Reflexiones sobre la religiosidad popular

Agustín López sj





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I. El sacramento del orden sagrado

Estas reflexiones se hacen a partir de nuestra experiencia con el mismo pueblo fiel, en contacto pastoral con sus actitudes, sus gestos y sus palabras.

“Sin duda, habría mucho más que decir. Por ejemplo, ciertos aspectos negativos -que aquí preferimos callar- de la experiencia que la gente tiene del sacerdote: cierta “burocracia” en la administración de algunos sacramentos, el apego al dinero, etc. y otras vivencias positivas que aquí no se mencionan, o se lo hace muy de paso y con pocas palabras.

Nuestra visión es, pues, parcial; pero real. Más aún, es, a nuestro juicio, una visión: de lo que más se nota en la experiencia que la gente sencilla de nuestro pueblo tiene del sacerdote.

Vamos a considerar al sacerdote:

a. en sí mismo y dentro del pueblo fiel;

b. en el “misionero” que evoca;

c. en la "hermanita” que lo acompaña y Ío complementa.

1. El sacerdote en el pueblo

La fe cristiana ha pasado a pertenecer al alma misma de nuestro pueblo, y se trasmite, como la vida, de padres a hijos.

El pueblo cristiano siente que el sacerdote cumple un papel importante en este proceso de trasmisión de la fe.

En una zona del “chaco santiagueño” celebrábamos, no hace mucho tiempo, una pequeña fiesta popular religiosa. En esa ocasión el Director de la Escuela agradeció, delante de los presentes, la presencia del sacerdote, y dijo: “Queremos pedir al Sr. Obispo un sacerdote. Aquí somos cristianos porque así nos lo han enseñado nuestros padres. Pero deseamos tener un sacerdote que nos diga en qué somos cristianos, y en qué no; que nos oriente y, nos corrija, para saber si caminamos bien” (1).

En estas sencillas palabras está expresada sintéticamente la concepción que nuestro pueblo tiene del sacerdote.

1.1 Al sacerdote se lo quiere y se lo respeta como uno de ellos.

Una señora decía: “Para nosotros, el Padre… ya es parte de nuestra familia”.

Hace poco tiempo, el cura de un barrio debía, viajar. La gente se había enterado, por la radio, del asesinato del P. Mujica. Una mamá, conversando con otra, le comentaba: “Me da miedo este viaje del Padre. No le vaya a pasar nada. Ahora, ni a los sacerdotes respetan…”.

El sacerdote es, para ellos, un compañero, porque convive con ellos lo cotidiano, y los momentos más importantes de la vida del pueblo.

“Firme, Padre”, decía un hombre en una reunión vecinal; "Vd. también es del barrio”. Y sin embargo ese sacerdote, aunque atendía allí la capilla, vivía en otro sitio: pero seguía siendo “del barrio”.

1.2 Pero, si bien es uno de ellos, no es uno más entre ellos: es distinto.

“Si Ud. se encarga del dinero -decía un vecino—, yo no tengo problemas”.

Su presencia trae consigo otra “presencia” más grande, de la que se puede fiar cualquiera.

El sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres: da la gracia del Señor a los hijos en el bautismo, pide el descanso para sus difuntos cuando asiste a un “velorio”, cuando reza un “responso” ante la tumba de un familiar, cuando celebra una misa en su aniversario...

1.3 El sacerdote es un guía.

Su palabra tiene un vigor especial por ser sacerdote, y no sólo por ser una de las personas de influjo en el barrio o pueblo. “A ver, nosotros queremos saber qué opina Ud. de este asunto.

Frente al “cura”, se suscitan los temas religiosos. Cuando llega de visita a una familia, no es raro escuchar, al rato, de labios del hombre: “Mire, yo soy respetuoso y religioso. Mi madre era muy religiosa. Yo rezo en mi casa. Hace mucho tiempo, estuve en Luján, pero... voy poco a la iglesia”.

