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  • Hilario de Poitiers

    introducción



    1. Jerónimo, Los hombres ilustres, 100.
    Hilario, obispo de Poitiers de la provincia de Aquitania, desterrado a Frigia tras el sínodo de Béziers por la facción de Saturnino, obispo de Arlés, compuso doce libros Contra los arrianos, otro Sobre los sínodos, que dirigió a los obispos de la Galia, Comentarios a los Salmos, a saber, al primero, al segundo, del cincuenta y uno al sesenta y dos y del ciento dieciocho al último, y en esta obra, aunque imitó a Orígenes, introdujo también notas personales.
    Hay también un escrito A Constancio, que le había presentado en Constantinopla cuando aún vivía, y otro Contra Constancio, que escribió después de su muerte; un libro Contra Valente y Ursacio, que contiene la historia del sínodo de Rímini y Seleucia; uno Al prefecto Salustio o Contra Dióscoro, un Libro de himnos y otro de los Misterios, los Comentarios a Mateo y los Tratados sobre Job que tradujo libremente del texto griego de Orígenes; otro valioso libro Contra Auxencio y algunas cartas a diversas personas. Algunos dicen que escribió Sobre el Cantar de los Cantares, pero esta obra nos es desconocida.
    Murió en Poitiers durante el reinado de Valentiniano y Valente.



    2. La Trinidad, I 9-11.

    [9.] En la base de todas estas cosas había un sentimiento innato, según el cual alimentaba la profesión de la fe una cierta esperanza en una felicidad incorruptible, que la creencia irreprochable acerca de Dios y las buenas costumbres merecían como recompensa de una campaña victoriosa. Pues no hubiera significado ninguna ventaja el pensar bien acerca de Dios en el caso de que la muerte hiciera perecer toda conciencia humana y la aniquilara el ocaso de la naturaleza que se desmorona. Por lo demás, la misma razón me persuadía de que no era cosa digna de Dios haber traído al hombre a esta vida y haberle hecho partícipe de la sabiduría y de la prudencia con la seguridad de que iba a dejar de vivir y morir por la eternidad; de esta manera aquel que no existía sería traído al mundo sólo para dejar de existir una vez estuviera en él; pero solamente puede entenderse como razón de ser de nuestra creación el que empezara a existir lo que no era, no el que dejase de existir lo que había empezado a ser.

    [10.] Pero mi alma se inquietaba en parte por el temor por sí misma, en parte por el del cuerpo. Conservaba su firme convicción acerca de Dios con sincera confesión de fe y tenía, a la vez, un cuidado ansioso por sí misma y por el cuerpo en el que habitaba, destinado, según creía, a perecer con ella; pero después de haber conocido la ley y los profetas, conoció del mismo modo los principios de la doctrina evangélica y apostólica: «En el principio existía la Palabra […]» (Jn 1,1-14).

    [11.] […] Comprende después que es muy rara la fe en este conocimiento salvador, pero que constituye el mayor beneficio posible, porque los suyos no lo recibieron, y los que lo recibieron han sido elevados a la dignidad de hijos de Dios no por el nacimiento carnal, sino por el de la fe. Que el ser hijos de Dios no es una necesidad, sino una posibilidad, ya que, una vez que el regalo de Dios ha sido ofrecido a todos, no se obtiene a causa de la condición de los padres, sino que la voluntad lo alcanza como recompensa. Y para que la posibilidad que a todos se da de ser hechos hijos de Dios no fuera obstaculizada en alguno a causa de la debilidad de su fe vacilante –ya que es de por sí difícil esperar angustiosamente lo que se desea más que se cree–, el Dios Palabra se ha hecho carne, para que, por medio del Dios Palabra hecho carne se ha hecho carne, la carne se elevara hasta ser Dios Palabra. Y para que se diera a conocer que la Palabra hecha carne no era una cosa distinta del Dios Palabra y que tampoco dejaba de tener la carne de nuestro cuerpo, habitó entre nosotros; y al habitar entre nosotros no es una cosa distinta de Dios, mientras que, a su vez, el Dios que se ha hecho carne no se ha convertido en nada distinto de nuestra carne; ya que, como unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad, es perfecto en lo suyo y verdadero en lo nuestro.