Ejercicios Espirituales para un mundo en cambio (segunda parte)

por un P. Instructor de Tercera Probación





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Indice

15. La adoración de los magos.

16. ¿Dos generaciones de jesuitas? (plática).

17. Nazaret y el Templo.

18. El Bautismo en el Jordán.

19. Tentaciones y Dos Banderas.

20. Experiencia religiosa I (plática).

21. Los Tres Binarios.

22. Elección de los Apóstoles.

23. La oración de Jesucristo.

24. Experiencia religiosa II (plática).

25. La Eucaristía.

26. La Pasión.

27. Aspectos de la Pasión.

28. Emaús.

29. Cristo presente en nuestra vida.

30. Contemplación para alcanzar amor.




Tema XV. La adoración de los magos

Enmarcado en la situación actual, el misterio de la adoración de los magos tiene grandes sugerencias. Ante los misterios de Cristo debemos situarnos como actores. Ver en qué aspectos y en qué personas nos vemos reflejados. Esto nos hará interpretar nuestra vida a la luz de este Cristo, luz y camino de nuestra vida.

En el capítulo 2 de Mt. hay un mensaje de salvación característico del plan salvífico de Dios: el llamado a formar una comunidad de hijos de Dios, dirigido a todos los pueblos. Es el llamamiento a derribar todos los muros que separan a unos de otros. Derribar muros no significa borrar las diferencias, las peculiaridades propias de cada cultura y cada pueblo. Al contrario, por la salvación va a humanizarse Jesucristo en todas las culturas. Por eso se hace hombre. Aunque aparezca en una patria, en una familia, aparece trascendiéndolas como ciudadano de todas las culturas. Jesucristo encarna todo aquello que el hombre en toda cultura está viviendo, está sufriendo. Por eso, las culturas serán como son, los colores seguirán como son, las civilizaciones serán como son. Pero hay algo que Jesucristo quiere verdaderamente derribar: el muro que separa los corazones; ese muro que separa corazón de corazón, justicia de justicia, libertad de libertad. A ese nivel quiere hacer la familia de los hijos de Dios, la gran comunidad de los hijos de Dios en la que el mismo Cristo es plenificado (el “pleroma de Cristo”). Este es el mensaje que está en el corazón del Evangelio y de nuestro apostolado.

Pero hay un aspecto que quiero desarrollar más detenidamente ahora: el hecho de que el llamado es a una comunidad, un llamado comunitario. El llamado forma una comunidad, pequeña, de tres hombres, que son unidos por una luz y que los saca del país en que están para ir hacia esa luz, juntos y aquí es donde hay que insistir. En todo llamado cristiano aparece este matiz comunitario. Se forma un grupo. Una comunidad cristiana se forma por Cristo y en Cristo. Cristo es el que une a esos hombres, que ya forman una comunidad humana, los cualifica, los específica, los distingue. Estos hombres se unen especialmente como grupo por esa luz.

Es una comunidad que atiende a los signos que aparecen inesperadamente en su vida.

Es una comunidad que tiene que caminar porque se le da un itinerario.

Es una comunidad peregrina, en movimiento.

Pensemos en todos esos azares que debieron pasar esos hombres por seguir esa luz. Van guiados, pero no saben adónde. La luz de pronto desaparece. Vacilación y duda, pesimismo quizá, deseo entre algunos de ellos de retroceder. Es la incertidumbre de la fe, siempre presente para el cristiano.

Es una comunidad que se apoya, que se alienta en los momentos de crisis.

Cuando desaparece la luz, unen todos los recursos para encontrar respuesta buscan, preguntan, consultan. Interrogan primero a aquel pueblo que tiene todo los derechos para saber algo acerca del Salvador. ¿“Dónde ha nacido el Salvador”?

Y la nación judía se inquieta.

Esta comunidad aparece para nosotros como imagen de lo que será nuestra comunidad: Nuestra comunidad se formará en Cristo. Y Cristo nos exigirá una marcha por un camino inseguro, oscuro. Aparecerán tensiones y dudas. Estos hombres nos enseñan cómo hay que caminar. Hace falta mucha madurez para formar un grupo y para poder, dentro de toda la diversidad y diferencias, permanecer unidos en la caridad de Cristo. Pero fijémonos en un aspecto muy significativo de la comunidad cristiana, que aparece en estas escenas evangélicas: es un aspecto de finalidad, de para qué se forma la comunidad. Se forma para inquietar. La vocación de una comunidad cristiana ha de inquietar con la única pregunta inquietante que puede haber en este mundo: ¿Dónde está Cristo? Inquietan estos hombres a toda Jerusalén, a todo el pueblo de Israel, a los sacerdotes, a los intérpretes de la Escritura, al Rey, a la Iglesia y a la política de aquel tiempo. Con esa sola pregunta. Es impresionante ver qué comunidad inquieta y qué comunidad es la inquietada. ¿Qué comunidad inquieta? La de unos paganos, pero que no son propiamente paganos porque ya tienen lo que es cristiano, aunque explícitamente todavía no lo han desplegado, ni lo han visto. Estos hombres que ya tienen a Cristo inquietan al pueblo de Dios que tiene la Ley, el sacerdocio, el Templo, la interpretación, la Tradición. ¿No debió ser precisamente Jerusalén la que inquietara? ¿La qué debió tener en ascuas de esperanza por la venida de Cristo, la que debió estar alerta por la proximidad del Mesías? Ahí tenemos este contraste de cómo una vocación puede decaer, a pesar de tener todos los instrumentos y todas las elecciones de Dios. Tenían a una Escritura, pero muerta; un sacerdocio, pero un sacerdocio muerto; una religión muerta. Por allí no se descubre a Cristo. En cambio, estos hombres que tienen a Cristo son capaces de revolver al pueblo escogido. Quizás hoy podemos vivir algo semejante. Tenemos todo en la Iglesia y pensamos que no hay más que esperar: tenemos la respuesta, la teología, todo. ¿Pero inquieta realmente la Iglesia? ¿No aparece más bien inquietada la Iglesia por grupos que quizá no aparecen como de Iglesia, pero en su búsqueda y en sus anhelos están dirigidos a Cristo? ¿Qué significa un pueblo que busca la libertad? : Que busca a Cristo. Cristo es la libertad. ¿Qué es un pueblo que busca la justicia, la fraternidad, la igualdad humana...? : Es Cristo el que inquieta, el que busca, el que llama, y muchos grupos podrán aparecer fuera de la Iglesia. Hay que escrutar esos signos y puede ser que nos inquieten.

La Iglesia, nosotros, no somos algo separado del mundo. Hay que superar el dualismo de creer que existe por un lado el mundo y por otro lado la Iglesia y que la Iglesia o tiene que conformarse con los signos sociales del mundo o tiene que fabricarse unos signos especiales, una estructura especial. Ninguna de las dos cosas. El mundo, pese al pecado y a la debilidad humana, es el mundo de Dios. En el mundo mismo es donde debemos buscar esa “plausibilidad social” de la fe, porque él nos proporciona constantemente signos de trascendencia sin necesidad de evadirnos hacia otros mundos, si lo sabemos vivir con un humanismo crítico. No todas las cosas son iguales. Hay momentos en que se revela la necesidad de la trascendencia y hay momentos en que aunque los hombres no lo sepan, se supone la necesidad de la trascendencia. Hay momentos en que el mundo hace gestos de trascendencia, de algo más allá del mismo mundo.

Pero no basta todo esto. Por otra parte necesitamos a la misma Iglesia como memoria viviente y pragmática de Cristo. No basta con la sola cultura, con sus gestos de trascendencia para apoyar en ella la vero similitud de nuestra fe. Necesitamos, además, de una comunidad capaz de conservar, el mundo, de una manera vigorosa y operativa, la memoria de cómo Cristo leyó el mundo. Porque, nos digan lo que nos digan, hay una verdad humana y es que no todo rostro humano tiene igual significación. No basta que haya ya una realidad que de suyo ofrece signos de trascendencia; necesitamos que haya rostros humanos capaces de leer esos signos humanos con vigor y decir lo que significan. Y el rostro por excelencia para el cristiano -rostro de Dios lo llama Pablo-, que ha leído el sentido de toda esta enorme esperanza contenida en la propia historia del mundo ha sido Jesús de Nazareth. Por lo tanto, no podemos perder la memoria de Jesús de Nazareth; pero no la memoria “musical” de un hombre que hace 20 siglos vivió y murió de manera tan bonita, que ahora lo colgamos en todas las paredes para no olvidamos de él, sino el recuerdo de Cristo que nos lleva a andar como, él anduvo. Es decir, el recuerdo, pragmático que nos lleva a vivir la vida como él la vivió. Entonces seremos capaces de leer la historia humana como él la leyó. Si no conservamos la memoria de Cristo en su sentido más vivo, operativo, que copia, que crea una nueva contemporaneidad al estilo de la vida de Jesús, entonces, ciertamente, ni con una ingeniería social, ni con otra ingeniería social, seremos capaces de decir con verdad la palabra que él pronunció al mundo. Será una palabra retórica.

Sólo en Cristo, por Cristo y con Cristo seremos capaces de llamar a los hombres hermanos. Ahora bien, estar con Cristo, no es recordarle como una melodía muy bonita; es tener la capacidad de repetir su historia hoy para nuestros contemporáneos; saber criticar la religión mal establecida, con la libertad con que él la criticó a fariseos, escribas y saduceos; saber criticar los poderes que tienen que seguir siendo, pero que están mal establecidos, con la libertad con que él criticó a los saduceos, a Herodes a quien llamó zorra. Si no somos capaces de guardar la memoria de Jesús en este sentido que no es tener la cara vuelta atrás, sino es presentar la cara de Cristo al futuro para darle su forma, entonces de nada me sirve que el mundo, como mundo de Dios esté apelando a la salvación y gozando de esperanza. Y nadie las advierte porque nadie tiene ojos como los de Cristo para ver.

Ahora bien, esta memoria de Cristo actualizada es la Iglesia, la comunidad cristiana. El mundo de hoy necesita una sacudida inquietante. Hablamos de un mundo en proceso de secularización, en el que se ignora todo elemento extraño al mismo mundo. Llamamos al mundo actual el mundo de la producción y del consumo, con esa concupiscencia desatada a poseer, gozar, producir. Llamamos al mundo actual mundo capitalista o socialista o Tercer Mundo. ¿Quién inquietará a este mundo? Sólo Cristo, o una comunidad como la de los Magos que lleve la pregunta sobre Cristo.

La Iglesia, quizá, necesita también de alguien que la inquiete. La Iglesia debe recordar, reproducir, repetir a Cristo; debe dejarse fecundar por Cristo.

Por eso la vocación es signo de toda comunidad. Signo abierto, inteligible. Un signo exige una respuesta, lleva una orden, una consigna. Un signo, en fin, comunica, intenta un consentimiento, un compromiso libre. Todo esto debe ser la comunidad signo: signo que advierta, que informe, que comunique.

Con este llegamos nuevamente a los orígenes de la Compañía. La Compañía naciente fue un grupo inquietante en el mundo. No sólo inquietó a los que vivían una vida antievangélica; sino que inquietó a la Iglesia, a cardenales, juristas, sacerdotes. Inquietó al sacerdocio de su tiempo, un sacerdocio degradado, escandaloso. La inquietud fue la de una vida en pobreza, plenamente apostólica, que no se quedaba en la burocracia, en el culto, sino que fue a llevar la misión. Inquietó por su género de vida pobre, con pobreza no individual sino comunitaria que es lo difícil; una comunidad sin apoyo. Una comunidad libre, liberada de todo compromiso y cuadro ya sabido. Por eso los llamaban “apóstoles” las gentes sencillas. Llevaban a Cristo y vivían a Cristo con autenticidad y por eso inquietaron.

¿Qué nos dice a nosotros todo esto en nuestro momento actual? ...




Tema XVI. ¿Dos generaciones de jesuitas? (plática)

Ante el fenómeno fundamental de nuestro momento histórico, ante el llamado proceso de secularización, fenómeno no propiamente religioso, sino sociológico, pero con grandes repercusiones en lo religioso, ha cambiado el horizonte y los medios de la vida religiosa, han cambiado las formas de vivencias a Jesucristo, y han surgido, como consecuencia de todo, dos grupos diferentes, casi antagónicos: los antiguos y los jóvenes.

Intentando describir lo que se ve, se podría decir que el grupo antiguo forma una comunidad que reza el breviario, tiene su rato de oración señalado, hace visitas al Santísimo con alguna frecuencia, tiene devociones al Sagrado Corazón, a la Virgen, reza el rosario, etc.

Una comunidad joven, en general no reza el breviario, no se le ve que tenga ratos, de oración; no se oye hablar de devociones, apenas se le ve en la capilla; su espiritualidad aparece centrada fundamentalmente en la Eucaristía, no reza el rosario.

Y los antiguos ponen el acento de la espiritualidad en las prácticas espirituales, en la práctica de oración sobre todo, oración prolongada, oración retirada, como algo necesario para la vida espiritual. Los más jóvenes ponen el acento en la oración comunitaria y en el compromiso con los demás, con la historia, con el mundo. Y toda relación auténtica de compromiso es oración para ellos.

La primera señala una orientación de explicitación vertical. La segunda es una espiritualidad marcada por la dimensión horizontal del trabajo y de la acción por los demás.

Y aquí es donde viene la pugna y el choque, dentro mismo de nuestras comunidades.

A los anteriores se les acusa de ser verticalistas, espiritualistas, dualistas en su concepción de la vida; en separar la vida espiritual como un mundo aparte; de poca repercusión evangélica. Se les acusa de que, muy fíeles a sus prácticas, olvidan muchas veces algo que es fundamental en la vida evangélica como la caridad fraterna. Son individualistas con relativa frecuencia, no comunitarios; son descomprometidos y alejados de las realidades del mundo; conciben esa relación con los demás en términos espiritualistas. Se sienten muy seguros, juzgan, condenan, critican. Se ve un desajuste entre esa vida espiritual y los valores evangélicos que hoy más se aprecian.

Los antiguos acusan a los jóvenes de ser naturalistas, de convertir la relación con Dios en política o acción social; de no tener oración, de no aparecer como hombres consagrados a Dios. Se les acusa de estar vacíos de espíritu, vacíos de oración, vacíos de Cristo.

Y ahora uno se pregunta ¿qué es la Compañía de Jesús? ¿Ambas pueden ser Compañía de Jesús? ¿Podemos realmente sentimos comunidad cristiana y sentirnos fíeles a nuestro carisma de hombres reunidos en tomo a Cristo? Según esas concepciones ambos grupos parecen excluirse. Los de un grupo creen que los otros se han desviado y parece difícil decir que estamos identificados como hermanos, como comunidad que lleva adelante la misma inspiración. Creemos, pues, que hay dos Compañías. Alguna respuesta debemos tratar de darle a este problema. Para ello es bueno recordar como una triple dimensión que tiene Cristo y que constituyen la persona y la misión de Cristo. Las tres simultáneamente deben unirse para constituir la verdadera persona y misión de Cristo. Y por consiguiente para que también aquellos que nos hemos entregado a Cristo tengamos esa triple dimensión si queremos realmente reproducir a Cristo en el mundo de hoy.

- En Cristo hay una dimensión llamada escatológica: hacia el fin, hacia lo último de esta historia humana. Es algo que viene de lo último, del Reino de Dios; algo que está más allá de las energías y capacidades de este mundo. Cristo se presenta como la presencia en el tiempo de lo que será al final, como la anticipación o la venida de lo final. Pero es una venida todavía parcial. Aparece trascendiendo lo presente hacia algo ulterior de lo que puede ser y dar este mundo actual. Cristo aparece como el que ha de consumar la historia, como el que ha de entregar el Reino a su Padre. Aparece trascendiendo el mundo hacia el fin y como ese mismo fin ya hecho presente pero de manera completa. Cristo no se reduce a lo ultramundano, ni se explica ni termina en lo intramundano.

- Tiene una dimensión llamada teológica: Cristo aparece en comunión perfecta y permanente con el Padre. Es decir, con alguien distinto a este mundo. De él recibe todo lo que es y todo lo que tiene. A él obedece en todo lo que hace y a él revela en este mundo. Cristo no aparece sino con el Padre, en comunión con el Padre.

- Y por último la dimensión eclesial: Todo lo suyo lo traduce en lo actual, en servir, en salvar al hombre actual, en una relación presente y personal. Cristo trata siempre de formar una comunidad de hermanos reconciliados y salvados por él y Cristo revela que existe el Padre amando a los hombres hasta el fin. Y así revela lo que deberá ser al fin, en la escatología: Cristo hecho una realidad, reconciliación y fraternidad en todos los hombres, un Cristo-Amor hecho todo en todos. Esta triple dimensión es lo que hace a Cristo y lo que es Cristo. Si le quitamos alguna de ella ya no es Cristo.

Si lo dejamos sólo con el aspecto escatológico, Cristo será un hombre que está fuera de la realidad, solitario. Si lo dejamos en la pura dimensión con el Padre, será un hombre místico que pasa por este mundo sin pisarlo apenas. Si lo dejamos en la pura dimensión eclesial será un sociólogo, o un político, como un transformador social, pero nada más. La triple dimensión debe estar presente en Cristo siempre.

Algo parecido debe darse en nosotros. Si nos hemos entregado a Cristo como a nuestro valor absoluto; si él es la razón por la cual nos hemos reunido para formar un grupo, este grupo debe ser tal que aparezca en él la triple dimensión de Cristo a la vez. Entonces estaremos todos en la verdad. Y aquí se plantea una pregunta, ¿cómo se puede vivir esto en una Compañía en la que se dan dos tendencias que hemos esquematizado como verticalista y horizontalista? La triple dimensión de Cristo encierra en forma simultánea ambas dimensiones. El pecado está en dividir la vida y quedarse con una sola. Entonces se rompe la relación auténtica con Cristo.

Y viene otra pregunta: ¿dónde poner la vertical? ¿Se ha de poner en prácticas que realmente tienen que aparecer explícitamente verticales? ¿Mi comunión con Cristo se manifiesta por un aspecto vertical o por el horizontal? : ¿La relación con Cristo ha de ser siempre vertical? ¿No es posible una relación con él que sea horizontal? La respuesta nos debe venir del evangelio. Por ahora digamos sólo esto: Dios no se nos comunica “en directo”. Dios se nos comunica por mediaciones humanas. A Dios no lo hemos visto. Ninguna comunicación con Dios hay que sea directa. Dios no se nos ha comunicado en su esencia, sino que nos ha manifestado lo que es por lo que hace, a través de toda la historia de la relación de Dios con el hombre, comenzando por la Historia de Israel. A Israel se le comunicó históricamente a través de acontecimientos, de hechos humanos, de cambios en la historia.

Y la máxima mediación es Jesucristo, que es una mediación humana. Al ver a Cristo nosotros vemos a alguien que es Dios, pero no vemos a Dios, a la Trinidad. Dios se nos revela a través de la humanidad. A través de la humanidad y de sus obras. Cristo nos revela quién es Dios. Esto deja una consecuencia de mucha importancia: si la relación con Dios nos viene por mediaciones humanas, importa mucho ver la clase de mediación humana que nos toca vivir. Es decir, la clase de sociedad y de cultura que nos toca vivir. Una sociedad u otra cambian la imagen de Dios. La imagen de Dios que tengo cambia según la sociedad por la que yo me he puesto en contacto con ese Dios. Dios no cambia; cambia mi experiencia, mi imagen de él. Por ejemplo, una sociedad sacral, en la que lo sagrado tiene una vigencia grande, como la que hemos vivido en general, una sociedad de cristiandad en la que todo está bautizado (la familia, el colegio, el estado, todas las instituciones...) me da una determinada imagen y relación con Dios. Una sociedad como la que va apareciendo ahora, llamada secular porque lo secular, no lo sacral, es lo que se va sintiendo como el valor más agudo (y entiendo por secular lo humano, lo mundano, la potencia del hombre, los valores ultramundanos) va a servir de mediación para una imagen distinta de Dios. En la sociedad anterior el hombre podía ser más contemplativo; la teoría tenía mucha vigencia. En la actual sociedad, el hombre que va naciendo es el hombre “faber”, activo; la praxis influye más que la teoría. Esto ya nos está diciendo que en el seno de la Iglesia, en el seno de la Compañía va habiendo dos generaciones que tienen dos experiencias sociales distintas y por eso dos experiencias y dos imágenes distintas de Dios, así como dos relaciones distintas con Dios. Esto es un hecho que se impone. Y tanto en uno como en otro la verdad estará en la autenticidad de esa relación con Dios, en una forma o en otra; dado que en ambas puede haber ambigüedades, falsificaciones, alienaciones. Nos toca, pues, preguntarnos si son auténticas. En ambas puede darse Dios, pero ambas pueden ser falsas. Dios tiene muchos lenguajes, muchas y diversísimas maneras de hablar al hombre. Y hablando con la carta a los Hebreos diremos que en el pasado ha hablado Dios de diversísimas maneras al hombre. Y sigue actualmente hablando también de diversísimas maneras dentro de la única Palabra que es Cristo, pero que tiene como en aquel fenómeno de Pentecostés diversas lenguas. Debemos dejar supuesto que tenemos diversas experiencias de Dios. Ya ahora se dan dos maneras distintas de relacionarse con Dios dentro de la Compañía de Jesús. Hay que preguntarse si son auténticas. Que pueden ser auténticas eso nadie lo niega. Que pueden ser falsas tampoco nadie lo puede negar. Pero no hay una manera automática, como “ex opere operato” de relacionarse con Dios y que, por consiguiente excluya a las otras. Eso iría contra la naturaleza misma de las cosas y contra la naturaleza misma de la relación con Dios. En un mundo y en otro, en una sociedad y en otra, habrá matices distintos en las relaciones debido a los medios que han sido distintos. Este hecho básico hay que reconocerlo en la base de nuestras actuales comunidades para evitar el excluimos a priori como si unos tuviéramos a Dios y otros no. Los otros obran de una manera ininteligible para mí, dado que yo estoy marcado por una mediación distinta. A los que estamos acostumbrados a relacionamos con Dios de una manera determinada se nos hace ininteligible el que nos digan, por ejemplo, que a Dios se puede ir por la relación con los demás, etc. Esto tenemos que examinar. A los actuales, por su parte les parecerá una evasión, una ideología este tipo de espiritualidad hecha a base de meditación de pensamientos, sentimientos. Pero hay que preguntar también si es posible una relación con Dios en ese tipo de espiritualidad. Y si es posible tampoco podemos excluirla ni condenarla. Creo que así tenemos que ensanchar el corazón a las muchas posibilidades que Dios nos da. En mi casa hay muchas mansiones... para la gran diversidad de caracteres y personalidades de los hombres. Hay sitio también para la multiplicidad de relaciones y de encuentro con Dios. No podemos desechar. El fin es único, pero la sabiduría de Dios es multiforme. Dios suscita la diversidad.




Tema XVII. Nazaret y el Templo

Podemos contemplar el misterio de Nazaret y del Templo. San Ignacio los pone en los Ejercicios en la perspectiva de una elección, como dos posibilidades de vida cristiana: la vida en la familia, en el mundo y la vida dedicada de una manera más explícita a colaborar con el Señor en una vida consagrada. Nosotros ya hemos escogido, hemos sido llamados por el Señor a una forma determinada, entonces debemos contemplarlo bajo los puntos de vista que nos puedan ayudar.

Comenzamos con esta petición de ese conocimiento interno del Señor, ese ser puestos con el Señor, que es ese anhelo tan profundo de esta vocación que vivimos, con la esperanza de que el Padre nos responda a esa petición como respondió a San Ignacio y que también nos diga: “Yo estaré con vosotros; Yo os seré propicio”.

Nazaret

Nazaret, según S. Mateo, (2, 19-23) es el cumplimiento de una profecía. San José pretendió regresar de Egipto a Judea y es orientado, enderezado por el Señor a Nazaret; y al reflexionar sobre esto nos dirá que con esto se cumplía una profecía. Jesús habría de vivir gran parte de su vida en Nazaret. Por eso, sin duda, hay algún misterio en esa vida de Cristo en Nazaret.

El vivir en Nazaret le valdrá el apelativo de “Jesús de Nazaret”, que será ese calificativo escándalo, escándalo para la religión de su tiempo, escándalo para el poder; será locura para la sabiduría y para la cultura. Jesús de Nazaret: una cosa despreciable, una cosa que no merece la pena, un hombre que no tiene credenciales para presentarse ante el mundo como Él se presentó.

El Amor desarmado: Cristo no viene a salvar en poder, en energía; no viene apoyado en los grandes valores y eficacias de este mundo; viene con otro poder secreto y por eso aparece así, como ese hijo del carpintero, como un hombre cualquiera.

La vida de Nazaret nos la cuenta Lc. 2, 39-52; de esa vida se nos dirá que vivía una vida de familia; sujeto a sus padres; que en ella crecía como crecen los seres humanos, pero crecía con un crecimiento total, integral. Crece en lo físico, en lo intelectual y crece en lo espiritual y moral. Y crece ante Dios y ante los hombres. Es un florecimiento, una maduración completa; no hay esas frustraciones parciales que fácilmente se dan en nosotros.

En esa vida, la vida de familia, sujeto a sus padres, sujeto por consiguiente a todas las leyes de la vida humana, se pasa la mayor parte de su vida Jesucristo. ¿Qué misterio puede haber aquí encerrado? Jesucristo, esa última Palabra que el Padre nos ha hablado y con la que ha agotado todo lo que tiene que decir, esa palabra muda, esa palabra callada, esa palabra envuelta en esa existencia normal del hombre de la calle, del hombre del trabajo, del hombre que tiene que vivir una vida trabajada, sufrida. Este dato de la vida de Cristo lo consideramos a través de la Carta a los Hebreos, donde se nos dice que Jesucristo aprende, Jesucristo experimenta, que Cristo vive la vida humana, que Jesucristo aprende a ser hombre, que Jesucristo antes de hablar escucha el latido que hay en el corazón de la humanidad, de esa humanidad dolorida, trabajada, pobre, que vive todo hombre. Porque Cristo viene a traer un mensaje de salvación a esta humanidad, que es responder a los anhelos, a las necesidades, a los problemas más hondos que vive esa humanidad. Y Jesucristo quiere compartir, Jesucristo quiere experimentar, Jesucristo aprende, llora, vive en esa vida humana. En una palabra, como lo dice la Carta a los Heb. 3,6, Cristo vive en su casa, y su casa somos nosotros, somos los hombres. La casa de Nazaret representa a la humanidad; allí es donde vive Cristo. Vive esa vida totalmente igual a la nuestra, menos en el pecado. Es tentado, trabaja, suda, sufre, se alegra, en fin, como el hombre. Esto es lo que quizá nos puede decir este misterio que tanto tiempo haya gastado Jesucristo en la vida normal humana y con esto creo que la lección que nos deja es, de nuevo, que Cristo está en la humanidad. Que a Cristo lo encontraremos en la humanidad; que Cristo está en la historia humana, en la vida humana, en la existencia humana. Que se ha hecho presente hasta el corazón de ella y la ha asumido, como decimos en la Encamación, recorriendo todas las etapas de todo hombre, y ha quedado instalado aquí entre nosotros, presente en el hombre. El camino del encuentro de Dios es el amor, y el amor al hombre. En el amor al hombre conocemos a Dios y sabemos que el conocer significa en la biblia “experimentar”. Experimentamos a Dios, damos con Dios... Este es el camino, y el único camino.

