Jesús, el acompañante acompañado

J. Guillet sj





Introducción

El acompañamiento personal (1), tal cual se lo practica hoy, con la atención que requiere de ambas partes, no se halla indudablemente bajo la forma como nosotros lo conocemos en las Escrituras: ni Jesús en los Evangelios, ni S. Pablo, tan sensible a los movimientos del Espíritu y a las astucias de la carne, parecen haber seguido, de manera continua y sistemática, el progreso de un cristiano que se hubiera confiado a ellos. Y uno de los reproches que se le hace a la "dirección espiritual" practicada desde hace algunos siglos, y a S. Ignacio en particular, es el abuso de introspección que lleva consigo y la confusión que provoca entre la "observación psicológica" y la fe.

Dejando para otros la tarea de precisar el lugar del acompañamiento en la vida espiritual, intentaremos aquí solamente encontrar, en el mundo de Israel y del Nuevo Testamento, algunos datos susceptibles de esclarecer la práctica del acompañamiento espiritual.

1. Yo estoy contigo

El Dios de Israel es un Dios que acompaña. Esta experiencia esencial es ya la de Abraham: cuando se pone en camino sin saber a dónde irá a parar, sabe solamente que Dios le mostrará el país que le destina. Etapa por etapa, Abraham encuentra al Dios que lo conduce.

Cuando Dios le pide a Moisés que conduzca a su pueblo fuera de Egipto, le promete: "Yo estaré contigo" (Ex. 3,12). Y cuando el pueblo salido de Egipto se reúne al pie del Sinaí, Dios le hace comprender el sentido de esta a ventura: "Ya habéis visto... cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila" (Ex.19,4). Y cuando David, en la cumbre de la gloria, sueña con coronar su obra construyendo un Templo para que en él habite el Arca de la Alianza, Dios le recuerda a quién le debe esta marcha triunfal: "Yo te he tomado del pastizal, de detrás del rebañó... He estado contigo en todas tus empresas" (2 S.7,8-9). Cuando Dios llama a Jeremías para que sea profeta en Israel y el joven muchacho, espantado, procura escapar al compromiso, el Señor no le da más que una respuesta: "Contigo estoy / Yo para salvarte" (Jr.1,7. 19).

Por cierto, no se trata en estos textos del acompañamiento en el sentido que le damos nosotros. Se trata más bien de una situación inversa. Ahí Dios se revela personalmente -directamente o por medio de un profeta-, mientras que el acompañante es justamente aquel que, no siendo Dios, debe "dejar inmediatamente obrar al Creador con su creatura, y a la creatura con su Creador y Señor" (EE. 15). Sin embargo es muy importante, tanto para el acompañante como para el acompañado, saber que el Dios verdadero es un Dios que acompaña, y esta convicción es el fundamento de la fe bíblica.

Porque Dios acompaña a su creatura, porque está presente y activo en cada instante de su existencia, en cada movimiento de su corazón, el hombre puede buscarlo, y buscar saber lo que Dios hace en su vida y lo que quiere hacer.

La presencia y la acción de los profetas en Israel revela dos aspectos esenciales y complementarios. Dios habla a sus profetas mano a mano, hace de ellos sus servidores: no dependen más que de Él y no son responsables más que ante Él. Pero este conocimiento personal que tienen del Señor les da el poder revelar a su pueblo la obra que Dios va a realizar. Mientras los cortesanos de Samaría se aturden en los placeres, el profeta Amós ha escuchado, más allá del horizonte, el rugido del Señor y el estrépito de los ejércitos en marcha, porque "no hace nada el Señor Dios sin revelar su secreto a sus siervos los profetas. Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Dios, ¿quién no va a profetizar?" (Am.3, 7-8). Cuando los deportados de Babilonia han perdido la esperanza, el profeta les anuncia la palabra de Dios: "Ahora, así dice Yahvé tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel... Yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Té eres mío. Si pasas por las aguas, Yo estoy contigo" (Is.43,1-2).