Los padres suelen decir: “Me gusta que, mis hijos, se junten con Vd., para que reciban buenos consejos”. O bien: “Vds. les enseñan cosas buenas”. No es extraño que el papá o la mamá digan: “…no estudia, anda fallando; a ver si Vd. me le habla un poco...” Y cuando ya existe, con los jóvenes, una relación amistosa, alguno se animará a decir: “Quiero que Vd. me aconseje...”.

Ellos intuyen que conocemos a los hombres y que, además de las cosas de Dios, que son nuestra especialidad, sabemos también de medicina, de psicología, de abogacía…

El sacerdote sabe, por sus largos estudios; o mejor, la gente cree que lo sabemos y lo estudiamos todo.

El sacerdote debe saber escuchar y entender, para luego poder decir una palabra. Y recalcamos lo de “saber escuchar”, no sólo para dar la posibilidad de un verdadero diálogo, sino para ir comprendiendo el universo cultural de nuestra gente, dada su situación en la vida y sus propias tradiciones. Nosotros, en muchas cosas, tenemos otras pautas culturales, otros criterios de juicio y de valoración. Y, si al dar nuestra palabra, no sabemos previamente escucharlos bien, en profundo, podemos decir algo que “no entienden".

1.4 El sacerdote es un hombre al servicio del pueblo.

“Nos quedamos sin plata, y necesitamos...”. “Mi padre está enfermo, y no podemos comprarle remedios…"Mire, se murió el chiquito de Doña..., y no tienen para el cajoncito”. Y también parece que el “cura” fuera una “bolsa de trabajo”: “Hace varios días que no encuentro ‘laburo’...”.

Al sacerdote se lo busca para cualquier cosa, y todos requieren la disponibilidad de su persona y de su tiempo; y esto, aunque ellos sepan que el “cura” tiene muchas cosas que hacer, y que tiene sus obligaciones.

Se recurre al sacerdote como a un apoyo. A uno de nosotros se le acercó un señor, padre de tres hijos, y activo colaborador en un barrio. Trabajaba en “changas”, y en la cosecha de algodón. Era un antiguo ferroviario, y deseaba volver al ferrocarril para tener una entrada segura. “¿Por qué no me acompaña a ver al jefe de Tránsito...?”. Durante la entrevista, estuvieron él y el “cura”; pero, en realidad, sólo habló él. La presencia del “cura” fue una compañía, una fuerza y un apoyo. Ei, como hombre de campo, “sin mucha palabra”, acompañado por el sacerdote, sintió que podía llegar hasta el jefe, y ser escuchado. Y este gesto se lo agradeció al “cura” como una gran “gauchada”.

Si vale una anécdota, aquí va uno de nosotros pudo conseguir un trabajo para dos “changos”. Vds. pueden imaginarse la alegría de los dos: el trabajo, “en el interior, es una “lotería”; se les abría el futuro, ganarían lo que nunca... Sin embargo, no le dijeron “muchas gracias”, ni alabaron mucho el favor. De todos modos el sacerdote sintió, en la alegría que tenían, que había hecho lo que debía.

En estos gestos sencillos, el sacerdote se siente más sacerdote: crea esperanza. Su ministerio religioso se extiende y se concreta en gestos de caridad, de “servicio”. En este sentido, hay una verdadera “diaconía” que el sacerdote realiza en obras asistenciales que dan, a la Iglesia, el rostro concreto del “servicio a los pobres”, y que le permite realizar, en la vida, la Eucaristía que se prolonga en el “lavatorio de los pies” que nos ordenó el Señor.

El sacerdote es un factótum en el pueblo o en el barrio, aunque no sea un gran organizador. Pareciera que lo puede todo, o lo tiene que poder todo, como si en sus manos tuviera una “palanca” especial para moverlo todo.

Muchos de estos “ministerios" lo van asumiendo los laicos; pero son vividos como una extensión de la acción del sacerdote, como si de él brotaran.

