Notas específicas del jesuita (*)
James L. Connor sj
Hay una pregunta que es fundamental: ¿qué cualidades buscamos en un jesuita en cuanto lo diferencia de otras vocaciones religiosas y sacerdotales? En otros términos, ¿qué lo identifica al jesuita como jesuita?
Esta última pregunta, por supuesto, implica muchos otros aspectos que son importantes, de un modo especial cuando nos preocupamos de la admisión de nuevos candidatos. Es una pregunta que ha surgido en muchos de nosotros que llevamos en la Compañía un buen número de años. Creo que es inevitable que esta pregunta surja en nuestro momento presente, ya que muchos de los distintivos más visibles están desapareciendo. Ya no se lo puede distinguir al jesuita por su modo de vestir, ya que hasta en la misma Curia Generalicia no pocos visten de particular. Tampoco puede distinguirse a un jesuita en razón de la formación que recibe o de sus estudios especializados, ya que muchos de los nuestros asisten a universidades o facultades junto con los laicos. Cada vez se hace más difícil identificar a un jesuita por el apostolado que realiza puesto que se da tanta variedad que hay desde quien ejercita la psiquiatría hasta el artista. Horario, costumbres, estilo de vida varían de una casa a otra y de una Provincia a otra. En resumen, ya no hay nada externo que pueda caracterizar a un jesuita.
Aún corriendo el riesgo de simplificar demasiado, yo pensaría que la nota distintiva de un jesuita es la de ser llamado por la gracia de Dios a aquella calidad de contemplación mística que el Señor le dio a Ignacio. Él es nuestro Fundador no sólo en el sentido de que fue la figura original y principal en la organización de un cuerpo social de hombres, sino mucho más profundamente por cuanto todo jesuita, desde su entrada en la Compañía, se forma en el molde de la experiencia mística de san Ignacio, muy especialmente en la de los Ejercicios Espirituales. Nos formamos en su espíritu, nuestras vidas están enraizadas en su espiritualidad y precisamente su espiritualidad es la que marca de un modo especial nuestra personalidad.
Cada orden religiosa en la Iglesia se distingue básicamente de las otras por los crismas y gracias concedidos a sus fundadores. Cada uno de ellos, en su propia vida y espiritualidad, fue como un prisma a través del cual la inagotable vida de Cristo, Luz del mundo, se refracta para sus compañeros y seguidores. Todos son plenamente cristianos, pero una espiritualidad difiere de la otra como un fundador de otro, y lo que caracteriza fundamentalmente a un jesuita es una espiritualidad verdadera y completamente ignaciana.
Esta espiritualidad informa y modela su existencia de modo que el jesuita es –y debe ser– un tipo diferente de persona, un tipo diferente de cristiano como no tienen que serlo sus compañeros no jesuitas.
¿Qué clase de persona es un jesuita? Muy brevemente lo indica la descripción tradicional: contemplativus in actione. Pocas palabras, pero con un profundo contenido.
El jesuita es contemplativo. Es un hombre que frecuentemente busca y experimenta la presencia divina con la mayor hondura posible en la oración –solo y en soledad–. Es hombre de una rica interioridad que no huye de la soledad, del silencio, del profundo e incesante buscar dentro de sí mismo, sino que lo abraza como a la presencia de la Palabra creadora de Dios en el núcleo más profundo de su ser. El jesuita, en cuanto contemplativo, no teme permanecer desnudo en la oración ante el silencio que se escucha en lo más profundo del hombre, porque sabe que este silencio es la palabra de Dios que lo está llamando, revelándose Dios al hombre y haciendo que el hombre se revele a sí mismo. Escucha calladamente y deja hablar a este silencio, se rinde a su promesa y se someta a su juicio. Se deja conducir sabiendo muy bien que esta auto-renuncia lo conducirá a la muerte del egoísmo, de las preferencias personales, de las “falsas seguridades”, a una muerte, en fin, que será la glorificación de Cristo en él y por tanto su propia muerte y resurrección.
Como contemplative, el jesuita es el hombre que crece, cada vez más, en una mayor conciencia y percepción de la presencia de esta Palabra misteriosa en su existencia. Cristo, literalmente, crece en él, se manifiesta en su conciencia. Como la levadura en la masa, la vida crística de la Palabra penetra en lo más profundo de su ser, no como objeto directo de atención, sino como el matiz o el color que da una calidad especial a cada pensamiento o acción. Su mundo llega a ser conscientemente crístico.
