Dios.

Pero quedan muchas oscuridades e interrogantes.

¿En qué se traduce el amor de Yahvé? ¿Cómo se le corresponde? ¿Qué relación tiene el amor de Yahvé y el amor del prójimo?...

Y quizá no podría ser de otra manera, dado que la revelación trinitaria estaba por hacerse. El amor no podía ser perfecto sin conocer a Dios como Padre, sin saberse hermanados al Hijo, sin recibir al Espíritu...

La concepción mesiánica está condicionada por estas oscuridades. Se espera un mesías regio, un mesías sacerdotal y, sobre todo, un mesías liberador. Quedan sin definir sus relaciones con Dios y sin atisbar siquiera sus relaciones con los hombres.

El velo que cubre el misterio de la Trinidad durante el tiempo de la Promesa oculta también la plenitud del amor. La pluralidad de Personas es una vaga y metafórica intuición, y apenas permite la identificación del Enviado con una de las tales Personas. Y que ese Enviado haya de padecer y morir será escándalo para los judíos. Puede decirse que no estaban preparados para tal amor, para tan grande amor.

Cristo, en cuanto definido por su Corazón, rebasa todas las esperanzas y expectativas del Antiguo Testamento y se constituye en clave de toda la historia de la salvación.

5. Cristo, manifestación del amor del Padre

Dios había manifestado su amor a los hombres en el Antiguo Testamento a través de la predilección por un pueblo concreto. Establece con él una alianza, le da una tierra de promisión, lo reconduce a ella desde sucesivos destierros. Es una historia de tormentoso amor.

Pero, llegada la plenitud de los tiempos, el amor del Padre a los hombres se hace con un esquema totalmente nuevo, con un gesto irrepetible: su Hijo es "enviado" a protagonizar en la tierra el diálogo de amor entre Dios y el hombre.

Este envío del Hijo consuma cuanto de más amoroso hay en el tiempo de las promesas: "Todas las promesas de Dios han tenido su sí en El" (2 Co.1, 20), y "en Él se ha manifestado el amor que Dios nos tiene" (Rom.8,39).

La iniciativa de este nuevo planteamiento es exclusivamente divina, y pone de manifiesto que no tiene otra explicación que el amor: "Enviando su Hijo al mundo, Dios nos manifestó cuánto nos ama...El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo" (1 Jn.4, 9 ss.).

De esta manera, el amor de Dios ya no se seguirá manifestando solamente con acciones, sino a través de una Persona divina que, por el mismo hecho de su Encarnación en naturaleza humana, es la concreción suprema de ese amor.

En Cristo, Dios ama infinitamente al hombre y es amado por El. De ahí que Cristo demuestre su autenticidad de enviado del Padre, más que por su omnipotencia -sus signos- o por su omnisciencia, por la concepción del amor, radicalmente nueva, que viene a promulgar y protagonizar.

El salto cualitativo del amor del Antiguo Testamento al amor promulgado por Cristo afecta...al amor de Dios... Por la revelación de su naturaleza divina y por su aceptación del supremo sacrificio, Cristo, abre los ojos de los hombres a la realidad del infinito y purísimo amor que por rescatarnos y reconducirnos a su filiación, "no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros" (Rom 8,32).

"Cristo nos amó y se entregó por nosotros" (Ef.5, 2). Es un amor que no guarda relación alguna con la relación prestablecida en el Antiguo Testamento, si no es la de consumación de la promesa...

6. Cristo, portador del amor del Padre

Es...clara la conciencia que Jesús tiene del carácter innovador del amor que El promulga, y de que al obrar así trasciende la Ley y los Profetas, y declara su condición mesiánica.

En el compendio doctrinal que Mateo ha recogido en los capítulos 5 a 7 de su Evangelio, no menos de seis veces Jesús introduce su enseñanza preceptiva con una fórmula rebosante de sentido: "Habéis oído que se dijo a los antepasados...Pero Yo os digo..." (Mt.5, 21. 27. 31. 33. 38. 43). No hay duda de que por mucho que esta reiteración en fática pueda ser un reflejo de gusto semítico es el eco veraz de una decidida voluntad de Cristo de ser entendido acerca del carácter innovador de su doctrina, y de que se coloca por encima de la Ley.