El sacerdote tiene, para el pueblo, una función eminentemente religiosa; pero ésta también se mediatiza en gestos temporales, porque, para nuestro pueblo, “Dios no ha muerto”, sino que vive y se preocupa por ellos, por todo lo que ellos son y por todo lo que ellos necesitan.

Por eso, puede suceder, sobre todo en barrios del Gran Buenos Aires, que les agrada que los “curas” se ganen la vida como ellos, trabajando, dando clases en algún colegio, etc. Pero comprenden que su trabajo “ministerial” es también “trabajo”; y, si lo hace bien, merecen ser sustentados por ellos. Por eso, entregan sus limosnas por el bautismo, la misa, etc. etc., porque saben que también el “cura” necesita vivir.

1.5 El sacerdote, aunque respetable, es cercano.

Les gusta que esté presente en una comida de familia, en las fiestas del barrio. De un sacerdote, a quien la gente quería mucho, solían decir, con una sonrisa en los labios: “Al Padre... lo apodamos ‘sal gruesa’, porque está en todos los asados.

El sacerdote es saludado por todos.

Cuando pasa por las calles del barrio, los chicos le gritan a coro: “Chau, Padre...!”. Y, mientras hacen, en la cancha, tiros al arco, también le dicen: “Adiós, Padre... ¡cuánto hace que no se le ve!”.

Todos saben dónde ha estado, en qué casa se ha detenido. Y se resienten cuando el “cura”, distraído, no saluda o pasa de largo: “Pasó en ‘bici’ por la plaza, le grité... y siguió de largo. ¿Ya no saluda?

Él debe detenerse, tener tiempo para todos. Para eso está. En su función de disponibilidad. Y si una tarde se dispuso a visitar familias, no podrá llegar a más de dos.

La familia visitada siente un gran halago por su presencia. No saben qué hacer para atender al Padre. Siempre que come en una casa, la señora se disculpa si las empanadas se le pasaron un punto, etc. etc.

Es un verdadero honor poder decir que el Padre es amigo de la casa: la familia se dignifica.

1.6 El sacerdote es levadura en medio de su pueblo, y por eso su trabajo resulta muchas veces oculto: el mismo-sacerdote siente, a veces, la sensación de que no es mucho lo que hace por el pueblo.

A veces nos hemos preguntado: ¿Qué hago yo aquí...? ¿Respondo a las expectativas y deseos de la gente...?

Por momentos, se siente la impresión de que daría lo mismo que estuviera o no presente, de que las cosas, en el pueblo o barrio, no han cambiado mucho desde que él está...

A pesar de todo, no es así. En su ausencia, se lo extraña: “¡Cuánto que no se lo ve...! ¿Ha viajado? ”. No vino a la reunión de la ‘comisión’…

La presencia del sacerdote no resulta deslumbrante, pero alienta, calma las tensiones, atempera, aconseja, y suavemente corrige.

2. El misionero

El sacerdote, sobre todo en el interior, evoca la figura del “misionero”, un personaje popular en las poblaciones de la campaña y “monte” adentro. Su sola persona trae a la memoria aquellos que han implantado nuestra fe, y que tanto contribuyeron al mundo cultural que se fue forjando en torno a las tradiciones de cada tribu, de cada pueblo, de cada provincia.

Decía un maestro de campo: “Nosotros queremos levantar nuestra capilla en el lugar de la antigua misión. Y le vamos a pedir al Obispo un sacerdote...”

Los Obispos, además, para atender pastoralmente las grandes extensiones de tierras y poblaciones sin una presencia sacerdotal permanente, han recurrido a misioneros rurales; y estos hombres, con su presencia esporádica y ocasional, han contribuido -con sus “misiones”, sus “novenarios”, en preparación de las fiestas patronales, a arraigar la fe cristiana de nuestro pueblo.

La figura histórico-religiosa del Misionero puede ser fuente de inspiración de nuestra actividad sacerdotal de hoy.

El Misionero ha sido un hombre de gran austeridad de vida, de gran capacidad de sacrificio, con una buena dosis de espíritu de aventura, de extremada paciencia y tesón, capaz de largas caminatas para abrir brechas en la fe y en el “monte”.