El jesuita, como religioso contemplativo, es un hombre para quien la castidad es una condición sine qua non que da calidad a su oración. Aunque sea amable, altruista, preocupado con delicadeza por los demás, aunque tenga el apoyo y consuelo de su comunidad y de la oración comunitaria su vida es necesaria y esencialmente una soledad radical, una soledad que no espera –ni quiere– que se la quite ninguna comunidad ni ninguna relación por íntima que sea. Como un hombre entregado a la muerte en vida (“in manus tuas commendo spiritum meum”) está solo frente a Dios en su vida, como lo estará en la muerte. Pensar en un jesuita no célibe es una contradictio in terminis, así como lo es también pensar en un jesuita contemplativo no célibe. Cuando desaparece la contemplación, desaparecerá enseguida el celibato, porque la gracia de nuestra vocación –la ignaciana– que es la única que lo puede apoyar ha desaparecido de la vida de un hombre.
Así, pues, el jesuita es esencialmente un hombre de oración, de contemplación, de continua y progresiva conciencia de y entrega a la Palabra de silencio que lo motiva, lo mueve, lo sostiene, lo consuela y lo ilumina en los alcances más profundos y fundamentales de su existencia humana. Para alcanzar tal plenitud de oración se requiere tranquilidad, reflexión, paciencia y tiempo. Se requiere un proceso de removens prohibens. es decir de ir quitando los impedimentos para que surja en nosotros la presencia de Cristo en nosotros. Es indispensable que cierta cuota de disciplina y ascetismo estructure nuestras vidas, regule nuestros pensamientos y deseos y nos liberemos a nosotros mismos. Con la ayuda de la gracia y la inspiración de Dios debemos disponernos consciente y sistemáticamente para experimentar una más plena revelación y manifestación de la presencia de Dios en nuestras vidas. Aquí reencontramos los medios magistrales que san Ignacio nos legó en sus Ejercicios.
Lo que este proceso de auto-disposición para la experiencia contemplativa significará en la práctica para cada uno de nosotros –distribución del tiempo, trabajo, sueño, lectura, comida, distracciones, etc.– es demasiado personal como para detenernos en ello. Solamente digamos que siempre habrá que tener en cuenta el tanto-cuanto y el desasimiento personal. El examen de conciencia nos ayudará mucho para ese proceso de removens prohibens.
Del mismo modo que para cada jesuita el proceso de ascetismo es personal y variado conforme a cada temperamento y necesidad, también lo será el método para llegar a la unión contemplativa con Dios. Sabemos que Ignacio insistió en que sus seguidores fueran hombres íntimamente unidas con Dios, pero que no sólo toleró, sino que alentó una gran variedad y flexibilidad de métodos para alcanzar esta unión. Ignacio tenía un gran sentido de la adaptación, de la flexibilidad, de una gran apertura a los diversos movimientos del Espíritu en cada persona, tiempo, lugar y circunstancias, tal como queda de manifiesto en los Ejercicios. La oración que es “buena para mí ahora: es la que fructifica en mi vida. El examen de conciencia aparece aquí de nuevo como un excelente medio de discernimiento, pero también –y quizás más importante– la dirección espiritual y la cuenta de conciencia.
Presupuesto indispensable para la vida del jesuita es que la contemplaci´øn es un don alcanzable, no solo una remota posibilidad. Ignacio lo presupone en el jesuita formado. Este es el objetivo de los Ejercicios: llegar a esta presencia contemplativa, inmediata y experiencial de la Palabra de Dios. Habla de “sentir internamente”, “gustar”, “tocar”, etc., cuando intenta describir la manifestación directa de Dios en la conciencia del hombre. Más aún, todo el proceso de discernimiento y elección que debe gobernar la vida de cada jesuita y de la Compañía presupone una experiencia inmediata y contemplativa de Dios tal como aparece en el proceso ignaciano de la elección. Esta elección no es un proceso racional. Así, pues, vivir, elegir, discernir y actuar como jesuita presupone un grado bastante alto y consciente de contemplación mística.
Éste es el primer paso en la caracterización del jesuita, es decir contemplativo, pero aún no lo diferencia e identifica como jesuita. Otros también son contemplativos, pero lo que es específico del jesuita, lo que es notablemente innovador en la espiritualidad de san Ignacio y lo que le otorga una especial relevancia en el mundo de hoy a la espiritualidad jesuítica –lo mismo que en el tiempo de Ignacio– es que el jesuita es contemplativo EN LA ACCION.
Es importante aquí percibir que para Ignacio contemplación y acción no son dos realidades distintas ni dispares. Más bien contemplación y acción son dos aspectos, dos fases, dos momentos (“momentos” filosóficos) de la única vida del jesuita. Contemplar es ser en acción. Es un acto. Aunque forjado en soledad e interioridad, el “sí” de entrega personal al misterio (que es la oración) es el acto más vital, más auto-integrante, más auto-donante y más agonizante. La oración esencialmente no es un pensar acerca de Dios, de uno mismo y del prójimo. Es una auto-entrega activa al Dios que está igualmente encarnado en mi prójimo. De esta manera, la oración es una acción vital lo más plenamente consciente y libremente auto-donante como me sea posible e este momento de mi existencia.
