Oración perdida – Oración encontrada (*)
Edouard Pousset sj
Para muchos hombres o mujeres consagrados a Dios, la oración se convierte en una obligación onerosa, poco después de salir del noviciado o del seminario. Produce tedio y desánimo y hasta llega a ser una práctica cuya razón de ser dentro de una vida apostólica [es] discutida. Y así se pierde la práctica, al menos habitual, de la oración y meditación.
A veces en la vida espiritual, lo mismo que en la vida en general, nos convertimos en estorbo los unos para los otros. Una misma fidelidad es expresada por unos y por otros con muy diversos comportamientos, fundados aún en principios opuestos. No vamos a tratar sobre las consecuencias de esta divergencia: estas páginas sólo describen uno de los principales caminos que conducen a la vida de unión con Dios y se dirige a aquellos que abandonan las formas de oración prolongada por diversos motivos, pero sin tener objeciones de principio contra ella. Tal abandone crea una situación precaria para quienes, aún jóvenes, con frecuencia se encuentran al mismo tiempo enfrentados consigo mismos y con la vida. Permanecen, sí, comprometidos en una búsqueda de Dios, pero por sendas arriesgadas. El autor de estas páginas tiene presente las experiencias de algunos de estos jóvenes. Aquí solo ha intentado despejar el alcance más general de los itinerarios particulares.
La oración abandonada
Las razones que motivan con frecuencia el abandono de la oración no son fáciles de determinar con exactitud. Pero es una imposibilidad, de hecho, de rezar. El paso de la oración fácil, practicada en el noviciado o seminario, a la oración de la vida activa hace que aquel modo de orar resulte vacío, inadecuado. El trabajo intenso al servicio del prójimo puede ser en muchos casos causa de sobreexcitación, de modo que el solo hecho de detenerse para dedicarse a la oración resulta una imposibilidad psicológica. La vida es movimiento, iniciativa, responsabilidad; la oración es reposo y aún inmovilidad, espera y sumisión: es una especie de muerte para el que vive intensamente y por lo tanto llega a ser imposible. Como consecuencia la conciencia se intranquiliza: un religioso debe orar, pues de lo contrario es simplemente un mal religioso. Entonces el “mal religioso” se asusta y toma un libro para ayudarse en la oración. Pero este esfuerzo de la voluntad no dura gran cosa. No se llega a ser un hombre de oración sobre la única base de la buena voluntad.
Ésta parece ser la experiencia de muchos jóvenes sacerdotes, religiosos y religiosas que, al salir de sus años de probación se siente absorbidos por la vida. El descubrimiento de la existencia humana por las distintas ciencias del hombre o por los primeros contactos apostólicos, despiertan en un corazón joven un ardor por la vida, por el trabajo y por la entrega que no necesariamente es euforia o entusiasmo pasajero, sino más bien como el estallido de los brotes hinchados de savia en primavera. El encuentro con los hombres, la participación en su vida, en su trabajo, en sus diversiones, ha quitado el tiempo a la lectura espiritual y a la oración. ¿Cómo discernir en este impulso de vida lo que es celo y lo que es error?
La vida de los hombres entra en oleadas por los sentidos, la inteligencia y el corazón; ¿cómo se podría acomodar una existencia ardiente, cómo la llamarada se podría acomodar a un silencio, a un recogimiento, a una oración prolongada que fuese más bien como la ceniza? Por esta pregunta no suponemos que haya que buscar otra cosa para reemplazar el recogimiento y la oración prolongada, solamente constatamos que se han vuelto más difíciles.
No es más que este ardor de vivir loque hace a la oración más difícil. Sucede que no solamente se vuelve más difícil, sino casi imposible por pura y simple falta de tiempo, cuando un sacerdote o un religioso acepta ayudar a otros en sus necesidades, sus múltiples ocupaciones y sus angustias, en una palabra, en su vida tal como es. Más que en otras épocas, sin duda, el apostolado pasa por relaciones humanas que absorben a todo el hombre: visitas, acogidas, idas y venidas para resolver toda clase de problemas complicados. Uno nunca termina de decir “sí” a los hombres. (Y quizás esté aquí la fuente de una abnegación permanente que es uno de los componentes de la unión a Dios).