Tres de los preceptos tan solemnemente promulgados tienen por objeto la caridad. La tajante actitud manifestada por Cristo en esta materia sólo tiene paralelo en la demostrada en la abolición del divorcio.

Cuando Cristo al final de su vida haya desvelado plenamente en sus planos más profundos toda su concepción del amor, afirmará sin rebozo que se trata de un mandamiento "nuevo" (Jn.13,34), como es también "nueva" la alianza basada en su sangre que va a ser derramada por nosotros (Lc.22,20) como prueba suprema de ese amor.

Tan sorprendente es esta novedad que, ya al principio de su predicación, los oyentes exclamaron: "¿Qué es esto? Una doctrina nueva, expuesta con autoridad (Mc.1, 27). El amor es la más brillante novedad del Evangelio; es, por antonomasia, el mandamiento que el Señor ha querido llamar "mío" (Jn.15, 12)…

7. Cristo manifiesta su propio amor

De ninguna otra cosa ha hablado tanto Cristo, si se exceptúa quizá el Reino: "Semejante es el reino de los cielos..."como del amor. Pero incluso las parábolas del Reino están expuestas en un contexto de amor.

Basta el amor con todos sus "armónicos", amistad, compasión, tolerancia, bondad, paciencia, misericordia, tristeza, esperanza, alegría, etc., para describir a Cristo en su hombre interior, en su Corazón.

Cristo llama al amor y a la bondad unas veces directamente, desde las Bienaventuranzas al Discurso de la Cena; otras indirectamente y a través de sus sublimes alegorías: el hijo pródigo, la dracma perdida, la oveja descarriada, el ciclo más amplio del Buen Pastor.

Cristo "pasa haciendo el bien..." (Hch.10, 38) y despliega su poder taumatúrgico en "signos" que son más frecuentemente actos de bondad que comprobantes de su mesianidad...

8. El supremo amor del Corazón de Cristo

Pudiera parecer que a la proclamación del amor universal hecha por Cristo desde el comienzo de su ministerio, y del que toda su vida ha sido una constante confirmación, no pudiera añadirse nada. Todos los aspectos del amor han quedado ilustrados: el amor a quien Él ha enseñado a llamar "Padre", el amor a la propia Persona, el amor fraterno.

Pero Cristo ha reservado para la última hora y esta palabra puede emplearse aquí en sentido joánico, la más sentida y penetrante lección de su pedagogía del amor. En su atardecer preagónico, cuando el tiempo apremia y no debe retener ya nada a la plenitud de la manifestación de su Corazón, cuando sus discípulos han sido testigos de su vida y de su obra y van a serlo de su sacrificio, Jesús les descubre el entramado de razones sublimes que están al fondo del amor que Él les tiene y que ellos deben tenerse.

"Amaos los unos a los otros como Yo os he amado (Jn. 13,34). Con razón puede descubrir este mandamiento como nuevo, puesto que nueva es tan inimaginable medida del amor.

"Amarás al prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé" (Lv. 19,8): la medida del amor precristiano, que hubiera podido parecer un ideal, muestra a la nueva luz toda su insuficiencia.

"Como Yo os he amado": ese comparativo es el impulso perennemente urgente que desde entonces urge a cada creyente en Cristo a un amor a los demás y a una entrega sin límites. Es una meta a la que hay que aspirar siempre, aún sabiendo que no se podrá alcanzar nunca. Solamente "por la acción del Espíritu en el hombre interior..., arraigados y cimentados en el amor, podremos comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que excede todo conocimiento" (Ef.3, 17).

"Como Yo os he amado" lleva en sí todo el misterio de la Encarnación, la "kenosis" (o anonadamiento) aceptada como condicionamiento del misterio pascual, el don de sí mismo en la Eucaristía, la consumación de su sacrificio y la perpetua intercesión ante el Padre.

Jesús habla como hombre a aquel puñado de hombres amedrentados; pero en sus palabras resuena el eco del amor de Dios. La contraprueba de esta medida increíble de su amor va a ser doble.

Proclama un nuevo principio comparativo del amor, y se someterá al mismo: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn.15, 13). A menos de un día de su muerte, este enunciado es la proclamación de un amor supremo, es la medida del amor que Él les tiene y, por tanto, la medida del amor que ellos deben profesarse mutuamente. El amor está medido por la donación de sí mismo. Jesús se enfrenta con la muerte y la acepta con la conciencia de amar en ella a todos los hombres. Los discípulos entenderán el valor de esta aclaración del "como yo os he amado": muriendo por vosotros.