Jesucristo nos dice que el encuentro con Dios no está en tematizar a Dios; no está en pronunciar muchas veces la palabra “Dios”: está en AMAR. Porque podemos invocar muchas veces a Dios, pero no todo el que dice con la boca “Dios”, entrará en el Reino de Dios, lo dice Jesucristo. Eso es muy fácil; eso no cambia la vida.

Cristo con esa vida de Nazaret ha recibido el bautismo de la masa; ha sido bautizado con el bautismo de la masa humana.

Tillard, en su obra Religiosos Hoy, tiene este párrafo realmente significante:

“En algún modo Dios modeló los rasgos del Mesías siguiendo los de los pobres. Su actitud no fue decir a los pobres: Mirad al Mesías; imitadlo y os salvareis. Su actitud, al contrario, fue decir al Mesías: Mira a los pobres y miserablesvivirlo en tu amor. Toma sus rasgos y así té salvarás al mundo”

Aceptando esta voluntad del Padre (Hebreos 10, 5-10) Jesús se solidarizó objetivamente con el pueblo de los desgraciados. Tomando los mismos términos del Cántico del Siervo, se hizo siervo de Yahvé, es decir, el pobre, pobre en su corazón, y, por lo mismo, pobre en su destino de hombre, que es el de la humanidad miserable allí donde la desgracia llega a traducirse físicamente.

Y esto me dice, a mí, que mis búsquedas de Dios no se concretarán mientras yo no encuentre a este hombre de la calle; mientras yo no descubra a este Cristo que está en la humanidad; mientras yo no encarne como Cristo encarnó. Y que este hombre, este Cristo, es el que me va a convertir o el que, por lo menos, me podrá descubrir la necesidad y la calidad de conversión que necesito.

El episodio del TEMPLO, tuvo lugar en este tiempo de Nazaret. Cristo en aquella Pascua, a los doce años, se queda, sin decir nada a sus padres, que se angustian, lo buscan y lo encuentran en el templo, y entonces viene la palabra un poco inquieta, un poco molesta de María a su hijo: ¿“Por qué has hecho esto, hijo”? Y la respuesta de Jesucristo: “¿No sabías que yo debía estar en las cosas de mi padre, o en la casa de mi padre? (según las traducciones)”. Y nos dice el evangelio qué María no entendió esto.

En primer lugar, es el descubrimiento del secreto de esa vida humana de Nazaret, la explicitación de esa vida humana de Nazaret. Esa vida humana, aparentemente tan humana, tiene un secreto, tiene una fuerza, tiene un misterio: es el amor del Padre, es el Padre Dios, pero Dios como Padre. Y por eso, como AMOR.

Y aquí veo la palabra más revolucionaria de todo el evangelio; revolucionaria como concepto de religión. Dios no es el Dios de ritos, el Dios de las prácticas: es el Dios del amor, es DIOS-AMOR, Dios-Padre. Y la nueva religión tendrá que ir vivida en este amor filial a Dios, al Padre y a los hombres,

Es la palabra más revolucionaria porque es la palabra que más consecuencias trae para el mundo. No es una palabra evasiva: ese Dios no nos retrae, no nos hace huir de los problemas del mundo. Esa palabra PADRE nos lleva al mundo con unas exigencias que ningún compromiso humano será capaz de tener. Porque nadie nos podrá descubrir las exigencias de fraternidad, las exigencias de justicia y de libertad que lleva para con los hombres esta palabra PADRE. Esta palabra PADRE tiene tantas repercusiones para la vida, que es imposible vivir ciertas situaciones humanas en quien pronuncia con verdad la palabra, reza con verdad el Padrenuestro. Serían incompatibles. Por eso es la palabra más seria, más comprometedora. Obliga a mirar a los hombres como hermanos; nos obliga a transformar las situaciones humanas que desdicen de esa hermandad y de esa filiación divina, es decir, nos obliga a amar a los hombres como amó Aquel que habló con verdad esta palabra PADRE. Hasta el extremo... hasta dar la vida... hasta jugarse la vida por los hombres. Esa fue la consecuencia de haber descubierto a Dios como Padre. Eso le valió a Jesucristo la persecución de todos los poderes religiosos y políticos, extranjeros y nacionales y eso le valió el morir como un condenado, porque defendió hasta el fin que Dios es Padre de todos los hombres. Y que a los hombres no se les puede maltratar, no se les puede explotar, no se les puede engañar como engañaban aquellos poderes con quienes se enfrentó Jesucristo.

Por eso esta palabra es la primera que pronuncia en estos treinta años. Y la debió pronunciar muy pocas veces, cuando a la Virgen se le oscureció esta respuesta.

No estaba la cosa en pronunciar, sino en vivir, en revelar, en hacer…

Jesucristo con esta primera palabra empieza a purificar, a descifrar las tremendas ambigüedades que tienen palabras tan santas, que corren tan fácilmente por nuestros labios, como es la palabra “Dios”, la palabra “amor”, la palabra “libertad”... ¡Cuántas ambigüedades tienen! ¡y cuánta retórica tienen a veces! Y son eso las palabras. Pero Jesucristo significaba esta densa realidad humana, y esa densidad la reveló, la purificó revelándonos quien es el Padre, pero revelándonos con su vida, con su entrega, con su sacrificio, con su muerte y su obediencia hasta la muerte. Y eso es, eso significa PADRE y significa libertad y significa amor.

Esta vida de Cristo encarnada en la realidad humana, la podemos aplicar en la concepción ignaciana de la Compañía: a la Compañía no la cargó de ritos y prácticas. A la Compañía la quiso por el mundo entero; quiso que buscase y hallase a Dios presente en este mundo, en el mundo que ellos vivieron, y a nosotros en el nuestro. Y la hizo entrar en la historia de aquel tiempo con una vida externamente común, común entre ellos y común con aquellos a quienes iban, en todo lo posible, quitando distintivos y todo aquello que en aquella época llevaban los religiosos; pero con esta honda presencia de Dios, con esta búsqueda de Dios a través de las apariencias, de los fenómenos, de los acontecimientos, para descubrirlo, conocer su voluntad y servirle.

Y así externamente, dice el P. Hugo Rahner, parece realmente un riesgo muy grande al haber concebido un género de vida para un grupo al que, en vez de armarlo de armaduras externas, de defensas, de protección... lo desprotege, lo desnuda de todo aquello que en aquella concepción religiosa había en su tiempo, y los envía inermes por el mundo... ¿Cómo se puede explicar este riesgo tan enorme? Y la contestación es: porque esos hombres la fuerza la llevaban dentro, en el espíritu, en esa ley del espíritu impresa en el corazón. Y ese discernimiento espiritual para saber caminar por el filo de la verdad, que está a un milímetro del error quizás, o del bien que está casi mezclado con el mal; pero el poder saber caminar, eso no lo llevan las leyes externas ni protecciones externas, sino que uno es conducido por el Espíritu, por ese discernimiento espiritual que aplicaban constantemente a las situaciones humanas para poder deslindar, aclarar, la verdad del amor verdadero -Cristo-en esa vida y en ese mundo. Pero el hecho es que ese Espíritu, ese discernimiento lo hacían en contacto con la presencia, con la realidad, con la vida humana en la que está Cristo. Eso que tanto repite San Ignacio antes de tomar una decisión: “que se vean las personas, los lugares, las circunstancias”...

Homilía que se pronunció en residencia de la Compañía, en París en 1966, en la Iglesia de San Ignacio:

“Celebramos hoy a San Ignacio de Loyola ¿fue un político o un cruzado? ¿Un Lenin del siglo XVI o un conquistador? ¿O un descubridor de América? Su final responde a estas interrogaciones.

Murió en la brecha el 31 de Julio de 1556; prácticamente solo y sin que nadie se diera cuenta; atrapado hasta el fin por las oscuras diarias tareas y la administración de su orden naciente. No hubo nada espectacular o edificante en su paso; cayó en el surco que estaba arando y donde iba empujando un pie tras el otro.

Murió en la pequeña oficina donde organizaba su labor día a día. Es la muerte silenciosa de un operario afanado hasta el último momento con la siembra de que habla el Evangelio. Se ligó a sí mismo por amor a este servicio; se arraigó en él resueltamente, lúcidamente, por años y años, antes de ser abruptamente sepultado como el grano en la tierra. Murió allí sin ver el fin del día que había comenzado; sin ninguna certidumbre acerca del destino futuro de la Orden que había fundado; sin una garantía de la futura fidelidad de sus amigos y del trabajo al que había servido.

Estaba simplemente en su puesto, donde había sido definitivamente aginado y sorprendido por Dios. Estaba haciendo todavía la obra cotidiana, realística, siempre de nuevo por hacer, siempre pobre, que respondía momento a momento a la tarea. La obra de avanzar paso a paso en el sembradío del cual no conocía el principio ni la cosecha final. Su fin fue el de un jornalero y un pobre muerto en su labor. Es la muerte más común; es también la más bella. No la eligió, pero me atrevo a decir que la mereció, como palabra última de una vida arriesgada hasta el límite en el valor de ser fiel a una renovación incesante del servicio. Es la firma de su santidad, como al término de un reporte final o de una última carta.

Había sido completamente diferente durante su juventud. Era un ambicioso hombre de mundo y amaba las acciones relumbrantes. Se inclinaba a las obras que atraían la atención de los demás. Amaba ser amado, y hay un toque quijotesco en él aún hasta después de su conversión, cuando con una pierna deforme por una herida soñaba ser un héroe de Dios, realizar obras como la de los grandes santos, cuyas leyendas doradas había leído entusiastamente. “Lo que hizo Francisco de Asís, lo que hizo Domingo de Guzmán yo lo tengo que hacer". Era todavía un soñador; prefería el pasado al presente. Daba paso al prestigio de lo excepcional y no discernía aún a Jesús de Nazaret en la modestia de las tareas y necesidades presentes y reales. Pero Ignacio lo preferirá pronto. La perfección a la que Dios nos llama no está en esas imágenes de lo extraordinario, en esas obsesiones ansiosas, en esos vuelos a algún otro sitio que nos detienen donde estamos. La santidad no es uno de esos sueños que nos condenan y nos fascinan, lo cual a menudo viene a lo mismo porque nos asusta ser nosotros mismos: ser solamente hombres, ser hombres por fin, hoy, modestamente.

Una acción decisiva de Ignacio nos recuerda dónde debemos situar en nuestras vidas el valor de la humildad. Después de muchas aventuras, después de haber sido un peregrino y un vagabundo por todo el Mediterráneo, después de haber recibido las más altas gracias místicas y habiendo ya reunido devotos discípulos en torno de sí, ya viejo y rico en experiencia, Ignacio decide ir a la escuela, e irá un millar de millas de su hogar: a la Universidad de París.

Empezó su vida de nuevo. Es lo que tuvo que hacer. No se contentó con profetizar nuevos tiempos; entró en ellos efectivamente, modestamente, y audazmente, por medio de la actividad letrada.

Si discernió la importancia de ello no fue sólo para señalar la Orden, como si se asustara de tocarla él mismo. Experimentó el instrumento de su época, corrió el riesgo real que la novedad del presente impone, pero cuyo futuro es desconocido. Rompió con su pasado para encontrar a Dios donde sus contemporáneos trabajan. Participó en la audacia de su tiempo, participó en la nueva tarea sabiendo que el trabajo y las creaciones de los hombres son su lugar de encuentro con Dios. Su conversión fue así una reconversión; su fidelidad a Dios pudo ser expresada sólo a través de un valiente re empiezo por el trabajo del hombre. La docilidad y la audacia van juntas.

Una reconversión análoga se exige incesantemente de nosotros. Dios no busca nuestros sueños, nuestras ansiedades ni nuestras ideas brillantes. Nos llama a través de la realidad de un trabajo, de un compañerismo; nos habla por medio de una obra que debe venir a constituir el lenguaje y el descubrimiento del amor. Concretamente eso significa que debemos encontrarnos a nosotros mismos en una vuelta incesante a la escuela. ¿A qué escuela? A la de los demás. A la de los niños. A la de las nuevas técnicas, la del progreso, la de los eventos, la de lo inesperado.

Es necesario que soltemos nuestros sueños y que perdamos la seguridad con que nos aferramos a nuestro pasado, para ir hacia adelante olvidando lo que está atrás, como dice San Pablo.

Esta será, modestamente, nuestra manera de pagar el precio de compartir la presente tarea de aprender, gracias a los demás, la seriedad de la cooperación en el trabajo de la siembra.

Y ya que somos una familia en esta Iglesia dedicada a San Ignacio y servida por Jesuitas, os pido que oréis para que hoy la Compañía de Jesús sea fiel a esta reconversión: debemos perder nuestro apego a los éxitos nuestros, que son pasados; renunciar a la defensa de unos privilegios de ayer para estar modestamente, audazmente, al servicio del presente.

Debemos tener cada uno este valor del operario, esta audacia realista, este entierro y esta pobreza en la novedad de las cosas. Cada uno de nosotros debe ir a la escuela para hacerse discípulo y el jornalero de Dios".




Tema XVIII. El Bautismo en el Jordán

Después de la vida privada de Cristo, San Ignacio pone las meditaciones de Dos Banderas y Binarios. Yo me voy a permitir variar el orden, porque la de las Banderas la incluyo en la tentación de Cristo. Es la reproducción más concreta de toda la tentación de Cristo, puesta en esa forma ignaciana de las Dos Banderas. Por eso vamos a meditar el primer paso que da Cristo en la vida pública, que es EL BAUTISMO DEL JORDAN.

Presentes ante este misterio, actores en este misterio, representados en este misterio en nuestra situación actual, con esa actitud de oración, de apertura, de pobreza interior profunda a lo que Cristo nos va hablando a través del misterio.

Es palabra viva. No es una palabra anacrónica, una palabra muerta en la que estamos ahora reflexionando, sino que nos estamos poniendo ante algo vivo, vivaz, como dice la Carta a los Hebreos. Con esa apertura que se presentó María ante una palabra de Dios chocante para ella, que echa abajo sus planes, sus ideas, sus criterios, sus puntos de vista, es decir, no aferrarnos definitivamente a nada, sino abiertos a lo que Dios nos quiere decir. No como ricos posesores, aún de la palabra de Dios interpretada a nuestro modo, sino al modo de Dios.

El primer paso que da Jesús es dejar la vida de familia, de Nazaret, y salir. Salir hacia la misión confiada por el Padre, es decir, salir hacia los hombres, al mundo al cual se debe y que son esas “cosas de su Padre”.

Para salir hay que dejar. Hay que dejar algo, y aquí Jesús deja lo más querido, deja la mayor parte de su vida, la mayor parte de la experiencia humana de su vida, deja su familia, deja su hogar, deja a María, su madre, y la deja cuando está sola, es decir, aquí tenemos ya la imagen de esa libertad plena para el Reino de Dios, a la cual caminamos en los Ejercicios, en la cual queremos entrar en esa elección o en esa reforma que es sencillamente dar un paso a la plena o a la mayor libertad de nuestra vida. Para estar disponible a la voluntad de Dios, Jesucristo deja lo que dejó en aquel momento del templo, definitivamente para un servicio mayor. El Dios siempre mayor de su Padre se le presenta ahora. Y para cumplir su misión -no se dirige al templo, no se dirige a Jerusalén- se dirige dónde está el pueblo, y el pueblo en el momento de su confesión pecadora: en el bautismo del Jordán.

Cristo se dirige allá donde se había renovado por última vez la alianza antes de entrar a la Tierra Prometida, donde había sido arrancado de esta vida Elías, es decir, entra en pleno contexto, en pleno ambiente de alianza y de éxodo, de paso...

La voz que clama en el desierto, está tomada de Isaías, del capítulo 42, donde se habla de aquel nuevo éxodo en el retomo de Babilonia, más puro, más espiritual que el primero. Es decir, nos va a significar un paso: el paso de Jesucristo hacia el Reino de Dios, pero con toda la humanidad.

Allí encontrará al Bautista proclamando el bautismo de penitencia, una conversión ante la cercanía del Reino de Dios. ¿Cómo concibe el Bautista la conversión? La conversión a Dios, la conversión del corazón, la conversión de la vida -¿qué es, convertirse?-

El capítulo 1° de San Lucas nos presenta a esta voz que clama en el desierto: “¿raza de víboras, quién nos ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, dignos frutos de conversión y no andéis diciendo en vuestro interior: tenemos por padre a Abraham, porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham”. La conversión no es cuestión de palabras, aunque sean tan sagradas como las de una Alianza, como las de un bautismo, como las de una vocación... La conversión no consiste en decir “Señor, Señor”, como dirá Jesucristo. Eso se puede decir sin convertirse, y puede ser una evasión de la conversión. “Dad dignos frutos de conversión”. ¿Y, cuáles son estos dignos frutos de conversión? “Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no de buen fruto será cortado y arrojado al fuego”. La conversión es dar buenos frutos, obrar el Reino de Dios, aunque se hable poco y se invoque poco.

¿Y qué son estas obras de conversión? ¿En qué consisten? La gente le preguntaba: “¿Pues, qué debemos hacer?” y Él les respondía: el que tiene dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo.

Vinieron también publícanos a bautizarse y le dijeron: “Maestro, ¿qué debemos hacer?” Él les dijo: “No exijáis más de lo que está fijado”. Preguntáronle también unos soldados: “¿Y nosotros qué debemos hacer?” Él les dijo: “No hagáis extorsión a nadie; no hagáis denuncias falsas, contentaos con vuestra soldada”.

Realmente, llama mucho la atención que en esto consista la conversión. Uno está acostumbrado a concebir la conversión como algo que se refiere directamente a Dios... Yo hubiera esperado que hubiera dicho aquí: “Orad más”, “id al templo”, “haced sacrificios”, etc. y no dice una palabra de práctica religiosa como práctica de conversión. Toda ella dirigida a las relaciones con los demás. Aquí está en el Evangelio, y está en el umbral del Nuevo Testamento.

En este ambiente llega Jesucristo a bautizarse, antes de presentarse a los hombres.

Él ha venido a quitar el pecado del mundo, pero quiere hacer la experiencia de ese mundo de pecado. Y la hace no yendo al Jordán a bautizar, sino a ser bautizado; a ser bautizado con la masa pecadora, con esos publícanos, con esos soldados, a mezclarse con ellos, a vivir con ellos ese momento de penitencia y de experiencia del pecado que está viviendo esta masa pobre de la humanidad.

Cristo todavía no comienza a hablar. Entra en el corazón mismo de esta humanidad; participa, experimenta lo que vive, lo que es, y desde ahí es donde podrá realizar la misión.

También llama mucho la atención toda esta trayectoria, este itinerario de Cristo, porque muchas veces concebimos nuestra misión como la del que posee todo un mundo de certezas, todo un mundo de valores, todo un mundo de prodigios que ha recibido de Dios y va a los hombres sin conocerlos, como quien lleva toda la seguridad, toda la solución, como quien lleva todo el lenguaje... es decir, llevo mi mundo, ya tengo mi mundo, mi mundo de salvación, pero mi mundo. Quizás sin conocer apenas al mundo, al hombre, quizás sin saber qué problemas tiene, qué lenguaje tiene; sin saber en qué situación está...

Estando Jesús ahí se puso en oración, es decir, entró en contacto con el Padre llegando hasta la última dimensión que tiene esa humanidad. Y estando así en cuánto se abren los cielos y comunica el Espíritu Santo y en aquella forma simbólica se posa sobre El y comienza la era mesiánica con esta unción, como la llamará San Pedro en los Hechos de los Apóstoles hablando de este paso. Jesucristo aquí es “ungido” Salvador, ungido enviado del Padre, ungido para los hombres, ungido con el Espíritu Santo. Este es el don mesiánico. Esta es la fuerza mesiánica; la fuerza que dirigirá toda la misión. Esta es la fuerza creadora, como en la primera creación volaba el Espíritu sobre las aguas, las fecundaba. Como en la Encamación, es el Espíritu el que suplirá lo que falta a María para la encarnación, aquí la creación de este nuevo pueblo de Dios la hará el Espíritu a través del enviado de Dios, del enviado del Padre. Esta es la misión del Espíritu. Y esto, que comienza en Jesús y que dirigirá a Jesús y que dará toda la fecundidad a Jesucristo, se dará a todo el pueblo un día. No será patrimonio exclusivo de unos pocos, sino va a ser la promesa ofrecida a todos. Comenzando por los apóstoles y pasando a todo el pueblo de Dios.

PENTECOSTES! Jesús recibe el Espíritu en contacto con este pueblo. No lo recibe en la soledad; en la interioridad íntima, sino la recibe aquí, donde Dios le llama, donde Dios está, donde Dios quiere realizar su obra.

Qué lejos el pensar que ir a los hombres con autenticidad y con sinceridad, en la misión de salvación significa peligro, o distracción o pérdida. En Jesucristo significa Espíritu, significa recibir el Espíritu, descubrir el Espíritu, esa fuerza de Dios. Todo esto está significado en esta genealogía de Jesús que pone San Lucas después del bautismo de Jesús.

Llama la atención porque San Lucas pone aquí esta genealogía humana de Jesús después del bautismo, es el evangelio de la infancia donde parece que encajaban mejor, esa genealogía.

La explicación que encuentro es que, en primer lugar, esta genealogía es distinta de la genealogía de San Mateo. (También San Mateo nos da la genealogía humana de Jesús). En S. Mt. la genealogía viene de Dios hasta Jesucristo, pasando por todos los intermedios humanos que han hecho esa cadena humana de la descendencia. Y en esa descendencia humana están hombres y mujeres pecadores. Es como el itinerario del descenso de Cristo a nosotros a través de esa sangre pecadora, de ese tronco humano que está afectado por el pecado.

San Lucas arranca desde Cristo hasta Adán y de Adán a Dios, y están incluidos ya estos pecadores.

Toda la acción de este espíritu salvífico que se posa en Jesucristo, mezclado con esa humanidad pecadora en el bautismo, es la nueva humanidad que va a nacer con esta misión de Jesucristo y con la cual Jesucristo va a ir al Padre.

Jesucristo ya no retomará al Padre sino a través de la humanidad y con la humanidad. Este es el Espíritu de Jesús. No es un espíritu de evasión de la humanidad; no es un espíritu de descompromiso de los problemas de los hombres. Es un espíritu de encamación, de esta encamación realista, y de esta encamación transformadora, purificadora, transfiguradora de la humanidad. No va a hacer una humanidad celeste; va a hacer al hombre. Porque le va a liberar de eso que precisamente es la negación del hombre, la frustración del hombre, que es el pecado, el egoísmo, el desamor. Todo esto es de lo que viene a salvar Jesucristo.

Hay aquí algo fundamental, y es la trascendencia para esta misión de Jesucristo de la intervención de Dios manifestada en un don nuevo: en el don del Espíritu.

El Espíritu es el que ha hecho posible la encamación, y el Espíritu es el que hará posible esta encamación pura de la humanidad a través de la misión de Jesucristo. El Espíritu conduce a Jesucristo y a la vez Jesucristo posee ese Espíritu que va a comunicar a los hombres, comenzando por aquellos que El elija.

La presencia del Espíritu en el cristianismo es decisiva, es la ley del cristianismo, como dirá San Pablo. Como lo habían anunciado los profetas de la renovación humana, sobre todo Jeremías y Ezequiel, que anuncian una creación nueva; y la creación nueva va a ser un corazón nuevo en la humanidad, un hombre nuevo. Aquí es donde se nos manifesta dónde está esta novedad, qué es lo que hace nuevo al hambre. Hace nuevo al hombre este Espíritu.

San Pablo dirá que ya pasó la ley de las tablas, o la ley escrita: Viene la ley viva; las tablas de la nueva ley no son piedras, ni papiros: son corazones de carne, de carne humana, y ahí se imprime esta ley. El cristiano es un ser espiritual no porque se vaya a soledades o se vaya a interiorizar dentro de sí, sino porque está animado por el Espíritu.

El hijo de Dios es aquel que es conducido, aquel que es regido por el Espíritu de Dios. Ese es el hombre espiritual, ese es el cristiano. Y la gran lucha que tuvo que sostener Jesús con el judaísmo sabemos que fue ésta: lo judíos querían aferrarse a la ley escrita como la última palabra de su relación con Dios y de su alianza intocable. San Pablo dice que eso ha pasado; que Jesucristo nos ha redimido de esa ley escrita; que el hombre, desde Cristo, no es conducido por esa ley de fuera, sino es conducido desde dentro, por esa ley del Espíritu escrita en los corazones. Los símbolos que se dan, por eso, a este Espíritu, son los de Paráclito, que significa auxilio, asistencia; paloma, como la creación o instauración de un nuevo pueblo de Dios, por su fecundidad; tormenta, como símbolo de fuerza (Hechos, 2); lenguas de fuego, como símbolo de inspiración de los testigos, y también como símbolo de la comunicación, de la comunidad. Este Espíritu será comunicativo de unos con otros para formar la comunidad de hijos de Dios.

Dios en cuanto Espíritu es la comunicación de Dios hacia afuera, no hacia adentro. Dios en cuanto Espíritu crea todo lo que hay de originario, auténticamente. Todo lo que hay de libre y viviente; todo lo que hay de inesperado y poderoso; delicado y fuerte.