A estos motivos se suma otro; los modos de orar aprendidos en el noviciado o en el seminario resultan inadecuados a la vida activa y los jóvenes sacerdotes, religiosos y religiosas no están al tanto de otros modos de orar más adaptados a su gracia, a su condición de vida y a sus nuevas necesidades. Los seminarios y noviciados inician principalmente en un modo de meditación discursiva que consiste en reflexionar sobre una verdad de fe, un tema evangélico o un problema de vida para sacar de allí alguna conclusión que la voluntad asume como resolución práctica. Aún cuando los directorios espirituales enseñan otros modos de orar, más simples, más afectivos, más contemplativos, es casi inevitable que los principiantes no practiquen estas formas que suponen un progreso mayor en la vida espiritual, un cierto entrenamiento para hacerse flexibles y dóciles al soplo del Espíritu santo y sobre todo una gracia generalmente que no es la de los que comienzan. Por la necesidad de cierta actividad en la oración, los que están en probación no practican otro modo de orar que el discursivo. Pero este modo llega a cansar muy pronto a quienes están absorbidos continuamente por sus actividades apostólicas o por sus estudios que dan impulso a sus fuerzas vivas. En su oración necesitarán mantenerse en la presencia del Dios vivo más que reflexionar sobre algunas ideas de Dios. Más que analizar un tema, deberán detenerse en los misterios del Evangelio como el que asciende una montaña se detiene junto a un arroyo. Dejar penetrar la palabra hasta el fondo del alma; repetirla hasta que llegue a ser la expresión de todo el ser en presencia del Señor.
Esta oración es un descanso, un progresivo despojo de las ideas que la inteligencia se forma en sí misma y de los sentimientos demasiado sentidos; tiende al silencio interior y por eso, puede parecer a quien no está familiarizado con él, que es pura pérdida de tiempo. Puede ser que entonces, por escrúpulos vuelva al modo discursivo, más activo y que, sin embargo, lo deja con un sentimiento de artificialidad por el cual acabará por dejarlo. Ahora ya está suficientemente experimentado como para darse cuenta de que todos los pensamientos formados en su inteligencia vienen de él mismo más que de Dios y que en el diálogo interior que con frecuencia se entabla, es él mismo quien formula las preguntas y las respuestas.
Éste es para él el signo de que la oración discursiva ya no le puede aprovechar. Tiene necesidad de otra cosa. Será tiempo de que escuche con el mínimo de reflexión activa la Palabra de Dios tal como le viene por la Escritura y que se deje llevar hacia un despojo de sus estados de conciencia, que lo afina en la fe, lo dispone meas a un sentimiento discreto de la presencia divina y le da la confirmación interior de que está en lo auténtico.
El conocimiento directo de Dios por la fe supone, en efecto un despojo de los estados de conciencia psicológicos; no una extinción de la conciencia, sino un despojo interior. Esto no se logra desde fuera, sino que es necesaria la orientación de un director espiritual cuando la gracia comienza a obrar en este sentido, para que interesado tenga la seguridad de no equivocarse al dejar la oración discursiva para adoptar un modo de oración más simple. La falta de esta dirección es la que hace abandonar todo tipo de oración al que por estar absorbido por sus actividades se cansa pronto de un modo de oración discursiva.
Con bastante frecuencia el paso de la meditación y coloquio a un modo de oración más simple es tanto más urgente cuando la meditación discursiva engendra un sentimiento de inautenticidad. La oración no es una actividad psicológica de reflexión ni introspección. En la época del psicoanálisis todos sienten un poco de reparo ante estas formas de oración. Aún los jóvenes que no han llegado a experimentar del todo la oración discursiva están prevenidos contra ella. Así llegan al abandono total de la oración sin tener la menor experiencia de la oración simple y despojada que es un ejercicio muy auténtico de fe.
Son muchos los que en la actualidad abandonan la oración por un sentimiento de que ella fue en sus años de probación una actividad poco auténtica. Quienes piensan de esta manera, desprecian probablemente una primera experiencia que tuvo su valor. Sin embargo, su problema es real. La solución se encuentra, creemos, buscando una forma de oración más simple, más despojada que la meditación discursiva y en la que el espíritu se pone, por la fe, a la escucha de Dios, cuya Palabra, como lenguaje articulado, está en las Escrituras y sólo en ellas. A partir de este escuchar la Palabra de Dios se desarrolla cierto sentimiento de la presencia del Señor, a la vez que se simplifican los estados de conciencia psicológicos hasta llegar a ser muy pobres.
