Cruz y sentido bélico de la vida

Jorge M. Bergoglio sj







1. Podemos tomar como punto de partida de nuestra reflexión y oración el consejo de María Ward: "La que en este Instituto quiere servir a Dios conforme a su vocación, necesariamente tiene que amar la cruz y estar dispuesta a sufrir mucho por Cristo" (1).

Nuestra pertenencia a la Iglesia adquiere su consistencia fundamental allí donde nace la Iglesia: en la cruz. Análogamente no llegaremos a una pertenencia plena al Instituto si no la gestamos desde esta vocación a la cruz. Allí se dio el "si" definitivo de la obediencia que vence la desobediencia primera. Allí fue arrojada al abismo -de una vez para siempre- la "antigua serpiente" gestadora de rebeldía y pecado. Allí nuestra pertenencia es filial por que nos hacemos hijos en el Hijo. Y allí, de pie, participando del despojo, está la Madre que da sentido a nuestra filiación.

Más aún, en nuestro fundarnos en el Instituto (adquirir fundamento en él), hemos de tener como referencia tipo la fundación del mismo Instituto. Lo mismo sucede cuando queremos fundar nuestro corazón en una renovada pertenencia a la Iglesia. Y porque la Iglesia nace y tiene su fundamento en la cruz, toda fundación participará también de ella.

En todo cimiento hay una cruz. "La hora del nacimiento de la Iglesia coincide con la hora de la vigilia de la muerte”(2).

2. S. Ignacio despliega, tanto en los Ejercicios como en sus Cartas, toda una doctrina acerca del sentido bélico de nuestra vida entregada al Señor. Parecería que no puede concebirse el meollo de su "servicio" al Rey Eternal sin esta dimensión. Al comienzo mismo de sus Ejercicios (EE.6) llama la atención sobre el mal camino que seguirían unos Ejercicios sin agitaciones de varios espíritus. Este sentido de guerra se sigue acentuando en la Primera Semana y así hablará de lanzar los pecados (EE.43), y -llegado al "tercer ejercicio"- delineará la estrategia respecto del enemigo: conocer y aborrecer (EE.62); actitud bien lejana de la falsa comprensividad naturalista o de la componenda de quien no quiere luchas en serio y a fondo. En este "tercer ejercicio" de la Primera Semana, S. Ignacio plasma una actitud fundamental para el divino servicio: la capacidad de condena, que es la respuesta de un corazón entregado a la realidad de la lucha entre los tres pensamientos que presupone en nosotros (EE.32), pensamientos que son llevados por espíritus contrarios y que entran en conflicto.

En el llamado del Rey (EE.91-98) se plantea una empresa bélica y una invitación a "los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio" (EE.97): de la capacidad de condena se pasa al pundonor del fiel caballero que "ofrecerá su persona al trabajo", incluso "contra su propia sensualidad y contra su amor carnal y mundano".

En la meditación de las Dos Banderas (EE.136-148) la petición inicial concuerda con la composición de campo de batalla: se busca conocer los engaños del mal caudillo y ayuda "para de ellos me guardar", y la vida verdadera que muestra nuestro Señor y gracia "para le imitar". Y será este deseo de imitación del Señor el que llevará a la petición final, de tres coloquios, como una lógica consecuencia del desarrollo de toda la meditación, pero también como una sorpresa: el "trabajo" propuesto en la meditación del Reino ya tiene nombre, "oprobio e injurias por más en ellas le imitar". El talante bélico conduce necesariamente a la cruz, y es ella quien solamente puede dar sentido a esta guerra.

Los Binarios (EE.149-157) ayudarán a fortalecer el corazón para esta entrega, la cual volverá a ser explícita en el Tercer grado de Humildad (EE.167): "cuando incluyendo la. Y 2a., siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo". Pensamiento éste que S. Ignacio repetirá detalladamente en el Examen de nuestras Constituciones (3).