El misterio del amor, es el misterio más entrañado de todo ser. Es el Espíritu el que hace madurar los frutos en nosotros de caridad, de alegría, de paz, de castidad. Es el adversario de la carne, del pecado, del servicio meramente legal. Es la fuerza secreta del cristiano; el que impulsa a la resurrección gloriosa de la carne y a la transformación del mundo. Y por eso el papel que se atribuye al Espíritu, sobre todo en el Nuevo Testamento, en los últimos capítulos del evangelio de San Juan, es el de recordar: recordar todo lo que Cristo ha dicho, todo lo que Cristo es (Jn. 14,26). Es el de testimoniar, ser testigo; el de defender de peligros, de riesgos (Jn. 14,17; 15,26; 16,8-10); es el de confundir al enemigo (Jn. 16,8-11); damos capacidad para amar, hacernos capaces de la verdad, capaces de la libertad (Jn. 1,17; 16,12—16). Es el de revelar y enseñar (Jn. 14,26); introducir a toda verdad (Jn. 16,13); es el papel de hablar, de anunciar (Jn. 16,13—15).

Y las CONDICIONES para recibir al Espíritu nos las pone San Juan (14, 15—17; 16,7). Por eso San Pablo en su teología descansa en el discernimiento espiritual. Para él, el Espíritu es el principio, cuyo uso urge en sus cristianos, para que éstos integren sus vidas en el plan contemporáneo de la salvación. Escribe a los de Tesalónica: “No ahoguéis el Espíritu; no despreciéis los dones de profecía, sino escudriñadlo todo y quedaos con lo bueno. Rechazad toda especie del mal (I Test. 5,19-22).

La palabra “escudriñar” -dice Cullmann- es la clave de la moralidad en el Nuevo Testamento. Y bien se puede decir, clave de la espiritualidad paulina.

Este acto de discernimiento lo deriva Pablo del principio sobrenatural que reside en cada cristiano y que en Romanos lo mencionan como la ley del Espíritu.

La consecuencia enorme que se puso de relieve en aquella lucha dramática con el judaísmo: el judío no quería perder la ley, es decir, no quería perder una seguridad, una concreción, una determinación ya dada de una vez por todas por la ley. Y el judío estaba muy tranquilo y muy seguro así.

San Pablo les viene a decir que eso ya ha pasado; que la seguridad es mucho mayor ahora, pero de otro tipo. Es la seguridad en la ley del Espíritu, en la condición del Espíritu, en la acción del Espíritu. Pero esto para ellos significaba quedarse en el vacío, quedarse en la incertidumbre respecto de las seguridades que teman. ¿Y qué será del futuro? ¿Qué vamos a hacer? ... Precisamente eso es lo que no se sabe; y si la ley del Espíritu es una ley de vida, una ley de amor, eso se irá sabiendo según se vaya viviendo.

No es ya un programa prefabricado el que se le da al cristiano para ir aplicando las pautas de ese plan y realizar así su vocación cristiana. No sabe el cristiano lo que tendrá y lo que le exigirá el Espíritu mañana, y lo que tendrá que responder a las exigencias de ese Espíritu que se va manifestando según va uno viviendo en la vida.

Jesucristo encuentra aquel grupo en la incertidumbre tremenda de la pasión, en la que les anuncia que se va, y aquellos hombres se quedan totalmente desconcertados, desilusionados, y sobrecogidos de temor. Lo único que les dice es que no teman, que así como creen en Dios crean en El y que Él les enviará este Espíritu. Y ahí los deja. No les da ningún programa, ningún plan. Él lo recordará: “Hoy no entendéis esto vosotros; lo entenderéis más tarde”. Lo que él quiere es que se fíen de Él, que crean en Él y crean en este don que Él les va a enviar.

Y después de recibir el Espíritu no creamos que tuvieron todo resuelto: iban en incertidumbres, en problemas, en diversidad de opiniones, y en cosáis bien sustanciales, como ocurrió con Pablo y con Pedro, como ocurrió con la Iglesia de Jerusalén, la Iglesia de los gentiles... Y tuvieron que ir, paso a paso, atentos al Espíritu, mediante signos que van apareciendo, en los que el Espíritu les va descubriendo, les va manifestando lo que Cristo ya les había dicho y cómo tienen que encarar los problemas que están viviendo.

Y ésta es de lleno la línea ignaciana de la Compañía. San Ignacio embarca a la Compañía en esta ley del Espíritu, en este movimiento del Espíritu. Escribirá leyes, escribirá normas; pero en el preámbulo de todas ellas pondrá que la interior ley de la caridad y del Espíritu, impresa en el corazón, debe ser la ley del grupo y la ley de la Compañía. Y esto no fue letra muerta en San Ignacio, porque la misma legislación la deja sometida a la moción del Espíritu. Constantemente en las Constituciones para la aplicación de las normas, dice que la última palabra la debe decir la unción del Espíritu a través del Superior, pero no del Superior que tiene el monopolio del Espíritu, sino del Superior que descubre la unción del Espíritu en contacto con el miembro de la Compañía, en situación.

Si da leyes y reglas es porque tiene que cooperar como nos dirá él; pero no para que tomen el timón de la Compañía, ni para que nos dirijan en la Compañía las reglas y las normas; sino que ellas mismas deben ser sometidas a la ley del Espíritu. Y en eso nos da realmente un ejemplo maravilloso de esta teología paulina, de esa teología cristiana en la que debe ser erigida una comunidad llamada Compañía de Jesús, por el Espíritu de Jesucristo; ese Espíritu buscado por todos, discernido en Compañía, discernido en grupo. Porque todos tienen el Espíritu; todos: el súbdito y el Superior, todos. Y así al superior le exigirá el que conozca y sépalo más posible del súbdito; y al súbdito que representé para hacer capaz al Superior para saber mandar y tenga en cuenta los acontecimientos que vayan aconteciendo para que pueda encontrar al Espíritu.

Por eso la clave del cristianismo es la ley del Espíritu. ¿Quién lo podrá negar? ¿Pero, lo es en realidad? ¿Nuestro cristianismo, el que nosotros vivimos, ha sido regido por el Espíritu? En la Compañía, ¿vivimos ese discernimiento del Espíritu? ¿No estamos quizá como los judíos, anhelando por seguridades, por programas, por normas, por concreciones que nos aseguren?

Y estamos viviendo en un momento bien delicado de la Compañía, de la Iglesia toda; el momento en que se derrumba lo legal, lo institucional, lo jurídico. Eso es un hecho. Deberá o no deberá existir, pero es un hecho que hoy, en la conciencia actual no tiene ningún valor, ni el que debiera tener. Y entonces nos encontramos con que no podemos hoy fundar y pesar nuestra vocación en el peso de la ley, en el peso de la norma.

Se ha escrito que el descuido del discernimiento es un golpe mortal para la espiritualidad ignaciana. Ningún grado de adhesión a la letra del autor puede compensar el descuido del espíritu del mismo autor de los Ejercicios.

El Espíritu es imprevisto, es inesperado, es gratuito. Se va manifestando en la vida, en la totalidad de la vida, en la historia donde está presente. ¿Qué sabemos lo que nos va a exigir ese Dios siempre mayor? Tener como ley de la vida una ley escrita es haber aprisionado a Dios, haber apagado el Espíritu, haber asfixiado y ahogado el Espíritu.

Dice von Balthazar que el Espíritu Santo actualmente está entre paréntesis; es decir, está cerrado, no está libre, no está liberado. Lo hemos cerrado en los paréntesis jurídicos, en el pasado, y ahora quizá lo cerramos en los paréntesis técnicos o en el paréntesis del psicologismo o del sociologísmo, en otros paréntesis, en los de otras leyes que van tomando el timón de nuestra vida y los móviles de nuestra vida. Y el móvil de la vida lo lleva únicamente el Espíritu Santo. Si no reencontramos este discernimiento espiritual, estamos perdidos.

Y reencontrándolo no querramos tener el tipo de seguridades que tiene el que se ha regido por leyes y normas totalmente concretas y previstas, etc. porque no es esa tampoco la seguridad del Espíritu. El Espíritu nos hace vivir la fe y la esperanza de lo que no tenemos, de lo que no vemos, de lo que no poseemos... Es de una exigencia inmensamente mayor. Esto toca a fondo en el ser, esto es radical y esto es realmente lo que hace nuevo al cristiano y al hombre y lo que hará también auténticamente a la Iglesia.

Renovación espiritual no significa una renovación de prácticas espirituales: ésas son facilísimas; ésas las hace el budista, el mahometano y cualquier religión. La novedad espiritual es la renovación del espíritu, según el Espíritu; dejar vía libre al Espíritu en nuestra vida. Esto es todo el Nuevo Testamento, ésta es toda la clave que les da Jesucristo a sus apóstoles para poder realizar su misión en el mundo. Y ésta es también la que hemos recibido nosotros en la Compañía con una gracia bien grande de ser hombres espirituales, es decir, guiados por el Espíritu, cuya ley es el discernimiento espiritual. Y si en algún momento nos hará falta el discernimiento espiritual, va a ser hoy, para discernir tantas ambigüedades y tantas confusiones y tantas racionalizaciones, como podemos estar haciendo en nuestra vida de fe, en nuestra vida apostólica, en nuestra vida jesuítica. Y purificar y diafanizar nuestras situaciones para saber cuál es este movimiento que hoy nos conduce, el movimiento de Dios.




Tema XIX. Tentaciones y Dos Banderas

Choque entre los dos Cristos: el del judaísmo, que salva mediante el poder, y el que salva por la fuerza del amor. Esta meditación fue puesta por San Ignacio antes de la de Dos Banderas, como prólogo a aquella.

El Evangelio nos dice que el Espíritu llevó a Cristo al desierto para ser tentado. Cristo encuentra a su entrada en el mundo un choque estridente, la presencia de una concepción antagónica a la salvación; de un misterio de iniquidad que se le opone. El encuentro con otro movimiento, con otra fuerza. Cristo nos descubre el choque que también se produce en nuestra vida.

¿En qué consiste la tentación de Cristo? Es una opción crucial en el camino de la Salvación. Es optar por el camino de Dios o por el camino de los hombres, en cuanto a los medios de Salvación. Es la tentación de los dos Cristos que aparecen continuamente en la Historia de la Salvación: la esperanza del Mesías Glorioso, con poder humano, con prestigio. No con el Espíritu recibido, sino con un espíritu que está en el mundo. No se trata de una opción entre Dios y Satanás. Es más sutil. Es un comienzo de algo que le va a acompañar hasta la muerte, que le hará luchar en el huerto: optar por el Cristo de las Escrituras doloroso, o el Cristo de los hombres. Es la Historia de la Iglesia.

Es la tentación de poseer el mundo, o de servirse de él para salvarlo. Someter o someterse. Posesión de sí; para sí o para darse. Cristo rechaza la triple tentación y es curioso que luego en su vida realiza lo que aquí rechaza: multiplica los panes, hace milagros de gran prestigio, termina su misión señalando que se le ha dado todo poder en el Cielo y en la Tierra, lo que aquí expresamente rechaza.

¿En qué está la diferencia? En la perspectiva en que se le ofrece. Aquí se le ofrece todo para sí mismo: salva tu vida, tú prestigio, tu honor... etc. y así salvarás a los otros. Y Cristo los rechaza. Eso no son los medios, aunque respondan a la expectativa humana.

Más adelante multiplicará panes, pero para los demás. Él no se beneficia. Igual en los milagros. La tentación es de absolutizar el ambiente Humano en que se encuentra y subordinar a ello todo lo demás, para contentar a los contemporáneos.

Cristo rechaza la tentación porque estaba escrito que todo lo presente tiene que someterse al plan salvífico del Padre. Dios es el que Salva, y si las expectativas humanas van por otro camino habrán de ser sometidas al plan de Dios.

Esta lucha reaparecerá toda la vida. En sus apóstoles: los hijos de Zebedeo piden prodigios “no sabéis de qué espíritu sois”. Rechaza a Pedro: “atrás Satanás”. Le piden un buen puesto en el Cielo: “¿Sois capaces de beber mi cáliz?”. Es el espíritu contrario al de Cristo.

No se salva con el prestigio, sino con la comunión con Dios. Con el amor desarmado de eficacias humanas. ¿Por qué fue así el plan de Dios? Este amor desarmado. Paralelismo con los textos Antiguo Testamento del desierto, lugar de la prueba para Israel. Allí Dios le purifica. A Cristo se le exige el abandono al amor de Dios, en el vacío y en esperanza.

Tentación continúa en la Iglesia y en la Compañía. San Ignacio lo señala claramente en las Dos Banderas cuando señala cuál es la estrategia de la Salvación en cada una de las dos banderas: estrategia del mundo o estrategia de Cristo.

“Nada se puede hacer sin buen nombre, sin dinero”...etc. San Ignacio hace caer en la cuenta del peligro de estas cosas.

El mejor comentario a esta meditación está en la Historia de la Compañía. Llamada a servir al Señor, se ha de colocar bajo la bandera del Señor. En suma pobreza comunitaria. Sin la paradoja de ser miembro pobre de un grupo rico. Su mayor preocupación fue que el grupo viviera su fe, esperanza y amor. Todo su empeño consistió en que ésta fuera la dinámica del grupo. De ahí el voto de no admitir dignidades. De estar siempre al lado de los pobres. En este espíritu habrá que usar los medios humanos para servir. Es una dialéctica que continuamente hemos de vivir en nuestro apostolado: la dinámica evangélica y la dinámica de los medios humanos. Eficacia y testimonio puesto al rojo vivo.

Cuando San Francisco Javier embarca hacia Oriente rechaza el ofrecimiento de un paje que le ayude, aunque se lo daban para que no perdiera prestigio ante los paganos. Él se hacía la comida y se lavaba la ropa. ¿Cómo utilizar los medios humanos con espíritu evangélico? ... Es la gran tarea a discernir, para no estar como Compañía en la bandera del prestigio. La Compañía en su historia ha tenido tantas persecuciones quizás porque no se apoyó en los poderes para realizar sus grandes obras.

Hoy somos especialmente sensibles a las estructuras de poder y de marginación. Hoy la Compañía por su pasado, se siente mucho más al lado de los que pueden mandar y dominar que de los que son dominados.

Tenemos que aparecer libres de toda complicidad que impida un servicio evangélico al hombre de hoy. Salir de la bandera del triunfalismo, para vivir la realidad de la “Mínima Compañía”. Instintivamente servimos mandando, pudiendo, siendo Superiores. Hay que ponerse verdaderamente en la postura de siervos. Hay que ver en qué bandera estamos, objetivamente, como grupo. ¿No habremos caído en un Cristo de poder, de la técnica... etc.? No podemos ser pobres en una Comunidad que no lo es.

San Ignacio nos lleva a orar a los grandes mediadores, María, Cristo, El Padre, para que recibamos lo que nos dan y nos ofrecen. El Espíritu Santo ya ha venido. Está en nosotros y no lo sabemos discernir. Si no lo descubro es por algo que hay en mí que impide verlo. Hay que revisar qué es lo que impide verlo. San Ignacio quería que los Ejercicios fueran una verdadera experiencia del Espíritu. Hay que abrir las ventanas para que nos invada este aire fresco.

Decimos a veces que no sabemos que hacer, y en el fondo es que sabemos demasiado y no queremos dar el paso. Las oscuridades vienen no porque el Espíritu no se nos dé, Sino porque actuamos nosotros en contra, racionalizando y demás... etc.

Todo esto nos debe llevar a revisar nuestras posturas. Precisamente ahí está la indiferencia. Muchas veces hacemos la indiferencia poniendo entre paréntesis nuestras posturas más sólidas, que Orar no es pedir que se nos dé, porque ya se nos ha dado; sino disponerse para que entre el Espíritu de Dios en nosotros dado; sino disponerse para que entre el Espíritu de Dios en nosotros.

Que esto sea nuestra suplica para toda la Compañía. El Amor desarmado Von Balthasar: “introducir en el mundo el amor trinitario, sin quitarle ni un ápice”.

San Ignacio quería que los estudiantes tuvieran renta para que pudieran estudiar, pero en pobreza. Sin aburguesarse, y manteniendo el contacto con gente sencilla. Pedir ser recibidos en esta Bandera.




Tema XX. Experiencia religiosa I (plática)

SECULARIZACION:

El medio humano tiene una tremenda influencia en nuestra experiencia de Dios. Las circunstancias matizan esta experiencia. La secularización es hoy la gran influencia en la experiencia religiosa. Vamos a analizar este fenómeno. Pueden darse seis modelos:

1° Pérdida del prestigio e influencia de los símbolos, doctrinas, e instituciones religiosas. Este modelo va a una sociedad sin religión, ya que no se le ve valor.

2° Alejamiento u olvido de lo sobrenatural. La Religión se concentra sólo en la tarea pragmática del presente. La tendencia es reducir lo religioso a lo socio-político, preguntándose el creyente qué añade la fe a vida terrena.

3° Despego de la sociedad respecto a lo religioso. Privatización de lo religioso. Pierde relieve público.

4° Transposición antropológica de las creencias e instituciones religiosas. Se va a hacer del hombre el centro de la Religión. Sociedad antropologizada, horizontalismo. Una radical inmanentización de la escatología. Reducción de lo religioso a la Ética social y política.

5° Desacralización del mundo y del hombre, por la objetivación científico- técnica. La tendencia del modelo es hacia una sociedad sin lugar para lo sagrado. Todo lo absorbe lo técnico, lo racional, lo eficaz, la organización, etc.

6° Tránsito de una sociedad sagrada a una sociedad secular. La tendencia del modelo es hacia una sociedad que tiene, como valores absolutos, los meramente funcionales y empíricos racionales.

La secularización es un fenómeno social, no es religioso propiamente, pero lleva sus impactos esta referencia tremenda a los religiosos. En esta sociedad, en este proceso de secularización está haciendo, está viviendo el hombre actual, está respirando; por tanto puede dejar sus huellas profundas, evidentemente tendrá que saber ubicarse en esta sociedad, con estos valores que por otra parte son los absolutos, los de Dios, los de Cristo y por esta referencia y por esta vida con referencia a Cristo.

EXPERIENCIA RELIGIOSA

Experiencia es un contacto inmediato, experimental con algo, o con alguien. Experimentar es distinto de pensar. Experimentar una experiencia, un encuentro con algo.

Experiencia religiosa es una experiencia de Dios en algún grado, de Cristo en alguna forma.

El hombre aparece universalmente religioso y toda la historia de las religiones nos manifiesta al hombre religioso. Ese hombre religioso en la primera parte por lo menos, divide, separa lo profano de lo religioso. El mundo religioso es un mundo aparte, un mundo independiente. El mundo de la práctica religiosa, el mundo de la oración, de la liturgia, del sacrificio, de la adoración, y el mundo profano, lo que se da fuera de esa esfera, son dos mundos distintos.

Podemos preguntarnos, si pertenece a la estructura de lo religioso la separación de estas dos esferas. Si realmente hay un mundo religioso distinto del mundo profano; porque el hombre moderno sobre todo desde Marx, Freud y Nietzche, sospecha de toda posible forma de alienación y de evasión de la vida. Y ellos consideran que la vida religiosa es una alienación que nos lleva a un mundo distinto de éste.

Por la experiencia privilegiada que tuvo Israel, podemos decir que no son distintas esas dos esferas, esos dos mundos.

Lo sagrado no fue un lugar, ni tampoco un tiempo (lugar sagrado, tiempo sagrado). Lo sagrado fue solo Yahvé su Señor. Donde se relacionó, donde sintió, donde experimentó a Yahvé, es en la Historia del pueblo.

La Historia que va apareciendo por medio de acontecimientos, por medio de obras que hace el Señor. Jesús se presenta como punto culminante de esta manifestación de Yahvé en la historia.

San Pablo nos dirá que la libertad plena del cristiano, se manifiesta en esta presencia universal del Espíritu de Jesús Resucitado que se ha apoderado de toda la historia humana.

Cristo ha dejado signos visibles explícitos, momentos fuertes, de la historia de la salvación, en la que se hace presente, especialmente en el que profesamos que Cristo nos salva y que Cristo está con nosotros. Así los signos visibles de la presencia de Cristo son su Palabra, el Sacramento la Comunidad de los creyentes, la Iglesia.

Lo sagrado y lo profano no son dos realidades en sí mismas independientes una de la otra, no son dos áreas diversas; sino que son dos aspectos de una misma realidad, dialécticos, que lejos de excluirse, se implican mutuamente.

La verdadera naturaleza de lo sagrado no es una realidad en sí, sino una relación. Es sagrada una cosa, una actividad, una criatura, si la relacionamos con Dios. Es la relación de la naturaleza del hombre y de la historia con el Señor.

El polo sagrado es la apertura de la criatura hacia la trascendencia, hacia el Señor. Lo profano es la autonomía de cada criatura, su propia consistencia, su mismo ser. Lo sagrado es el sentido profundo y último de toda realidad. Aquel punto en que toda autonomía creada se convierte en dependencia de Dios, o en relación con Dios.

El celibato, no es una cosa sagrada, es una cosa humana, una realidad humana. Hay muchos hombres, muchos seres célibes, que se quedan célibes por motivos humanos; será una profesión, será lo político, será la patria, lo que sea. El celibato en sí es una realidad: profana como el matrimonio. Será cristiano si lo relaciono con Dios y lo vivo en la caridad de Dios y lo relaciono con el Señor y con el llamamiento cristiano con la fe cristiana. No existen realidades absolutamente sobrenaturales en sí y otras naturales.

Si Dios es lo último de nuestra vida humana, supone lo penúltimo. No pasamos a lo último sin lo penúltimo en directo. Vamos a través de nuestra existencia humana a experimentar la presencia de eso último. Sólo tenemos acceso al Señor, a través de la misma realidad profana, histórica y temporal, que ha sido asumida por el Señor. Y de allí viene lo que decíamos que una nueva situación histórica nos trae una nueva experiencia cristiana, por esa mediación que hay en la realidad humana para la experiencia de Dios.

Por eso si no queremos quedar anclados en el pasado, tenemos que estar muy atentos. El hombre actual experimenta el mundo, la realidad intramundana; y tan intensa que lleva a marginar toda otra realidad, que no sea realidad intramundana. Es esa tendencia a la secularización.

¿Cabe la experiencia religiosa, la experiencia cristiana en esta experiencia ultra-mundana que va teniendo el hombre en esta sociedad secular? Los ateos responden que no. Lo absoluto es la experiencia mundana e intramundana. Todo lo demás ya es una cosa superada, una cosa pre científica, es una evasión, una alienación.

La respuesta cristiana es que sí. En la experiencia intramundana se pregunta por el sentido de esta realidad que está experimentando. Esto indica que existen zonas de la experiencia humana que no son meramente cuantificables por la ciencia o por la técnica.

En la experiencia humana existe una zona abierta a la interrogación por el sentido del hombre y de la vida, de la historia, del progreso y del futuro. El hombre se experimenta como trascendiendo esa experiencia meramente intramundana, como abierto a algo ulterior. Por ejemplo, en la experiencia de la responsabilidad de la libertad y del amor.

Diversos Niveles de la experiencia intramundana

1. Experiencia cosmológica: Es la experiencia del mundo como naturaleza, como universo en el cual vive el hombre. Sé pregunta si en esta experiencia cosmológica puede tener lugar una experiencia religiosa. La naturaleza ha jugado un papel importante en la historia de la espiritualidad, desde los desiertos quemados de Egipto a la placidez serena de la Umbría franciscana.

Hoy no parece ser esta experiencia cosmológica un lugar para la experiencia de Dios en el hombre actual. El hombre actual experimenta al mundo como una tarea y obra por hacer. El mundo de la naturaleza no tiene sentido sacral para el hombre científico. Aunque ciertamente no faltan espíritus como Teillard de Chardin que escriben un himno al Universo o a la Materia. El mundo aparece para el hombre mucho más como imagen del mismo hombre, de lo que el hombre hace y de lo que el hombre domina.

2. Experiencia antropológica: A medida que el hombre y la historia avanzan, la experiencia se interioriza, se humaniza. Y la contemplación, la admiración del hombre por la naturaleza pasa al interior del mismo hombre, Desde aquel “no quieras salir fuera de ti mismo” (San Agustín) a la moderna filosofía existencial. El tema bíblico del corazón, como sede de la interioridad y afectividad humana. La teología Patrística sobre el nacimiento del Verbo en el corazón del hombre. La teología medieval de los sentidos interiores y de la aplicación de sentidos. La Devotio moderna, el sentido intimista del Kempis, las escuelas clásicas de espiritualidad han considerado el interior del hombre como lugar especialmente apto para el encuentro con Dios.

Nos encontramos sin embargo con un fenómeno que debemos tener en cuenta con las generaciones modernas. La interiorización del hombre es criticada por muchos como introversión morbosa, enfermiza o alienación. Desde Freud sobre todo con el descubrimiento de la sicología profunda.

La vuelta al silencio del corazón se ha convertido en una tarea no sólo difícil sino imposible para muchos. Pero sería muy infantil ceder a la fácil tentación de la extraversión, como si la afirmación de siglos y la tradición humana y cristiana pudieran carecer de valor.

El mismo hombre moderno busca hoy nuevas técnicas de concentración de silencio acudiendo si es preciso a fuentes orientales. Siempre será verdad que la persona humana posee un último reducto de incomunicabilidad, una soledad radical, donde juegan su base definitiva la libertad de opción, la esperanza, el misterio. El corazón juega un gran papel en la experiencia humana, pero no es necesariamente el punto de partida. Es más bien término y consumación.




Tema XXI. Los Tres Binarios

En las Dos Banderas hemos podido aprender a diferenciar entre el Cristo verdadero y el falso. Ahora hemos de examinar nuestra sinceridad. Somos sinceros subjetivamente (quién lo duda) pero objetivamente no lo somos tanto.

En esta meditación San Ignacio nos hace un test para examinar nuestra sinceridad ante el ordenamiento de nuestra vida. ¿Quiero de verdad o no quiero? Nos presenta la dialéctica necesaria en una sincera entrega al Señor.

No puede darse quien está retenido por algo. No está disponible. El darse está en la capacidad de entregarse, en función del despegarse. En el momento de darnos tropezamos con algo querido. Entonces vienen los pasos atrás, los falsos tranquilizantes de conciencia.

¿Cuál es nuestra situación ante Cristo? Hemos hecho repetidos ofrecimientos a Cristo, repetidas oblaciones que llevan a renuncias. Comenzamos la vocación dejando familia, planes, patria... Pero conforme vamos conociendo a Cristo vemos que nos queda mucho por dejar. Nos queda algo doloroso y difícil que es dejarnos a nosotros mismos.

