Cristo en nosotros

Romano Guardini







Pablo fue un hombre que luchó apasionadamente, con todo su ser y sin mirar nada más, por la justicia y la misericordia de Dios. Y lo hizo tal como se lo señalaron la ley y la espiritualidad de los fariseos: por su propia voluntad y su propio esfuerzo.

El resultado fue que, impulsado por poderosas pasiones y, a la vez, impelido y ligado íntimamente, vino a caer bajo una espantosa opresión. Cayó en una cautividad sin remedio, que se descargó luego en odio exacerbado contra los cristianos, contra Esteban y la Iglesia de Jerusalén.

Pero entonces tropieza con el Señor. A la vista de Esteban percibe primeramente la potencia de Cristo, si bien, por de pronto, lo incita a una furia destructora.

Marcha efectivamente respirando furor a Damasco, y en el camino cae sobre él el rayo. Siente que el Señor lo derriba; pero siente, a la par, ser El quien le quita el yugo: el yugo de tener que obrar por sí mismo, la opresión" de la voluntad, de la justicia y del método.

La experiencia se expresa en la poderosa palabra: “El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Co.3, 17).

Esto no significa que Pablo se saliera de la estricta realidad del Antiguo Testamento para perderse (o salvarse) en lo espiritual en sentido de irreal, en la idea, en la experiencia íntima. Todo lo contrario: la realidad se torna más densa y poderosa.

Ante él se yergue Jesús de Nazaret, el Cristo y Logos, en que el Dios de la Antigua Alianza revela su voluntad de ser padre de los creyentes. Se abre el reino de Dios, en que se cumplen las predicciones de todos los profetas. Se funda la Iglesia, como la Nueva Alianza en la era nueva del mundo que se inicia.

Tampoco significa aquella experiencia que Pablo abandone el estricto deber y obrar anterior, y se refugie en una tranquila confianza en la gracia de Dios que lo hace todo. Todo lo contrario: Pablo, como cristiano, fue más exigente consigo mismo que como fariseo. Lo entregó todo y llevó a cabo una obra sobrehumana.

Un sabio de nuestro tiempo ha ido siguiendo los largos viajes que, con salud delicada y entre dificultades indecibles, realizó por todo el mundo entonces conocido, y nosotros no comprendemos cómo los pudo realizar. La Según da Carta a los de Corinto, los capítulos 4-6 sobre todo, nos hacen sentir la tensión y esfuerzo de esta vida. Pero todo lo hizo por amor, por la infinita libertad y dilatación que le vino de Cristo.

Ahora bien, éste es también su mensaje para nosotros: Cristo nos trae la libertad.

Cuando Pablo llama "espíritu" al Señor, la palabra no tiene nada que ver con lo que un hombre del siglo XIX hubiera puesto en ella. En éste tendríamos que sospechar que por "espíritu" entendía una idea o una experiencia personal.

Para Pablo, "espíritu" significa por de pronto el Espíritu Santo, aquella fuerza creadora que impera en la cercanía de Cristo, el enviado santo que hizo, en Pentecostés su entrada en la historia y obra en la Iglesia.

Pero luego "espíritu" significa también la obra de este mismo Espíritu Santo: lo que es prendido, penetrado y transformado por El.

Así, pues, Cristo, "espíritu", es el Jesús resucitado ’y glorificado en el Espíritu Santo, en posesión de todo la plenitud de su ser divino-humano, pero a la vez liberado de todas las barreras del tiempo y del espacio, de todo obstáculo terreno, de toda gravedad y necesidad de existir cósmico. Hecho todo gloria y poder, todo amor, luz y santidad.

El mundo paulino está lleno enteramente de este Cristo. El obra en los hombres, en cada creyente lo mismo que en la Iglesia. El impera sobre lo creado. Él está en todo y todo está en El. "En El vivimos, nos movemos y somos”, dijo Pablo acerca de Dios a los hombres del Areópago; pero también lo hubiera dicho de Cristo.

"En el Señor", se saluda y da gracias, se juzga y se exhorta, se obra el bien y se soporta el mal, se ejercita la paciencia y se alcanza la victoria.

Ser cristiano significa tener parte en El. Vivir como cristiano significa que El aliente y obre en nuestro interior. El maravilloso misterio del cristianismo consiste en que El lleva, en cada creyente, su vida divino-humana, la misma siempre, señera y universal, con unicidad siempre nueva e irreversible. En cada uno nace El, crece y llega a la plenitud de la edad.

Pero este mismo Cristo, sustraído a todo tiempo, vive también en la eternidad. Exento de todo cambio, "está sentado a la diestra del Padre".

Él está al principio de todos los tiempos, y no sólo como el Logos, sino en cierta manera ya como Cristo, véase el misterioso capítulo primero de la Carta a los Colosenses. Él está al fin, aguardando, irrumpiendo en el tiempo, penetrado del pensamiento de la fe expectante. Y un día volverá de nuevo para poner remate a todo acontecer, celebrar el juicio e inaugurar la eternidad.