La segunda aclaración es la apelación a un misterio: "Como el Padre me amó, así os he amado yo también a vosotros" (Jn.15, 9). Lo repetía casi con las mismas palabras momentos después en la Oración Sacerdotal: "Yo les he amado a ellos como Tú me has amado".

Son palabras que hay que recibir con un respeto que inhibe toda posibilidad de declaración. Todo el Corazón de Jesús se vuelca en esa confidencia suprema que sobrepasa cualquier medida humana, porque apunta ya al infinito amor intratrinitario: el amor mutuo del Padre y del Hijo.

Y esa es, sin embargo, la medida del amor a que se nos impele: amaos los unos a los otros como Yo os he amado, y Yo os he amado como el Padre me ama a Mí. La innovación más radical que el Evangelio aporta, la caridad, queda así consumada en su expresión insuficiente.

Pero, ¿no es una hipérbole? No lo es. Al contrario, es una afirmación deliberada, consciente, y que el Evangelista pone de nuevo en labios de Jesús como frase conclusiva de su largo discurso, inmediatamente antes de dar comienzo al relato de la Pasión: "Que el amor con que Tú me" has amado esté en ellos, y Yo en ellos" (Jn.17, 26).

Esta inserción del Padre como referencia del amor entre Cristo y los hombres, en el momento culminante de la revelación del amor es sumamente iluminadora. La misión de Cristo es, entre otras cosas, la revelación del Padre. Por eso es importante dejar asentado que la paternidad se ejerce también en el amor, amor al Hijo, y amor inmediato del Padre a los hombres.

El Padre, invocado en la agonía del Huerto y en la Cruz, trances supremos de la prueba del amor, es invocado también en la proclamación de la caridad fraterna: "El Padre me ama porque doy la vida para recobrarla de nuevo" (Jn.10, 17), el mismo Padre que "amó tanto al mundo que le dio su Unigénito para que no perezca quien crea en El" (Jn. 3,6).

La caridad fraterna, vivida como la enseña Cristo, es una inmediata vía de acceso a la Trinidad.

9. Cristo en los hermanos

En el amor así entendido llega a su culmen la unificación de los dos antiguos preceptos: ya no hay más que uno. La misma caridad que nos lleva a Dios debe acercarnos a los hermanos. En ellos debemos encontrar a Dios. Cristo está en ellos, sobre todo en los más necesitados, en los pobres, en los "pequeños" (Mt.25, 40). Durante toda su vida les ha mostrado su predilección y, siguiendo su ejemplo, a ellos deben ir nuestras preferencias.

Si el discurso sobre el amor es el final del Evangelio de Juan anterior a la Pasión, el mismo lugar ocupa en el de Mateo la proclamación de esta identificación de Cristo con los pobres.

Es como un especial empeño de que ello quedase bien grabado: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños (Hambriento, sediento, desnudo, forastero, enfermo, oprimido), a Mí me lo hicisteis" (Mt.25, 40. 45).

Un amor de Dios que no vaya contraseñado por el amor a los hermanos será siempre sospechoso. Porque "quien no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo va a amar a Dios, a quien no ve?" (1 Jn.4, 20).

Juan recuerda con vehemencia que es iluso el amor de Dios que no va acompañado del amor del prójimo, y su lenguaje de elevación casi gnóstica se vuelve incisivo y concreto para descubrir que sería una inconsecuencia: "Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el corazón, cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1 Jn.3, 17). "Le cierra el corazón..." es negarle el amor y la condivisión a que lleva el amor. Porque no hay palabra más directa para apuntar al amor que la palabra "corazón"...

10. Fraternidad Universal

Nosotros estamos a veinte siglos de la promulgación del único mandamiento del amor. Un mandamiento que sigue urgiéndonos. El amor fraterno sigue siendo una necesidad de todos los hombres y de todos los tiempos, y más perentoria aún en los nuestros en que el mundo se ha convertido en un "global village", con una interacción humana de alcance auténticamente universal.