Algo semejante le sucedió, a los apóstoles: dejaron redes, familia, etc., pero ya con Cristo se dan cuenta de que hay algo más a lo que tienen que renunciar: su concepción religiosa, su imagen del Mesías, su vivencia de la Alianza... Lucha dramática en la convivencia diaria con Cristo al ver la oposición entre sus propias concepciones y las de Cristo. Cristo les pide hasta dejar la imagen que tienen de Dios, la imagen de sacrificio, etc. Los apóstoles se aferran a su idea. Muchos se sienten defraudados. Pedro se opone a que la imagen del Mesías quede deshecha por Cristo.

Esto es lo que en alguna medida se nos pide a nosotros y siempre. Todos tenemos un Dios instintivo que nace en nosotros. Pero la fe nace en Dios y El viene a nosotros, pidiéndonos que renunciemos a “nuestro Cristo”, a nuestra imagen de vida sacerdotal, religiosa... Tendremos que soltar seguridades tomadas que nos parecen indudables, pero que son nuestras. El nos irá enseñando como es EL, como se comunica. ¿Qué queremos elegir? Ser libres, optar desde el fondo de nosotros, sin presiones de ningún tipo, no movidos por algo extraño a nosotros que aunque está en nosotros no es lo profundo. Esa soledad donde habita el amor, ese extraño don, incluso los dinamismos religiosos que fue lo que llevó a Israel a absolutizar la Ley. Y Cristo viene a pedir un paso adelante en la búsqueda de un Dios siempre mayor.

Y ante esta exigencia puede haber tres posturas:

1) Reconocer que debo cambiar, despegarme de lo que es mi capital, mi fortuna. Lo reconozco, pero queda ahí en pura teoría. No hago nada para desasirme. Digo sí, pero no hago nada. En el fondo es falta de libertad.

2) La segunda respuesta es la que ve la representación de lo que tiene que dar y tiene la tendencia. Se va en actitud, pero no da. Es la situación del que racionaliza.

Se invocará el apostolado, a Cristo, o lo que sea para no cambiar. En el fondo porque cuesta, humilla... y aparecen los mecanismos de defensa.

3) La tercera es la que pasa de la tendencia al acto. Toda la dificultad está en el afecto que le tengo a la cosa. Por eso la dejo hasta saber si Dios realmente me la pide. Esto es llegar a esa duda metódica en busca de una sincera: lo que hago, ¿vale o no vale? Es cuestionarse sinceramente. Llegar a esta actitud es morir y morir es doloroso.

Y es que en realidad, por lo que vemos en estos momentos de cambio, al llegar a la revisión de las obras, difícilmente se llega a la revisión radical, a dejar en afecto la obra. Nos conformamos con las “mejoras”. Son los tranquilizantes. “Poner la obra a tono”. Pero... ¿sirve la obra? Es que llegar a esa actitud es morir; y morir cuesta. Pero si no, no seremos un cuerpo disponible... Estamos instalados. Y desde esa instalación, queremos cambiar.

Hacerme indiferente y hacerme humildemente crítico a todas nuestras interioridades y posturas. Esto es fruto de la gracia. Por eso San Ignacio nos pone ante los santos, ante Cristo. Postura de pobreza, de honestidad, de sinceridad. Postura sin presupuestos personales. Ante los santos, esos santos de saco y pantalón que nos dan lecciones. Gente humilde que trabaja y se sacrifica. Gente que sufre. ¿Y nosotros? Instalados en nuestra vida. El Ché se jugó todo por un ideal. Nuestro ideal es más alto; ¿nos cambia?.




Tema XXII. Elección de los Apóstoles

Fue un paso decisivo de Cristo. Llama la atención que siendo un Dios, que viene con algo tan exclusivo de Dios como es la salvación, quiera contar con colaboradores. Si algo podía hacer Cristo sólo era la tarea del Reino. Sin embargo quiso contar con nosotros. Es una manifestación de la encamación. Vemos una vez más en actuación el amor desarmado que quiere contar con la colaboración de la debilidad humana.

A nosotros nos cuesta ser colaboradores, nos cuesta ceder el paso. Nos gusta mantenernos. Cristo comienza ya pensando en los que le van a suceder. Es una demostración de un Dios que viene a comunicar, compartir, colaborar... Es decir, lo comunitario.

Los Evangelios nos hablan de vocaciones individuales y luego de un llamamiento grupal. Los llamamientos individuales aparecen en el cap. I de Marcos y Juan y en el capítulo IV de Mateo y Lucas. La vocación del grupo aparece sobre todo en Mc. 3,13-19; Mt. 10,1-4: Le. 6,12-16. Seguimos a Lucas y Marcos.

Al llamamiento de los doce precedió una larga oración de Cristo durante toda la noche. La vocación viene del Padre: “tú me los diste...” En el plan del Padre está la vocación de los doce. Diálogo de Cristo y el Padre sobre los elegidos. Elección del Padre por medio de Cristo. Aquí estamos representados nosotros. Tenemos una historia de una llamada a lo largo de nuestra vida. Dios nos llama. Cristo me llama. Si en algún paso del Evangelio estamos representados, es en éste. Si la iniciativa parte de Dios, la decisión no se funda en nosotros.

La palabra “llamar” en sentido de vocación aparece por primera vez en Jacob. Es una llamada para elegir. Somos elegidos como dice San Pablo. Nos elige no por méritos o cualidades propias. Es una iniciativa libre por parte de Dios. Toda la fuerza está en este llamado libre y gratuito. “Non vos elegistis me sed ego elegi vos”. La clave no está en que seamos débiles o ignorantes sino en que realmente seamos llamados.

El llamamiento cristiano es una creación nueva. Crea algo que no existía. Es una invitación a salir fuera no del mundo, pero si de “nuestro mundo”. Un cambio cualitativo. Dejar un género de vida para tomar otro. Es salir de un lugar a una persona. Es la adhesión a Jesucristo. Es el llenar todo de Cristo y a Cristo de todo nuestro mundo. Por eso supone un cambio: pescadores de hombres. “Los hizo doce” equivale a los creó doce.

¿Para qué los elige? Los elige para estar con El: lo que Cristo hace, lo que Cristo piensa, lo que Cristo quiere. Y ser enviados con la misma misión que Cristo ha recibido del Padre. Jesucristo es el fundador y el creador de esta comunidad escatológica.

Están destinados a ser testigos de Cristo. El profeta entra en el mundo nuevo de una nueva misión. La misma vida del profeta es ya un testimonio de Cristo. “Lo que hemos visto, lo que hemos oído, eso les transmitimos”. El profeta es un hombre movido por una fuerte experiencia de la presencia de Dios.

El apóstol es el que es capaz de engendrar no en la carne ni en la sangre, sino en Dios. Por eso Cristo les da poder, no mundano y de dominio, sino de dar la vida de Dios.

¿Cómo ejercitar la misión? El capítulo X de San Mateo nos dice que la misión consiste en el Reino de Dios: el perdón de los pecados, la fraternidad cristiana, etc. Cristo los envía en pobreza; los envía en grupo (de dos en dos) les encarga dar gratuitamente: sin esperar ganancia; con sencillez y con astucia al mismo tiempo.

La Compañía recibe también esta misión hoy, por voz del Vicario de Cristo. Hoy se realiza de nuevo este envío. La vocación es nueva según las circunstancias cambiantes. Nace hoy algo distinto, inédito; pero con el mismo espíritu, con la misma dinámica.

La Compañía ha cambiado tremendamente a través de los tiempos. Ha tomado muchas iniciativas a lo largo de la historia. Muchas, condenadas de hecho y luego canonizadas. Y sin embargo hoy tenemos miedo al cambio. Aquellos padres hicieron grandes cambios sin miedo. ¿Por qué? Porque llevaban a Cristo. Quizá hoy tenemos menos imaginación que nuestros antepasados, menos audacia creadora. La Compañía ha incursionado en terrenos “seculares” para llevar ahí el Reino de Dios, y ahora nos parece que eso es “meterse en política”.

A los apóstoles se les da poder para salvar al hombre entero. Es la línea de toda la realidad humana señalada por el Concilio. Quizá hemos dividido demasiado entre lo material y lo espiritual; y trabajar en lo material se considera de inspiración dudosa y “social”. Recordemos las reducciones del Paraguay, las de Juli...

Nuestra vocación es como grupo. San Ignacio nos concibe como un cuerpo y como comunidad. Y el primer grupo no fue idílico y fácil en la unión. Tuvieron muchos problemas, pero entre ellos había comunicación. Se comunicaban. Eran amigos en el Señor. Seriamente amigos. Poniendo el amor más en obras que en palabras. Aman obrando, sirviendo.




Tema XXIII. La oración de Jesucristo

El Padre aparece como centro de toda su vida. La totalidad de su vida es recibida del Padre y retornada al Padre en una obediencia filial. Por eso Jesucristo aparece como hombre de oración. Hombre de oración en el sentido total de la vida.

Jesús no se limita a una sola forma de orar. En EL se da toda escala de posibilidades por las que el hombre procura ponerse en contacto con Dios.

Con sus discípulos cumple la celebración litúrgica prescrita a su pueblo. Oró la oración de su pueblo, en la sinagoga, en el Templo. En la Sinagoga rezaban los salmos y oraciones como cualquier israelita. Juntamente con su pueblo adoraba al Padre, pero hay algo peculiar en esta oración de Jesucristo, algo propio de Él. Una oración realizada con sus propias palabras.

De la frescura de sus parábolas podemos colegir cómo eran las palabras de Jesús a su Padre. Sin duda rezaba siempre (Lc. 10,21). Su oración es filial, confiada, que brota como espontáneamente. Eso es lo más característico de la oración de Cristo. Hay otra característica también fundamental como la primera. No es una oración en sí: sino con su Padre en salvación del mundo, en actitud de amor al mundo y al hombre y por eso es una oración misionera. Una oración inseparable de su misión, inseparable de su vida.

El Hecho de haberse retirado al desierto se interpreta en el Evangelio como entrada en su misión, está en relación directa con la misión. Cuando va a elegir a los apóstoles ora, es decir, su relación con el Padre es en relación con los hombres, en relación con la obra, en relación con la vida que debe establecer en este mundo. Cuando le quieren hacer rey después de la Multiplicación de los panes, y también se retira a orar porque le quieren desviar del timón de su misión, de su vida. Le quieren perturbar su vocación, el estilo de su vocación.

Después de haber orado una mañana dirá: es necesario que vayamos a evangelizar también a otros pueblos.

En los grandes momentos sobre todo como vimos en el Jordán, el momento de la misión mesiánica, el momento de las grandes manifestaciones o revelaciones de su Padre en sus milagros como en la resurrección de Lázaro, en la Multiplicación de los panes; sobre todo en la obra salvífica del mundo, de los hombres: la Pasión. Al concluir aquella sobremesa de la Eucaristía, recoge todo lo que entra en esa misión: los hombres, la creación, el mundo, todo está presente en esa relación con el Padre. Por eso la oración que nos demuestra Jesucristo no es algo absoluto en sí, un mundo en sí, orar por orar, sino orar significa relacionar su vida con su Padre. Que su Padre interviene en esta vida, e interpretarla, vivirla en obediencia a su Padre, en apertura a su Padre, no deteniéndose en la inmediatez de esta vida. Pero toda la vida la convierte en oración y aclara así la última dimensión de esta vida.

Jesucristo nos ha enseñado, nos ha hablado sobre la oración. Desde luego nos ha dicho que oremos sin muchas palabras. La oración no son muchas palabras y menos ideas (Mt. 6,78). Nos ha dicho que oremos en todas partes, no solo en el templo o en un monte sagrado sino que ya ha llegado la hora de hablar a Dios en Espíritu y en verdad; es decir, de relacionamos en todas partes con el Padre (Jn. 4, 21-24). Nos ha dicho que oremos sin temor a molestar (Lc. 11, 5-17)

Orar es llegar a esa ultimidad de nuestra vida y nuestro ser que es el Padre, que es la interioridad de la vida. Por eso invocamos al Padre: porque en el fondo de nuestro ser, en el fondo de nuestra vida está el Padre Mt. 6,6. -Orar en común- Mt. 18,19-20.

Y toda esta vida de oración nos la ha encerrado en una fórmula breve, simple, diáfana, en la que está encerrada la totalidad de esta misión del plan salvífico de Dios. La totalidad de Dios, del hombre y del mundo. Ese Padre Nuestro que si es Padre y es nuestro, de todos los hombres, está relacionado con todo el hombre.

El Reino de Dios, la voluntad salvífica de Dios será que tengan pan, el pan material y el pan del espíritu.

El que tengan los hombres el mutuo perdón y la mutua reconciliación, el que tengan la fuerza para vivir este destino de hijos de Dios sin caer en la tentación del maligno. Eso es lo que ha dicho Jesucristo, ese es el tratado de oración que Él nos ha dado. Y desde aquí tenemos que reflexionar sobre esta oración que enseña a Cristo y que revela lo que es orar y nos discierne de esos otros elementos que fácilmente por escuelas de espiritualidad o por tradición, o por la fecundidad cristiana a través de los santos se va teniendo como un tesoro de espiritualidad muy multiforme, pero que lleva el peligro de que perdamos de vista la simplicidad evangélica, el corazón evangélico y de que identifiquemos elementos que no se pueden y no se deben identificar cómo son:

1) Oración, qué es oración

2) Modo de orar, forma de orar

3) Condición para orar

Son tres elementos distintos y a veces los mezclamos y entendemos por oración una forma determinada de oración. Entendemos por condiciones de oración determinadas condiciones que una escuela o una espiritualidad o una experiencia espiritual nos han podido transmitir.

Qué duda cabe que nosotros estamos muy educados en una línea de oración contemplativa, de oración meditativa, de oración en la que nos detenemos a pensar, a discurrir, a reflexionar y es un modo de oración que requiere unas condiciones determinadas y un tiempo determinado. Por eso no es propiamente la oración: es una forma de orar.

La oración es relacionarnos con el Padre. ¿Hace falta una hora de oración para decir el Padrenuestro? Es imposible vivir la vida sin oración. Pero, ¿qué es orar, qué es oración formal, qué es oración personal? Hay mucha confusión en estos conceptos:

Oración formal: oración retirada: falso

Oración personal: oración retirada: falso

Oración formal, oración personal es toda relación con el Padre.

Hay diversas formas de orar, de relacionarme con el Padre. Esta que dice Jesucristo: orar con pocas palabras, esa que ora Jesucristo constantemente en el Evangelio: Te doy gracias ¡Oh Padre! porque has revelado esto a los sencillos y no a los sabios; te doy gracias, Padre porque me has escuchado. ¿Eso no es orar? ¿Dónde está la fuerza de la oración?

¿Está en el tiempo, en la forma, en la meditación, está en el discurso, está en el sentimiento?

Está en que yo me una con Dios. Este es el que tiene la fuerza de oración para la vida. Esto es algo muy personal y muy sagrado.

San Ignacio dice que traten de encontrar a Dios en la vida, en la oración. El mismo decía que la norma de la oración es en primer lugar la discreta Caridad, es decir, las que le exige la verdad de su vida de su entrega a Dios. San Ignacio desde que tuvo esa experiencia de que Dios está presente en el mundo, en el hombre, en la Historia y en todo, tuvo tal convicción de que podía encontrar ahí a Dios, que él mismo de siete horas de oración rebajó a dos porque vio que su encuentro con Dios estaba en su vocación apostólica.

El Padre Gonzáles de Cámara preguntó a San Ignacio, ¿por qué insiste tanto en esta forma de oración si su Paternidad hace dos horas de oración? Respuesta de San Ignacio: “No hay peor equivocación en la vida espiritual que querer conducir a otros por la misma línea en que uno está viviendo o con la misma experiencia que uno está viviendo”.

A nosotros se nos ha educado en la vida de oración de tal manera que nos han dicho que la relación, la acción, el mundo etc. cuidado. Eso acaba con la oración, se opone a la unión con Dios. Hoy se nos hace difícil cambiar.

San Ignacio llegó en ocasiones hasta a dejar la Misa por el gran trabajo apostólico. Pero nunca dejaba la unión con Dios. Se pierde uno sin oración. Pero no sin este tipo de oración.

En los ejercicios pone San Ignacio muchas maneras de orar. Y la Compañía vive de los ejercicios. Poner la unión con Dios en otra cosa que la hora material de oración.

Lo vital es esto, la definición que da el Padre Rahner porque deslinda la oración de los otros elementos, de factores que son accidentales como tiempo y como forma. La oración es toda relación personal en fe, esperanza y caridad; una relación explícita, una relación personal con Dios.

El que hace eso ora, quien hace eso cuenta con la fuerza de Dios, está en relación con Dios en su vida y esto me parece que lo podemos hacer de muchas formas.




Tema XXIV. Experiencia religiosa II (Plática)

Es el tercer nivel de la experiencia intramundana. Es la experiencia interpersonal. (Padre Rahner T. VI).

La sociología, filosofía y teología de hoy han descubierto el valor de la relación interpersonal como punto de partida básico para la experiencia humana y religiosa. No está en ella, pero es su punto de partida.

La relación yo-tú son momentos esenciales de la experiencia humana y religiosa. Dios nos sale al encuentro no en el más allá, sino en el acá de los encuentros humanos.

En la medida en que presto atención al otro, lo considero como persona con dignidad, digno de amor. En esa misma medida comienzo a ser persona. Y en esa relación interpersonal experimento de algún modo al “Otro” (Dios).

Dios se manifiesta en el sacramento del hermano. En el amor al otro y en el ser amado por el otro, se experimenta un horizonte último de amor que llamamos Dios.

El amor al hermano no es fruto del amor de Dios, sino también y principalmente, condición de posibilidad de nuestro amor a Dios. No se trata de amar al prójimo para amar a Dios (como un medio) sino que de hecho llegaré a Dios en la medida en que ame al hermano.

Rahner considera que todas las ideas de la Sagrada Eucaristía sobre el amor al prójimo, deben ser consideradas con toda seriedad, sobre todo en Juan 4, 7, 11, 16, 20.

El amor sincero al hombre es amor a Dios (aunque no se explicite). Teniendo en cuenta que Dios no es un objeto categorial de nuestra experiencia (es decir, que no lo experimentamos directamente sino por lo que nos hace o lo que nos ama) sino como horizonte que trasciende todo lo humano; resulta que sólo a través de la experiencia humana, el hombre puede llegar a este horizonte último, y en concreto a través de la experiencia del amor con el tú fraterno. El hombre sólo se puede realizar como hombre amado. Y en ese acto de amor al hombre, se puede experimentar que Dios es amor (Y sólo así).

El amor al prójimo no es, por lo tanto, un acto moralmente bueno, sino que el amor al prójimo es el acto primario de amor a Dios. Por eso el que no ama al prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Toda experiencia de Dios en el mundo es mediata; sobre todo en el amor al prójimo.

Hay aquí un riesgo: el horizontalismo. Reducir el cristianismo a un humanismo; la Iglesia a una sociedad benéfica; y a Jesucristo a un hombre perfecto. Pero el riesgo no puede apartarnos de la verdad. Hay que afirmar (dice Rahner) que el acto religiosamente explícito es secundario frente al acto de amor fraterno (por ejemplo, el altar y el hermano).

Lo nuevo de esta doctrina es que el amor fraterno (siempre proclamado en la Iglesia) no es una consecuencia del amor a Dios sino algo primero. Es nuevo en el sentido de que hemos tomado conciencia de ello.

Rahner llega a decir que el acto del amor incondicional al hermano implica el acto de fe en Cristo. Lo deduce de Mateo 25 (tuve hambre y me diste de comer...).

Hay un hombre; en el que Dios se ha hecho cercanía a los hombres: Cristo. Esta es la revelación cristiana del Nuevo Testamento: encontrar a Dios experimentalmente a través del Evangelio.

Experiencia comunitaria: Está fundamentada por la anterior. La relación tú-yo va a fundar la comunidad de Hijos de Dios. Culmina en la solidaridad humanitaria.

La dimensión comunitaria, al ser plenitud de la experiencia interpersonal de relación, de unos con otros, constituye el momento pleno de la experiencia interpersonal. Y por lo tanto la plenitud privilegiada de la experiencia religiosa y cristiana.

Si la experiencia interpersonal tiene su plenitud en la comunidad, la experiencia comunitaria se plenifica en la Iglesia, comunidad mediadora entre los hombres y Cristo. La comunidad revela a Cristo resucitado.

El amor humano y comunitario puede ser mediación cristiana de nuestro caminar hacia el Padre. La liturgia cristiana. San Pablo hablando a los cristianos les dice que son ellos como personas y como comunidad el templo de Cristo; y que ahí es donde se ofrece los sacrificios vivos. También dice San Pedro que son el sacrificio de la caridad, del perdón, de la hospitalidad, de la reconciliación y todo eso, etc. Entonces la vida cristiana es una verdadera liturgia que culmina en la liturgia sacramental, en la celebración sacramental.

¿Qué es la liturgia sacramental? ¿Es el punto de partida del día, o es el punto de llegada del día?...Pueden ser las dos cosas. Karl Rahner, habla de un giro copernicano en la valorización de la liturgia y de la Eucaristía.

Dice él, en lugar de un movimiento que va desde el acontecimiento sacramental a la realización y efecto del sacramento en el mundo, ahora el movimiento es inverso, es el movimiento del mundo al sacramento.

La misa dominical no parece ser para muchos el punto de arranque para la santificación de la semana, sino el momento en el cual todo cuanto se ha vivido en amor, sufrimiento, fe y esperanza alcanza en su dimensión explícitamente comunitaria y sacramental en la liturgia eucarística. No se oponen los dos movimientos como contradictorios o irreconciliables. El solo hecho de que la juventud hoy prefiera Misas vespertinas; a las matutinas, puede ser un indicio significativo de este estilo nuevo de comprender la Iglesia y la liturgia, pero superando nuestras limitaciones, decadencias y perezas.

Karl Rahner, dice que sólo podemos entender la liturgia, partiendo de la liturgia del mundo, de la liturgia existencial de la fe, que se identifica con la real consumación de la historia del mundo. El centro culminante de la liturgia cristiana del mundo fue la muerte de Jesús de Nazaret, y esto es precisamente lo que celebramos y conmemoramos en la liturgia eucarística.

De aquí puede deducirse que donde la celebración sacramental y eclesial no tiene un contenido vital y existencial, personal y comunitario, el signo sacramental, tiene el gran peligro de ser el signo vacío de contenido, una inflación de rito sin base humana, una liturgia farisaica. El apartamiento de muchos cristianos de la Iglesia nace de esta repulsa de unos signos que no corresponden a la realidad.

La experiencia eclesial pasa por la mediación de la experiencia comunitaria. No es casual que la familia sea la célula de la Iglesia. La última posibilidad de experiencia humana, como experiencia religiosa, es la experiencia histórica. La historia con la presencia de Dios.




Tema XXV. La Eucaristía

Vamos a comenzar la tercera semana con el misterio de la Eucaristía.

Este paso es llamado por Jesucristo “SU HORA”. Esa hora distinta de la HORA del mundo. Es la PASCUA. Es el paso como nos dice San Juan en el Cap. 13. Es el anticipo de la Pasión, es la causa profunda de la Pasión. Me quiero hacer presente a este Cristo que hoy en su Iglesia y en su humanidad está dando este PASO. “Jesucristo hoy está llevando la Cruz” en el mundo. En este Cristo actual y así desde EL debemos llegar a ese Cristo histórico que dio ese paso y que es la garantía de que toda la Pasión, todas las cruces, todos los misterios, todo el emporio del dolor que estamos viviendo en la vida todos sean un paso, una PASCUA si lo hacemos como El, si lo vivimos como El, si lo pasamos con EL.

“Antes de la fiesta de la PASCUA, sabiendo Jesús que había llegado su HORA de pasar de este mundo al Padre”. “Sabiendo Jesús”. Con plena conciencia sabe lo que hace v sabe lo que es.

“Llegada la hora de pasar de este mundo al Padre”. Es el paso del pecado a la gracia, el paso de la esclavitud a la liberación, a la libertad, el paso del egoísmo al Amor. Este es el paso al Padre y pasar de este mundo, donde está enquistado el pecado, al PADRE. Vamos a ver cuál es el itinerario, cuál es el camino.

“Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Ese es el camino paso de este mundo al Padre. No pasa solo Jesucristo. Pasará amando a los suyos.

Pasará con los suyos, junto a esa genealogía humana que veíamos en el bautismo del Jordán y junto con ellos irá hasta Adán y de ahí a Dios su Padre. “En esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” 1 Jn. 3.

La Pascua verdadera es esta: nuestro paso continuo al Padre será amando, y amando a los de este mundo, al hombre real, al que está aquí. ¿Quiénes son estos “suyos”, a quienes Cristo ama hasta el extremo? Se llama Judas con todo el realismo de la palabra. Sé llama Pedro con todas sus negaciones. Hombres pobres a quien está amando concretamente “hasta el extremo”.

“Durante la Cena cuando ya el diablo había inspirado a Judas Iscariote hijo de Simón, el propósito de entregarle”. Aquí está el choque del pecado y el Reino de Dios. Aquí, detrás de Judas está el misterio de iniquidad, y aquí lo tienen cerca de Jesús. ¿Qué hace Cristo con este hombre? ¿Cuál es la reacción de Cristo? “Sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía”. Esta es la premisa: ¿Cómo se retorna a Dios? Aquí tenemos la consecuencia inaudita.

Esta lógica tan ilógica, tan nueva y misteriosa. “Se levanta de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, echa agua en un lavatorio y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido” ¡Qué lógica tan extraña! “Sabiendo que era de Dios, sabiendo que volvía a Dios y que esta hora es la hora del Retorno a su Padre, se ciñe, lava los pies, se pone a los pies de estos hombres. De ese Judas en quien había entrado Satanás, de ese Pedro que viene a continuación.

Notemos que la conexión de este “saber” que todo había sido puesto en sus manos y que esas manos empiecen ahora a lavar los pies, no es una consecuencia cronológica. Es decir: sabiendo esto, a pesar de saber esto, hizo esto. Sino: porque sabía esto, por eso les lava los pies “Llegó a Simón Pedro”; y aquí de nuevo se encuentra, contra la resistencia, con la extrañeza, con la incomprensión de Pedro. Tu jamás me lavarás a mí los pies”.

Esto no puede ser, esto te deshonra, te humilla, y de nuevo Jesucristo le comunica que si no se deja lavar los pies no tendrá parte con El. De nuevo la lucha de los dos Cristos. El Cristo de Dios y el Cristo de los hombres. Pedro no comprendía que el Hijo de Dios tuviera que hacer este servicio de esclavo, de criado. Demasiado humillante. Aquí tenemos el Amor desarmado en su hora.