Desde el reconocimiento de que en nuestro corazón, si queremos servir a Dios, habrá lucha hasta la búsqueda de la cruz como único lugar teológico de victoria, y pasando por la capacidad de condena y el deseo de ofrecerse al trabajo, todo es un mismo camino en S. Ignacio. El andar por este camino conduce, como al Señor, a Jerusalén.

Hay, pues, una dimensión de hostilidad en el modus vivendi cristiano (y más todavía en el de un religioso que quiere seguir más de cerca a su Señor): "El que ama a su padre y a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a su hijo y a su hija más que a Mí, no es digno de Mí. El que gane su vida, la perderá; y el que pierda su vida por causa mía, la ganará" (Mt.10, 37-39).

Seguir a Jesús entraña la decisión de seguir su camino, y la seguridad de la cruz. ¡Cuán lejos de esas concesiones propias de un corazón dividido que sueña con una coexistencia pacífica entre el Señor de la gloria y el espíritu del mundo!

3. Esta hostilidad que sufre quien se decide a andar por el camino de Cristo nuestro Señor aflora en las persecuciones diversas que van apareciendo. El servicio cristiano, cuando es auténtico, aventa toda nostalgia de vida según los cánones de una égloga pastoril.

S. Ignacio fue explícito: "El haber dificultades no es cosa nueva, antes ordinaria, en las cosas de mucha importancia para el divino servicio y gloria..." (4). "Las contradicciones que ha habido y hay no son cosa nueva para nosotros; antes, por la experiencia que tenemos de otras partes, tanto esperamos que se servirá más a Cristo nuestro Señor en esa ciudad, cuanto más estorbos pone el que procura siempre impedir su servicio, y para este fin mueve a unos y otros, que es de creer con buenas intenciones y malas informaciones repugnan a lo que, por no entenderlo, tienen por digno de repugnarlo” (5).

Y el Santo no habla de oídas. Da gusto leer el sabor paulino que tiene su carta al Rey Juan III de Portugal (6), en la que su magnanimidad y amor al Señor termina con un verdadero exceso de celo: "Yo no quisiera que todo lo dicho no fuera pasado por mí, con deseo que mucho más adelante pasara, a mayor gloria de su divina Majestad". Igualmente pueden verse más particularmente las diversas dificultades y persecuciones en París (Autobiografía n.78) Venecia (ibidem n.93), Roma (ibidem n.98), Bolonia (7) y Zaragoza (8).

Las dificultades a veces superan el simple estorbo y configuran verdaderas persecuciones: el estado de persecución es normal en la existencia cristiana, sólo que se viva con la humildad del servidor inútil, y lejano de todo deseo de apropiación que lleve a hacerse "la víctima".

Los primeros cristianos sufrieron una purificación en la manera de concebir la persecución. En una primera época, se dieron cuenta de que las persecuciones fomentadas contra ellos por los judíos entraban en la línea de los castigos infligidos por estos últimos a los enviados del Señor (Mt.23,29-36; Hch.7,51-52). Más tarde, la persecución contra los cristianos se sitúa en un contexto escatológico y reviste una importancia que anteriormente no poseía: "colma la medida" (1 Tes.2,15-16) en el mismo momento en que el Hijo del Hombre viene a juzgar y separar a los buenos de los impíos (Mt.5,10-12). La persecución es entonces considerada como este juicio de las obras. Un tercer estadio de la reflexión, ulterior, invita a los perseguidos a sufrir y a morir "por el Hijo del Hombre" (le.6, 22; cfr.Mc.8,35; 13,8-13; Mt.10,39) y, más todavía, a imitar su pasión (cfr.Mt.10,22-23; Mc.10,38) (9). A esta última concepción corresponde el martirio de Esteban, que habrá que leer bien despaciosamente (Hch.6, 8 - 7,60). Esteban muere solamente por Cristo, muere como El, con El, y esta participación en el misterio mismo de la pasión de Jesucristo es la base de la fe del mártir: muriendo de este modo, afirma a su manera que la muerte no ha sido la última palabra de la vida de Jesús(10).

