Padre Nuestro (*)

Luis de Grandmaison sj







1. Introduccion

Tertuliano llama al Padre Nuestro “el compendio de todo el Evangelio”; y el sufragio de la humanidad toda le asigna el primer lugar entre las oraciones.

Lo que es más importante para nosotros, es que Nuestro Señor nos lo ha enseñado no solamente como un ejemplo, sino como un modelo y una norma de nuestra oración (1). Pues después de haber indicado dos defectos a evitar en la oración, Jesús concluye: “Vosotros, pues, oraréis así”.

El Padre Nuestro es pues la oración específicamente cristiana.

¿Cómo no hay que orar? Como los hipócritas, que gustan de orar con afectación, para ser vistos por los hombres: “En verdad te digo, ésos ya recibieron su recompensa. En cambio tú, cuando ores, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre...”. ¿Cómo no hay que rezar? Como los paganos, mecánicamente, sin atención interior, “pues les parece que serán escuchados gracias a su torrente de palabras”.

2. Padre nuestro que estas en los cielos

"Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos...".

El cielo (“los cielos”, pues el término no tiene sin guiar en arameo o hebreo) es el ámbito donde Dios se manifiesta claramente y se complace más.

Dios está en todas partes, por la inmensidad de su ser, pero su presencia no se traduce en todas partes por los mismos efectos, y lo concebimos mejor, de una manera más pura, menos indigna de Él, cuando lo consideramos en lo alto, en una esfera superior, “en el cielo”. Por eso S. Pablo decía: "Buscad las cosas de arriba, gustad las cosas de arriba" (Col.3, 1-2). Por eso la Iglesia nos exhorta a elevar nuestros corazones: "iSursum corda.

Hay en esto una manera de hablar habitual y necesaria, que nos arranca de lo que está abajo, de lo que es inferior, material, egoísta, interesado, terrestre, humano.

Padre Nuestro. Esta apelación no es totalmente nueva. Se la encuentra en los labios de los fieles del Antiguo Testamento (por ejemplo, Eclesiástico, 23,1-4; Sab.2, 16; Tobías 13,4). Pero el israelita es hijo de Dios en tan to que es miembro del pueblo elegido, adoptado por Dios; sólo rara vez, y en época tardía, el alma individual invoca a Yahvé como su Padre.

Entre los paganos, el Dios supremo es “el padre de los dioses y de los hombres”: se trata de un título más bien cosmológico o metafísico, más que religioso, aun allí donde suena con un acento de mayor sinceridad, como en el himno de Cleantes.

En el Padre Nuestro, Cristo le ha dado un sentido nuevo, porque lo entiende en toda su plenitud. Sustituye un espíritu a otro espíritu, como S. Pablo lo destaca con fuerza: “No habéis recibido un espíritu de servidumbre para volver a caer en el temor”. Habéis recibido un espíritu de adopción en el cual clamamos: ¡Abba! ¡Padre!" (Rom.8, 13).

Dios es nuestro Padre, porque de Él lo tenemos todo, aun y sobre todo nuestro padre humano, nuestra madre humana. En este sentido, Dios es el único Padre, como sólo Él es el único Bueno: toda paternidad, como toda bondad, desciende de la Suya, es un reflejo y una comunicación de la Suya.

Pero además Dios es nuestro Padre porque todos esos bienes que tenemos de El (mediata o inmediatamente: todo lo que tenemos, todo lo que somos), son los dones de un Padre, nos llegan colmados de su amor paternal, y reclamando de nosotros una reciprocidad filial. En lugar del temor casi servil de otorga, nuestro temor de Dios comporta ya un comienzo de amor, y se expande finalmente en la caridad. De manera tal que S. Juan nos dice: "Dios es a — mor", y añade, "el qué no ama, no conoce a Dios" (1 Jn.4, 8), palabras profundas y divinas, que comentan admirable­mente el Padre Nuestro.