Esta pobreza, esta sobriedad en la vida de fe es el fundamento de lo auténtico. Reproduce a nivel individual algo del despojo que enseña Cristo en el Evangelio. Y si Cristo crucificado es para el creyente la más alta revelación de Dios, esta pobreza, esta sobriedad de la conciencia orando en la fe, podrá ser para cada uno el signo más seguro de la autenticidad de su unión con Dios. Creemos que esta es la oración por la que se debería conducir a los sacerdotes y religiosos jóvenes.
La oración reencontrada
Cuando se abandona la oración se crea un malestar que lleva a desear finalmente la vuelta a la oración. Pero esta vuelta se hace cada vez más difícil. Los esfuerzos de la voluntad no son eficaces en estos momentos. No se ora solamente porque se quiera orar. La oración es obra de Dios en nosotros. La presencia activa de Dios se manifiesta en que el silencio interior no es ausencia de ruidos fastidiosos y vacío, sino ayuda y reposo para el espíritu y que el fastidio -el buen fastidio- no irrita, pero se experimenta como algo que anda por sí solo cuando se trata de entrar en la intimidad del Amor cuyo lenguaje apenas conoce la creatura que ha pecado. Este silencio y este “buen fastidio” no están al alcance de la buena voluntad. Cuando por al ardor de vivir o por otra causa ha llegado a ser prácticamente imposible hacer oración, el alma no conoce nada de este silencio ni de este fastidio. Si se pone a rezar en ese momento, se encuentra solo en una especie de vacío insignificante y no llega más que a formar pensamientos artificiales y fatigosos. Perseverar a pesar de todo es imposible; este es un hecho del que tiene experiencia el hombre de buena voluntad. Lo sabe bien el que permanece así en una búsqueda inquiera de Dios y lanza a veces llamados casi desesperados. Por lo demás, esta búsqueda inquieta de Dios y lanza a veces llamados casi desesperados. Por lo demás, esta búsqueda y estos llamados que son gritos del corazón, valen sin duda más que la violencia que se haría uno queriendo practicar la oración a pesar de todo. El secreto del recogimiento en la presencia de Dios no está en manos de la creatura. Es Dios quien salva de la confusión, es Dios quien invita a acercarse a Él y actúa de modo que uno se puede acercar. Y aquel a quien Él da la gracia de esta búsqueda inquieta, de esos llamados angustiosos, vive una dura lección de estar en la situación de no poder hacer oración.
Es posible que en esta situación de impotencia ayude la oración litúrgica. Pero también puede suceder que los oficios religiosos sean tan fatigosos y vacíos de sentido como la oración personal.
A pesar de la laboriosa fidelidad, el marasmo persiste… Pasan los años sin verdadera paz y en una pesantez psicológica y espiritual que a veces parece ahogar, desanima y favorece pensamientos extravagantes como que uno no está en su vocación y debiera buscar a Dios en otro lado. Hay que tener cuidado de no tomar, en estos momentos, una decisión que podría ser equivocada. Lo mejor que puede hacer el que se encuentra en este estado, el ejercicio más auténtico de su fe consiste en lanzar llamados a Dios; es una forma de esperar contra toda esperanza de que algún día sucederá algo que le devolverá la paz y lo introducirá en una familiaridad con Dios como nunca había conocido. Por lo demás las experiencias de este tipo son muy frecuentes. Dios obra con un vigor insólito, y aquél en quien Dios obra de esa manera, no comprende lo que sucede, pero se da cuenta muy bien de que todo ha cambiado y de que algo nuevo ha sido creado en él. Esta acción del Señor no dispensa de querer y de retomar las humildes fidelidades de la oración cotidiana, pero ahora lo imposible se ha hecho posible.
Pero el paso de Dios no siempre es tan notorio. Dios pasa como una ligera brisa que penetra el alma y la recrea sin fatigar el cuerpo. Bajo esta forma menos perceptible, la acción divina no es menos decisiva, siempre que la creatura esté suficientemente atenta para percibirla y estar dispuesta. Esta atención es indispensable; Dios que lo hace todo, no puede nada si no encuentra al alma atenta, es decir, amante. Ahora bien, la atención a Dios no se improvisa. Por eso es importante que el período de marasmo, en que se ha dejado la oración, sea un tiempo de sufrimiento, de búsqueda llena de gritos de llamado. Quien se deja deslizar en la atonía espiritual y de una especie de insensibilidad o que se diera a sí mismo la solución del mal, correría el peligro de no conocer jamás el paso de Dios en su vida, ya que no percibiría el soplo recreador del Espíritu que pasa por donde quiere y cuando quiere. Así, el que se encuentra en la imposibilidad práctica de hacer oración y en la austeridad que la acompaña, debería guardarse de acostumbrarse a ese estado y dejar que su corazón grite hacia Dios por el deseo de encontrar la paz, por el cansancio o aún quizá por la irritación contra el Señor. Porque Dios prefiere al que protesta contra sus designios incomprensibles al que se queja y aún profiere algunas blasfemias a la manera de Job, a aquel que “se hace una razón” y justifica por consideraciones de su propia cosecha, un estado espiritual que, en el fondo, no es según Dios.