La fraternidad universal no es ya un aspecto cualitativo del amor, en cuanto no le pone condicionamiento alguno; sino una realidad cuantitativa, pues la revolución experimentada por las comunicaciones, la tecnología, y las posibilidades de trasvase de recursos, hacen que, querámoslo o no, hoy todos seamos testigos sin posibilidad de alegar ignorancia y, por tanto, responsables de las miserias de nuestros hermanos en cualquier parte del mundo.

Todas las tragedias modernas son, en último término, una herida al amor o un desafío a nuestra capacidad de amar. La tragedia del odio fratricida entre Caín y Abel sigue proyectando su sombra sobre nosotros.

"Ya sabéis el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín que, siendo del maligno, mató a su hermano" (1 Jn.3, 11), sino al contrario, que "en esto hemos conocido al amor: en que El dio la vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (ibidem).

11. Peligro de la vieja dicotomía

Por eso urge clamar contra la resurrección de la vieja dicotomía judaica que traza una frontera entre el amor de Dios y el amor del hermano; disociación "contra naturam" que el Corazón de Cristo quiso remediar para siempre. Sería desandar el Evangelio.

No hay verdadero ni pleno amor de Dios si no se lo manifestamos también en los hermanos, y concretamente en aquéllos en quien Él nos dijo que debíamos reconocerle. Ni hay verdadero y pleno amor a los hermanos si en ellos no vemos y reconocemos a Dios, y rebajamos la caridad al nivel de la filantropía, hurtándole su dimensión trascendente. Cualquiera de estas actitudes olvidaría que "la ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento del amor"(Gaudium et Spes n.38; cfr. también n.24).

Todos los excesos de un "horizontalismo" reductivo o de un "verticalismo" descarnado son una opción entre el / "primero y principal mandamiento" y "el segundo que es igual al primero", opción que después del Discurso de la / Cena ya no tiene sentido. Son una corrupción letal del modelo de amor proclamado por Cristo.

Y así es, por desgracia, como parece que podrían sintetizarse los extremos teóricos de dos líneas divergentes en el pensamiento actual y en la acción cristiana.

No se puede exaltar tanto el Jesús humano, el de la predilección por los sencillos y los pobres, el teorizador del desprendimiento de los bienes, el perseguido por las estructuras religiosas y civiles de su tiempo, que quede en la penumbra el Cristo, Hijo del Padre, que vino a este mundo para salvarnos a todos del pecado y a infundir en nuestros corazones el amor del Padre y la certeza de una vida futura.

Ni se puede tampoco centrar la atención de tal manera en la primacía de la fe , la gracia y la espiritualidad del Reino, que no se oiga con suficiente atención el clamor de los pobres, ni se caiga en la cuenta de los términos existenciales y humanos por los que, en tantas ocasiones, pasa hoy el amor fraterno.

Ambas concepciones son casos típicos de un "reduccionismo" destructor. Jesús es, sí, el modelo ideal de "hombre para los demás" que sufrió pena en una ocasión en que sus oyentes llevaban tres días mal alimentados por seguirle (¿cómo sufriría hoy su corazón ante el masivo, profundo y persistente fenómeno del hambre?); pero es, ante todo, el Jesucristo "que nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados por el sacrificio de su sangre" (Ap.1, 5).

12. Experiencia y conocimiento de Cristo

La causa de esta dicotomía o, por mejor decirlo más pragmáticamente, de esa esterilizante fragmentación del Cristo del Evangelio, está, seguramente, en que no hemos interiorizado en nosotros, por el conocimiento y la experiencia, las múltiples irrisaciones del "amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom.5, 5). Nuestro corazón está en peligro de seguir siendo "duro" como el de Israel durante la Ley. Nos falta la "circuncisión del corazón" (Rom.2, 29), la que nos libera de la antigua alianza de la sumisión, para entrar en la nueva del amor.

Sólo esta interiorización y esa vivencia de Cristo, en experiencia de fe y de caridad, nos permitirá presentar a los hermanos un Cristo íntegro y no mutilado, habiendo obtenido "el espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente, iluminando los ojos de nuestro corazón" (Ef.1, 17-18).

Solamente de Él, en quien reside la plenitud de la vida divina, no de los teorizantes, no de ninguna potencia de este mundo, podemos recibirla nosotros y llevar a los hermanos a la plenitud del Cristo total, que es la Iglesia.