3. Santificado sea tu nombre

¡Santificado sea tu Nombre! Estas divinas palabras, que repetimos tan a menudo, son las más difíciles del Nuevo Testamento, cuando tratamos de precisar su sentido.

La significación general no ofrece duda. El nombre, como ocurre muy a menudo en el uso semítico, está tomado aquí por la persona, en tanto que ésta persona, inaccesi­ble en sí misma, se manifiesta para entrar en relación con nosotros. La “santificación” consiste, a grandes rasgos, en reconocer la santidad del nombre y por ende en dar gloria a la persona. Por tanto, nuestra petición equivale a ésta: ¡Oh Padre del cielo, que seas glorificado en toda la medida en que te has dignado manifestarte a nosotros!

Pero si se trata de precisar el atributo divino que es el objeto propio de este voto, la santidad, hay que recurrir a la Biblia. La santidad de Dios es ante todo, en el Antiguo Testamento, su majestad suprema, terrible, ac­cesible solamente a aquellos que el Señor se digna llamar a su familiaridad, a través de ciertas purificaciones. Esta concepción se desarrolla en el tiempo de los profetas, cuando la santidad de Dios es considerada como su perfec­ción moral absoluta, que postulaba en los que se acercaban a Él una perfección moral lo más grande posible y fa­cilitaba esa purificación, ese perfeccionamiento, a los hombres de buena voluntad, sobre los cuales se extiende benevolencia divina.

Es en este sentido como hay que entender la admirable promesa de Dios en Ezequiel:

“Santificaré mi gran nombre que está deshonrado, entre las naciones en medio de las cuales lo habéis deshonrado y las naciones sabrán que Yo soy el Señor Yahvé, -oráculo del Señor Yahvé-cuando me santificaré en vosotros, a sus ojos. Os saciaré de entre las naciones, os reuniré de todos los países, y os volveré a traer a vuestra tierra.

Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré.

Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.

Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez.36, 23-27).

Se ve aquí todo lo que deriva de esta idea de la “santificación” del nombre de Dios, y ningún comentario podría superar este pasaje.

Dios es Santo, y el Santo es manifestado y glorifica do como tal por la santidad, la sinceridad, la rectitud y las virtudes de aquellos que conocen su nombre, de aquellos a los cuales se ha manifestado. Por el contrario, los vicios y la ingratitud, la dureza de corazón, los pecados de su pueblo deshonran -en cuanto a esta manifestación exterior- el nombre de Dios ante aquellos que debieran “ver las bellas obras (de estos llamados, de este pueblo de Dios) y glorificar al Padre que está en los cielos” (Mt. 5,16).

Para hacer cesar este desorden, este escándalo, Dios anuncia que va a cambiar el corazón de su pueblo. Lo purificará, de duro y obtuso que era lo hará sensible a su temor y a su amor. Le enviará su Espíritu Santo, el cual lo hará dócil. Así "su nombre será nuevamente santificado entre las naciones ante las cuales la mala conducta de su pueblo lo había deshonrado".

Pedir a Dios "que Su Nombré sea santificado" es pues pedirle que haga, de cada uno de sus servidores, un digno testigo de su santidad, un representante auténtico de su perfección ante aquellos que han recibido menos.

Pedimos a nuestro Padre del Cielo esas gracias de purificación, de fe, de esperanza, los dones del Espíritu Santo, a fin de que no seamos para El motivo de vergüenza, sino de honor. Le pedimos no ser demasiado indignos de llevar su nombre ante aquellos que aún no lo conocen, o que lo conocen menos que nosotros.

Le pedimos esta gracia para nosotros, y para todos aquellos que están en nuestro caso. Y le señalamos que este interés de su gloria es lo primero para nosotros, pasa antes que nuestros pequeños intereses personales, egofs - tas, particulares: el servicio de Dios es lo primero.

4. Venga a nosotros tu Reino

¡Venga a nosotros tu reino! todas las peticiones del Padre Nuestro, al menos en su primera parte, ninguna hay más clara, y es ésta la que, para muchas personas, da el tono a las que le preceden y la siguen.