Si miramos al Jesús que nos pintan los Sinópticos, cómo nace en Belén, se cría en Nazaret, peregrina por la Tierra Santa y tiene encuentros de varia especies: cómo sube a Jerusalén y allí sufre su último destino, este Jesús se nos aparece como un puntito en el inmenso mundo. El mundo es el espacio que abarca su minúscula tierra y, en ella, su débil figura humana. El mundo es el tiempo en que la historia de Israel es un breve trecho y, en ella, su vida un tránsito fugaz. El mundo es infinitamente ancho y El como nosotros, algo diminuto en él.

En Pablo se invierte la relación. Cristo se agranda más allá del mundo. Por Él ha sido creado todo. En Él se encuentra todo.

El abraza también al hombre. Desde El piensa el creyente al mundo. En Él está el punto de partida de su movimiento vital: impulso, norma y fuerza. Cristo es la ley por la que se rige el acontecer de las cosas humanas, Cristo revela la figura cósmica, si cabe emplear esta palabra sin que lo cristiano resbale hacia lo mitológico. Pero cabe emplearla, pues ¿no es el mundo propiedad de Dios?

Esta universal referencia de Cristo se pone de manifiesto en muchos pasajes paulinos.

Cristo está en el hombre y el hombre en El: cuando el hombre cree y es bautizado, acontece en él, dice Pablo, algo particular. El hombre entra en una comunidad de existencia con Cristo, como si éste entrara en el creyente y en él morara como forma que lo domina, como fuerza que opera en él. Este Cristo exterior quiere expresarse en su existencia humana.

Hay, según los griegos, en todo hombre un “eidos” (forma, especie) que penetra y determina las diversas manifestaciones de su vida, su figura y cada uno de sus momentos, sus hábitos y acción, su gesto y palabra, su ser y su carácter. Un hombre está formado cuando este eidos esta forma se ha revelado y predomina en su existencia, de suerte que, a despecho de toda la variedad de movimientos y manifestaciones, permanece uno, y dentro de todos los cambios es el mismo y entre muchos hombres él solo, con rostro claro y nombre inconfundible.

Y ahora dice Pablo: en el hombre que se une por la fe al Señor, entra una forma nueva: Cristo mismo resucitado en su estado espiritual. El aprehende y penetra de su virtud a este hombre, tal como es, con su peculiar carácter y manera de vivir, con sus tareas y destinos. En él realiza Cristo nuevamente su propia vida divino-humana: como la vida eterna, que viene de Dios, de este hombre que pasa en el tiempo: como su "espíritu". En él pasa Cristo por la infancia, el crecimiento, la madurez, la consumación.

Pero la virtud de Cristo opera también en el todo, en la Iglesia. La misma forma que determina a cada cristiano, determina también a la totalidad, manda en ella, acucia, impulsa, obra, sufre el destino. Cuando Pablo persigue a Esteban, Cristo le grita: "Saulo, Saulo, ¿por qué me per-sigues?". Él es atribulado en la Iglesia, y sufre también, dentro de la Iglesia misma, por las diferencias, obstinaciones e injusticias de ella.

Por ser el mismo Cristo el que anima a cada uno y a, la totalidad, la relación del creyente con la Iglesia es totalmente otra que la que puede tener respecto a cualquier otra comunidad. Por él como por ella corre la misma sangre, crea la misma vida, impera la misma imagen divino-humana. Lo cual no es sólo comparación, sino realidad. El creyente no pertenece a "una comunidad religiosa", sino que vive en la Iglesia, como la mano en el cuerpo. Cuán primigenia sea esta experiencia y cuán exacta, esta idea , puede verse en el hecho de que Pablo, ahí está la Primera Carta a los de Corinto, deduce de ahí la relación del cristiano con su prójimo.

Pero la Iglesia se extiende aún más allá de la totalidad de los hombres. Las Cartas a los Efesios y Colosenses dicen que plugo a Dios recapitular el universo en Cristo, todo lo que hay en el cielo y sobre la tierra, a fin de que Él sea “la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia” El, el principio y primogénito de entre los muertos, y tenga la primacía en todas las cosas. Pues en Él le plugo que habitara toda la plenitud” (Col.1, 18). Así, la Iglesia se orienta hacia la creación y está destinada a llevaría al ámbito de aquel primer principio que es Cristo. De ahí surgirá el universo redimido, el cielo nuevo y la tierra nueva.

Este mismo Cristo que así manda en el hombre, "está sentado a la diestra del Padre".

Solo entendemos rectamente a Pablo, si nos damos cuenta de que Cristo, que manda en nosotros, está, a par, arriba, y arriba nos levanta.

Él nos aprehende desde dentro, conmoviéndonos en nuestro ser vivo, y nos aprehende desde arriba, llamándonos desde el reino eterno y levantándonos a él.

Ahora bien, el mismo Cristo penetra también, como el venidero, desde el fin de los tiempos. El surge en el hombre del misterioso interior de la profundidad divina, para expresarse en su existencia; y penetra también desde el fin en el tiempo, para sacudirlo y prepararlo para lo venidero.

Así, el mundo de Pablo está enteramente lleno de Cristo. Él está en todas partes (*).





Notas:

(*) Este trabajo está tomado de Romano Guardini, Imagen de Jesús, el Cristo en el Nuevo Testamento, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1960. Es la segunda parte del cap. 3, titulado la imagen de Cristo en tas Cartas Paulinas inmediatas (p. 53-59).









Boletín de espiritualidad Nr. 84, p. 19-23.