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  • Hilario de Poitiers

    el cuerpo glorioso de Cristo



    La Iglesia, cuerpo glorioso de Cristo

    1. Super Psalmos, 51, 16

    Porque el Hijo de Dios, nacido de la Virgen, no era primero Hijo de Dios cuando era Hijo del hombre, sino que en el Hijo de Dios estaba también el Hijo del hombre, de modo que el Hijo del hombre era también Hijo de Dios.
    Ha asumido en sí la naturaleza de toda carne y, habiéndose convertido por ella en la vid verdadera, tiene en sí la raíz de todo sarmiento. Por tanto, si algún sarmiento es incrédulo o infructuoso, se expone a ser desarraigado de él; aunque permanezca allí por naturaleza, será arrancado de él por incredulidad o infecundidad.



    2. Comentario a Mateo, XXVIII 1

    Recuerda el tiempo del juicio y su venida, cuando separará a los creyentes de los infieles y dividirá a los que dan fruto de los que no dan fruto, es decir, a las cabras de las ovejas.
    Revela que en los más pequeños de los suyos, es decir, en aquellos que le sirven aspirando a su propia humillación, es Él a quien se alimenta con los hambrientos, se sacia con los sedientos, se cobija con los forasteros, se viste con los desnudos, se visita con los enfermos, se consuela con los afligidos. Porque Él se funde de tal manera con los cuerpos y los corazones de todos los creyentes que su solicitud en el cumplimiento de estos deberes de humanidad merece recompensa, mientras que su negativa es causa de ruina.



    3. Super Psalmos, 51, 17

    Porque el que no permanezca en Cristo no será miembro del reino de Cristo. No lo será, no porque su morada no esté abierta para él -pues está abierta a todos, para que sean partícipes del cuerpo de Dios y del reino, ya que el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros, es decir, asumiendo la naturaleza de todo el género humano-, sino porque cada uno, según sus méritos, se ofrecerá para ser arrancado de la tienda y desarraigado de la tierra de los vivos, aunque nunca se le impidió ser miembro, ya que por la asunción de la naturaleza había sido recibido como miembro. Pero es desarraigado de ella por la culpa de la incredulidad, indigno de compartir su naturaleza. Por eso será desarraigado de la tierra de los vivientes, preparada en la región bienaventurada donde los santos reinarán con el Señor.



    4. La Trinidad VIII 12

    Pero sólo al Padre y al Hijo les corresponde por naturaleza ser una sola cosa, porque el que es Dios nacido de Dios y unigénito nacido del que no puede nacer no puede existir más que en la naturaleza del que le da origen, de manera que el que ha sido engendrado existe en la sustancia que le corresponde por nacimiento y el que ha nacido no tiene en sí una realidad divina diversa de aquella de la que procede; por ello, el Señor, sin dejarnos en ninguna ambigüedad acerca de nuestra fe, enseñó la absoluta unidad de naturaleza en todo el discurso que sigue. Lo que viene a continuación es: «Para que el mundo crea que tú me has enviado».
    Por esto ha de creer el mundo que el Hijo ha sido enviado por el Padre, porque todos los que han de creer en él serán una sola cosa en el Padre y el Hijo. Y en seguida se nos enseña de qué modo lo serán: «Y yo les he dado la gloria que tú me diste». Y pregunto ahora si la gloria es lo mismo que la voluntad, pues la voluntad es un movimiento de nuestra mente, pero la gloria es la manifestación o la dignidad que corresponde a la naturaleza.
    El Hijo ha dado a todos los que han de creer en él la gloria recibida del Padre, pero no la voluntad, porque, si ésta hubiera sido dada, no podría tener la fe ninguna recompensa, ya que nos la habría infundido por necesidad una voluntad impuesta. Y para qué sirve la donación de la gloria que hemos recibido, nos lo muestran las palabras: «Para que sean una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa». Para esto ha sido dada la gloria que hemos recibido, para que todos sean una sola cosa. Ya todos son una sola cosa por la gloria, porque no se ha dado más gloria que la que ha sido recibida, y no se ha dado por ninguna otra razón más que para que todos sean una sola cosa. Y si todos son una sola cosa por la gloria dada al Hijo y concedida, a su vez, por él a los creyentes, pregunto cómo puede tener el Hijo una gloria distinta de la del Padre, si es la gloria del Hijo la que reúne a todos los creyentes en la unidad de la gloria del Padre.
    Esta expresión de la esperanza humana podrá ser, tal vez, atrevida, pero no puede dejar de creerse; pues, aunque sea temerario esperar estas cosas, es impío no creerlas, pues uno y el mismo es el garante para nosotros de la esperanza y de la fe.
    Pero trataremos de este asunto más amplia y abundantemente, como corresponde, en su lugar. Pero entretanto ya se puede entender por el razonamiento presente que esta nuestra esperanza no es vana ni temeraria, pues todos son una sola cosa por la gloria que se recibe y se da. Mantengo firme la fe y admito la causa de la unidad, pero no entiendo todavía el modo como la gloria dada lleva a cabo la unidad de todos.