2. La obra de Dios: la fe

Este Dios que acompaña es el Dios del Evangelio, el Dios de Jesucristo. La correspondencia más explícita está desarrollada en el Evangelio de Juan, en el cap.6. La secuencia: tiempo de Pascua - pueblo alimentado en el desierto - paso milagroso del mar - murmuración de los discípulos (Jn.6,4. 11. 21.61), evoca ciertamente la secuencia del libro del Éxodo: fiesta de la Pascua, paso del mar, maná, murmuración del pueblo (Ex. 12-17). Y, detrás de las semejanzas intencionales, hay que ver los parentescos de fondo. La palabra de Jesús los pone a la luz: A la multitud que le pregunta: ¿qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios"? Jesús responde: “la obra de Dios es que creáis… (Jn. 6,29). Alimentando a la gente, Jesús no manifiesta solamente su poder de hacer milagros; muestra que viene a realizar en el mundo una obra semejante a la que Dios había hecho por Israel: tomarlos a su cargo y conducirlos hasta la tierra prometida. Jesús se compromete a asegurar el futuro de sus discípulos y dar todo su sentido a su existencia.

Este sentido es la fe. La obra que Dios confía a su Hijo y a la que Este ha entregado su vida, es la de suscitar la fe en los suyos. A eso tienden sus gestos: los signos que produce, las palabras que pronuncia, las experiencias por los que los hace pasar. Es el objeto de su oración constante. Esta fe no es solamente reconocimiento de lo que El es, adhesión a sus palabras y a su enseñanza. Es ante todo respuesta a su llamado, adhesión a su persona , abandono del corazón y de la vida a su acción. Y esta fe supone el acompañamiento.

3. El acompañamiento en la fe

La fe que Jesús reclama de los suyos, la fe que El suscita y hace crecer en ellos no puede apoyarse en sí misma. Si solamente se tratara de acoger verdades, de suscribir una enseñanza, el cristiano podría sentirse seguro de su fe, y ésta por sí sola podría crecer en claridad y certeza, con un progreso que el creyente sería capaz de apreciar. Pero si la fe, en el fondo, es adhesión a una persona, sólo ésta está en condiciones de decir lo que vale esta adhesión. Porque esta fe es del orden del amor; y no basta, para amar, creer que uno ama: es necesario que el Otro nos pueda asegurar que efectivamente lo amamos.

Cuando Jesús elige a sus discípulos, toma su existencia a su cargo: "Yo os haré pescadores de hombres" (Mc.1, 17). A una promesa así, es normal la respuesta: "Al instante, dejando las redes, lo siguieron". Típico ejemplo de fe. Ahora bien, esta respuesta es el punto de partida de un acompañamiento. Desde aquél día los discípulos comienzan a seguir a Jesús; desde aquel día también Jesús acompaña a los suyos en el camino por el que los ha comprometido.

Acompañar es para Él, en primer lugar, compartir su existencia. Si no tiene otra familia que ellos (Mc.3, 34), otra casa que la que le ofrecen (Mc.1, 29; Lc.9, 58), no es principalmente para significar su desprendimiento; es para estar con ellos día y noche, para revelarse a ellos en su verdad simple, despojada, cotidiana. Pero es también para vivir con ellos la aventura de su fe, para hacerles medir cada día sus progresos y sus debilidades, para hacerles tomar conciencia de que Dios está en sus vidas.

La presencia de Jesús a sus discípulos no es solamente la del maestro que aprovecha todas las ocasiones para instruirlos; es la atención de Aquel que los observa reaccionar y los pone frente a su realidad. Con mucha frecuencia es para hacerles observar la pobreza de su fe: "¿Cómo no tenéis fe?" (Mc.4, 40); "No temas; solamente ten fe"(Mc. 5,36). Pero esto puede ser también para suscitar el acto de fe, en el momento en que está madura. Así es cómo, en Cesárea de Filipo, Jesús dirige a los Doce la doble pregunta: "¿Quién dicen los hombres que soy Yo? Y, vosotros, ¿quién decís que soy Yo?" (Mc.8, 27-30). Hora decisiva. En el momento de ir a su Pasión, Jesús provoca el acto de fe que les va a permitir seguirle, no con una fidelidad ciega, sino por una elección lúcida.