"Después que le lavó los pies, tomó su manto, volvió a la mesa y les dijo: ¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman el Maestro y el Señor, y dicen bien porque lo soy, pues si yo el Señor y el Maestro les he lavado los pies, (de nuevo la lógica extraña de Dios) también ustedes, deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que también Uds. hagan lo que yo he hecho con Uds.”

¿Cómo nos va a extrañar que encontremos a Dios en los hermanos y con nuestros hermanos nos portamos como se portó Dios, si con nuestros hermanos hacemos, lo que Dios ha hecho? ¿Si amamos a nuestros hermanos concretos como Cristo ha amado? Es hacer lo que Cristo ha hecho. Es hacer lo que Dios ha hecho. Dios es Amor. Aquí tenemos en qué consiste este Amor.

El que haga esto no solamente encuentra a Dios sino está siendo Dios. Este es el milagro. Este es el Paso de este mundo al Padre y esta es la verdadera unión y oración con el Padre. Este es el encuentro con Dios, esta es la experiencia de Dios. Tenemos que dejarnos invadir por Cristo en todo lo que nos diga Cristo aquí.

Y a ver si lo sabemos y sabiendo esto sacamos las consecuencias que saca Cristo en nuestra vida. Aquí tenemos todo lo que hemos querido decir de nuestra conversión comunitaria. A ver si no hay que morir para hacer grupo, a ver si no hay que morir para pasar al Padre a través y con estos hombres, estos hermanos nuestros que somos cada uno. Podemos tener muchas deficiencias, como tiene Judas, como tiene Pedro, como tienen los demás, pero Cristo -ya hemos dicho- no nos ama por los méritos, ni nos deja de amar por los deméritos. Ama por la fuerza del Amor. AMA porque quiso amar a los que quiso. Ama primero. Da el paso primero. Esto es lo nuevo de este Amor y lo da, sea quien sea. Se pone a los pies de quien sea. Así se llame Judas, así sea el diablo en él, Jesús sabía todo esto y sin embargo no se detiene. Esto es lo que Cristo nos enseña en qué consiste ir al Padre. ¿Y en qué consiste?: en morir.

Porque el gran pecado nuestro consiste en no amar a los que están en este mundo. Porque el gran pecado nuestro es hacer acepción de personas aún bajo el punto de vista de bondad, de maldad. A una persona que nos parece a nosotros mala, pensamos que lejos de ponerse a sus pies hay que excomulgarla, hay que conminarla, debe desaparecer. Aquí nos dice Cristo cómo se formará un grupo: qué discernimiento tendremos que hacer para formar un grupo extraño. Y nos dirá Cristo con quiénes ha querido hacer El, el grupo, a quiénes El escogió para formar este primer grupo extraño, apostólico.

Notan los entendidos del Nuevo Testamento que en tan reducido número (12) no pudo escoger mayor diversidad, que la que había en aquellos hombres. Diversidad de cultura, diversidad política, diversidad social-algunos eran distinguidos- diversidad moral, judíos, galileos, diversidad de temperamentos, unos son primarios, otros secundarios, unos tímidos, otros impulsivos, unos más ecuánimes, otros más sensibles... Y de esta diversidad quiso hacer un grupo que sea SIGNO de su venida. Y esa diversidad es precisamente el SIGNO porque formar una comunidad con los que se entienden muy bien, del mismo temperamento, de la misma cuerda, Jesucristo nos diría, que eso también hacen los paganos, para eso no se necesita ningún milagro y no hace falta morir a nada. Pero amar al que es tu enemigo temperamentalmente, culturalmente, socialmente, políticamente o lo que sea, ése es SIGNO; ese es el milagro. Y ahí se demuestra que eso es “lo nuevo”. “Lo viejo” es lo otro, lo sabido; pero lo nuevo, lo maravilloso es este amar de esta forma como Cristo nos ama y Cristo nos dice que podemos hacer esto. El mismo nos dice: “lo que yo he hecho, háganlo Uds.”, entre ustedes que tenían tantas rencillas al venir a esta comida diciendo quién iba a ser el primero, quién iba a ser el segundo, pues “háganlo entre ustedes”. Es decir, nos hace capaces y esta es la gracia. No solamente nos ha hecho objetos de la gracia, capaces de recibir la gracia de este amor de Dios sino nos ha hecho sujetos de la gracia. Nos ha hecho capaces de ser gracia para los demás, de amar primero a los demás, de ponemos a los pies de los demás. Cristo nos lo da. Esta es precisamente nuestra salvación y esta es la nueva creación. Este es el nuevo corazón. Este es el nuevo hombre que nos crea Jesucristo.

Por eso tenemos que confiar grandemente. No nos digamos que esto es difícil. Difícil no es; es imposible para nosotros. Es precisamente la gracia salvífica. Es el don de Dios que nos convierte del pecado en gracia.

Jesucristo no pasa sólo de este mundo al Padre; nos arrastra a todos. Por eso se pone a los pies de todos y con ellos va a pasar. Ya no solo al Padre. Y con El vamos a arrancar de nosotros el pecado, el egoísmo. Y arrancamos todos los celos y muros que nos imposibilitan vivir el Espíritu de Cristo y pasar hacia la libertad, hacia el AMOR, al AMOR NUEVO. Y por eso somos capaces de hacer esto. De los Ejercicios sacamos esta FÉ, esta Esperanza en que somos capaces de “Pasar”... que tengo este carácter, estas dificultades, pongámonos delante de Cristo, a ver si tenemos remedio.

Si no nos dejamos tocar por Cristo, nos quedaremos en donde estábamos, no hemos “pasado”.

Quizá hemos dado unos pasos superficiales para tranquilizar nuestra conciencia, pero si nos dejamos tocar por Cristo que quiere lavar nuestro corazón, pasaremos, con El. Estos hombres eran bien estrechos, enquistados en sí mismos, bien judíos y sin embargo estos hombres pasaron. Dejémonos tocar, dejémonos lavar, tendremos entonces "parte con Cristo”.

En estos tiempos en que debemos dar ese Signo de que Cristo está en nosotros, de que somos compañeros de Jesús todos (de una mentalidad u otra, de tantos o pocos años). Quién va a dudar de esto si nos dejamos tocar por Cristo, lavar por la sangre de Cristo y decidimos de verdad “lavamos los pies los unos a los otros”. Pasar de este mundo al Padre es para Cristo pasar de sí mismo, a Judas Iscariote, a Pedro, a Juan, a Santiago, a Judas Tadeo... Así también nosotros...

Así pasaremos al Padre, sino no pasaremos. Ojalá formemos esta Comunidad evangélica cristiana, llamada Compañía de Jesús. Y podamos así ofrecer el primer paso, el más radical de una renovación: Estemos bien seguros y bien ciertos que no va a consistir la renovación radical nuestra en que demos pasos: por ejemplo “en la renovación de la pobreza, o en la renovación de una pastoral a otra...” Esto no es radical, con esto no nos van a conocer como nos dice Cristo en esta misma noche que “Él ha venido”: nos van a conocer si nos amamos. Cristo no nos ha dicho: Sean pobres, incluso sean célibes. Ha dicho: “Ámense los unos a los otros. Y en esto les van a conocer si son mis discípulos”.

Este es el paso, por eso la renovación radical que hagamos hoy será la renovación en el amor, en la caridad. Quizá no podamos pasar de una idea a otra, porque ya estamos esclerotizados, pero si podemos pasar de nosotros mismos a los demás, podemos Amar y Cristo nos pide que nuestro corazón sea siempre “amable” y que quitemos esa esclerotización del corazón. Cristo nos pide esto y que recojamos esta conclusión hecha por Cristo hoy, en el Perú en esta su Compañía ahora, a los que estamos aquí.

Y a ver qué pasos tenemos que dar. Cristo tuvo una paciencia infinita para que vieran los pasos que podían dar, no oprime, no obliga, no presiona, sino que muere, lava los pies, sirve y deja que den los pasos cuando puedan darlos con un infinito respeto a cada uno de los hombres que tiene delante. Tomando ese pan, tomando ese vino: “este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”. En un primer momento esto que es mi cuerpo, ésta que es mi Sangre, identificado con el pecado, el pecado de los hombres, de todos los tiempos, de Judas, de Pedro, de los fariseos... de la masa infantil desagradecida... Y va a dar un paso transustancial al cuerpo de gracia, al cuerpo espiritual, al cuerpo de la resurrección que es del Amor. Esto significa la Eucaristía. Este paso de este mundo al Padre, de este cuerpo de pecado en el que vivimos, a través de la muerte, al cuerpo espiritual, al cuerpo de la gracia, al cuerpo del Amor. Este es el paso que queremos dar, eso significa una reforma, una elección en ejercicios, pasar de una esclavitud o insuficiencia en el servicio de Dios en el egoísmo más o menos larvado a la vida, a la gracia, al Amor. Y sobre todo significa del cuerpo de pecado, egoísmo e individualismo, pasar a la Comunidad. Porque si la Comunidad es la expresión de la gracia, la expresión trinitaria, la expresión de la Salvación ya anticipada aquí, realmente este es el paso de este mundo al Padre. Los demás los daremos poco a poco. Pero esto supone una actitud, sincera, actitud común, de ayudarnos mutuamente a dar este paso. Porque somos muchas veces nosotros mismos los que frenamos que se den estos pasos por la actitud que podamos tomar: actitudes agresivas defensivas, acusadoras, defensoras, de crítica, de desconfianza... todo esto paraliza. Tenemos que ayudamos mutuamente, comprendernos, respetamos verdadera y sinceramente en el mismo dar el paso. Esto se hace comenzando por salir de nosotros mismos como nos dirá San Ignacio para dar el paso de la elección de la reforma: “salir de su propio amor querer e interés”. A veces nuestro “querer e interés” está si se quiere no en cosas burdas que manifiestan egoísmo sino en cosas delicadas, en cosas espirituales. Quizá para hacer comunidad tengo que renunciar a mi idea de Comunidad. Querer ser pobres: quizá lo primero que tenemos que hacer es renunciar a nuestra idea de pobreza a la que nos aferramos, muchas veces con una potencia, con una riqueza de posesión, de seguridad en sí mismo aún sobre las ideas de pobreza o de compromiso; estamos no siendo pobres, y siendo ricos con títulos de pobreza a base de la pobreza, o siendo, ya cerrados y egoístas a título comunitario o a título de amor o a título de caridad.

La Eucaristía es el anticipo de ese paso, el anticipo del pecado a la liberación, del egoísmo al amor, del individuo a la Comunidad. Cambio substancial. Así es cuando podemos caminar con Cristo y Cristo, como el primogénito de toda la creación, da este paso que anticipada oración, es el Amor. Comulga con nosotros cada día, nos está dando la Eucaristía que estamos celebrando. Es esta Eucaristía viva, este paso vivo que nos mete en el corazón para que podamos ser capaces de pasar con El también y de ir creciendo en este paso a este Reino de Dios, a este Padre que es el Amor.

Esto significa la Eucaristía y esa es también la gran esperanza, aliento, optimismo para que todos los anhelos que podamos tener en estos días, no los desaprovechemos diciendo: “Otras veces he pensado esto y ya la vida tiene su ritmo...” Esto es pasar por los Ejercicios sin haber pasado por Cristo, sin llevar a Cristo. El mundo será igual al que dejamos, la comunidad de donde venimos será igual, pero si nos hemos encontrado con Cristo, seremos distintos algo nuevo habrá en nosotros, por eso hoy tenemos que poner nuestra esperanza en que realmente vayamos a Cristo y llevemos a Cristo sembrado en nuestro corazón.

Aquí debemos poner toda la ascesis de nuestra abnegación, de nuestra muerte. Pasar de la muerte a la vida es amarse los unos a los otros y esto es lo que dejará Jesucristo como el último regalo y la última luz para todo lo suyo.

Esa sobremesa larga que sigue a este comienzo, es la primera comunidad ya de Dios con los hermanos en la fraternidad y en la amistad. Ese compartir, como comparten ahí con esa espontaneidad, con esa confianza y con esa comunicación mutua. Este es ya el fruto de este primer paso que Cristo empieza a dar hacia el Padre.

Y ahí Cristo va a resumir todo el Evangelio, toda la revelación, toda la religión, otra la novedad que trae y ha traído a este mundo. Todo el fruto de esta salvación de Dios, de todos los misterios de Dios. ¿Cuál es el signo? ¿Cuál es el testamento que va a dejar Cristo? No va a ser la fe en lo más grandioso como es el dogma de la Trinidad, de la Encamación, de la Eucaristía. La novedad enorme que nos va a dejar Cristo: “en esto los van a conocer”, esta es la señal, “en que amen los unos a los otros”. La caridad a los que están en este mundo, y este amor de amistad: “ya no les llamo siervos sino amigos”. Esto lo hemos oído tantas veces, nos parece tan sabido, tan trivial. Pero tenemos que preguntamos con sinceridad esto que hemos oído tantas veces, ¿es una realidad? ¿Nos conocen a nosotros por eso? ¿Qué dice el mundo de nosotros? ¿La Iglesia se distingue hoy por esto? ¿La Compañía es Compañía de Amor? Nos distinguimos como Amor.

San Ignacio no lo dudó para la Compañía, sería una sociedad, un cuerpo, que tenía que ser móvil, ágil. Disponible. Necesitaba órdenes, leyes, pero antes la ley de este grupo es la del Amor, que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones, no en la ley que se escribe en papeles, en constituciones o en fórmulas.

Hagamos los milagros que tengamos que hacer, podemos hacerlo. Hoy no podemos resolver muchos problemas. No podemos resolver quizá problemas de apostolado, de pastoral, y dejar una casa, cerrar un colegio esto y lo otro, pero podemos amamos..

Ya hoy, ahora en estos momentos, podemos haber comenzado la renovación más radical de la Compañía y de la Iglesia porque esto es lo que ha salvado y esto es lo que salva.

Esto lo podemos hacer hoy. Cristo nos da el poder hacerlo, si creemos en Cristo, si tenemos fe en El, en ese Cristo de la Capilla, en ese Cristo que hemos comulgado hoy.

Ya sé que no lo puedo hacer todo, yo sé que tendré mil limitaciones, pero puedo dar un paso, puedo tener la actitud sincera de querer amar, de querer servir. Esto lo podemos hacer pero lo que pasa normalmente es lo contrario: porque tenemos problemas de pobreza, problemas de apostolado, de mentalidades, de oración y tantos otros, destrozamos la caridad. Y lo que nos distingue es la desunión no la unión, el enfrentamiento no el amor, la crítica y la excomunión mutua, y aun a veces con los de fuera, hablando de los nuestros. Dejémonos empapar del Espíritu de Cristo, estamos aquí en el meollo del Evangelio. Si lo vivimos o no lo vivimos.

Cristo en esta última Cena insiste en otra recomendación y es la Fe: Creen en Dios, crean también en Mí, fíense de Mí. Yo no los dejo. Yo no me voy. No quedan solos: “no les dejaré huérfanos”. Voy a prepararles un lugar y a venir por ustedes. Si me voy, me voy pensando en venir, pensando en ustedes. “Él está en sus vidas”.

Un tipo nuevo de presencia. Más íntimo. Esta es nuestra gran esperanza. Cristo con nosotros. Entonces es cuando podemos ir pasando juntamente con El de este Mundo al Padre.




Tema XXVI. La Pasión

Vamos a seguir en la Pasión, con este paso de Cristo que en el Cenáculo ya previene, lo significa. San Ignacio pone tres notas en la tercera semana como perspectiva con la que debemos orar la Pasión.

Una es “cómo la Divinidad se esconde”. Pudiendo haber destruido, pudiendo haber aparecido con su potencia, con su poder -“todas las cosas había puesto en sus manos el Padre”-, sin embargo no aparece para nada ningún poder, ninguna violencia, ninguna agresión, ninguna defensa. Y, de nuevo, esto significa el amor desarmado con el que salva al mundo, significa perseverar en la fidelidad contra la tentación inicial de ser un Mesías de poder, un Mesías de dominación, un Mesías de posesión. Aparece el Mesías en comunión con el Padre, fiado del Padre a pesar de que falle todo, a pesar de que fracase todo, a pesar de la humillación que supone esperar en Dios, creer que por allí está la salvación. Fue la gran prueba de Jesucristo: el amor desarmado.

La segunda nota que pone San Ignacio es “cómo padece la humanidad, lo cruelísimamente que padece la humanidad”. Y de nuevo insisto en algo que siempre debemos tener presente y no olvidar: no nos vayamos a la humanidad de hace veinte siglos, Cristo padece hoy en la humanidad. Es una realidad, es una actualidad. Cristo como cabeza es Cristo resucitado, pero esa cabeza es cabeza de un cuerpo que es la humanidad y que es la Iglesia. Y ese cuerpo sufre cruelísimamente hoy. Y tenemos que ponemos ante ese Cristo, presente hoy, para que realmente esta Pasión no nos retraiga hacia atrás y sea una consideración ideológica o histórica, sino sea una experiencia viva. Y quiere decir por esto sentir, como quiere San Ignacio, “dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas y pena interna... ¡Cuántos esfuerzos hemos hecho quizá en nuestra vida por llorar al meditar la Pasión de Jesucristo y cuantísimas veces en la Pasión me siento más seco que nunca! ¡La sequedad de la Pasión! Pero, es que no se llora por algo que no se ve, no se llora por algo lejano, por algo que ya pasó, porque aunque Cristo padeciera ya sabemos que Cristo está resucitado, Cristo está doloroso y poco nos llega quizás. Esas lágrimas quizá son posibles cuando nos ponemos en contacto con el Cristo de hoy, con la humanidad de hoy y nos conmueve y sentimos realmente a Cristo en contacto con ella.

Y “todo esto, -dice San Ignacio-, por mis pecados, qué debo hacer y padecer por este Cristo”. Y de nuevo es hacer y padecer por este Cristo de hoy, este Cristo viviente: “Saulo, Saulo ¿por qué me persigues? Todo esto por mis pecados. Por el pecado de Saulo era perseguido Cristo en el cristiano, en el hombre. Por nuestros pecados pueden ser perseguidos hoy nuestros hermanos también y en ellos Cristo. Cada uno sabe cuáles pueden ser estos pecados que tenemos nosotros ahora. Y lo mismo el Cristo actual es el que mejor nos puede descubrir nuestro pecado, cuál es mi pecado. El Cristo actual que está aquí entre nosotros, en esta comunidad, en esta Provincia. ¿Cuál es mi pecado? ¿Cuál es el pecado que hace sufrir a Cristo en mi comunidad o en mi Provincia? ¿Cuál es el Cristo en el Perú que es sufrido, que perseguido en alguna forma? ¿Por qué pecados es perseguido?

Y esto supuesto, vamos a entrar en el primer paso de esta Pascua. Jesucristo como nos manifiesta en el lavatorio de los pies, pasa al Padre yendo a los hombres con los hombres. Ahí encuentra el paso y ese pasar al Padre por los hombres va significar en Cristo una agonía, una verdadera lucha, un verdadero drama; va significar sudar, sangre, va a significar vivir un drama interior como nadie lo ha vivido. Porque ese paso del cuerpo de pecado al cuerpo de gracia encuentra a humanidad en el abismo profundo en el que el pecado la sume y hasta ahí llegó Jesucristo. Y con esto vamos a indicar algo importante en este paso que todo queremos dar de ir al Padre a través de nuestros hermanos, a través de la comunidad. Y es el siguiente: estamos hablando de cambio, cambiar. Pero si nos examinamos un poco no será difícil quizá que nos encontremos con que en este anhelo cambio estoy pidiendo que cambie el otro, que el otro es el que tiene que cambiar. Quizá o yo ya me supongo cambiado o pienso que no debe cambiar y entonces en ambos casos estoy anhelando, estoy trabajando, estoy presionando que cambien los otros. Y esto, sea lo que sea en esta hora de cambio, nos pasa por lo menos en nuestras relaciones mutuas, en este ir al otro. Nos pasa con frecuencia. Cuando quiero relacionarme con otro, cuando yo quiero formar grupo, en el fondo quiero que el otro cambie como yo pienso que debe ser, que el otro se haga a imagen semejanza del esquema que yo tengo, de la categoría que yo tengo y de la imagen que yo tengo. Y Cristo nos enseña y nos revela algo que es fundamental en las relaciones humanas, en las relaciones cristianas, en el formar comunidad: que se el otro cambiándose uno: uno es el que tiene que cambiar, uno es el que tiene que salir de sí mismo y así es únicamente como alcanzará al otro, únicamente así.

¿Qué hace Cristo en el lavatorio de los pies? Cambiarse a sí mismo, salir de mismo porque “siendo Dios se hace siervo, siendo Señor se hace esclavo”. Él es el que cambia para poder llegar a Judas, a Pedro y para poder llegar a todos los demás. Y sólo así es posible el encuentro de unos y de otros, sólo así.

Cristo se encuentra con tres grandes efectos del pecado: -el abandono de Dios la soledad de Dios o respecto de Dios-; -la soledad de la amistad traicionada, y la soledad del ajusticiado. Así está el hombre en pecado. En la Pasión aparece como una afloración de todos los secretos del corazón del hombre, todos los pecados habido y por haber que toman rostros de todos los colores y rostro de todas las deformaciones más espantosas ante Cristo, ante el Amor, ante la salvación de Cristo. Y esta va a ser la Pasión. Jesucristo va a entrar en esa humanidad, en esos rostros de pecado y para eso tiene que cambiar, tiene que salir de sí mismo.

La primera salida: el abandono de Dios. Cristo vive un éxtasis de unión con el Padre, con toda la naturaleza humana, con todas las limitaciones, con todo el realismo con que asumió, pero a través de todo esto se ve que Cristo vive en una unión con el Padre que para Él es su Pan, su alimento, su sed. Es decir, con las formulaciones o las expresiones más vitales expresa Cristo lo que es su unión con el Padre. Una unión sentida, una unión vivida. Cuando todos los judíos se le echa encima, les responde: “Pero Yo nunca estoy solo, mi Padre está conmigo”. Cuando nos enseña a orar, nos ha dicho: “Entrad en el fondo de vuestro ser, de vuestro corazón y ahí encontraréis al Padre”. En esta oración sacerdotal se le ve a Cristo en un verdadero éxtasis, transpuesto ya los límites de este mundo y en la comunión con el Padre, con toda la creación, con todos los hombres. Y ahora de repente se corta ese dique, se derrumba todo esto y queda sumido en una soledad respecto del Padre a la que no hay palabras para expresar. Todos los místicos que hablan de esas pruebas tan dramáticas que sufren a veces, esas noches del espíritu, las noches del sentido, esas noches oscuras, qué tienen que ver con la que vive Cristo en este Paso hacia el Padre al encontrar al hombre en esta ruptura de Dios, en esta soledad de Dios, en esta lejanía de Dios que es el pecado.

Esto lo vive Cristo, eso lo asume Cristo y con esto nos da a entender que los verdaderos actores de la Pasión -los más fáciles son los que aparecen: Judas, Caifás, Herodes, Barrabás- no son estos actores visibles sino los actores invisibles: el Padre y el Hijo. Ese es el drama de la Pasión, esos son los verdaderos actores de la Pasión.

La Pasión, externamente mirada, es producto de la postura que Jesucristo ha tomado ante los poderes, ante el hombre. Pero internamente, a la luz de la fe, es una decisión de Dios, es un plan del Padre: el que nos da San Pablo en el capítulo octavo de la carta a los Romanos: “Entregar a su Hijo sin perdonarlo, como perdonó al hijo de Abraham. Entregarlo hasta el extremo, hasta la muerte”. Ese es el amor del Padre que se nos ha manifestado, como nos dirá San Juan, en que ha entregado a su Hijo hasta la muerte.

En este abandono aparece algo insospechado que ha pasado por el corazón de Cristo y por el interior de Cristo y es esa dualidad de voluntades que aparecen aquí. Hasta este momento aparecía una fusión de su voluntad con la del Padre: “Mi voluntad es hacer la voluntad del que me envió. Mi doctrina es la del que me envió”. Es decir: todo es su Padre. “Mi alimento es hacer la voluntad de aquél que me envió” Y aquí cerca de este huerto nos enseñó a rezar: “que se haga tu voluntad en la tierra como se hace allá en el cielo”. Y ahora, de repente, se rompe esa fusión y aparecen dos voluntades: la voluntad de Cristo y la voluntad del Padre. La crisis de Cristo: la crisis vocacional. Esta es una crisis vocacional como no la ha habido nunca. La vocación de Cristo es esta hora, y, sin embargo, tiembla ante ella e instintivamente desea que no sea esa su vocación y pide al Padre que cambie el plan, si es posible. Él lo puede todo. La carta a los Hebreos nos dice que se lo pide llorando como un niño, con lágrimas, con suplicas, como el niño que le dice: “Padre, tú, tú..., lo puedes todo. ¿Qué te cuesta cambiar de plan? ”. Ese drama ha vivido Jesucristo.

El abandono de Dios, fruto del pecado. Y aquí es donde tenemos que ver nuestros pecados. Los abandonos en los que quizá podemos vivir nuestra vida, abandonados de Dios, es decir, abandonándonos de Dios, viviendo la vida sin esta comunión con Dios, sin esta ultimidad que tiene la vida, con racionalizaciones o ambigüedades. Todo esto tenemos que revisar ahora con Cristo.

¿Y qué hace Cristo en esta situación? Lo único que se puede hacer: orar y orar con una oración de petición. Esa oración de petición es rechazada por el hombre moderno, le parece humillante y le parece inútil. Humillante porque el hombre siente que debe participar en todo de tal manera que rechaza todo lo que se llama paternalismo como indigno del hombre. El hombre tiene recursos para poder de su parte hacer, obrar y actuar. Pero en la fe tenemos que comenzar por reconocer el paternalismo. La gracia se nos da, se nos regala, es un regalo gratuito de Dios. Y tenemos que ser humildes y tenemos que abrir, alargar la mano para recibir. Esto es ser pobre. Jesucristo se siente pobre en este momento porque se siente necesitado de Dios, se siente impotente con todos los recursos que puede o que tiene para poder encarar y enfrentar con lucidez esta hora que es la hora de la salvación. La hora de Dios es la hora del mundo y la hora de los hombres; no se pueden separar. Y por eso Cristo ora, pide, y no hace otra cosa. Este es el sentido de la petición.