Las intervenciones de Dios no suplen los humildes esfuerzos del hombre. Este tiene una responsabilidad nueva. Deberá darse a la oración aprovechando la puerta que Dios le ha vuelvo a abrir. Pero esto no significa que deba volver a la oración discursiva, sino que su esfuerzo consistirá en mantenerse en la presencia de Dios. Esta presencia de Dios se establece en el alma sin que uno muchas veces se dé cuenta. Pero es necesario disponerse a ella por la oración, por una oración muy simple. Será un esfuerzo suave pero intencional mantenido no por actos voluntarios de atención, sino por una especie de reposo del espíritu, alguna palabra de la Escritura o algún misterio del Evangelio, haciendo un mínimo de esfuerzo de imaginación aprovechando la ayuda de los sentidos corporales. Las distracciones no deben inquietar. Nunca conviene violentarse. La posición del cuerpo ayuda al recogimiento y la misma posición del cuerpo puede ser ya oración.
Esta forma de oración tiende a un silencio interior que no es necesario buscar, sino que viene por un efecto de la gracia. El progreso en este silencio no es lineal; hay períodos fáciles de recogimiento y períodos ingratos en los que habrá que recurrir a una lectura lenta. Los períodos difíciles son muy útiles para entrar en una unión con Dios más y más independiente de los estados de conciencia psicológica.
Se llega así poco a poco a una unión con Dios que se manifiesta por un sentimiento no sentido de Su presencia. Presencia de Dios que permanece no sólo en los momentos de oración prolongada sino también durante los tiempos en que uno está absorbido por la actividad. Esta presencia de Dios continua no exime de emplear tiempos exclusivos para la oración como si ésta fuera un ejercicio “superado”. Pero si en algún momento las múltiples actividades lo obligan a renunciar a la práctica regular de la oración prolongada, el Espíritu santo le dará la seguridad íntima de que su unión con Dios no sufre daño alguno.
Es una nueva evolución de la vida de oración, una tracia que no hay que presumir sino que conviene discernir y acoger con simplicidad y en paz. Cualquiera que nos hablara de su progreso confesaría que no ha aceptado libre de toda duda o inquietud esta necesidad de no hacer más oración regularmente. Y habrá tenido necesidad de la confirmación de su confesor para reconocer allí una nueva forma de gracia. Es que la práctica regular de la oración da una seguridad. La oración es el sendero de montaña que sube entre las rocas buscando siempre los pasos por la pendiente más empinada. Aún con cierta seguridad interior que fortificará la paz profunda, la necesidad de renunciar a la oración, sacrificándola por tiempo de sueño indispensable, habría sido como la desaparición del sendero entre las piedras de un derrumbe o una pendiente sin señalamiento. En un momento todo se hace precario y peligroso. Ya no se sabe bien dónde se ha ido el sendero; no se puede volver atrás. Pero tampoco sabe uno a dónde dirigirse. La mirada inquieta recorre el relieve caótico; uno da un paso después de otro, pero no sabe exactamente si avanza.
Una muralla se Eleva por delante: ¿por dónde abordarla? La tarde cae y uno se siente extraviado: va juzgando sin ninguna certeza. Pero he aquí que de pronto la mirada da con un estrecho rellano que se eleva a mitad de la pendiente. Unos pasos rápidos en esa dirección… ¡El sendero! La ascensión puede continuar. Un suspiro de alivio.