La confesión de Cesárea, y la confesión, muy cercana, en la sinagoga de Cafarnaúm, son el fruto de un acompañamiento de los Doce por Jesús. Si puede proponerles la pregunta y hacerles sentir que tienen otra respuesta para dar, distinta de la de la gente, aún simpática, es porque está comprometido con ellos con un vínculo único. Si les da la ocasión de encontrar, por ellos mismos, la respuesta, es porque los ha habituado a situarse en la fe y a mirarlo en la fe. Si, después de haber escuchado su respuesta, los pone frente al futuro que les espera, es porque a hora son capaces de ir en su seguimiento, a despecho de sus resistencias.

Le seguirán, en efecto, sino hasta el Calvario, porque nadie en el mundo es capaz de acceder al misterio del Hijo del hombre que salva al mundo, al menos hasta la última Cena. Lo que supera con mucho las fidelidades ordinarias. A la hora de la Cena, la amenaza que pesa sobre Jesús es evidente e inminente. El mismo no ha hecho nada para apartarla o para atenuarla. Tampoco ha hecho nada para disimularla a los suyos. Ahora puede decirles con toda verdad: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas" (Lc.22, 28). Ahora sabe hasta dónde llega su fidelidad y les puede decir: "Yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros" (Lc.22, 29). Conoce también sus limitaciones, y que no le seguirán en el instante de la prueba suprema. Pero su oración es más fuerte que las fuerzas del mal: "Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca" (Lc.22, 31-32).

El acompañamiento de Jesús no es sólo la presencia de una fuerza inquebrantable, más poderosa que todos los accidentes. Es el esclarecimiento de una mirada perfectamente pura, sin debilidades ante las ilusiones y las faltas, sin reticencias para acoger la fe, sin reservas en el don de su persona.

4. Acompañar a la manera de Jesús

Acompañar a la manera de Jesús no lo puede nadie. Conocer con esa seguridad, tocar con esa precisión, ser al mismo tiempo el que suscita la fe y la acoge, poner en la verdad sin encerrar en la desesperación: es necesaria la mirada y la atención del Hijo de Dios para llegar al hombre en el mismo secreto de su libertad.

Si el acompañante tiene, sin embargo, en la acción de Jesús un lugar tan considerable y tan visible, si es un elemento esencial de su acción, es, sin duda, porque no es totalmente inimitable, y porque puede ofrecer un modelo y ejemplos. Los Evangelios son, por lo demás, bastante claros. Si muestran a Jesús apreciando la fe o la falta de fe de los discípulos, es una lección para uso de todo el mundo, un caso particular hecho para juzgar de muchos otros. Si todo hombre es capaz de encontrarse en los Evangelios, y de encontrar el comportamiento de sus hermanos, es porque, acompañando a sus discípulos, Jesús se hace presente también en los caminos que siguen los hombres.

Los discípulos, por lo demás, eran conscientes de ello. El ejemplo de S. Pablo es iluminador. Toda su obra tiene algo del acompañamiento. Un acompañamiento fundado, al mismo tiempo, sobre las bases de la tradición y sobre su propia experiencia del Evangelio. Los juicios que hace sobre los cristianos de Corintio, sobre sus divisiones, sus aspiraciones, sus preguntas, son, a la vez, los de un apóstol encargado de llevar el Evangelio en su verdad total, y los de un padre que ha engendrado hijos a los que no deja de seguir, y cuyos recursos y necesidades conoce (1 Co.4,14-15).