El Reino de Dios es, con todo lo que lo precede y lo trae, ese estado bienaventurado en el que "se cumplirá to da justicia" (Mt.3, 15), en el que toda creatura capaz de conocer y de amar a Dios, concluida ya la prueba de su libertad, habrá tomado partido. Dios será entonces, para aquellos que le hayan sido fieles, todo en todos.

La petición que hacemos no se refiere precisamente a este término, sino a su advenimiento y preparación.

Rogamos para que los ignorantes aprendan a conocer a Dios; los errantes a encontrarlo; los pecadores a temerlo; los justos a amarlo mejor. Rogamos para que la sumisión de todas nuestras potencias a la voluntad, a la sabiduría, a la inmensa bondad de Dios se prosiga y complete en nosotros. Pero también en todos aquellos a los que una solidaridad de naturaleza o de gracia debe hacérnoslos particularmente queridos. Y asimismo en todo aquel que lleva una inteligencia y un corazón de hombre. Y finalmente en todo ser capaz de Dios, y todos lo son, pero sobre todo en aquellos en los cuales hay algo más que un vestigio de la acción divina, hay una imagen, una facultad espiritual de comprender y de amar.

Y no solamente pedimos que el Reino de Dios llegue, en general y de cualquier manera, sino que pedirnos que se realice en toda su plenitud, en toda su perfección posible. Nuestra petición no apunta menos a la santificación de los justos que a la conversión de los pecadores. La liberación de las almas que sufren en el purgatorio está tan incluida en ella como las gracias de conversión que arrancan a los hombres del camino de la perdición.

No hay aquí frontera alguna y no hay otra patria que la divina. Lo que aquí en la tierra es un sueño o, cuando mucho, un límite que algunos espíritus quiméricos tienen por asequible, no obstante todos los desmentidos de la experiencia, eso es, cuando del Reino de Dios se trata, la verdad cierta.

“Allá, ya no hay más distinción entre judío y gentil, pues uno mismo es el Señor de todos, rico en gracias para los que lo invocan” (Rom.10, 12). “Allá, ya no hay más judío ni gentil; no hay más esclavo ni hombre libre; no hay más hombre ni mujer: todos no hacen sino uno en Cristo Jesús" (Ga.3, 28).

Esas divergencias, esas divisiones, esas oposiciones que separan aquí abajo a los hombres de buena voluntad, están -en ese solo orden, pero es el definitivo y eterno-llamadas a desaparecer. Los prejuicios, las mutuas incomprensiones, y todo aquello que hace que los hombres se hagan sufrir unos a otros y no se amen, pedimos a Dios que por fin caigan todas esas barreras, que todas esas desinteligencias queden abolidas, que todos seamos y nos sintamos, hijos de un mismo Padre, hermanos de un mismo Cristo, partícipes de una misma herencia.

No hay pues que restringir nuestra súplica a una sola etapa de la ruta, a una única preparación del Reino Por el contrario, hemos de ampliar nuestra oración y nuestros deseos, ampliarlos hasta las estrellas, dilatarlos hasta el cielo.

Sin duda, es cómodo y útil, para aliviar nuestra inteligencia y para concretar nuestras aspiraciones, establecer categorías. Y así presentamos sucesivamente a Dios, para que los bendiga, los convierta, los haga buenos, o mejores y más agradables a sus ojos, a los paganos, los incrédulos, nuestros hermanos separados que viven en la herejía o en el cisma, los malos cristianos, los amargados, los desalentados, los tentados, los moribundos, los desesperados....

Es útil detallar nuestras miserias, y los defectos y las raíces viciosas que obstaculizan en nosotros el Reino de Dios: “Señor, vengo a Ti como un enfermo al médico de la vida, como un impuro a la fuente de la misericordia, como un ciego a la luz de la claridad eterna, como un pobre y desvalido al Señor del cielo y de la tierra” (Oración de Santo Tomás de Aquino). ¡Oh, que tu Reino llegue pues a mí! Dígnate sanar mi debilidad, purificar mis manchas, enriquecer mi pobreza, iluminar mi ceguera, vestir mi desnudez.