Su misión, que fue la de catequizar y la de bautizar -Palabra y Sacramento-, lo llevó a insertarse en medio de los indios, a asumir sus valores culturales, a ver en ellos verdaderos hijos del único Padre (2), y a defender esta dignidad con todas sus consecuencias humanas, derechos de la persona, y de la familia, socio-económicas, organización de un sistema de trabajo que no fuera explotación del hombre por el hombre, y culturales.

Su misión, esencialmente religiosa, no los llevó a marginarse del proceso histórico: por eso se ganaron, más de una vez, la enemistad de algunos de sus compatriotas; y otras veces perdieron la vida por amar, con todo su corazón sacerdotal, a su pueblo.

Su trabajo supo de muchos fracasos, por falta de respuesta de los mismos naturales de la tierra; pero colocaron al Señor en medio de este pueblo nuestro de una vez para siempre, y los sacerdotes actuales recibimos el aprecio y la gratitud que ellos se ganaron.

De aquí que se pueda decir que “el sacerdote, prolongación de aquellos “misioneros”, es un personaje "popular”, en el sentido hondo de la palabra, y no un mero funcionario” (3).

Desde su misión sacerdotal, extendida a toda la vida social y cultural, el Misionero y el Sacerdote han ayudado a madurar y a crear esta historia nuestra, tan llena de afecto por nuestras tradiciones, tan reconocida a la “fe de nuestros padres”, tan llena de Evangelio.

Detrás del emblema alzado por las tropas de nuestros caudillos, “Religión o Muerte”, se oculta la humilde figura de aquellos Sacerdotes y Misioneros que hicieron posible este estandarte, gracias a sus fatigas, a su sencilla catequesis, a su tesón, a su incansable afecto por los indios y por todos los pobladores de estas extensas regiones

Por eso el Sacerdote que, con sencillez, acompaña a su Pueblo, que se incorpora a la historia de su barrio, es un hombre que ''hace historia”, y la hace desde su mismo sacerdocio. Y sus pequeñas obras -la capilla, la escuela, el dispensario y el "taller"- materializan su colaboración, y son recordadas como “momentos’’ muy preciados de su servicio en favor de su pueblo.

3. Las hermanitas

Hemos hablado mucho del sacerdote, pero también corresponde que hablemos, algo al menos, aunque imperfecto e incompleto- de la “hermanita”.

Las “hermanitas" -como la gente dice afectuosamente- son muy estimadas por nuestro pueblo: entran en cualquier parte, andan de un lado para otro en tareas sencillas, pero que acercan la “mano del Señor” a cada familia, a cada “ranchito”.

Ellas corren para atender a un enfermo, para poner inyecciones, para procurar remedios. Atienden a los “roperos”, cuidan de los ancianos y de los huérfanos, enseñan en sus “talleres” de costura y de tejido; pero no por eso descuidan la catequesis de los niños, y son “animadoras" de muchos grupos de jóvenes.

Su amor maternal y entregado las lleva a un trabajo sin medida y sin reserva. Su tarea prolonga la de la madre, la de la Virgen: el amor gratuito y desinteresado, que da más allá de los resultados evaluables.

Se la quiere tanto o más que al mismo sacerdote.

En un barrio, aparecieron por primera vez un sacerdote y una religiosa para comenzar su trabajo. Recorrieron el barrio, asistieron a una reunión que los mismos vecinos habían organizado. Al final, el presidente de la Comisión Vecinal comentó con un pariente: “Estamos contentísimos. ¡Qué alegría! Hemos recibido la visita de Dios y de la Virgen, que nos hará tanto bien”. El sacerdote y la “hermanita” les traían, en sus personas, la presencia del Señor y de su Madre.

4. Conclusión

Podríamos haber señalado los aspectos negativos de la experiencia que la gente, sobre todo en los sitios urbanos, tiene del sacerdote, también a través de sus expresiones: les choca la "burocracia” en la administración de los sacramentos, el apego al dinero de algunos curas, el círculo cerrado, o de privilegio, que se forma alrededor del sacerdote, etc. etc.