La petición no es pedir cosas que nosotros debemos hacer, la petición no es un recurso de vagancia y de pereza humana. Lo que el hombre ha de hacer, el hombre debe hacer y no debemos meter a Dios en lo que el hombre tiene que hacer como imagen de Dios y como vocación que Dios le ha puesto de trabajar la vida. Pero hay una frontera, hay un límite en el que el hombre nada puede. Hay el límite de la impotencia, el límite de haber agotado todos los recursos y el límite de tener que recurrir a Dios. Esta frontera la vive Cristo en esta agonía y la resuelve únicamente con la única solución que hay de orar y orar pidiendo, con la humilde oración de petición. Y una vez más tenemos que decir con San Tomás que “la petición no cambia a Dios, sino nos cambia a nosotros”. La decisión del Padre está, en definitiva y Jesucristo la conoce. Quien se siente perturbado es El, quien se siente confuso es El. Y la oración lo que le hace es ponerse en la actitud profunda de abrir su corazón al plan de su Padre, a la voluntad de su Padre y dejar que entre, aunque le cueste la muerte. Pero en eso está la fuerza y en eso estará la salvación. Si esa es la decisión del Padre es que esa salva, aunque se agonice, aunque se sude sangre y aunque se muera. Si tenemos otra solución mucho más fácil y mucho más cómoda y mucho más humana, mucho más razonable, no es el plan de Dios, eso no salva, eso no vale nada.

La segunda soledad supone entregársenos a nosotros, el cambio de pasar de ese éxtasis de unión con el Padre a esta desolación dramática, única en toda la historia de la espiritualidad. Él se cambia para podemos alcanzar donde estamos. Y se cambia y nos alcanza no pecando sino amando y así dar el paso hacia el Padre porque lleva la fuerza irreversible y la dirección irreversible del amor de Dios que es hacia el Padre porque nace del Padre. .

El segundo paso es el de la soledad de la amistad traicionada. Jesucristo sintió profundamente esto que es tan humano en el corazón humano: la amistad. Tuvo amigos, como sabemos por el Evangelio. Amaba a Marta, María y a Lázaro; amaba a los niños; amaba de una manera peculiar a Santiago, Juan y Pedro; tenía amistades. Todo esto que es el movimiento y la respiración del corazón humano. Jesucristo se hizo hombre y humanizó y divinizó todo lo humano pasando por lo humano, viviendo lo humano, liberando a lo humano para que realmente se expanda y con unas capacidades mucho mayores todavía que las que hubiera tenido por la sola capacidad humana. Y por eso Cristo aparece decididamente amigo de los hombres y decididamente viviendo la amistad humana en toda su limpieza y en toda su fecundidad.

El contacto con el grupo, la relación con el grupo apostólico, con la comunidad ¿cómo la concibe? La concibe como una amistad: “No os llamaré esclavos sino os llamaré amigos”, “sois mis amigos”. ¿Y en qué se traduce esta amistad? En comunicarse: “porque os comunico todos los secretos que llevo”, “os he revelado toda mi intimidad, todo mi mundo secreto” y por eso os he hecho amigos, os llamo amigos. Y Jesucristo fue avanzando y ellos también fueron avanzando y madurando en la amistad con Jesucristo y cuando llegan situaciones difíciles para el corazón de Cristo, como es por ejemplo el abandono de la mayoría de los que lo seguían al anuncio de la Eucaristía, Jesucristo toca el resorte de la amistad: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Y ellos responden instintivamente por boca de Pedro. La amistad siente su punto álgido en el dolor. En el dolor es cuando más se siente la necesidad del amigo, el apoyo del amigo, la fuerza del amigo, el desahogo con el amigo. Y en la Pasión es cuando Jesucristo quiere también la cercanía de la amistad, el calor de la amistad, y lleva a aquellos que dentro de sus amigos eran sus más amigos, a quienes había distinguido con una amistad especial: los tres apóstoles. Y allí es donde va a vivir la experiencia más decepcionante, humanamente hablando. Pasar al Padre por los hombres significa pasar por la poquedad, por la incapacidad, por la limitación del corazón humano; significa pasar por la situación en que ha quedado el corazón humano desde el pecado: un corazón humano sumamente pobre, un corazón humano que siente el anhelo del amor y de la amistad. Y el corazón humano que se siente impotente a pesar de toda su buena voluntad, de toda su sinceridad, de jugarse un poco por el amigo, de dar la cara por el amigo, de estar a la altura cuando el amigo más lo necesita.

Todo esto va a vivir Jesucristo en el huerto de Getsemaní: la soledad de la amistad traicionada, la poquedad, el vacío, la decepción enorme que se lleva Jesucristo en esta hora en que era la hora de la prueba de la amistad: “En esto se conoce el amor del amigo: en que se da la vida por él”, nos dice El, nos dirá San Pablo. Y aquí no se da no ya la vida, ni siquiera una hora de compañía, ni la cara. Se queda en el vacío más total.

El libro de Job nos cuenta la impotencia de la amistad a Job, herido por la enfermedad y vienen sus amigos en un camino de ocho días -tres también- a consolarlo. Nos cuenta el libro de Job que, al llegar aquellos hombres y al ver la situación en que estaba Job, no supieron qué decir y se callaron durante ocho días sin poder decir nada. Y al cabo de ocho días quisieron decirle algo consolador y fueron tan torpes en lo que le dijeron que les dice Job: “¿Y vosotros sois la humanidad?” ¿A esto viene a parar todo lo que podéis decirme ahora? ¿Esto que parece una burla, una ironía?

Jesucristo no se queja así como Job, Jesucristo calla, Jesucristo no deja escapar ninguna palabra que signifique cansancio y deseo de dejarlos de una vez por todas a estos hombres que ha escogido para que sean sus colaboradores primeros en el mundo. Es decir, Cristo —y en esto también para nosotros es un consuelo- ha vivido en carne viva qué significan aquellos hombres que ha escogido, de qué son capaces, para que no se lleven ninguna desilusión de que esperaba otra cosa de ellos y ahora le han salido con esto. Cristo nos manifiesta que ha escogido a estos como a nosotros, sabiéndolo. Cristo pudo echarse para atrás y decir: Bueno, aquí no hay nada que hacer, de estos hombres no hay nada que esperar. Dejémoslos y hagamos otra cosa. No. Cristo los amará hasta el fin del mundo, a “los suyos” que estaban en este mundo los amó hasta el extremo. Y lo primero que hará Cristo resucitado es lo primero que hizo Cristo en la misión: buscar, rebuscar a los hombres, congregar a los mismos hombres y seguir contando con los mismos hombres, y el primer día de su encuentro darles la misión.

Esto es Cristo. De manera que sabe con qué cuenta y, sabiéndolo, ha escogido. Sabe quién soy yo, yo ahora. Pongámonos en estos personajes que aparecen a ver en cuál estamos representado. Y ahí estaremos en todos ellos sin duda ninguna. Pues, también sabiendo y experimentando lo que estoy dando de mí en la vocación, en el apostolado, en la Compañía, Cristo sigue contando con nosotros. Y esto creo yo que también podemos aplicarlo a la Compañía como grupo.

La Compañía como grupo podemos aparecer bien pobres, bien limitados. Pero no nos quedemos clavados en nuestras pobrezas y nuestras limitaciones, no perdamos de vista nunca de quién parte la vocación. La vocación parte de Dios y, Dios acoge no por nosotros sino por El, libremente y gratuitamente. Y a pesar de nuestros pesares no creamos que todo está perdido sino que esto nos sirve. Levantar el corazón a Dios para poder reaccionar por Dios porque sabemos que contamos con la fidelidad de Dios, que Dios no nos falla. Y, si Dios nos ha querido escoger para servir a la Iglesia, no somos necesarios para nada y la Compañía puede desaparecer. Pero San Ignacio pensaba que Dios no podía dejar de la mano a la Compañía porque la había suscitado para bien de su Iglesia, y decía él: “Si la Compañía padece, si la Compañía fracasa el que fracasa es Dios -así decía él, así pensaba él- porque ha escogido para que le ayudemos en su obra, sabiendo lo que somos y todas las limitaciones que tenemos y todas las sombras que tenemos”.

Levantemos, pues, el corazón en esta hora de la Pasión a este Cristo magnánimo, a este Cristo que pasa por este paso amargo, decepcionante, desilusionante. Pasa con amor, pasa en silencio, pasa sin dar una queja contra sus amigos y pasa teniendo los mismos pensamientos que tuvo desde el comienzo de contar con ellos y de ser fiel a ellos hasta el fin.

Por último el paso de la soledad del ajusticiado. Jesucristo se encontró con una situación en que poca gente quizá se ha encontrado en toda la historia de las persecuciones, de los encarcelamientos, de los enjuiciamientos: Cristo solamente está al otro lado de la reja sin poder decir una palabra y sin que tenga y cuente con un amigo que mueva un dedo en favor de Él, sino que se encuentra con todo un bloque cerrado como un sistema de todos los jueces y de todos los tribunales habidos y por haber de este mundo desunido entre sí, opuestos entre sí, rivales entre sí, pero a la hora de tener que ver con Cristo formando un bloque para deshacerse de Él. Esta es también la soledad tremenda que vive Jesucristo.

La palabra que usaba Jesucristo como la más expresiva de su dolor en la Pasión era la de que había de ser entregado el Hijo del hombre; así botado, entregado. Y esto, es lo que aparece ahí: Judas, dice, lo entregó a los judíos. Hablando de éstos, dice el Evangelio: “Estos lo entregaron a Pilatos”. Y, hablando de Pilatos, dice: “Este lo entregó a la muerte”. Y ahí, en esas manos, de mano en mano va Jesucristo viviendo toda la negrura, todo lo que es este pecado repugnante que aparece en Pilatos, en Herodes, en Barrabás, en todos ellos. Esto es lo que va experimentando en este paso de Cristo hacia el Padre pasando por los hombres. Y también Jesucristo no lanzará ninguna queja, ningún resentimiento y ninguna condenación. Lo único que responderá a todo esto, la primera palabra que dejará soltar después de tanto callar será: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Así pasa Cristo hacia el Padre.

Actualizado en el Cristo de hoy, viviremos esta Pasión, donde está viviendo Cristo también: en los grandes fracasos del corazón humano, de la amistad humana, en los grandes acuerdos de las potencias del mundo para oprimir o para dominar, para explotar a una gran parte del mundo. Es esta Pasión de Cristo actualizada hoy. Y más en pequeño, claro, entre nosotros lo mismo.

Dios es amor y la presencia de Dios en el mundo se hará mediante la presencia del amor. Retirar el amor de la vida es retirar la presencia de Dios. Estará Dios entitativamente presente por su inmensidad filosófica o teológica, pero no estará el Dios de la Revelación que es “Dios es Amor”. Allá donde haya desaparecido el amor, allí está la Pasión, allí está la soledad de Cristo actual. Allí están también tantas traiciones del corazón humano, de unos con otros, allí están tantos enjuiciamientos, tantos destierros... Ahora mismo de Uganda: 60.000 de repente que los echan, dejando todo, y van a donde los reciban, a donde puedan... Todo esto es la Pasión actual que debemos contemplar con los ojos abiertos y la que entre nosotros también puede haber actualmente.

La vocación ignaciana es hacer algo, no quedarse en meras palabras, el amor que consiste en obras. Y ese hacer lleva consigo, sin duda, un padecer, una pasión, una muerte cuando es un hacer cristiano, un hacer evangélico, un hacer el amor.




Tema XXVII. Aspectos de la Pasión

Cada uno medita la Pasión como a él le dice más, en la forma y los aspectos que más le pueden decir. Vamos a tocar algunos aspectos de los muchos quizá que se pueden tocar y que quizá también nos pueden ayudar: la Pasión como un desafío histórico, como una paradoja y como un juicio.

La Pasión es y fue un desafío para Jesucristo: desafío a su amor al Padre y a su amor a los hombres, desafío a su vocación en el amor desarmado y no en el amor armado, desafío a la seguridad de la salvación a través no de la inmediatez del triunfo, de la inmediatez del éxito, sino a través de un fracaso, más bien a través de una negación de éxito.

Toda situación histórica es desafiante. Dios está presente en esa historia que la quiere convertir en historia de salvación. Y por eso toda situación histórica desafía al hombre y al cristiano para que la conduzca en el Espíritu Santo, en el Espíritu de Cristo. Cuando tal desafío agobia a la personalidad del hombre o del cristiano, entonces lo que es desafío se transforma en problema. Entonces surgen los planteos de lamentación, entonces uno se siente Víctima del peso de esos problemas y entonces viene el paralizarse, el fatalismo, el pesimismo, en fin toda la esterilidad de quien se encuentra dominado, vencido por el problema.

Para un cristiano un problema se vuelve en desafío solamente en la atmósfera de la esperanza, bajo la inspiración de una promesa leída en la fe. Para Jesucristo la Cruz no fue un problema que lo aplastó sino el desafío de la historia salvadora.

Transformar en problemas todos los desafíos significa no querer hacemos responsables de ellos, no querer enfrentarlos activamente, no querer conducirlos sino más bien reconocemos víctimas de ellos con una especie de fatalismo cómodo que exime de conducir el cambio, de decidir en momentos de ambigüedad. Así se presentó la Pasión para Cristo y reaccionó. La acogió, la encaró, la asumió y la vivió como el paso de salvación, a pesar de sentir todos estos abandonos tan profundos, siempre esperando en el Padre y encomendando su existencia total al Padre.

Esto nos ocurre continuamente en la vida. Hablamos continuamente de problemas, grandes y graves problemas de la Iglesia, en el mundo, en la Compañía, en nuestra vida, en nuestra situación actual. Pero, si hablamos así y los miramos como problemas, puede ser que también nos quedemos muy estériles ante ellos. Considerar un problema así, es quedarse con el dato, puramente con el fenómeno, y no trascender a que en esa situación está el Señor. Todo esto que llamamos problemas, hoy se nos plantean también a nosotros como grandes desafíos históricos en la historia que estamos viviendo; grandes desafíos a nuestra fe, a nuestra esperanza y, por eso, a nuestra actividad, a nuestra colaboración para encararlos con una fuerza superior, con una presencia del Señor que pasa por ellos salvando y que los asume como situaciones de salvación.

Aparentemente era un problema insoluble aquel que vivió Jesucristo: todas las potencias del mundo echadas sobre El, no hay respiro, no hay resquicio, no hay salida. Y Cristo lo encara, no lo evade y tampoco se hace la víctima, siendo realmente la gran víctima del mundo, sino que lo vive para los hombres, pensando en los hombres, trayendo la paz y el perdón a los hombres, abriéndoles el Reino a los hombres. Esta desolación tan grande, como dice San Ignacio, la encara en fe, “no haciendo mudanza y sabiendo que, aunque no lo sienta, el Señor conduce esa historia, el Señor está presente en el fracaso humano, en la angustia. Y no sólo está Presente sino que se sirve de él para dar el paso, para dar el cambio.

Ojalá con el Señor se nos abran los ojos, la esperanza, y lo miremos con el optimismo cristiano de un desafío histórico. Cristo ha superado, Cristo ha vencido esas situaciones y la Iglesia de hoy está pasando con este Cristo que vive, que resucitó, como cabeza. Llevamos entonces esa fuerza de superación, esa fuerza de victoria.

La Pasión como una paradoja: la Pasión nos revela la realidad de la vida y nos libra de ilusiones y de espejismos de nuestra vida cristiana, del Reino de Dios, del Reino de Cristo, de la gracia, del amor en este mundo. Nos libra porque nos revela que la vida cristiana es esta paradoja que Cristo vive en la Pasión de muerte y de vida, de fracaso y de victoria, de pecado y de gracia. Nuestra vida cristiana es una simultaneidad de ambas cosas; estamos pasando durante toda la vida. Toda la vida es un paso, es un éxodo. Y el éxodo es que estamos pasando de este mundo-al Padre, es decir, del pecado a la gracia, del egoísmo al amor, de la muerte a la vida, pero son simultáneas como la Eucaristía simultánea las dos cosas.

Pues en este mundo estamos así y continuamente debemos ir pasando. Y por eso siempre habrá una carne de pecado de la cual tenemos que ir saliendo a ese Reino del amor, de la gracia, de la vida. Y por eso es esa paradoja la vida. La Iglesia, qué es: No es una comunidad de selectos, de puritanos, de gnósticos, de perfectos. Es una red donde hay peces de todas clases, es un campo donde hay trigo y cizaña. Y la purificación, la salvación, el paso de la cizaña al trigo no se hace arrancándola sino se hace pasándola, se hace progresivamente y al final será la delimitación decidida de ambos campos. ' '

Y eso a nivel personal. En cada uno de nosotros tenemos trigo y cizaña, pecado y gracia, carne de pecado y carne de gracia, carne espiritual. Y estamos haciendo esa Eucaristía, esa transformación continua. Eso es el cristianismo y estamos siempre ahí: egoísmo y comunidad, individualismo y comunidad. Y queremos ir pasando y superando cada vez más ese individualismo, ir saliendo de él hacia esa comunidad cristiana que debemos ir haciendo.

La tentación constante es convertir la paradoja en disyuntiva, sobre todo en la fe. Y entonces queremos la nitidez total, completa, como querían los apóstoles cuando vieron que la cizaña había nacido entre el trigo: arrancar la cizaña y ser puro trigo. Ese es un anhelo bien legítimo, claro está, y eso va a ser el Reino de Dios: puro trigo. Pero eso se va haciendo entre la Resurrección de Cristo y la nuestra.

Y por eso en este mundo no hay nada nítido, ni nada es totalmente pecado ni nada es totalmente gracia, nada que es totalmente éxito y nada que es totalmente derrota, sino que vamos en este paso hasta que demos el paso definitivo como Cristo en la muerte. Esto a nivel personal, esto a nivel de comunidad, a nivel de Compañía, a nivel de Iglesia.

Y esto nos debe liberar de utopías, de ensueños en nuestra vida y de actitudes irreales que son fuera de la realidad humana. Y por eso Jesucristo, menos en el pecado, ha convivido a lo largo de toda su existencia las consecuencias del pecado y la unión con el Padre, ha convivido tentación y la unión con el Padre, ha convivido la ignorancia y la visión. Ha convivido la paradoja de ser un hombre mortal y de ser el Hijo de Dios. Esto ha sido la existencia de Jesucristo presente en este realismo de nuestra existencia humana.

Y esto nos plantea o nos pone ante la realidad de lo que es la vida, pero evitando dos riesgos. Así como hemos de evitar el riesgo de la utopía, de la disyuntiva, lo mismo hemos de evitar el riesgo del fatalismo y de creer que esa es la necesidad de la humanidad y entonces nada tenemos que hacer porque...sí tenemos que hacer. Tenemos que ir transformando. Transformar a nosotros mismos en este cuerpo de gracia la Pascua cristiana que debemos ir viviendo diariamente. Es cuestión de colaborar, cuestión de hacer.

La tentación es convertir en disyuntiva esta paradoja, en el fondo pretende crear una claridad artificial a opciones que de suyo son ambigüas, como si se temiera el dolor de vivir en la paradoja. Vivir esta paradoja significa dolor evidentemente. El drama de la Pasión fue el momento más ambigüo de la vida de Cristo. Cuando la identificación de su Unión con su persona le lleva a descalificarse socialmente, a elegir la pobreza, la humillación, la muerte como medios de conversión o de salvación, hacer crecer y expresar su misión en ella es el momento más agudo –digamos- de esa paradoja. Para Cristo la tentación fue hacer la disyuntiva, soltar. Pero, la realizó siendo fiel a ella hasta morir.

En ese momento de cambio de purificación, de renovación, tiene mucha aplicación esto. Evidentemente vamos instintivamente a la pureza total, a la renovación radical y debemos ir, debemos caminar. Pero no se consumará esta renovación radical hasta el fin. Renovación comunitaria: no soñemos en hacer comunidades químicamente puras, así evangélicamente puras, como soñamos fácilmente. Lo mismo otros aspectos de renovación de nuestra vida. Esto exigirá un dolor, exigirá un proceso, exigirá un pasar, exigirá un misterio de muerte y resurrección.

La Pasión como Juicio. En San Juan se nos dice (12, 31; 16, 8—11) que ha llegado la hora del mundo, de juzgar al mundo, del juicio del mundo. Juicio como crisis, juicio como tocar fondo en el hombre ante el Cristo de la Pasión, como en la interpelación que Cristo hace al hombre en su hora, en esta hora que es el cénit de su vida, de su misión; esta hora del paso, esta hora del amor hasta el extremo.

Jesús interpela al hombre, Jesús toca en su Pasión lo más íntimo del hombre, del cristiano y del apóstol. Es decir, lleva a describir cuál es la realidad profunda de nuestro ser íntimo ante Cristo. Jesús en su Pasión revela la verdad de nuestra situación ante El más allá de nuestras palabras, de nuestras fórmulas de fe, de entrega, de sacerdocio, de apostolado, de vocación.

¿Qué Cristo es en realidad el mío? ¿Cómo estoy en realidad ante El? Si nos ponemos en contacto con este Cristo paciente, con este Siervo de Yahvé en la hora de su Pasión, y con este Cristo actual, puede ser que se descubra nuestro fondo. Jesús trata de que nos adentremos, ante su Pasión, en el fondo de nuestra conciencia para ver la verdad de nosotros mismos ante El. A Judas lo llevó así a adentrarse a fondo en aquella acción que estaba haciendo: “Amigo, ¿a qué has venido? Como diciendo: “Entra dentro de tí mismo. ¿Cuáles son los móviles que te están moldendo? ¿Por qué estás haciendo esto? Entra dentro de tí”. Le lleva a sondear, le interpela para salvarlo, para descubrirlo. Al soldado de la bofetada en casa de Anás, Jesucristo lo lleva a que toque fondo en sí mismo: “¿Por qué me has pegado?”. Como diciendo: “Reflexiona, ¿Por qué me has dado esta bofetada? ¿Por quedar bien con tu amo o tienes profundos motivos realmente para haberme pegado? ¿Es por mi doctrina? ¿Es por mi vida? ¿Por qué? ” Evidentemente el soldado queda mudo y sin respuesta. A Pedro que le ha negado después de tantas profesiones también lo lleva a entrar dentro de sí y a descubrirse, más allá de tantas promesas y palabras, cuál es su situación real ante Cristo; y le lleva a través de aquella mirada silenciosa en la que le mira el corazón. Aquello le penetra a fondo a Pedro, lo lleva dentro, le descubre y le hace llorar. A Pilatos, en el diálogo, lo mismo. Jesucristo lo lleva a esta reflexión profunda de conciencia: “¿Hablas tú por tú cuenta todo lo que estás diciendo o estás hablando por cuenta de otros, porque otros te lo han dicho?”.

La Pasión pone al descubierto lo que hay dentro de nosotros de verdad o de falsedad, de racionalización o de autenticidad ante Cristo. Hoy estamos formulando tantas afirmaciones en todos los órdenes: en el terreno teológico, en el terreno bíblico, en el terreno pastoral, en el terreno eclesial, en el terreno de la Compañía, el sacerdocio, etc. Hoy estamos formulando ideales en un aspecto y otro: lo que debe ser la Compañía, lo que no debe ser, lo que debe ser una comunidad, la pobreza, etc., nuestra relación con el mundo, nuestra oración, todo lo que estamos diciendo, todo. Ante Cristo tenemos que ponernos sinceramente y Cristo nos lleva a fondo. Y quizá podemos descubrir que muchas cosas de las que estamos diciendo son importadas, no las estamos diciendo por nuestra cuenta, las estamos diciendo por cuenta de otros, no las hemos asimilado. Quizá tenemos instintos, quizá tenemos... No estamos discerniendo a fondo en nuestra vida y no estamos optando a fondo por nuestra conciencia y nuestra conciencia puesta, confrontada, interpelada por Jesucristo y por Jesucristo en su hora, en esta hora que es la hora de la verdad; de la verdad del mundo, de la verdad de Dios, de la verdad del hombre, la hora de la Verdad.

La Pasión descubre lo que hay también en María, la Virgen. Aquella a la que se le invitó y se le llamó al Reino de Dios, la que respondió: “Hágase en mí según tu palabra”. ¿Fue verdad aquella consagración o entendía “hágase en mí según tu palabra” con tal de que concuerde con mis ideas, con mis criterios, con mi modo de pensar, con mi modo de ser?

Hoy en la Pasión, esa palabra ¡qué distinta es de aquella de la Encarnación! ¡Qué distinta de aquella de Nazaret! ¡Qué chocante tiene que ser para la Virgen esa palabra tal como aparece en el Calvario! Y ahora se hace presente para confirmar aquella primera consagración “hágase en mí según tu palabra”. Y la Virgen está firme cuando todo se tambalea, cuando todo vacila, cuando nadie está en pie. En esa hora de la debilidad humana nos dice el Evangelio que Ella está firme ante la Palabra, junto a la Cruz. Descubre lo que hay en Ella también de autenticidad, de verdad en esta entrega, Jesucristo.

Y, desde luego, la Pasión descubre lo que hay dentro de Jesucristo, lo que hay en el Corazón de Jesucristo, la verdad. A pesar de toda la tentación, de todo el dolor, de toda la humillación y de todos los fracasos y abandonos, a pesar de la tentación: “baja de la Cruz” “sálvate a tí mismo” Cristo permanece en la Cruz hasta el extremo, hasta el fin.

Todo esto, sin duda ninguna, nos lleva también a ponernos a tiro de este Cristo, de esta Pasión de hoy, de este “siervo doliente” de hoy que nos interpela, que nos descubre qué es la Compañía, qué es Cristo para nosotros.

Y, por fin, la muerte de Cristo... Dos palabras por lo menos... De la muerte de Jesucristo nos dice San Juan en el capítulo 19...varios aspectos. Entre ellos uno que es significativo en él. Nos dice que para morir Jesucristo salió de la ciudad: “Jesús salió (Jn. 19,17) de Jerusalén” Estas salidas de Jesucristo tienen un profundo significado en el cuarto Evangelio. En el capítulo 8, versículo 58, después de las palabras “antes de que naciese Abraham, Yo soy”, los judíos lo quieren apedrear a Jesús por blasfemo. Y nos dice San Juan que entonces Jesús salió del Templo. Es el momento de la gran declaración mesiánica de Jesús. Los judíos lo rechazan y Jesús deja el Templo. En la Pasión no sólo el Templo sino además deja la Ciudad Santa, Jerusalén, como en Ezequiel, capítulo 10, la gloria de Dios deja también el Templo y la Ciudad Santa. Ya no está más la gloria en ese Templo y en esa Ciudad. Es decir, viene aquí lo de Jesús a la samaritana en el capítulo cuarto de San Juan, versículo 21: “Llegó la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”. Termina la economía de la salvación antigua. Cristo sale de la ciudad que la representa, es decir, Jesucristo sale de todos los cuadros religiosos, morales, espirituales de la Antigua Alianza y entra en la nueva religión, en la nueva ley, en el nuevo sacrificio, en el nuevo templo; otro templo que será El resucitado, será el hombre cristiano, será la comunidad cristiana. Todo esto significa esa salida de Jesucristo.