Pero todos esos detalles, todas esas peticiones particulares deben fundirse finalmente en el gran grito que es la divisa del cristiano aquí abajo: ¡Qué venga tú Reino!

5. Hágase tu voluntad

¡Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo!

Y comenzando por estas últimas palabras, pareciera preciso referirlas no solamente a esta tercera petición del Padre Nuestro, sino a las tres primeras. Es lo que sugería ya el Concilio de Trento: “Las palabras sicutin in coelo et in terra, pueden referirse a las tres primeras peticiones”. Después, los trabajos de crítica textual han hecho la cosa tan probable que un Acta del Parlamento británico, en 1908, advierte a todos los funcionarios que, en la recitación del Padre Nuestro que precede un gran número de ceremonias públicas en el Imperio, “conviene hacer una pausa antes de así en la tierra como en el cielo, dado que ese inciso se refiere a las tres peticiones precedentes, y no solamente a la tercera".

¡Hágale Tu Voluntad! Esta admirable aspiración es tomada muy a menudo como una fórmula de resignación cristiana, y hay que reconocer que ella expresa perfectamente la conformidad con las disposiciones, así sean costosas para nosotros, o misteriosas y aparentemente incomprensibles, de la Providencia de Dios.

En el contexto presente, el sentido literal es sin embargo una súplica, una petición, antes que un acto de asentimiento y de abandono. Lo que pedimos es que la Voluntad de Dios se cumpla perfectamente, “como en el cielo”, en aquellas acciones en las que la voluntad libre de los hombres (como Dios lo ha dispuesto por excelentes razones) tiene también su parte. En tales acciones, en efecto, la Voluntad divina de beneplácito, de complacencia, que apunta a la vez a la mayor gloria de Dios y al mayor bien final del hombre, puede encontrar -y de hecho encuentra- obstáculos “en la tierra”, en el transcurso de este tiempo de prueba, de tentación, de oscuridad, en un mundo en el que el pecado amenaza y a veces domina.

Sin duda que la Voluntad divina habrá de tener la última palabra: no se la puede derrotar sino temporariamente, y no se escapa a su benevolencia sino para volver a caer bajo su justicia. Pero este fracaso, que no la alcanza finalmente, puede sí alcanzar, y de hecho lo hace, al pecador que libremente ha tomado partido contra la Voluntad de Dios conocida. Y este fracaso, siempre grave para él, puede llegar a ser irreparable.

En nuestra petición del Padre Nuestro pedimos que eso no ocurra; que la luz y la fuerza nos sean dadas, lo mismo que a todos nuestros hermanos los hombres, para escapar a este mal, el único temible de manera absoluta.

Sin llegar a este extremo, puede ocurrir -y ocurre continuamente- que la voluntad del hombre, tibia, inestable, fácilmente seducida por los bienes sensibles, y curiosa de probar -o de renovar- el goce de estos bienes, se deja llevar a actos, a complacencias, a abandonos y negligencias, a tristezas consentidas, que la ponen fuera del recto camino.

En todos estos casos, la voluntad divina se ve desconocida, contradicha, despreciada; o al menos desdeñada, cumplida sin fervor, subordinada a miras carnales, a placeres mediocres, a un egoísmo totalmente humano. Al pedir ¡Hágase tu voluntad! le estamos pidiendo a Dios que nos dé fuerzas contra nosotros mismos, contra nuestra fragilidad, nuestra falta de fe, nuestra curiosidad, nuestro orgullo, nuestra atracción hacia el placer. Le pedimos que una efusión de su Espíritu Santo ayude a los pecadores a convertirse, a los tibios a reanimarse, a los justos a santificarse.

Pedimos que Su Voluntad se cumpla en toda su pureza, en su plenitud; que no sea adulterada por las escorias del pecado deliberado, ni por la ganga de las aficiones peligrosas.