Nosotros también experimentamos estas tres maneras de vivir la dificultad y la persecución a lo largo de nuestra vida. Cuando se da el tercer modo, entonces nos encontramos en la vivencia del Tercer Grado de Humildad. De donde la muerte de Cristo es como el "a priori" fundamental de toda; actitud cristiana: "Porque el amor de Cristo nos a premia (es decir, no nos deja escapatoria), cuando pensamos que uno murió por todos; con eso, todos y cada uno han muerto; es decir, murió por todos para que los que viven, ya no vivan más para sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co.5, 14-15).

Contemplando a Cristo en Cruz, caemos en la cuenta de que le debemos nuestra vida porque -y no solamente por esto- El entregó la suya por la nuestra, y la gratitud nos ubica -cuando es genuina- en el mismo plano: entregar la vida como El lo hizo ("vestirse de la misma Vestidura y librea de su Señor... desear pasar injurias, falsos testimonios, afrentas... por desear parecer e imitar en alguna manera a nuestro Creador y Señor Jesucristo").

En este preciso punto, quedan desbaratadas todas las formas de "conductismos" que pretenden agotar la actitud cristiana. A la generosidad de Cristo no cabe responderle con un "muchas gracias" convencional y educado: hay que dar la vida, y ésta se da -desde que el Señor marcó el camino- sólo en la Cruz. Quizás esta intuición honda era la que inspiraba el pensamiento de María Ward cuando decía que "el mejor medio para sobrellevar las tribulaciones con ecuanimidad es dar, de corazón, gracias a Dios" (11).

Este "dar gracias" con la propia vida se actualiza diariamente en la celebración de la Acción de gracias por antonomasia, la Eucaristía, que es -a la vez- la memoria de la pasión del Señor. La Eucaristía funda la Iglesia, la alimenta, la mantiene viva. Porque "cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que venga" (1 Co.ll,26); al celebrar la Eucaristía, hacemos presente la hora del nacimiento de la Iglesia, la cual coincide con la hora de la muerte del Señor. Y nuestra manera de dar gracias es asumir esa muerte, con formarnos a ella. Aquí radica la formalidad Última de nuestra pertenencia a la Iglesia.

4. Por otra parte, la muerte de Cristo inicia la verdadera gloria. "Era preciso que el Mesías padeciese estas cosas para entrar en su gloria" (Lc.24-,26), la gloria que vio Esteban antes de morir (Hch.7, 55), la que nos es prometida a nosotros y con la cual no merecen compararse las tribulaciones que pasemos en esta vida (Rom.8, 18).

Es la gloria que ansía Jesús y pide al Padre que le dé: "Y ahora, glorifícame Padre junto a Tí mismo" (Jn.17, 5). La gloria de Jesús es la hora de su cruz: "Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre va a ser glorificado...

Si el grano de trigo no muere, queda infecundo; en cambio si muere da fruto abundante" (Jn.12, 23 s.); Y para que no quede duda acerca de la relación que existe entre esta gloria y la pérdida de la vida, el Señor continúa: "Quien ama la vida la pierde; y quien aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna".

Los apóstoles comprendieron que la gloria de Jesús era su cruz; de ahí que Juan diga de los discípulos: "cuando Jesús fue glorificado, se acordaron dé que habían hecho con El lo que estaba escrito" (Jn.12, 16).

Será S. Pablo quien sin amagues asumirá esta gloria de la cruz como exultación de su vida: "Pero a mí jamás me suceda gloriarme en otra cosa que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Ga.6, 14). Gloriarse en la cruz de Jesucristo, "gloriarse en el Señor" (2 Co.10,17), es alabanza y -a la vez- la mejor defensa contra los enemigos de la cruz de Cristo", los del saber mundano, los "que hablan por su cuenta y buscan su gloria" (Jn.7,18), los "que andan aceptando gloria unos de otros" (Jn.5,44), los "que amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios" (Jn.12,43). El mismo Señor confiesa que no ama esta gloria humana: "gloria de origen humano no la acepto"(Jn. 5,41).