También en la inscripción que pone “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Aparece la palabra Rey doce veces en San Juan. Y la inscripción se pone en las tres lenguas más universales y más famosas de entonces: en la lengua hebrea, la lengua de la religión; en la griega, la lengua de la cultura y del comercio; y el latín, la lengua del poder. Así muere Jesucristo, pero con la paradoja enorme de lo que significa esa realeza ante el mundo de la cultura y del comercio, ante el mundo de la política y del poder y ante el mundo de la religión. Es totalmente otra cosa de todo lo que significaba entonces religión, poder, cultura. Esta realeza de Cristo es la comunión con el Padre, es el amor desarmado. Esa es su realeza así triunfa, con esa fuerza y con ese poder.

La túnica indivisa que no quisieron romper los soldados. Han visto los intérpretes en todo ello la unidad de la Iglesia por la que muere Jesucristo: “Que sean uno, como Tú en Mí, Yo en ellos. Que sean uno”. Muere por la unidad, porque no se rompa la comunidad cristiana, el pueblo de Dios. Pongámonos ante todos estos mensajes que nos da Jesucristo al morir.

La cuarta palabra, también significativa, es la del don del Hijo a la humanidad, es decir, la transferencia que se hace en el hombre: “He ahí a tu hijo”, le dice a su Madre y al hijo le dice: “He ahí a tu Madre”. El hombre es el hijo de María, como Jesús. María es la madre del hombre, como de Jesús. Es decir, Jesús se transfiere al hombre. En el hombre estará, encontraremos a Jesucristo a quien El mismo proclama ya como Hijo. Y así es donde se hace la gran reconciliación de Dios y del hombre a través del Hombre Jesús.

La muerte de Jesús. Nos dice también Juan... la única vez que utiliza la palabra “entregó el Espíritu”. No dice expiró, murió, sino “entregó”. Muere dando, muere entregando. Nos deja a la humanidad: su Espíritu. Este es el gran regalo que nos deja.

Y por fin, la herida del Costado. Se diría que esta lanzada a la que San Juan da tantísima importancia porque recalca repetidas veces que “vio”, que “lo vio” y que le “crean”, que todo eso se hizo “para que se cumpliera una Escritura”, es un misterio. Pues podríamos decir en nuestro lenguaje humano que esa lanzada es la rúbrica, el poner el dedo en la llaga. Es decir, aquí está el centro del misterio, de todo el misterio de Dios, en toda esa llaga, en ese Costado, en ese Corazón: Dios es Amor. Y por eso de ahí florece, empieza a florecer todo.

Según toda la tradición, esa agua, esa sangre es el nacimiento de la Nueva Creación, es el nacimiento -como en la primera creación- de sobre las aguas del Espíritu, del don del Espíritu. Es el nacimiento del Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia; es el nacimiento de toda esta fuerza del Amor de Cristo, del perdón en los Sacramentos...Todo esto ebullente que nace de ese Costado. Eso significa esta apertura, este Corazón de Cristo: la última palabra, la síntesis última de todo el Evangelio, de toda la obra de Jesucristo y de toda la Redención y de toda la Salvación para nosotros: el formar este pueblo nuevo, esta comunidad de hijos de Dios con este Espíritu, con esta Sangre, lavados con esta agua, la Creación, el don del Espíritu.

Esto es lo que significa el Corazón de Cristo. Por lo menos para mí: es la última palabra, la síntesis más profunda, más completa. Dejemos a un lado a Santa Margarita y todo lo que sea si es necesario, por eso no vamos a... deformar la devoción al Corazón de Cristo. Vayamos al plan de la salvación, vayamos al Evangelio y veamos aquí dónde tenemos realmente el gran tesoro, el gran regalo que Cristo, que Dios nos ha hecho.

Y no podemos olvidar nuestra historia como jesuitas en esta relación con el Corazón de Cristo, ese don especial que ha querido hacer Cristo a la Compañía en la propagación y la revelación de estos tesoros. No se trata de la Promesa, el Primer Viernes o lo que sea. Lo que importa es que está aquí en el fondo mismo, en el corazón mismo de este Dios: ese amor, ese Dios que es amor, que aquí se concretiza o se significa por lo que es el signo ordinario a nosotros y donde en la misma Pasión aparece como el centro de todo lo que ha conducido esta salvación de Dios.

La Compañía se ha sentido tan enriquecida y tan agraciada a lo largo de su historia que ha acudido a este Cristo, a este Corazón de Cristo y Cristo ha manifestado que su Corazón lo ha tenido puesto no exclusivamente ni más que a otros, pero sí de una manera bien palpitante, en toda la historia de la Compañía. En los momentos de crisis se ha hecho más presente la Compañía ante este misterio de amor, ante este Corazón de Cristo, como el Corazón de Cristo se ha manifestado en esos momentos especiales en que ha pasado la Compañía. No lo podemos olvidar, no lo olvidemos así tan baratamente y tan alegremente como desechamos cosas de éstas que son profundas y que nos sirven para dar estos pasos quedar.

Hoy más que nunca, esta interioridad profunda del misterio de Dios es el Corazón, este Corazón de Dios, este Amor de Dios. Este Corazón que está en el seno del mundo como decía Teilhard: “Hay un gran Corazón, hay un gran Amor que conduce toda esta Historia, toda esta Evolución, toda esta marcha hacia ese punto Omega que es Cristo”. Pues no lo desechemos tan fácilmente cuando realmente es una fuerza, un regalo y una manifestación de aquel “yo estaré con vosotros” que había prometido el Padre a San Ignacio. Aquí tenemos la mayor garantía de toda nuestra esperanza, de todo nuestro futuro, y de todo lo que ahora vayamos a hacer inmediatamente en la vida de positivo, de comunitario, de grupal, de Compañía de Jesús. Pues aquí tenemos el estímulo más grande, la seguridad más grande, la fuerza más grande y la victoria más grande.

Tenemos que dejarnos romper también nosotros el corazón. Sobre todo, abrir el corazón para que podamos dejar entrar a este Corazón de Cristo así tal como se manifiesta aquí en el agua, en la sangre, en el Espíritu, en los sacramentos... Es decir, para hacer realmente este Pueblo de Dios en nosotros y en los demás. Y qué por el Corazón de Cristo, nuestra entrega, nuestra respuesta encuentra su atmósfera más cálida, más sintónica actualmente porque lo que el mundo necesita hoy no son cabezas, no son ideas... necesita corazón y un corazón como el de Cristo: ancho, largo, profundo, alto, en el que quepan, todos estos pueblos y toda esta humanidad y toda esta situación.




Tema XXVIII. Emaús

Cristo le prometió una presencia mucho más íntima y mucho más continua y universal. (Cap. 14 de San Juan). La comunidad primitiva sitió vivo a Cristo en aquel grito de San Juan en el Apocalipsis: “He aquí que el que murió vive, y vive para siempre por los siglos de los siglos”. Lo sintió aquella comunidad en sí misma, desde los primeros testigos de la Resurrección. Por eso, lo primero que tenemos que hacer nosotros es recoger en nuestra vida la presencia de Cristo Resucitado vivo en nuestra historia personal, en nuestra historia comunitaria, en la Iglesia y en el mundo. Partamos de esta experiencia nuestra: Cristo vivo.

Las mismas crisis que se sienten, las defecciones, nos están manifestando en conjunto que Cristo vive. Los que dejan el sacerdocio o dejan la vida religiosa, no se van de cualquier modo sino que quieren hacer correcta su vida, pero desde Cristo.

Esas mismas crisis manifiestan que Cristo vive más allá de todas las realizaciones que nosotros consideramos correctas.

Al terminar los Ejercicios podemos sentir de nuevo el temor de esa vida real con la que nos enfrentamos desde siempre y en la que fácilmente claudicamos, y los grandes problemas que hay planteados hoy. Cristo resucitado debe ser la respuesta a esos temores “No temáis”. Es la primera palabra que les dirá Cristo a aquellos hombres que están dominados por el miedo de su mundo, de su misión, de su futuro.

El Cap. VII del Deuteronomio dice hablando de la elección del pueblo: “No porque seáis el más numeroso de los pueblos se ha ligado Yahvé a vosotros y os ha elegido, pues sois el pueblo menos numerosos de todos los pueblos, sino por el amor que os tiene, y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahvé con mano fuerte y os ha librado de la casa de la servidumbre, del poder del Faraón...”

Estas palabras tienen un sentido mucho más pleno en Cristo. También en lo referente a nuestra Vocación y nuestra elección. No podemos gloriarnos de ser el grupo más numeroso. No está en el número nuestra gloria, nuestra fuerza o nuestra esperanza, sino en que hayamos sido escogidos por El. En el momento en que nos sintamos importantes, entonces, sí podemos temer por nosotros. Sigue el texto más adelante:

“Acaso digas en tu corazón: esas naciones son más numerosas que yo. Cómo voy a poder desalojarlas. Pero no les temas. Acuérdate bien de lo que Yahvé, tu Dios, hizo con el faraón y con todo Egipto; de las grandes pruebas que tus ojos vieron, las señales y los prodigios, la mano fuerte y el tenso brazo con que Yahvé tu Dios te salvó. Lo mismo hará Yahvé, tu Dios, con todos los pueblos a los que temes. Yahvé, tu Dios, enviará chispas contra ellos para destruirlos... Así que no tiembles ante ellos porque en medio de ti está Yahvé, tu Dios"

Esto viene a confirmar Jesucristo repetidas veces en la resurrección: “En medio de ti está Jesús Resucitado, el mismo que fue crucificado, el mismo que fue muerto”. Y está no en un lugar, está en cualquier lugar. No está en una situación determinada sino en cualquier situación. Está en el llanto de María Magdalena... está en el jardín del Calvario... en el Lago de Genesareth o en el camino de Emaús.

Cristo quiere demostrar que no está ligado a un lugar o a una situación determinada, sino que está presente en todo, con los ojos y el corazón puestos en ellos, en ese pueblo suyo, en esa comunidad. Esto es lo que demuestran estas apariciones de Cristo Resucitado: “Yo estoy con vosotros hasta el fin de los siglos”. Esta es la promesa definitiva de Jesús a todos los suyos.

El Cap. 24 de San Lucas nos narra la aparición a los discípulos de Emaús. Nos hacemos presentes en el cuadro para ver si estamos representados allí.

En primer lugar, aparecen estos dos discípulos el mismo día de la Pascua, el mismo día de la Resurrección. Ellos tienen la noticia de que el sepulcro está vacío, tienen todos los datos: lo que ha pasado en la Pasión y conocen la Escritura. Pero se van. Se van decepcionados, desilusionados. Se van los dos. Se separan del grupo, retoman al camino andado en el seguimiento de Cristo y se van, amargados, en definitiva. La mejor expresión de ellos es la que dirán al caminante: “Nosotros esperábamos otra cosa... Sí, ha hecho cosas grandes y todo lo que se quiera, pero nos ha fallado, ha fracasado”. ¡Quién no está presente en algún grado en estos dos hombres que vuelven! ¡Quién no habrá desandado los caminos que ya emprendió alguna vez! ¡Quién no se habrá sentido más o menos desilusionado de la vida que ha encontrado en este seguimiento a Cristo! Sobre todo, ¡Quién no habrá formado una comunidad negativa, la comunidad de la crítica, la comunidad de la decepción mutua, la de la mutua amargura, en la que se comunican el uno al otro, más y más veneno que llevan dentro!

Este cuadro existe en la vida. Existe en la Iglesia, existe en la Compañía, en nosotros. Pero Cristo se hace presente como un caminante. Desde el primer día que resucita busca a sus hombres; el Buen Pastor va por sus ovejas. Y como siempre, Él toma la iniciativa: ama primero, viene primero. Viene a donde estamos y como estamos.

Aquí tenemos un símbolo de lo que representa la presencia de Jesucristo entre nosotros. En nuestras situaciones reales, en nuestros problemas, en nuestras angustias, en nuestros caminos humanos o en nuestros descaminos... Ahí está Cristo y no lo reconocen: “los ojos estaban velados” dice San Lucas. La comunidad del corazón cubierto, de los ojos sin fe. “Ha muerto”. Ellos podrían hablar de la muerte de Dios mejor que nadie; del silencio de Dios, de la ausencia de Dios... Pero, ¿Es que Dios se ausenta? ¿Quién se aleja: Dios o nosotros?

Cristo entra con estos hombres. De nuevo el estilo de Cristo. Con la Samaritana entró pidiendo, no entró imponiendo, ni promulgando el Reino de Dios. Entró pidiendo como un pobre: “Dame de beber”. Con estos hombres entra preguntando, entra escuchando, aprendiendo. ¿Qué os pasa? Y Cristo calla. Cristo deja hablar, deja expresarse lo que tienen. Relaciones humanas: nosotros seguimos cursos de cómo se relaciona uno con el otro. Llevamos tan buenas nuevas que nuestros interlocutores anhelan no encontrarse con nosotros, porque esas buenas nuevas oprimen, presionan, vienen sin saber a dónde van. Jesucristo empieza por escuchar, porque la Buena Nueva es atender a lo que el corazón necesita hoy, anhela hoy. Las relaciones humanas consisten en situarse de tal manera frente al otro, que el otro puede ser “el otro”. No que el otro pueda ser “yo” como yo. Que encuentre un rostro tan amigo, que inspire tanta confianza que se pueda expresar tal como es y tal como está. Es lo que hace Cristo maravillosamente con-los hombres. Por eso ellos se desahogan, echan todo el veneno que tienen, dentro y se desahogan: “Tú eres el único extraño...” Para ellos, todos ven la realidad tan negra como ellos. Y una vez que ellos han contado todo, el aprendiz se convierte en Maestro; el que calla empieza a hablar, empieza a dirigir ahora la conversación. Comienza a reprocharles su falta de fe. Sobre todo porque desconocen el misterio central de toda esa fe: "No sabías debía padecer todas estas cosas”. Y hace el recorrido de toda la Escritura para iluminarles el camino y reencender la fe.

Así se comunica Cristo, el desconocido que camina en medio de nosotros. Empieza a manifestarse a partir de las Escrituras, pero con un elemento clavé de la interpretación de la Biblia: es el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Ahí se coloca y desde ahí arroja todo lo que han dicho Moisés, los Profetas, y todo lo que ha dicho Dios en la Historia de la Salvación. Y ahí es donde empiezan ellos a removerse. Entonces, ¿qué hace Cristo con estos hombres? Llevarlos a la fe, y para llevarlos a la fe, hacerles sentir que la fe no consiste en tener datos científicos y datos experimentales, en conocer las Escrituras. Les falta lo único principal: les falta Cristo en su misterio de muerte y resurrección. Y estamos de nuevo en la tentación de un Cristo sin muerte, de un Cristo sin Pasión, de un Cristo sin cruz. Es la tentación que comienza en él. Desierto y que continuamente sufre en el seno del grupo apostólico, la que nace continuamente, de Pedro, hasta en el Lavatorio de los pies, hasta llegar a negarlo. Pero no hay inteligencia posible de las Escrituras sino a partir de este Misterio central a donde converge toda la Palabra de Dios y toda la comunicación de Dios. ¿No estamos en situaciones parecidas continuamente? ¿Que Cristo tenemos? ¿Es el Cristo clave de toda la Creación, recapitulador de todo sino brota de este misterio de la Muerte y Resurrección, no es el Cristo Señor, ciertamente. Por eso Cristo reduce a la nada a estos hombres, los reduce al punto cero, a reconocer que sabiendo están totalmente a oscuras, totalmente-desconcertados. Aquí hay algo profundo en la fe que sólo Dios da y que lo da por Cristo en su Misterio. Podemos saber toda la Teología Moderna que queramos y tener toda la especialización bíblica que queramos y tener toda la espiritualidad y toda la pastoral; si no estamos centrados en este misterio Cristo, Cristo no está presente hoy en nosotros.

Al llegar a Emaús, Jesucristo quiere pasar de largo y lo retienen con aquella preciosa oración “Quédate con nosotros Señor porque anochece”. Jesucristo acepta la invitación, entra a cenar con ellos y aquí, de nuevo, el invitado se convierte en anfitrión. El preside la Cena y El hace el gesto característico, intransferible que sólo Él ha hecho y que sólo en El han visto. El gesto de la fracción del pan. Entonces se consuma el descubrimiento de Jesucristo. En esta comida comunitaria en la que Cristo toma la dirección, toma la iniciativa y hace el gesto eucarístico. Con aquel gesto se cae el velo de aquellos ojos y ya es la comunidad de rostro descubierto. “Hemos visto al Señor”. Y el Señor desaparece físicamente, pero el Señor queda en aquellos hombres, está presente en sus vidas. Se le reconoce así por este itinerario: por la Palabra y por la Eucaristía.

En efecto es el retomo de nuevo a la comunidad. El retomo al grupo. Van aquella misma noche a Jerusalén, al grupo, a comunicar, a contagiar: “Hemos visto al Señor”. Y el grupo les sale al encuentro: “También se le ha aparecido a Pedro”. Y toda la comunidad se transforma, resucita, comienza de nuevo a rehacerse. Haber encontrado al Señor es hacer comunidad. Ojalá este sea el programa que nos espera en la vida. No importan los sitios a donde vayamos, los problemas que encontremos si podemos a través de este Misterio de Cristo y a través de nuestras eucaristías formar y apretar nuestra comunidad y convertir nuestras comunidades en comunidades exultantes de la presencia y de la vivencia de Cristo. Así comunicamos mutuamente no el pesimismo, la decepción, la crítica, la destrucción, el desaliento, el apagar el espíritu, el andar con rumores respecto de nuestros hermanos, de lo que han dicho y de lo que han hecho o han dejado de hacer. Tenemos que ser maduros en la fe. Tenemos que morir a todo eso y así entrar en el Reino de Dios, en la comunidad de Cristo presente en el tiempo. Esta es la dinámica que lleva consigo el encuentro con el Señor, la experiencia de Cristo Resucitado. Podemos orar como sea, pero si oramos realmente, tiene que quedar como fruto esta fuerza, este encuentro mutuo y esta convergencia de ánimos. No una convergencia superficial, sino profunda: la experiencia común del Señor en todos. ¿A qué Señor encontramos si nuestra oración sirve para desunirnos?

Si todos realmente oramos al Señor desde el misterio de su Muerte y Resurrección y si todos realmente comemos al Señor de la comida eucarística, no podremos tener otros dinamismos que los que brotan del reconocimiento del Señor. Resucitaremos como resucitan estos hombres y nos contagiaremos. Nos contagiaremos el entusiasmo, la luz, la vida, la paz, no la decepción, la amargura. Así tendríamos que compartir cuando hablamos en diálogos, en encuentros de unos con otros. A veces parece que todo se nos va en contar intimidades que nos pasan y que tenemos en la vida; lo que en otro tiempo hemos contado al padre espiritual y que ahora tenemos que ventilarlo en comunidad. No se trata de esto. Se trata de vivir y participar la vida que vivimos, esa que podemos comunicar, esa que está dada para compartir con otros y sobre todo, esto es lo más profundo que nos podemos comunicar. Comunicar la vivencia última de nuestra vida, de nuestra vida cristiana y de nuestra vida jesuita. El encuentro que vayamos teniendo con el Señor está hecho para comunicarlo y hacer comunidad. No se nos da para archivarlo y cerrarlo. ¿Qué hablamos en nuestras conversaciones? ¿Sale a flor este contagio mutuo de Cristo? ¿Hablamos de Cristo alguna vez? El que lo vive, ¿cómo no va a quererlo comunicar y compartir? Esto es lo más profundo de la comunidad cristiana. Ojalá que nos ayudemos mutuamente más y más.




Tema XXIX. Cristo presente en nuestra vida

Vamos a contemplar los capítulos 20 y 21 de San Juan. Cristo Resucitado, el que está presente, el que vive ha da ser realmente a nuestra vida. Él nos demuestra su presencia entre nosotros, en la cotidianeidad de nuestra vida, en la realidad de la vida humana, en su Iglesia: “Yo estaré con vosotros…”

San Ignacio pone dos notas importantes en la 4ta. Semana. La primera es: “Ver cómo la divinidad aparece y cómo parecería esconderse en la Pasión para aparecer ahora por sus efectos”. La importancia de esto reside justamente en lo que hemos repetido varias veces, en el hecho de que Dios no se nos manifiesta “in directo”, sino que se revela en sus efectos, en los signos, en las situaciones en que el hombre se encuentra.

No hay ningún aparato en la Resurrección. La Pasión fue un hecho clamoroso, público. La resurrección es sencilla, callada, envuelta en las apariencias humanas, en un camino, en un jardín, un lago, en un trabajo ordinario, en la pesca. El Cristo resucitado, el recapitulador de toda la creación, el sustento de la entera historia humana, aparece presente en la vida ordinaria. Aparece ahora en medio de nuestra actual problemática. Para verle hace falta fe. Pero queda bien claro que los relatos de estas apariciones nos llevan a ver que su presencia ya no es del estilo de su presencia histórica. Por eso, a María Magdalena, que quiere tratarlo como si estuviera aún en la vida mortal, le dice que no le toque, sugiriendo con esto la novedad de su actual presencia, mucho más honda e íntima que la captable físicamente. Y esto nos dice también a nosotros.

La segunda nota que pone San Ignacio es ver cómo Jesús Resucitado tiene el oficio de consolar. Esto equivale a decir que Jesucristo es el hombre para los demás, eternamente. En su vida, en su pasión y en su vida gloriosa, no tiene otra misión que esa. Es el hombre para los hombres. El Dios que se ha hecho hombre, no dejará jamás esa condición asumida. No la suya personal, sino todo lo que esto significa de identificación con toda la humanidad, con cada uno de nosotros.

Y por eso Cristo viene a consolamos, a salvamos, a damos la paz, la felicidad, la integración, la liberación. En adelante, todo lo que aparece en el mundo, toda liberación, todo amor y libertad cristiana, eso es la Resurrección. Y todos los anhelos del mundo actual son el nombre moderno de la Resurrección. Ella está latente en los procesos de emancipación, en la liberación a la que tienden todos los pueblos con fuerza irresistible, en el anhelo de ser hijos de Dios. Esta liberación plena se ve ya en Cristo Resucitado, pues sigue siendo tan hombre como antes y sigue presente en la existencia humana, pero con ese señorío total, con ese paso ya dado de esta vida de pecado al Reino de Dios.

A esto nos conducen todas estas contemplaciones de Cristo Resucitado. Nos llevan a la creciente liberación profunda de nosotros, a este creciente amor, a esta creciente comunidad. Y Cristo Resucitado, presente en este Cuerpo, nos garantiza el dar este paso y el poder darlo.

En el Cap. 20 de San Juan se pueden considerar dos aspectos: El primero sería ver cuál es la clave para descubrir a Jesucristo Resucitado. El segundo: la aparición a los apóstoles reunidos en el Cenáculo y la misión que les hace.

Primer aspecto: la Fe, clave para descubrir a Cristo Resucitado, presente en nuestra vida. En este capítulo 20 hay un contraste, una dialéctica, entre el grito jubiloso de los que van descubriendo a Cristo Resucitado, y la respuesta de Cristo mismo a esa alegría de los que le han encontrado.

El grito jubiloso es: “Hemos visto al Señor”. “Vió y creyó”. Cuando, avisados por María Magdalena, van Pedro y Juan al sepulcro, nos cuenta el Evangelio que llega primero Juan, espera a Pedro entran al sepulcro, y al ver Juan cómo estaba el sepulcro, dice; “Vio y creyó”.

Después vendrá María Magdalena. Alborozada por la aparición de Jesucristo, su grito será: “He visto al Señor”. Los de Emaús dirán: “Hemos visto al Señor”. Y, por fin, a Tomás le dirá Jesús que vea, que palpe, que toque para que crea. Y Tomás cree. Así es la reacción humana.

Pero este capítulo nos dice justamente que la fe no consiste en ver. Cuando Juan dice allí que “vio y creyó”, se confiesa entonces de esa fe imperfecta, pues añadirá que hasta entonces no habían comprendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de, entre los muertos. Ósea que debían haber comprendido, debían haber…creído, sin ver. La fe, pues, es la clave para descubrir su presencia viviente entre nosotros. “Has creído, Tomás, porque has visto; dichosos los que aun no viendo creen”.

La fe se nos da. Por eso, como ya hemos dicho antes, la oración es ese alargar la mano al don de Dios. La oración nos abrirá el camino del corazón para ese don del encuentro con Dios: La Fe es donación de Dios a nosotros en Cristo. Por eso, si nosotros nos disponemos realmente y con esa mirada de fe entramos en contacto con la vida, no en sus apariencias sino en su ultimidad, tal como Jesucristo lo hizo, no nos debe quedar la menor duda de que también descubriremos a Jesucristo.

Pasamos ahora a ver el relato de la aparición a los apóstoles en el Cenáculo. Lo primero que podemos observar es una especie de contraste psicológico: los apóstoles aparecen aquí llenos de miedo. Estando cerradas las puertas, por miedo a los judíos, Jesús se presenta en medio de ellos. Es el primer día de la Pascua, el primer día de la Resurrección. Cristo resucitado, glorioso, triunfante. Y, ¿qué hace? Lo que hizo siempre, es decir no pensar en sí mismo, no agradarse a sí mismo, como dice Pablo, sino estar totalmente dado a los demás. Por eso, el primer pensamiento que tiene es acerca de estos hombres. ¿Qué hombres son estos? Son los que han de formar la Iglesia. Lo que hace, pues, Jesucristo Resucitado es formar la Iglesia, formar la comunidad. Cuenta para esto con los mismos hombres con quienes contó en su hora primera. Cristo no se arrepiente de los dones dados. En Cristo no hay vocación temporal. Lo que Cristo hace lo hace definitivamente, hasta el fin, hasta el extremo. Contó con estos hombres desde el principio y sigue contando con ellos. La vocación de estos hombres no estuvo en función, de su fidelidad, de su corrección, ni de la respuesta que ellos le pudieron dar o no. Ya hemos visto cómo se portaron estos hombres, cómo claudicaron, cómo lo abandonaron y traicionaron. Cristo no se cansa. Cristo no se decepciona. Los busca. El primer día de su Pascua va hacia ellos. “A los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Esto es incuestionable en Jesucristo.