En qué consiste para nosotros ese cumplimiento, lo ha dicho magníficamente San Cipriano en su comentario sobre el Padre Nuestro: "Amar al Señor con todo su corazón, amar en El al Padre, temer en El al Dios, y no anteponer nada, absolutamente nada, a Cristo... eso es cumplir la Voluntad de Dios.

6. El pan nuestro de cada dia...

“El pan nuestro de cada días dánosle hoy”... Cuando pedimos a Dios que nos dé “nuestro pan de cada día”, estas últimas palabras corresponden, en el texto griego del Evangelio, a uno de esos rarísimos vocablos que todavía nohan podido encontrarse empleados en ningún otro texto.

Ya Orígenes declaraba que este término, “epiousios” lo había podido encontrar ni en la literatura ni en el lenguaje popular de su época. Lo cual explica, al ser ésta la única vez que aparece en un texto, que se lo haya podido interpretar y traducir de maneras diversas.

Algunos Padres antiguos, aferrándose estrictamente a su etimología, lo han traducido como “supersustancial” o su presencial. Así San Jerónimo en su versión del Padre Nuestro en la Vulgata. Pero la traducción común "cotidiano”, “de cada día”, es infinitamente más probable, y está confirmada por la mayor parte de las versiones antiguas.

El sentido general está claro. Después de haber pedido a Dios que apresure en ésta tierra el advenimiento de su Reino y haga triunfar de las debilidades humanas su Voluntad de beneplácito, pasamos ahora a nuestras propias 7 necesidades. Y comenzamos por las más humildes, que nos colocan en nuestro verdadero lugar, y cuya satisfacción es por lo demás moralmente necesaria para el servicio de Dios

Al prescribirnos pedir nuestro pan -vale decir, nuestra subsistencia, nuestro alimento indispensable-, Nuestro Señor no contradice el consejo de confianza que a continuación va a dar: "No os preocupéis por vuestra vida: qué habréis de comer; ni por vuestro cuerpo: con qué le vestiréis. Mirad las aves del cielo: no siembran ni cosechan, no guardan nada en los graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valéis vosotros más que ellas?" (Mt.6, 25). Lo que se proscribe aquí es la solicitud inquieta, no una prudente previsión, ni un clamor filial que reconozca que tenemos de nuestro Padre los dones que nuestro trabajo debe procurarnos. Sin duda "no solo de pan vive el hombre" (Mt.4, 4), pero vive también de pan, y esta dependencia cotidiana debe llevar cada día nuestro pensamiento y nuestro Amor hacia Aquel de quien todo bien desciende.

Con el pan del cuerpo pedimos -es obvio decirlo- también el pan del alma, el pan espiritual de la doctrina cristiana, y el pan celeste de la Eucaristía. Es éste un sentido secundario, una acomodación legítima y natural de nuestra petición.

Algunos Padres antiguos, si bien no muchos -San Cipriano, a veces Orígenes, y San Jerónimo- han visto incluso ahí el sentido primario de estas palabras. Pero tal interpretación no es la más autorizada, ni la más común. Es efectivamente nuestro pan material lo que ante todo pedimos a Dios, como una condición de su servicio. Es nuestra vida, nuestra pobre vida, como decía el Cura de Ars, lo que recomendamos a nuestro Padre.

En muchos lugares existe la costumbre de trazar, con el cuchillo, una cruz sobre el pan que se va a partir entre lo hijos. Hay en ello mucho más que un símbolo: este humilde gesto expresa mejor que muchas palabras el reconocimiento del dominio soberano de Dios sobre todo lo que somos, lo que tenemos, y aquello de que tenemos necesidad para vivir.

7. Perdónanos nuestras deudas

“Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Esta petición, como la precedente, y en una materia más humillante, nos vuelve a ubicar en la verdad humana.