Esta adhesión a la cruz tan radicalmente medular será, en última instancia, la que marcará el criterio de verdad del seguidor fiel de su Maestro. La "kaújeesis" cristiana, por lo mismo que pasa por la cruz, y hace de ella el objeto principal de su direccionalidad, queda purifica da de toda dimensión vana -ya no es vanagloria-, y se centra en el origen purísimo de su Autor, al que gusta llamar "el Señor de la gloria" (1 Co.2, 8).

5. Gloriarse en la Cruz del Señor implica una viva y continua memoria de la cruz. "Acuérdate de nuestro Señor Jesucristo" Será el consejo caro a los discípulos; y el mismo Señor, al adelantarles la noticia de su cruz, les advierte que "os he dicho estas cosas antes de que sucedan, para que, cuando sucediere, (os acordéis y) creáis" (Jn.14, 29).

El recuerdo de la Cruz del Señor trae consolación y confirmación en la paz y el servicio divino. Recordar esta gloria del Señor y gloriarse en ella supone no sólo aventar las glorias vanas y pusilánimes, sino también cobrar fuerzas, en la consolación de ese recuerdo, para cuando la adhesión mía fundamental a la cruz se actualice en la prueba.

Porque tenían viva la memoria de la cruz como gloria, los Apóstoles podían interpretar los signos de los tiempos y preparar a los creyentes para enfrentarlos: "Amados míos, no os extrañéis de ese incendio que arde en medio de vosotros, ordenado a vuestra prueba, como si os aconteció se cosa extraña; antes bien, a la medida que compartís los sufrimientos de Cristo, gozaos, para que también en la revelación de su gloria os gocéis alborozados; si sois ultrajados en nombre de Cristo, dichosos vosotros porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. Porque ninguno de vosotros ha de padecer como homicida, o ladrón, o malhechor, o como entrometido en lo ajeno; pero si padece como cristiano, no se avergüence, antes glorifique a Dios con este nombre...Así que aun los que padecen según la voluntad de Dios, pongan sus almas en manos de su fiel Creador, sin dejar de obrar el bien" (1 P. 4,12-15).

Esta última frase nos trae a la memoria la actitud de corazón de Cristo: el abandono en las manos de Dios, sin pretender controlar los resultados de la crisis y de la tormenta. Abandono fuerte, pero no ingenuo; abandono aconsejado -ya antes de su muerte- por el mismo Señor: "cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis, pues en aquel momento se os dará lo que hayáis de hablar. Porque no sois vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros" (Mt.10, 19- 20). Abandono que implica confianza en la paternidad de Dios, pero que no exime del lacerante sufrimiento de la agonía; porque este abandono no tiene respuesta inmediata, incluso él mismo es acrisolado por el silencio de Dios que puede llevar a la tentación de desconfianza... ese grito desgarrador en el culmen de la prueba: "Padre, ¿por qué me has abandonado?" (Mt.27, 46).

6. La memoria de la cruz es -por así decirlo- el ámbito de la existencia cristiana. S. Ignacio, en el Directorio Autógrafo (n.23), señala: "En la segunda semana, donde se trata de elecciones, no tiene objeto hacer deliberaciones sobre el estado de vida a los que ya lo han tomado. A éstos, en lugar de aquella deliberación, se les podrá proponer qué querrán elegir de estas dos cosas: la primera, siendo igual servicio divino y sin ofensa suya ni daño del prójimo, desear injurias y oprobios y ser rebajado en todo con Cristo para vestirse de su librea, e imitándole en esta parte de su cruz; o bien estar dispuesto a sufrir pacientemente, por amor de Cristo nuestro Señor, cualquier cosa semejante que le suceda".