El caso quizá más llamativo es el de la Carta a los Romanos. De todas las cartas de Pablo, es la más impersonal, la más sistemática y la más objetiva. Pablo no conoce la Iglesia de Roma, y quiere describir la situación de la humanidad entera delante de Dios, la historia global del pecado y de la redención. Esta historia consiste, para Pablo, en hacer aparecer la acción simultánea del pecado y de la gracia en Cristo. Es un discernimiento que alcanza, más allá de los acontecimientos y de los sistemas religiosos, al combate entre la carne y el Espíritu, la ley del pecado y el don de la fe. Pablo describe este combate, no como un espectador o un teórico, sino como testigo activo, como acompañante que ha vivido en carne propia esos conflictos, y sabe identificarlos en cualquier parte donde los encuentra, en el corazón del judío como en el del pagano, en el fiel creyente y en el que sucumbe.

Si Pablo es capaz de este discernimiento, si puede acompañar tanto al judío como al pagano, al judío atrincherado en su ley y al pagano librado a su codicia, al judío que descubre "la fe y al pagano que descubre la misericordia lo debe al Evangelio, "fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree" (Rom.1,16). Si nadie puede acompañar a la manera inimitable de Jesús, nadie puede acompañar sino a la luz de Jesucristo, en la verdad del Evangelio. El Evangelio, la realidad operante de Cristo, es el acompañamiento auténtico, irreemplazable. Pero el Evangelio puede suscitar discípulos, y él discípulo del Evangelio, es aquel que deja obrar, juzgar, conducir al Evangelio, puede aprender lo que es acompañar siguiendo a Jesús.

5. Jesús, el acompañante acompañado

Si el discípulo del Evangelio puede, sin ponerse en el lugar de Jesús, hacer entender su palabra y advertir el camino al que Él lo llama, es porque el mismo Jesús, el acompañante único y ejemplar, es también el primero de los acompañados. Es un rasgo esencial de su personalidad, sombre el que trata continuamente el Evangelio de Juan. Todo lo que Jesús hace, todo lo que dice, todo lo que debe vivir, todo eso, lo vive no solamente porqué es la voluntad de su Padre, sino porque vive constantemente bajo su mirada, llevado por su impulso, sostenido por la certeza de su presencia y la alegría de cumplir su esperanza. "El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre" (Jn.5,19). "El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que a El le agrada" (Jn.8,29). "Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar" (Jn.17,4).

Se trata aquí de un acompañamiento en la forma más plena. Jesús no viene solamente a cumplir una obra confiada por el Padre: viene a cumplirla permaneciendo siempre llevado por su acción. Esto no quita nada a su iniciativa y a su espontaneidad. Todos los gestos de Jesús no vienen sino de El, y surgen espontáneamente de lo que El es. No espera un impulso cualquiera, una autorización previa para ejercer su compasión para los que sufren, para expresar la verdad que se impone. El mismo es la Verdad. El es la ternura y la piedad. Lo es por sí mismo y por todo su ser. Pero lo es porque todo le es dado, porque es el Hijo, engendrado por el Padre, habitado por el Padre, obrando en nombre y en el amor del Padre.

Esta presencia del Padre al Hijo es verdaderamente un acompañamiento y no solamente un envío, una misión de la que el Hijo debería después dar cuenta. Porque Jesús tiene un camino que debe seguir, un acontecimiento que debe venir y que debe acoger, unas reacciones que debe expresar, unas decisiones que debe tomar. Nada en su vida se juega de antemano. A El le toca hacer, de su existencia, la gloria del Padre y la salvación del mundo. Su obediencia es creativa, ella hace el porvenir de la humanidad. Pasa por gozos y por noches, por éxitos y por fracasos crueles. En la acción de gracias y en la angustia, cuando se siente envuelto por el gozo del Padre o llamado a beber la copa que El le tiende, Jesús encuentra a cada instante la presencia que lo acompaña.