Cuando alguien ha conservado o reencontrado la práctica de la oración cotidiana y recogido sus frutos durante algunos años, no se resuelve fácilmente a dejarla o más bien a mantenerla, pero según ritmos más espaciados. Y sin embargo, allí está el trabajo, ha llegado a ser más absorbente y por otra parte es necesario contar con la naturaleza: habitualmente no se quitará el tiempo al sueño sin discreción. De hecho, hay que elegir entre la hora de oración y el tiempo de sueño. Se sacrifica por necesidad la oración y entonces uno se encuentra en la situación de escalador poco avezado que ha perdido su sendero entre los derrumbes. Volver a encontrar el sendero no será necesariamente la vuelta a la oración cotidiana, será afirmación de la paz del alma fortificada por la seguridad interior de que la elección es según Dios y de que uno continúa viviendo en la presencia habitual del Señor, aún dedicando tiempos breves a la oración. Se necesita un cierto tiempo para discernir los espíritus y reencontrarse a sí mismo en estos espacios sin señales; pero en el conjunto, con la ayuda exterior que viene de la Iglesia por el Padre espiritual, se descubre que el Señor hace bien todas las cosas.
Vivida en estas condiciones, la necesidad de renunciar por un tiempo que puede prolongarse a una oración diaria prolongada no es una pérdida o un retroceso; es, por el contrario, el medio de un nuevo progreso en la unión con Dios. Es el avance hacia la unión con Dios en todas las circunstancias y libre de todo condicionamiento. No dudamos en afirmar que en la vida de un discípulo del Señor, muy absorbido por el trabajo es una coronación de su fidelidad. Hay que reconocer, sin embargo, que esta necesidad de dar a la oración prolongada menos tiempo y sobre todo menos regularmente, es una especie de prueba permanente. Para ayudar a soportarla en paz, terminaremos subrayando qué feliz sería y por lo demás relativamente fácil, que el sacerdote, el religioso y la religiosa muy atareados, no se sientan solos para sobrellevar la carga de este sacrificio. ¿Qué más conforme con el espíritu de amor que debe existir entre hermanos, tanto más en nuestro tiempo que ve desarrollar las relaciones humanas, que el sobrellevar de a dos o tres el sacrificio que se le impone a uno por su deber de estado?
Aquél que no puede hacer más su oración diaria, se apoyará en el hermano cuyo estado de vid lo deja más libre para orar más largamente. El uno da al otro tiempo de su oración contemplativa y éste le abre en cambio el tesoro de las mil y una contrariedades de su vida sobrecargada. No sería pequeño sería pequeño servicio espiritual para la Iglesia de Dios el que una vida de actividades muy absorbentes se pueda apoyar sobre una vida más libre para darse a la oración contemplativa. Estos compañerismos, estas amistades espirituales, no solamente en general y sin conocerse, sino constituidos por lazos precisos de conocimiento, son quizás una gracia para nuestro tiempo. Contribuirían no poco a mantener en un suficiente equilibrio humano y espiritual la vida de tantos sacerdotes, religiosos y religiosas amenazados por un trabajo excesivo al que les es imposible sustraerse de hecho. Los que tienen tiempo para orar recibirán por los otros la gracia de no instalarse en su tranquilidad, y los que no tienen suficiente tiempo para orar, recibirán de los primeros la gracia de no perder su recogimiento y su unión con Dios. ES cierto que los dos estados de vida han existido siempre en la Iglesia, pero quizás hoy ya no baste que existan como dos especialidades yuxtapuestas. Sería necesario que entre las personas de una y otra parte se traben lazos de amistad que favorezcan este intercambio.
Y los monjes libres para entregarse a la oración, guardarían una aptitud para el recogimiento o mejor accederían a un don de oración continua que los fortificaría en todo tiempo y los plenificaría.
En la primera ocasión favorable, se encontrarían de lleno con la oración más simple y más contemplativa. Hay que creer a quienes lo han experimentado y los dicen con simplicidad:
“Mi oración es simple, apenas formulada, se apoya sobre algunas palabras espigadas en las instrucciones del Predicador, algo muy tenue que no estorba al espíritu, que, por otra parte es más posible a permanecer en un vacío que a desear profundizar ideas: si pudiera despojarse, por otra parte, más aún de todo pensamiento consciente, yo estaría, creo, en una gran paz y unión con el Señor. Pero, es verdad, esto depende de Él y creo que no tengo nada que hacer, sino permanecer abierto y confiado.”
Notas:
(*) Edouard Pousset sj, en Vie Consacré 3 (1968), 148-164. Traducción resumida: Andrés Swinnen sj.
Boletín de espiritualidad Nr. 3, p. 2-6.