En segundo lugar, la auto-entrega en la fe a la Palabra misteriosa de Dios es entrega a aquel Cristo Palabra que la oración nos manifiesta como fundamento de toda existencia de la creatura. Es la auto-disponibilidad a aquel Cristo “en quien, por quien y de quien todos (toda la creación) vivimos, respiramos y tenemos nuestro ser”. Como lo aclara Hugo Rahner, la cristología de Ignacio es cósmica desde el Principio y Fundamento hasta la “Contemplación para alcanzar amor”, que admira al Dios vivo que trabaja activamente en toda la creación dando ser, crecimiento y belleza. El Cristo a quien Ignacio se entrega en las profundidades de su ser es el mismo Cristo a quien adora, reverencia y sirve en todas las cosas, especialmente en los prójimos.
Así pues, el jesuita contemplativo es, como contemplativo, contemplativo apostólico (en la acción). El Padre De Guibert habla de Ignacio, y por tanto de la oración ignaciana, como una “mística de servicio por amor más que una unión amorosa… Hacia ese servicio amoroso, magnánimo y humilde convergen y apuntan todos los dones magníficos con los que Dios colmó a san Ignacio”.
La contemplación en el jesuita inherentemente tiende al servicio y “se realiza” y llega a ser ella misma en el servicio. Un jesuita que en la acción no se entrega total, gozosa y apasionadamente al servicio de los otros, no es, desde luego, un jesuita contemplativo. Entre los “momentos” de oración contemplativa y servicio amoroso se da en el jesuita una dialéctica recíprocamente enriquecedora y plenificante.
Así como la contemplación es acción, así el servicio activo es contemplación, porque la presencia de Cristo penetra todo. El jesuita que es contemplativo en la acción, porque la presencia de Cristo penetra todo. El jesuita que es contemplativo en la acción no es menos consciente de la presencia crística en el prójimo que la que obtiene mediante la oración contemplativa. Y lo contrario: quien no es consciente continuamente de la presencia de Cristo en la oración no reconocerá a Cristo en su prójimo y, por tanto, no le dará un servicio amoroso y compasivo. Cada “momento” enriquece, alienta y complementa al otro porque precisamente el ser original del hombre es ser uno: espíritu (indisolublemente único y autónomo) encarnado (radicalmente social).
Lo espléndido de la espiritualidad ignaciana es que ayuda a evitar dos extremos posibles y poco felices: (1) Aunque da especialísima importancia a lo contemplativo, evita la piedad individualista, piedad no cristiana y que busca a sí misma y que va contra la donación al otro y contra el sentido de servicio. (2) Aunque se trata de una espiritualidad para hombres flexibles, activos y plenamente apostólicos, evita el peligro del activismo, del evangelismo social o de cualquier otro aspecto de effusio ad exteriora. Esta espiritualidad ignaciana, basada en una contemplación plenamente cristiana de la Encarnación (y, por lo tanto, humana), reconoce la unidad esencial y original entre contemplación y acción, uniendo ambos elementos para una vida más activa que la del activista y más plenamente auto-integradora que la del individualista. Libera totalmente al hombre para lo secular porque lo afirma absolutamente en Cristo. Si la vida y la espiritualidad no fueran el fruto de una inspiración divina podríamos decir que se trata de la obra de un genio. Tal vez se dan las cosas.
Esto es, pues, un jesuita: un contemplativo en la acción. Es la cualidad de una personalidad engendrada por la gracia divina, la verdadera gracia de Ignacio, la gracia ignaciana. No haya nada que lo diferencia necesariamente en lo externo. Muy al contrario es un hombre de tal disponibilidad, de tal indiferencia, de tal desapego, humildad y flexibilidad que de él o de sus hermanos se puede esperar que haga cualquier cosa, viva en cualquier parte mientras exista la esperanza de una mayor gloria de Dios y de un mejor servicio a los hombres. Lo que identifica al jesuita es la persona que ha llegado a serlo –o más exactamente, que Dios ha hecho de él– en el molde ignaciano. Un jesuita tiene que ser alguien que pueda decir y vivir el “Ama et fac quod vis” agustiniano. Hombre tan uno con Cristo en la acción contemplativa que cualquier cosa que haga sea una acción jesuita.
Conseguiremos nuevos compañeros en la medida en que seamos jesuitas. Nuestra tibieza, nuestra timidez, nuestra mediocridad y nuestro espíritu mundano son los que pueden y hacen abreviar la mano de Dios.
Notas:
(*) De una carta del P. James L. Connor sj, Provincial de Maryland, en la fiesta del Corazón de Jesús, 1969.
Boletín de espiritualidad Nr. 6, p. 1-4.