Fuera de este ámbito, no habrá elección: corremos el riesgo de buscar caminos de solución prescindiendo de la cruz. Surgirán esas vidas religiosas tibias, o esas formas pastorales carentes de fundamento. Optar, en cambio, por el camino de Jesús, supone abandono en las manos del Padre, y disposición para ser abandonado por el Padre.

El sentido del abandono en las manos del Padre, y del sentimiento del abandono por parte del Padre que conlleva toda cruz, indica la índole escatológica de esta "piedra fundamental" de nuestra vida cristiana.

En la cruz hay que perderlo todo para ganarlo todo. Allí se da la venta de todo para comprar la piedra preciosa o el campo con el tesoro escondido. Perderlo todo: "el que pierda su vida por mi causa, la ganará" (Mt.16, 25; Mc. 8,34 s.; Le.17, 33). En el perderlo todo se busca la nueva vida, la existencia será un puro don... pero hay que perderlo todo. No valen aquí los retaceos ni los reaseguros, como los que tomaron Ananías y Zafira (Hch.5, 1-11). Nadie nos obliga, se nos invita. Pero la invitación es a todo o nada: a no tener lugar donde dormir, aunque las zorras lo tengan; a dejar que los muertos entierren a sus muertos y a convencerse diariamente que no es según la gloria del Señor poner la mano en el arado y mirar hacia atrás (cfr. Lc.9, 57-62).

La Cruz es la que signa el sentido bélico de nuestra existencia. Con la cruz no se puede negociar, no se puede / dialogar: o se la abraza o se la rechaza. Si optamos por rechazarla, nuestra vida quedará en nuestras manos, encerrada en los momentos mezquinos de nuestro horizonte. Si la abrazamos, en esa misma decisión perdemos la vida...la dejamos en manos de Dios, en el tiempo de Dios... y sólo nos será devuelta de otra manera.

Nos hará bien pensar en esta encrucijada que signa nuestro futuro, y pedir humildemente al Señor de la gloria quiera hacernos partícipes de su destino y de su cruz y a la Madre del Señor, Madre nuestra y de la Iglesia, muy humildemente y con ternura filial, como nos enseñaba S. Ignacio, pedirle que nos ponga con su Hijo.



Notas:

(1} María Ward y su Instituto, p. 66.

(2) H. Urs von Balthasar, Cordula oder der Ernsfall, Johannes Verlag, Einsíedeln, 1966. Algunas ideas aquí presentadas están tomadas de esta obra.

(3) Const. 101: "Asimismo es mucho de advertir a los que se examinan -encareciendo y ponderándolo delante de nuestro Creador y Señor- en cuánto grado ayuda y aprovecha en la vida espiritual, aborrecer, en todo y no en parte, cuanto el mundo ama y abraza; y admitir y desear con todas las fuerzas posibles cuanto Cristo nuestro Señor ha amado y a - brazado. Como los mundanos que siguen al mundo, aman y buscan con tanta diligencia honores, fama y estimación de mucho nombre en la tierra, como el mundo les enseña; así los que van en espíritu y siguen de veras a Cristo nuestro Señor, aman y desean intensamente todo lo contra rio; es a saber, vestirse de la misma vestidura y librea de su Señor" por su debido amor y reverencia; tanto que, donde a la su divina Majestad no le fuese ofensa alguna, ni al prójimo imputado a pecado, desean pasar injurias, falsos testimonios, afrentas, y ser tenidos y estimados por locos -no dando ellos ocasión alguna de ello-, por desear parecer e imitar en alguna manera a nuestro Creador y Señor Jesucristo, vistiéndose de su vestidura y librea, pues la vistió El por nuestro mayor provecho espiritual, dándonos ejemplo que en todas cosas a nosotros posibles, mediante su divina gracia, le queramos imitar y seguir, como sea la vía que lleva los hombres a la vida. Por tanto, sea interrogado si se halla en los tales deseos tanto saludables y fructíferos para la perfección de su ánima".