En este acompañamiento del Hijo por el Padre, no hay propiamente lección para nosotros. Nada sería más falso que imaginar, al acompañante, desempeñando el papel del Padre, y al acompañado el del Hijo. Tanto el uno como el otro no pueden encontrarse más que en la situación del Hijo. Uno y otro, hijos de Dios, reciben del Hijo la luz de su camino. Pero ambos tienen que recibir, de este vínculo único entre el Padre y el Hijo, una certeza fundamental. El hijo de Dios nunca está solo. La fuerza del cristiano está en saber que no depende de Un solo personaje, por más sólido que se lo pueda imaginar, sino de un encuentro entre dos -tres, más exactamente- Personas que se aman. De un solo ser, por fuerte que sea, uno siempre se puede preguntar si no llegará a cambiar de actitud, a modificar sus decisiones. Cuando uno se apoya en un amor compartido, cuando uno es testigo de este amor y de su fuerza, uno se siente seguro. Y cuando uno se sabe introducido en este amor, engendrado por ese mismo amor, puede entonces decir que nada, "ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro... ni otra creatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rom.8, 38-39).

6. Conclusión: otro acompañante, el Paráclito

De tal manera es esencial a Jesús ser acompañante que, el día en que, después de haber acompañado y guardado a los suyos hasta el fin (Jn.17, 12) debe dejarlos, los confía a otro acompañante, el Espíritu Santo. El nombre que le da Jesús, Paráclito, expresa bien, en efecto, el papel que El mismo ha tenido para con sus discípulos. En el mundo judío, el abogado -el Paráclito- no sustituye al acusado para pronunciar su defensa. Está junto a éste para sugerirle el modo de defenderse, al mismo tiempo que para recordar al juez los hechos que hablan en su favor. Presentándose como Paráclito de los suyos, Jesús les recuerda la manera cómo los ha defendido y guardado constantemente. Prometiéndoles "otro Paráclito" (Jn.14, 16; 15,26), Jesús les deja entender que, por los caminos nuevos por los que los envía, los acompañará todavía de un modo nuevo.

La ausencia visible de Jesús no pone término a su acompañamiento. La acción del Espíritu Santo prolonga exactamente la del Hijo. El cristiano que acompaña a su hermano no tiene que buscar otra referencia que la figura de Jesús y él sentido de los Evangelios. Porque el Espíritu no aporta revelaciones nuevas, mensajes inéditos. Da testimonio del Hijo, recuerda su enseñanza. Pero habla desde el interior, acompaña haciendo caminar, ilumina haciendo obrar.

Acompañar en el Espíritu, es captar y hacer descubrir al Espíritu en acción (2).





Notas:

(*) Traducido por A. M. J. Swinnen sj, de J. Guillet sj, Jésus accompagnateur Jésus accompagné, en Christus 34 (1987), p. 390-398.

(1) Nota de la Redacción: el "acompañamiento personal", al que se refiere el autor, es lo que antes se llamaba "dirección espiritual". S. Ignacio no usa ni uno ni otro nombre -ni en los Ejercicios ni en las Constituciones-: en los Ejercicios, siempre habla del que "da a otro modo y orden de meditar o contemplar" (EE.2), o del que "da los Ejercicios" (EE.6 y passim); pero corresponde mejor, a su modo de pensar, hablar de "acompañamiento" más que de "dirección", porque la función principal del que "da los Ejercicios" es "ayudar a discernirlos efectos del buen espíritu y del malo" (Directorio autógrafo n.19),no imponiendo nunca su juicio, como parece indicarlo el término "dirección".

(2) N. de la R.: y al mal espíritu también en acción, cuyos "efectos" en el ejercitante -o "acompañado" -como acabamos de decir en la nota anterior- debe "ayudar" a discernir. Los "efectos" de uno y de otro espíritu son siempre "contrarios" (EE.314-315, y passim); salvo en el caso de la tentación "debajo de especie de bien" (EE.10),cuando momentáneamente, trae "pensamientos buenos y santos... y después, poco a poco, procura de salirse trayendo a la ánima a sus engaños encubiertos y perversas intenciones" (EE.332; en la regla siguiente explica cómo conocer, también en este caso, la "contrariedad" en los efectos de la acción del bueno y del mal espíritu).









Boletín de espiritualidad Nr. 118, p. 14-22.