Somos los deudores de Dios, pues le hemos ofendido, hemos pecado. Esta confesión está en la base de nuestra oración: “Para que ninguno se complazca en pensar que es inocente, y no se engría en su corazón, agravando así su culpabilidad, se le ordena rogar cada día por el perdón de sus pecados. Así se le enseña y aprende que, cada día, peca", comenta sobre este texto San Cipriano. La lección será retomada en la parábola del fariseo y del publicano, en la cual se pone de relieve y se marca a fuego la suficiencia orgullosa del primero.

La segunda parte de la petición es la más original y de gran penetración psicológica. Jesús aprovecha, por así decirlo, de la actitud sincera, humilde, suplicante en que el recuerdo y la confesión global de nuestras faltas acaba de ponernos. Y obtiene de nosotros, como precio del perdón divino que requerimos, el perdón que nosotros hemos de otorgar a nuestros hermanos, de las ofensas que creemos haber recibido de ellos.

Así como es aquí la expresión principal. No porque se refiera al modo, al grado, a la eficacia. No hay proporción alguna entre nuestros mezquinos créditos y lo que se le debe a Dios. Pero como Dios se digna perdonarnos, nosotros también queremos perdonar. No queremos imitar a ese desdichado que, habiendo obtenido de su señor la condonación gratuita de una deuda enorme, se lanza al cuello de uno de sus compañeros de servidumbre para exigirle el pago de una deuda mínima, y permanece sordo a la súplica de un plazo (Mt.18, 23-35). No, queremos dar por pagado lo poco que se nos debe -y, si bien lo miramos, ¿cuántas de estas cuentas se saldarían efectivamente a favor nuestro?-, porque deseamos, con toda nuestra alma, obtener la remisión de nuestra pesada deuda.

Así la sinceridad de nuestra petición, y la condición de su eficacia, es el perdón fraterno.

Examinémonos al respecto, pues la costumbre ha borrado sin duda para nosotros el relieve de esas palabras del Padre Nuestro, tan ricas de sentido y de alcance. ¿Acaso no hemos dejado -si es que no conservado a sabiendas- y tolerado -si es que no alimentado por mil reflexiones quejosas- en un repliegue de nuestro corazón algún resentimiento, algún rencor, alguna amargura, un vago pero real deseo de revancha, de venganza? ¿Acaso no tenemos, hacía de terminada persona de nuestro círculo familiar, amistoso, profesional, una antipatía que la excluye de la caridad común? Es difícil para un hombre que ya ha vivido un poco, vale decir que ha sufrido, el no referir esos sufrimientos, como a su causa voluntaria o involuntaria, a algunos de sus compañeros de ruta. Es difícil olvidar algunas maneras de proceder, algunas superioridades, algunas exigencias, algunos olvidos... Es difícil aplicar la regla de oro de "hacer a los demás lo que quisiéramos que hicieran con nosotros" (cfr.Mt.7, 12) y "amarlos como a nosotros mismos" (cfr.Me.12, 31) por amor de Dios.

Pues bien, esta petición del Padre Nuestro está ahí, apremiándonos. Caridad, reina de las virtudes, que permanece cuando la fe y la esperanza habrán pasado; caridad, que cubre la multitud de los pecados; caridad tan amada por el Señor Jesús, y practicada por El sobre la Cruz... ¡Sí, Padre, perdóname mis ofensas, ya que yo mismo, con la ayuda de tu gracia, perdono, he perdonado francamente, sinceramente, de todo corazón, a todos los que me han ofendido!





Notas:

(*) Tomado del libro de L. de Grandmaison, La vida interior del apóstol, Editorial APOSTOLADO DE LA ORACION, Bue nos Aires, 1982, pp.143-156. Se puede adquirir en la misma Editorial, Hipólito Yrigoyen 2005- 1089, Buenos Aires, Argentina.

(1) Nota de la Redacción: S. Ignacio termina toda oración con el Padre Nuestro, como modelo de oración cristiana (cfr. S. Agustín, Carta a Proba, Segunda Lectura de la Semana XXVII del Carta a tiempo ordinario).









Boletín de espiritualidad Nr. 83, p. 13-23.