Es conocida la frase de K.Barth: "Dime cuál es tu Cristología, y te dirá quién eres". Del concepto que nos hayamos hecho de Cristo, no para problematizar, no para disertar, no para polemizar, sino para sentirlo y amarlo para buscarlo y encontrarlo, depende totalmente nuestra relación con Dios y nuestra relación cristiana con el hombre y con el universo. Por eso es de trascendental importancia la respuesta que cada uno de nosotros da en su interior a la pregunta que El hizo un día a los que estaban para seguirle: "¿Quién dicen los hombres que soy Yo?"(Mt. 16,15).

Toda la historia de la Iglesia, todo el presente de la Iglesia, todo el futuro del Reino está pendiente de la respuesta que demos colectiva e individualmente. Una respuesta, ciertamente, que en sus mil versiones válidas sirve de elemento para el diálogo fraterno, el mutuo enriquecimiento y la más plena comprensión del Cristo interior, de su Corazón: Cristo es el Dios entre los hombres, y es el Hijo del Hombre ante Dios. Es el puente que salva todo abismo, y por eso es el único Mediador. Es el sacramento de Dios en el mundo, y por eso es nuestra justificación. Es el Verbo que viene del Padre y a Él vuelve, y por eso es la clave de toda la creación. Su Encarnación y su revelación han hecho posible que podamos tener respuesta a la pregunta "quién dicen que soy Yo".

Pero es preciso aceptar y vivir su Palabra sobre sí mismo para que pueda germinar en nosotros, reproduciendo el amor trinitario que desafía toda lógica: el milagro del amor que es escándalo para los judíos, locura para los gentiles y asunto sin interés para la increencia de nuestro tiempo.

Es una paradoja que estemos más dispuestos a aceptar al Jesús que sufre que al Jesús que ama, y que, en nuestros hermanos, hagamos de la inevitabilidad del sufrimiento la capa que cubre nuestro egoísmo y nuestra negativa al amor. Existe la sutil tentación de aceptar a Jesús, el hombre, y ser reticentes al Jesús Dios. Es urgente descubrir al mundo precisamente el Hijo de Dios hecho Hombre, sin "reducir" su Misterio...

Cristo no puede ser entendido sino desde su ser divino: en esto consiste la fe en El. A la libre donación que de sí mismo hace, debe corresponder en el hombre la libertad de haberle aceptado. En Cristo coincide la oferta de Dios al hombre y la más alta respuesta del hombre a Dios.

Esta es, creo yo, la respuesta que debe darse al moderno convencionalismo que habla de "cristología desde abajo" o ascendente, y "cristología desde arriba" o deseen dente. Cristo es el punto de conjunción y expresamente concebido como lugar de encuentro del amor recíproco entre Dios y los hombres. Cristología desde abajo o desde arriba es una distinción que en la fertilísima cristología actual puede ofrecer ventajas metodológicas, pero que hay que manejar con sumo cuidado y sin rebasar ciertos límites para no objetivar divisiones en algo que no puede disociarse. El Cristo que baja del cielo es el mismo que, consumado el misterio pascual, está a la derecha del Padre (c f r. Jn. 3,13).

Nuestro conocimiento y experiencia de su Persona no puede hacerse solamente tomando el Verbo como punto de partida, o arrancando de la historia de Jesús de Nazaret. Es peligroso pretender hacer teología partiendo exclusivamente de Jesús para conocer a Cristo, o partiendo de Cristo para conocer a Jesús...

13. El Corazón de Cristo, acceso a la Trinidad

Deliberadamente se ha venido empleando en estas páginas más frecuentemente la palabra amor que la palabra caridad, aunque algunos reservarían "amor" para las relaciones intratrinitarias, prefiriendo "caridad", como más distintivo, para el amor fraterno.

Amor tiene una connotación más general y, aparte de que traduce mejor y, según parece, más científicamente, el término y aun el concepto bíblico, rebaja un poco la analogía al hablar de las relaciones afectivas intratrinitarias y las existentes entre los hombres.

Partimos del hecho de que, por la gracia, entramos a participar de la vida divina, es decir, de la intimidad del Padre y el Hijo en el Espíritu. Los términos filosóficos que aplicamos a la Trinidad (naturaleza, personas, relaciones) dejan intacto el misterio y deben ceder su puesto a esta palabra: amor. "Dios es amor" (1 Jn.4, 16). Aceptamos no poder comprender el misterio, aún sabiendo que, por el amor, estamos comprendidos en él: el Padre y el Hijos nos asumen en el Espíritu, haciéndonos partícipes de la plenitud de su amor.