¿Cuál es entonces la primera palabra que Cristo dirige a los suyos? ¿Cuál es su saludo? “La paz con ustedes”. Están llenos de temor. Por eso, lo primero que Cristo hace es pacificar; porque esta serenidad es necesaria para el reconocimiento. “La paz con ustedes. Y dicho esto, les mostró las manos y el costado”. Y los discípulos se alegraron de ver al Señor.

Cristo no viene a condenar ni a recriminar. No viene a recordar las debilidades que los suyos han podido tener. Con esa gran magnanimidad, viene a comunicarles todo el fruto de su Pasión, a darles esa paz que toca a fondo, esa paz que sólo se puede conseguir cuando se llega a lo último que hay en la vida y en la existencia de cada uno: la realidad de Cristo. Cristo se les entrega. Sus manos y su costado. Es el mismo.

El mismo físicamente. Aquel que ha padecido, aquel que ha estado con ellos, aquel que ha pasado por la pasión. Y el mismo sobre todo en su corazón, en sus pensamientos, en su relación con ellos y en todo lo que piensa para nosotros. Y se les presenta para que hagan esta experiencia de Cristo de nuevo en su existencia. No se presenta con ideas, con discursos. Se presenta con hechos, con acontecimientos, consigo mismo, entregándose a ellos. San Juan nota de nuevo como nadie que les enseña no solamente las manos, las heridas, sino el costado. Ahí ve siempre un misterio San Juan.

Este es, pues, el primer paso que da Jesucristo: que lo reconozcan. Reencuentro con Cristo. Y para esto, purificación, serenación profunda como se anunció el día del nacimiento: “Paz a los hombres de buena voluntad”. Este mismo mensaje traerá este renacimiento de Cristo en la resurrección. Ha sido la gran pacificación la que el Señor nos trae. Y además no significa que se contente con dar la paz, sino que todo esto es siempre en Jesucristo una creación en nosotros. Estos hombres miedosos, atemorizados, inutilizados para el mundo, los rehace no solamente pacificándolos a ellos sino convirtiéndolos en pacificadores. Dichosos los pacíficos, los que siembran la paz, los que llevan esta paz en su misión, en su mundo; ellos serán hijos de Dios, como este Hijo de Dios.

Y por eso viene ahora el segundo paso: la misión. “Como el Padre me envió, también yo os envío”. Eso el primer día; a estos hombres que se han mostrado tan débiles, tan vacilantes, tan pobres, tan limitados; el primer día del reencuentro con Cristo los confirma en su misión: “como el Padre me ha enviado, también yo os envío”. Es la misma misión. No es una misión análoga a la de Jesucristo, es la mismísima misión, la que ha recibido él del Padre, la que deja en las manos de estos hombres. Pero, ¿qué hace falta para esto? Pues lo que viene después: su soplo creador. “Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos”. Hace falta esa Creación nueva del apóstol que es fruto del soplo del Espíritu. Como toda creación sobrenatural no será fruto de ningún esfuerzo humano, ni de ninguna técnica, ni de ningún progreso, ni de ninguna evolución humana. Será el soplo gratuito del Espíritu el que convertirá a estos hombres en capaces de esta misión, y podrán ir al mundo entero, desarmados totalmente, con la fuerza de esta misión, con este poder y no un poder mundano y humano; el poder de llegar a quitar el pecado del mundo, poder eficaz que quita el pecado, que destruye el pecado. Esta misión es la que pone en estos hombres y en ella nos encontramos nosotros, pobres, limitados, pero Cristo ha dado este soplo, ha hecho este soplo en nosotros, y continúa también hoy a nuestro lado y quiere de nosotros que participemos en esta misión.

El capítulo 21 de San Juan. Es la aparición en el lago de Tiberíades. Este capítulo ha sido llamado el “epílogo eclesial”. Es como una síntesis de lo que es ya la comunidad eclesial en su índice más expresivo como es la comunidad apostólica, esa primera comunidad que Cristo mismo ha comenzado. Líneas eclesiales en este Capítulo: Primero está la aparición a los pescadores en el lago de Galilea, cómo lo reconoce Juan también con un signo. El signo ha sido aquí esa pesca que ha habido tan prodigiosa después de una noche de esfuerzos inútiles con solo la presencia y con solo la palabra del Señor. Aquí tenemos el primer rasgo de la Iglesia: la Iglesia es misionera. “Os haré pescadores de hombres en el mar del mundo”. Esta es nuestra misión, esa misión que acaba de entregar a esos hombres: llevar esta paz, este perdón, esta gracia, esta alegría interna que nos trae esta buena noticia de Jesucristo. Esta es nuestra vocación. Esta es la vocación de la Iglesia y esta es la vocación de una comunidad cristiana. Y si especialmente ha sido llamada para un apostolado tan total, tan absoluto, como este en que estamos nosotros. Aquí estamos de lleno, pues, marcados con este signo, con este rasgo de la misión eclesial. En esta misión está presente Jesucristo. Ahí, como un desconocido, como un cualquiera, en el campo, en el lago, en la orilla, es decir: en la vida, en el mundo. Allá donde estemos en la misión. No estamos nunca muy solitarios, muy abandonados. No olvidemos nunca esta presencia de Cristo. Cristo está ahí, en los rincones más escondidos en que pueden estar los enviados, aún aislados de la civilización, aislados quizá de la misma comunidad, y de la Compañía: ahí está Cristo. Cristo es el que envía, Cristo es el que obra la eficacia de esa misión. Su presencia, su palabra, ahí está. Ojalá siempre la vivamos en esta fe de este Cristo.

Y este Cristo se presenta tan humano como siempre y tan comprensivo con estos hombres. El mismo enciende fuego, prepara desayuno: el Cristo resucitado, el Cristo de la gloria, el Cristo Señor del mundo. Y hace lo que hace solamente Dios: amar a los hombres, lavarles los pies, aquí servirles preparando la comida, comprendiendo su cansancio, su debilidad... y él mismo se lo da, se lo reparte. Aquí tenemos de nuevo a Cristo presente en la comunidad y cómo deberá ser una comunidad cristiana.

Y en este rasgo pone el rasgo eucarístico. La Iglesia misionera es una Iglesia eucarística, es una Iglesia centrado en Cristo, presente en su misterio salvífico y presente y comunicado especialmente en la comunidad, en la que tiene pleno sentido esta eucaristía. Esa acción misionera, esa acción apostólica se nutre de este contacto con este Cristo y come a este Cristo, y se refuerza con las fuerzas de este Cristo.

El tercer rasgo aparece en el diálogo con San Pedro. Lo llama aparte y le hace la triple pregunta: “¿me amas más? Y entonces le da el pastoreo de todos los hombres. Esta es una Iglesia jerárquica. Hay en ella unos escogidos. Hay una encarnación visible en el espacio y en el tiempo de la responsabilidad de esta misión en el mundo: Pedro. Y también revela qué clase de jerarquía es, cuál es la novedad de este pastoreo, de este ser cabeza al frente de los hombres: es amar más, es una jerarquía sobre todo de la caridad. No es la jerarquía del poder, de la dominación, de la posesión o del privilegio. Es la jerarquía de la caridad, de esa caridad que sirve, de esa caridad que apacienta, de esa caridad que se juega la vida, que entrega todo para estas ovejas.

El cuarto rasgo es el destino de esta jerarquía, el “triunfalismo” de esta jerarquía: terminar donde terminó el Maestro. Es decir, el martirio, la muerte en cruz que le profetiza a Pedro, “ser conducido donde él no quiera”. Este será el camino, este será el término de esta jerarquía en la Iglesia: ser conducidos a donde no quieren y terminar como el Señor terminó.

Y el último rasgo de esta Iglesia, es el episodio con Juan. Cuando Pedro le pregunta qué va a ser de él, Jesús le responde: “tú sígueme”. Qué te importa a ti si yo quiero que él quede aquí hasta que yo venga. Es decir, la Iglesia, la comunidad cristiana es escatológica, espera la venida del Señor, camina hacia ese encuentro último con el Señor, y no debe detenerse, no debe parar hasta que llegue ese encuentro. Es la esperanza, y una esperanza activa, una esperanza transformadora porque sabe que el Señor cierra toda esta historia humana, toda nuestra vida humana.

Esto quizá nos puede ayudar un poco para nuestra vida. Vivir esta presencia de Cristo tal como se nos manifiesta en estos relatos y en todos ellos. Una cosa así, gozosa, que nos debe hacer una comunidad como nota Cullman que fue la primera comunidad cristiana: se distinguió por ser una comunidad exultante, una comunidad de alegría, una comunidad de esperanza, una comunidad optimista. ¿Por qué? Porque sentía y vivía a Cristo. Sentía la presencia de Cristo en la comunidad. Una comunidad que estaba barajada por los oleajes de aquella persecución interna y externa, por cárceles y persecución por parte de todos los poderes de este mundo. Y, sin embargo, era una comunidad alegre. Tenían a Cristo y sabían que ese Cristo había triunfado de la muerte, había triunfado de los enemigos y por eso tenían toda esa fuerza, toda esa esperanza y tanta seguridad de la victoria de Cristo también en la pequeña humanidad que era aquella comunidad que será siempre una comunidad humana, pero que será transformada por esa presencia de Jesús resucitado.

Que ojalá también hoy esa presencia de Jesús resucitado haga de nosotros una comunidad de esperanza, una comunidad ilusionada, una comunidad alegre.

Que aparezcamos realmente que creemos en Cristo. Hoy se habla tanto de complejos: complejos de esto, complejos de lo otro..., todos son complejos. Se habla también de crisis: ¡todo está en crisis! Y no solamente está en crisis, sino que parece que hay que provocar la crisis, si no, no vale un hombre. Si no la provoca no es hombre. Un hombre que tenga paz... no es hombre... “a ti te falta algo, tú no estás cuestionado. Y tienes que cuestionarte radicalmente, hasta tu fe; si no, estás navegando en una inautenticidad...”. Bueno, supongo que esto tendrá alguna medida, algún límite. Por qué no va a haber anti complejos: de seguridad en Cristo, de que Cristo está. Demos también estos anti complejos y contrarrestemos, porque si no, parece que todo es negro, y todo se va a la deriva, y todo se derrumba... y entonces “morir tenemos” ¿no?... ¡No! ¡Vivir tenemos! Cristo está. Cristo viviente. “He aquí que el que murió es el viviente de los siglos” es el grito del Apocalipsis, que aquella Iglesia vivía realmente en aquellos tiempos tan azarosa y tan difícil y en los que estaba tan desarmada. Pero algo característico era que había verdaderas comunidades cristianas. Y comunidades exigentes. Recordemos lo que pasó con aquel incestuoso de Corinto, cuando Pablo lo expulsa de la comunidad porque es un anti testimonio de la comunidad. Y lo expulsa para que se salve más fácilmente fuera de la comunidad. Es que tenían el concepto de la verdadera comunidad cristiana, de la verdadera presencia de Cristo en la verdadera fraternidad y comunicación. Y así se sostenían y así se comunicaban y presentaban este ideal de comunidad cristiana ante el mundo aquel pagano. Y fue un gran milagro que lanzaron al mundo: “mirad cómo se aman”.

Pues esto es la presencia de este Cristo resucitado. Y no hablemos tanto de la muerte de Dios y la ausencia de Dios y del silencio de Dios... ¡Cristo vive! ¡Cristo está presente! Han caído muchas imágenes de Dios y están bien caídas quizá, pero para que encontremos la auténtica imagen real del Cristo viviente resucitado, Señor de la historia que está conduciendo esta historia y que toda esta agitación en el fondo no es más que aquellos dolores de parto de que habla San Pablo en que está la creación por la liberación, por la emancipación, por la consecución de esta esperanza a la cual se siente llamada y siente el dinamismo internamente.

Y lo mismo hemos de aplicar a la Compañía. Eso es lo primero que tendríamos que hacer en nuestras comunidades, en nuestras fraternidades: sembrar este optimismo, esta alegría, esta esperanza, esta ilusión. Si no, tendremos que poner letreros que digan: “comunidad CERRADA POR DEFUNCION”.

Ojalá, pues, Cristo nos dé esta esperanza, este aliento, y él sea la respuesta a todos los “peros” que nos podamos ir sacando y poniendo: “esto es muy hermoso, pero...; esto hay que hacerlo, pero...”




Tema XXX. Contemplación para alcanzar amor

Los Ejercicios terminan con la contemplación para alcanzar amor. Es la expresión más significativa de la experiencia cristiana de San Ignacio. Una experiencia dejada a la Compañía como uno de los dones inherentes a la vocación como dirá Nadal. Esta visión de Dios, del mundo, del hombre, hace que verdaderamente nos deje esta unidad de vida, orgánica, como arquitectónica de toda la realidad simplificada, unificada, integrada en una raíz que se extiende a lo largo de toda ella y la abarca a toda ella. Es la de este amor, tal como lo ha sentido San Ignacio, tal como queda impreso en él y tal como nos lo ha querido dejar a la Compañía.

Lo primero que puede traducir este titular de “Contemplación para alcanzar amor” es que nuestra visión de la vida queda incompleta mientras no llegue a esta última y completa dimensión de ella. Si yo me quedo en el impacto inmediato que me dan las realidades humanas, la vida toda, quedo a medio camino y quedo en la superficie. Quedo, por eso en una disgregación muy grande de toda la vida, en una vida sin unidad, una vida dispersa, una vida en la que tengo que andar en tensiones de un lado para otro: lo divino, lo humano, lo espiritual, lo natural, lo sobrenatural y todo esto que es separar, dividir, disgregar. En Dios no hay más que una realidad. La realidad es que Dios nos ha amado, que es amor y esta es la realidad que ha captado San Ignacio, que todo es Amor, todo es expresión del amor, todo lo que llamamos natural y lo que llamamos sobrenatural. Toda la realidad existente es creada, nace de una única fuente y va en un dinamismo incontenible también a un único término, a una única meta. Por eso, pues, San Ignacio sintió que detrás de toda la realidad humana, lo mismo pudiera ser una florecilla que un sacramento, lo mismo pudiera ser el hombre que la Trinidad, lo mismo pudiera ser la Iglesia que cualquier realidad humana, en el fondo de ella no hay más que una realidad: todo es amor, todo es producto del amor, todo es manifestación de este amor de Dios: Dios me ha amado. Al ir a la vida, ir al mundo, tenemos que ir con esta mirada larga, con esta mirada profunda: “sólo se ve bien con el corazón”. Lo esencial no se ve con los ojos, está más allá. Y lo esencial es esto que lo abarca todo, que lo anima todo y que lo conduce todo. Es este amor de Dios.

Hay muchos tipos de amor o mejor: hay un solo amor con muchísimas manifestaciones, con muchísimos aspectos. ¿Qué aspecto ha captado San Ignacio en este amor de Dios? Esos dos que pone en las notas previas a la contemplación para alcanzar amor: 1° El amor consiste más en obras que en palabras. Un amor activo, un amor operativo. Es un Dios no en sus esencias, no en las nociones sino un Dios en las operaciones. San Ignacio habla de un Dios en misión. Las misiones trinitarias. Dios que envía al Hijo, al Espíritu.

Entonces, aquí hay una imagen de Dios que nos da San Ignacio, y es la imagen de un Dios operante, obrero. Es la misma imagen que usa el libro de la Sabiduría cuando habla que “ella ha hecho, ha obrado”, ha sido el obrero de este mundo. Decía Jesucristo en el evangelio de San Juan: “Mi Padre trabaja, y trabaja siempre, aún los sábados y yo trabajo también”. Es decir, esa es la imagen que ha captado San Ignacio como un San Juan de la Cruz habrá captado otra imagen de Dios, del mismo Dios. Otra pauta, otro aspecto, que le lleva a una espiritualidad con otro matiz, y Dios. Otra pauta, otro aspecto, que le lleva a una espiritualidad con otro matiz, y San Benito ha captado también que hay que servir a Dios pero es un servicio doméstico, un servicio litúrgico, un servicio en el monasterio. Y San Ignacio ha sentido otro Dios: Un Dios que obra, que está obrando en el mundo, en la totalidad del mundo, en las cosas pequeñas y grandes.

La segunda nota que pone es que él amor consiste en comunicarse. El Dios que ha sentido San Ignacio, es un Dios que se comunica. Es un Dios que para comunicarse provoca la mutua comunicación, el retorno. Es decir, un amor de amistad, de mutuo compartir, de mutuo darse.

Desde aquí va toda la perspectiva para la contemplación para alcanzar amor. Entonces pone estos puntos:

- Cuánto ha hecho Dios
- Cuánto me ha dado Dios
- Cómo Dios está presente en la totalidad del mundo.

Y en el mundo mineral, vegetal y animal del mundo racional y del mundo espiritual, todo en una única presencia integrada en el hombre, e integrada en toda realidad humana. En todo está Dios presente y por eso no hay esos compartimento; de natural y sobrenatural, de profano y sagrado. Todo tiene el sello de este amor de Dios que lo ha provocado, que lo ha traducido, y que lo ha manifestado y lo ha comunicado. Podemos decir que es realmente la experiencia de ésa caridad de Dios, en ese itinerario de su amor salvífico del mundo. La caridad de Dios, qué es en su itinerario. Primero es un descenso. Dios baja a este mundo, a este hombre, a esta historia. Esto es de suma importancia, es característico de la fe. La religión tiende a salir, tiende a subir, tiende a irse, a buscar a Dios en otra parte y todas las religiones orientales están caracterizadas por este movimiento que nace del hombre y busca fuera de la vida, como el ser distinto de todo lo existente. Por eso vienen todas esas renuncias, ascesis de todo lo humano, de todo lo sensible, en el mayor grado posible para encontrarse con ese absoluto, con esa armonía, con la perfección. Y así están marcadas esas religiones por esta como descarnación de la materia, la realidad, la humanidad, la acción: todo se considera como turbio para unirse con Dios. Hay que liberarse de eso para encontrar a Dios, para poder orar.

Pero en la fe es Dios el que viene. Es Dios el que sale de sí mismo y el que rompe el cerco Trinitario y se comunica al mundo y toma en sus manos las riendas de la historia humana para conducirla al Reino de Dios.

Esto tiene consecuencias enormes, porque si Dios viene, si Dios baja, ¿dónde encontraremos a Dios? ¿Dónde oramos? ¿Dónde nos unimos con Dios? ¿Dónde nos relacionamos con Él? No ciertamente saliendo de la realidad a la que ha venido Dios. Aquí no hay verticalismos ni horizontalismos. Aquí no hay más que una enorme realidad en la que lo llamado horizontal y vertical está unido como está unido en Cristo. Lo que llamamos horizontal es lo vertical y no hay verticalidad posible sino en esa horizontalidad, en la humanidad. También la humanidad de Cristo porque es hombre como nosotros y sin embargo allí y solamente allí, encontramos al Padre y esa humanidad es la Humanidad total porque se ha identificado con todos: “El que a vosotros oye, a mí me oye: el que a vosotros os recibe, a mí me recibe”. Y esto lo dice tanto de la Jerarquía como del pobre marginado, abandonado, hambriento y harapiento, que no tiene dónde caerse muerto. “Lo que has hecho con ése, conmigo lo has hecho”. Cristo es la Cabeza de toda la Humanidad. Por lo tanto es absurdo hablar de horizontalismo y verticalismo. Porque si los separamos son herejías. Ambas herejías se han dado en la historia de los dogmas, de la espiritualidad y de la vida. Dios ha unido las dos y encontramos a Dios en esa realidad que llamamos horizontal. “Bajó del cielo” decimos en el Credo. Significa esto.

Segundo aspecto que tiene esta caridad de Dios. Este amor que baja se encama en el hombre, “lo reviste internamente”, como dice San Pablo en Rom. 5,5 y “le da una nueva capacidad de amar” en 1 Jn. 4,10. Esta caridad no queda superpuesta, la caridad se encarna y reviste al hombre y le da una capacidad de amar así, en una auténtica relación de unos y otros. Por eso, allí está Dios y allí encontraremos a Dios.

Tercero: el itinerario de este amor en su dinamismo, es una subida, un retorno. Toda la realidad humana debe retomar revestida, animada, impulsada por este Amor. Vuelve a Dios ya encamada y mediante la opción libre del hombre. No vuelve en una evolución ciega hasta Dios. Vuelve por la mediación libre del hombre que acepta ese don de Dios y lleva hasta Dios toda la existencia y toda la realidad, en un impulso que terminará en esa venida última de Cristo que corona toda la historia y la termina. Para eso nos da el Espíritu Santo, para este impulso de retorno al Padre. En la Trinidad, el Espíritu Santo es el elemento unitivo entre el Padre y el Hijo. También es el elemento unitivo de la humanidad con el Padre y con el Hijo. Por eso impulsa la Humanidad hacia la Trinidad, al Reino, donde Dios sea todo en todos.

“Está presente en los seres -dice San Ignacio- dando el ser; en la vida dando sentir; en la vida racional dando entender y haciéndome templo suyo”; ese templo vivo del que nos habla tanto el Nuevo Testamento: “Vendremos el Padre y Yo y haremos allí nuestra morada”.

Es un amor presente que obra, que está obrando continuamente la gran obra de nuestra conversión, de nuestra filiación divina. En todo está obrando y en todo está cooperando a esta operación específica que nos hace pasar hacia Cristo y por El hacia el Padre. El Espíritu Santo es actividad dinámica que está obrando la santificación de los hombres, del mundo, de la Iglesia, por medio de sus dones, por medio de la Gracia, en medio de los signos de los tiempos.

Aquí viene la respuesta ignaciana: “Tomad, Señor y recibid...”. Es decir, la aceptación de este amor y el ser capaces de amar con la capacidad que nos ofrece. Entonces: ¿Qué significa este “Tomad, Señor y recibid”? Esa oblación que hacíamos en la meditación del Reino: “Quiero y deseo y es mi determinación deliberada...”, ahora: “de retomar con la totalidad de mi ser”. Y al decírselo a Dios, tenemos que decírselo a los hombres, al mundo. Retomar a Dios por medio de los hombres y con ellos. Retomar a Dios ese amor como nos lo da el Señor, como Dios ama, no por lo que somos ni por lo que ve en nosotros, sino por lo que Él es. Amar y entregarnos así a la Humanidad, a los hombres, no por lo que ellos son o por lo que ellos nos pueden dar o dejar de dar sino por la fuerza misma de este amor desarmado.

Este amor de Dios es creador de valores. Crea valores donde no los hay: ha creado la vida en nosotros; la vida divina en la vocación cristiana; y en ella, mi vocación apostólica. Me ha dado capacidades, valores, que no tenía yo. También el retomar en este Amor a los demás, es creador de valores, no va a destruirlos. Sería lo más antihumano, lo más anti divino y lo más anticristiano y antievangélico si no suscita valores, si no crea valores. Por eso, una comunidad en la que se trate de amar así, crea, no mata; suscita, no apaga y, pone donde no hay: el amor, la libertad.

Por último este amor es el único camino hacia Dios. No hay otro. Es la única vía al Dios de la fe, porque es el único aspecto que se nos ha revelado: el de un Dios que es Amor, el de un Dios que ama. El camino a Dios no son ideas, ni sentimientos ni prácticas. El camino a Dios es única y exclusivamente el amor, este amor, el mismo amor que Él nos da. Si hacemos otras cosas será para ayudarnos y para disponernos a este amor, pero no pongamos el camino y menos la medida de nuestra unión con Dios en otra cosa que no sea la caridad y el amor. Alcanzamos el amor de Dios amando a los hombres. Significamos a Dios amando como Dios ha amado al hombre. Pongamos aquí la medida de nuestra unión con Dios, la medida de nuestra oración. No es la capacidad contemplativa la que mide nuestra unión con Dios. Podemos contemplar maravillosamente el Evangelio y podemos celebrar maravillosamente la liturgia, con grandes sentimientos y magníficas ideas y no unimos con Dios si no nos lleva a este amor de unión con los otros. La verdad no es la corrección que pongamos en otras cosas sino la corrección que pongamos en el amor. Nietszche decía: “Yo soy contemplativo y no creo en Dios”. Jesucristo centró el lugar del encuentro con Dios en el corazón humano.

Así se ve que para San Ignacio toda la realidad es expresión del amor de Dios y camino hacia Dios. A la Compañía de Jesús la llamó “Compañía de amor”, porque vivió esto, trató de vivirlo, creyó en esto. En primer lugar creyó que habían sido reunidos por el amor de Dios. No se habían reunido por un pacto mutuo, por un plan o un trabajo mutuo, sino por este llamado del amor de Dios. Por eso, San Ignacio puso aquí toda la circulación del cuerpo de la Compañía y el centro radical de la unión de la Compañía. Todo debe estar marcado por la caridad: el gobierno la obediencia, etc. Y esto dió como fruto, realmente, una compañía de amigos en el Señor; amigos que compartían todo lo que eran y todo lo que tenían y todo lo que hacían. Se comunicaban y si estaban ausentes, procuraban vivir una presencia en la ausencia. Por eso la correspondencia epistolar de San Ignacio, para que los ausentes compartieran lo que hacían unos y otros. El mutuo conocimiento y la mutua comunicación. Y todo esto, ¿por qué? Porque según la Contemplación para alcanzar Amor, en la comunicación está Dios, en la relación está Dios.

Terminamos con esta anécdota de Lortz:

"A los 25 años, incrédulo aún, comencé a buscar a Dios, cuando caí enfermo y tuve que ir a descansar a Suiza. La buena señora protestante que me recibió en su casa, tenía un auténtico placer en compartir sus deliciosas confituras con sus pensionistas. A cada desayuno, a cada merienda nos las traía en una bandeja cubierta con un paño en el que, bordada por su mano, se leía esta frase: “DIOS ES AMOR”.

“Para un incrédulo como yo, resultaba conmovedor, a la par que lleno de humor, él que cosas tan buenas, materiales y terrestre, fuesen presentadas en aquella bandeja: “Dios es amor”

“Ahora pienso que aquella frase fue penetrando poco a poco en mi alma mientras hacía honor a las confituras. He olvidado otras muchas cosas, pero aquella breve frase penetró en mi corazón de incrédulo de tal manera que ahora comprendo que no hay ninguna otra verdad, ninguna otra lógica en el mundo que sea tan cierta y, que ésta es la única luz de nuestra vida: “Dios es amor” Dios existe, Dios nos ama, Dios está allí ’’.









Boletín de espiritualidad Nr. 29-30, p. 5-77.