(4) Carta a Sor Teresa Rejadel 1, Roma, octubre de 1547, Epp. l, 627- 628 (Obras completas de S. Ignacio de Loyola, BAC, Madrid, Carta 40).

(5) Carta a Pedro Camps, Roma, 29 de agosto de 1555, Epp. IX, 507- (6) Carta a Juan III de Portugal, Roma, 15 de marzo de 1545, Epp. l, 296-298 y FN. 1,50-S1: "Volviendo de Jerusalén, en Alcalá de Henares, después que mis superiores hicieron tres veces proceso contra mí, fui preso y puesto en cárcel por cuarenta y dos días. En Salamanca, haciendo otro, fui puesto no sólo en cárcel, más en cadenas, donde estuve veintidós días. En París, donde después fui siguiendo el estudio, hicieron otro. Y en todos estos cinco procesos y dos prisiones, por gracia de Dios, nunca quise ni tomé otro solicitador, ni procurador, ni abogado (sino a Dios), en quien toda mi esperanza presente y porvenir, mediante su divina gracia y favor, tengo puesta. Después del proceso de París, de allí a siete años, en la misma universidad hicieron otro; en Venecia otro; en Roma el último contra toda la Compañía. En estos tres postreros, por ser yo juntado con los que son de la Compañía, más de Vuestra Alteza que nuestra, porque no se siguiese ofensa a Dios N.S. en difamar a todos los de ella, procuramos que la justicia tuviese lugar. Y así, al dar de la última sentencia, se hallaron en Roma tres Jueces que hicieron proceso contra mí: el uno de Alcalá, el otro de París, y el otro de Venecia. Y en todos estos ocho procesos, por sola gracia y misericordia divina, nunca fui reprobado de una sola proposición, ni de sílaba alguna, ni desde arriba ni fui penitenciado, ni desterrado. Y si Vuestra Alteza quiere ser informado por qué era tanta la Indignación e inquisición sobre mí, sepa que no por cosa alguna de cismáticos, de luteranos ni de alumbrados, que a éstos nunca los conversé ni los conocí; más porque yo, no teniendo letras, mayormente en España, se maravillaban que yo hablase y conversase tan largo en cosas espirituales. Es verdad, que el Señor que me creó y ha de juzgar para siempre me es testigo que, por cuanta potencia y riquezas temporales hay debajo del cielo, yo no quisiera que todo lo dicho no fuera pasado por mí, con deseo que mucho más adelante pasara, a mayor gloria de su divina Majestad. Así que, mi Señor en el Señor nuestro, si algunas cosas de éstas allá llegaren, con aquella inmensa misericordia y suma gracia que su divina Majestad ha dado a Vuestra Alteza para más servirle y alabarle, se pare a reconocer sus gracias, y sepa distinguir lo bueno de lo malo, aprovechándose de todo; que cuanto mayor deseo alcanzáremos de nuestra parte, sin ofensa de prójimos, de vestirnos de la librea de Cristo nuestro Señor, que es de oprobios, falsos testimonios y de todas otras injurias, tanto más nos iremos a- provechando en espíritu, ganando riquezas espirituales, de las cuales, si en espíritu vivimos, desea nuestra ánima en todo ser adornada". (7) Carta a Violanti Casal i Gozzadina, Roma,22 de diciembre de 1551, Epp. VII1,183-184 (Obras completas ... Carta 136).

(8) Carta al P. Alfonso Román, Roma, 14 de julio de 1556, Epp.XII , 119 (Obras completas... Carta 174).

(9) Cfr. Th. Máertens y J. Frisque, Nueva Guía de la Asamblea Cristiana, Marova, Madrid, 1974,p97.

(10) Cfr. la estructura literaria del texto. S. Lucas ha reproducido a través del discurso de Esteban y de su martirio, el desarrollo de su proceso de Jesús y de su pasión. Cfr.Maertens-Frisque, Nueva guía…p 96

(11) María Word y su instituto, p 65.









Boletín de espiritualidad Nr. 85, p. 1-10.