    5. La Trinidad VIII 13

    Pero el Señor que no quiere dejar ninguna incertidumbre en el conocimiento de los creyentes, enseñó el efecto que produce la naturaleza divina al decir: Para que sean una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa, yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad.
    Y ahora pregunto a aquellos que afirman la unidad de voluntad entre el Padre y el Hijo ¿acaso Cristo está hoy en nosotros por la realidad de su naturaleza o por el acuerdo de voluntades? Pues si verdaderamente la Palabra se ha hecho carne y nosotros recibimos verdaderamente la Palabra hecha carne como alimento del Señor, ¿cómo no se ha de pensar que permanece en nosotros según su naturaleza aquel que, naciendo como hombre, asumió la naturaleza de nuestra carne, ya inseparable de él, y mezcló la naturaleza de su carne a la de su eternidad en el sacramento en el que se nos comunica su carne?
    Y así, todos somos una sola cosa, porque Cristo está en el Padre, y Cristo está en nosotros. Por tanto, todo aquel que niegue que el Padre está en Cristo por su naturaleza, niegue primero que él está en Cristo o Cristo en él de modo natural, pues el Padre que está en Cristo y Cristo que está en nosotros nos hacen ser una sola cosa en ellos. Por tanto, si verdaderamente Cristo asumió la carne de nuestro cuerpo, y verdaderamente aquel hombre que nació de María es Cristo, y nosotros verdaderamente recibimos en el sacramento la carne de su cuerpo y seremos por ellos una sola cosa, dado que el Padre está en él y él en nosotros, ¿cómo se afirma la unidad por la voluntad, si por el sacramento es la misma naturaleza la que se hace vínculo de la unidad perfecta?



    6. Comentario a Mateo, XVIII 6

    Con la única oveja se debe entender al hombre y en el único hombre se debe entender el conjunto de los hombres. Pero en el pecado del único Adán toda la humanidad ha pecado. Las noventa y nueve que no se han perdido se deben considerar como la multitud de los ángeles celestes, para las cuales hay en el cielo alegría y premura por la salvación humana. Aquel que va en busca del hombre es Cristo, las noventa y nueve que no se perdieron son la multitud de la gloria celeste, a la cual, entre la gloria más grande, ha sido llevado en el cuerpo del Señor el hombre que se había perdido. Con razón este número es agregado, en la forma de una letra, a Abraham y se cumple en Sara: de Abram se pasa al nombre de Abraham y Sara recibe el nombre de Sarra. En uno solo, Abraham, estamos representados todos nosotros y, por medio de nosotros, que formamos todos una sola cosa, el número de la Iglesia celeste debe alcanzar su plenitud. Y si toda la creación espera la revelación de los hijos de Dios y gime y sufre, es para que el número, que en la letra alpha ha sido agregado a Abraham y que en la letra rho se cumple en Sara, alcance la plenitud, con el crecimiento de los creyentes para la constitución celeste.



    6. Tratado de los misterios, I 5.

    El sueño de Adán y la creación de Eva, prefiguración de la resurrección de la carne

    En el sueño de Adán y en la creación de Eva hay que considerar además el sacramento del misterio oculto en Cristo y en la Iglesia, pues en él se contiene un motivo de fe y una razón de la resurrección de los cuerpos. En efecto, en la creación de la mujer no se toma barro, ni se describe cómo se da forma a la tierra, ni la materia inanimada se pone en movimiento por el soplo de Dios para convertirse en alma viviente, sino que la carne crece a partir del hueso, la perfección del cuerpo es otorgada a la carne, y el vigor espiritual sigue a la perfección corporal.
    Dios habló por medio de Ezequiel de este proceso de la resurrección, manifestando el poder de su fuerza en lo que había de realizar. En efecto, allí concurren todos los elementos: la carne está presente, el espíritu vuela, para Dios no se pierde ninguna de sus obras, pues para la creación del cuerpo, que es obra suya, hizo presentes aquellos elementos que no existían.
    Según el apóstol, este es el sacramento escondido en Dios desde siglos (Ef 3,9): que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y copartícipes de su promesa en Cristo (Ef 3,6), el cual, según el mismo apóstol, tiene poder para hacer nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso (Fil 3,21).
    Así pues, tras el sueño de su pasión, el Adán celeste, viendo la Iglesia resucitada, reconoce su hueso, su carne, que ya no es creada del barro, ni es vivificada por el soplo, sino que crece sobre el hueso y a partir de un cuerpo se perfecciona en cuerpo por el vuelo del espíritu. En efecto, los que están en Cristo resucitarán (1Tes 4,16) a la manera de Cristo, en el que ya se ha consumado la resurrección de toda carne porque él mismo nació en nuestra carne por la fuerza de Dios, en la que fue engendrado por el Padre antes de los siglos. Puesto que el judío y el griego, el bárbaro y el escita, el esclavo y el hombre libre, el varón y la mujer, son todos una sola cosa en Cristo, puesto que se ha reconocido que la carne procede de la carne, puesto que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y puesto que el misterio que se encerraba en Adán y Eva, preanunciaba a Cristo y a la Iglesia, resulta que ya en Adán y Eva, en el inicio del mundo, se cumplió lo que Cristo prepara a la Iglesia en la consumación de los tiempos.