Los que han aceptado el misterio de Cristo, dice San Juan, "permanecerán en el Hijo y en el Padre. Esto es lo que nos prometió Cristo, la vida eterna" (1 Jn.2, 24-25). Ello es posible en virtud del amor "que Dios ha puesto en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado " (Rom.5, 5).

Pero el amor, en cuanto definido, no por su término, sino por la disposición interior de quien ama, no puede ser más que uno. De ahí que el amor sobrenatural al prójimo, a quien ha amado Cristo, y a quien amamos por Cristo, es una vía de acceso a la Trinidad.

El amor al prójimo es, por ello, y no sólo el amor a Dios, una virtud teologal; y, especialmente para quienes han consagrado su vida al servicio de los demás siguiendo los consejos evangélicos que no tienen más fundamento que el amor, es una vía de inmediato acceso a la intimidad trinitaria.

¿No es esto lo que en otros términos quiere decirse con "contemplativos en la acción"? Se trata no sólo de un acercamiento y una referencia intencional de nuestras actividades al Señor, sino de amarle a través de nuestras obras, y en todas las cosas (la frase es ignaciana, pero el concepto es auténticamente paulino), y especialmente en los hermanos, puesto que contemplación y acción tienen por causa y término el único Dios que es amor y que nos manda amar. La claridad con que se ve a Dios y se le ama en el prójimo, nos da la medida de nuestra coherencia espiritual...

Quien vive así el amor indiviso a Dios y a los hombres, no teme lanzarse al mundo, porque los hombres no serán un elemento de ruptura de su propio diálogo con Dios, sino, al contrario, otras tantas ocasiones de encuentro.

Más aún, en un mundo que se caracteriza por la increencia, poblado de hombres y mujeres que no saben que son centro del amor trinitario, o que lo niegan, a Dios se le descubre por la dimensión del enorme vacío que esa ignorancia o esa negación ha dejado en sus corazones.

El amor que nos lleva a la Trinidad funda y fortalece nuestros lazos comunitarios. Nuestra comunidad tiene únicamente razón de ser si vivimos en el amor. Es el amor, que Cristo tuvo y tiene a cada uno de nosotros, el que nos reunió. Cristo nos ama personalmente, sí, pero también reunidos.

Es la respuesta personal de cada uno de nosotros a ese amor de Cristo, y el conjunto de todas esas respuestas, lo que constituye causalmente nuestro grupo. Estando y manteniéndonos unidos por Él y para El, Él está en medio de nosotros. Nuestro ser plural reproduce la pluralidad del amor trinitario, que es todo don de sí, participación, comunión.

Más que la comunidad de fe, aunque también lo es, es la comunidad de amor o, si se quiere, la comunidad de amor que nace de la comunidad de fe, lo que constituye el elemento formal de la comunidad fraterna.

Este es el sentido profundo de la gozosa valoración del grupo que hace el Salmo 133: "Qué bueno, qué dulce es el estar juntos los hermanos". Vieja experiencia de la comunidad cristiana que se renueva en nosotros, la de tener "un solo corazón y una sola alma" (Hch.4, 32).

Quien da, reproduce en sí la generosidad del Padre; el que recibe, refleja el abandono y docilidad del Hijo; el vínculo de amor teologal que los une, lleva en sí la marca del Espíritu.

14. Conclusión

Todo cuanto hemos dicho de la Trinidad, del amor... está lleno de "antropologismos".

Pero, ¿nos es posible expresarnos de otro modo?

Nuestra mente se estrella contra el Misterio. Sólo es abordable con nuestro corazón. Nuestra penetración es tanto más vital y profunda cuanto más en sintonía esté nuestro corazón con el Corazón de Cristo.

Es, al fin y al cabo, una súplica tan antigua como la que el autor del libro de las Crónicas pone en labios de David: "Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel: conserva este sentimiento en lo íntimo del corazón de tu pueblo y dirige Tú su corazón hacia Tí" (1 Cro.29, 18).









Boletín de espiritualidad Nr. 77, p. 2-17.