Podríamos haber dicho que el “machismo”, de alguna gente, crea prejuicios o dudas sobre la castidad del sacerdote.

Pero éstos -y otros- son prejuicios -o “malos pensamientos”, como ellos mismos dicen- que se les borran en un trato más frecuente y amistoso.

Un muchacho, conversando con uno de nosotros, a quien ya tenía confianza, decía: “Si, esos trabajan con los curas…Nuestro compañero le dijo: “Me hablas así... y yo soy cura”. El “chango” lo miró largamente: es como si hubiera una “institución”, los "curas”, que fuera algo extraño y no estimable; pero ese "cura” que tenía delante era su amigo, y no era los "curas”.

Hemos mostrado, por tanto, las vivencias positivas que nuestro pueblo tiene del sacerdote; y no todas, sino aquellas que hemos podido recordar en este momento.

No hemos hablado de los ministerios diaconales que existen en muchos pueblos y regiones. Nos referimos a los "rezadores” y a los “barnizadores”, que dan el “agua del socorro” a los chicos, rezan por los difuntos y, durante los “novenarios”, rezan los "gozos de los santos”.

Los actuales “rezadores” han heredado los rezos y cantos de sus padres, que ejercieron este oficio religioso: sus oraciones y alabanzas constituyen verdaderos “rituales” o devocionarios populares, de raigambre hispánica, y de fuerte contenido teológico.

Lo mismo tendríamos que decir, por ejemplo, de la “Novena del Señor y de la Virgen del Milagro, que se veneran en la ciudad de Salta”, compuesta en 1760 por un sacerdote, y que hoy anda todavía en las manos de todos los que entran en el santuario salteño.



Concluyamos diciendo que, ciertamente, el sacerdote es una figura “popular” en nuestro pueblo, que está en su “memoria”, o sea, en su historia, y también en su corazón.

Hace un tiempo, un maestro rural, frente a ochenta chicos, de los siete grados que tenía su escuela, presentó así a dos sacerdotes que lo visitaban: “Niños, estos dos señores son sacerdotes, los que nosotros llamamos curas. Son los que nos bautizan. Ahora visten como nosotros, pero ellos representan a Dios. Mañana nos traerán las imágenes del Señor del Mallín y de la Virgen del Valle. Por eso tendremos una fiesta muy linda... Ahora, pónganse de pie, y salúdenlos con gran respecto...”.

Si, “con gran respeto”, porque el sacerdote, a la vez que familiar y cercano, es un “misterio”, su castidad, su soledad, su entrega desinteresada a todos; y tanto, que cuesta sentirse llamado a este “misterio”.

“Para ser Padre o Hermanita, decía un hombre, hay que tener una gran vocación. ¿No le parece? ”.

Hay muchos pueblos en el interior, y también barrios de las ciudades, que hace mucho tiempo que no cuentan con la presencia continuada de un sacerdote; y la desean. Han conocido al párroco del lugar más cercano, a veces, muchos kilómetros, o a los “misioneros” que han predicado las “novenas” de los santos patronos y las “misiones" en las que han bautizado, “oleado “a sus hijos. Tienen también recuerdos “anónimos” de los antiguos misioneros, incluso de la época colonial, que sembraron la fe que hasta hoy permanece con fidelidad.

Por eso, nuestro pueblo sigue deseando la presencia más permanente de un sacarte en medio de ellos.

Decía bien aquel maestro rural: “Nosotros queremos levantar nuestra capilla en el lugar de la antigua misión. Pediremos al Obispo un sacerdote...”. Para ellos, tener un sacerdote es un gran honor; y se lo merecen, porque han sabido esperarlo.

Como dijo aquel Director de Escuela: “Queremos pedir al Obispo un sacerdote; aquí somos cristianos porque así nos lo han enseñado nuestros padres. Pero deseamos tener un sacerdote que nos diga en qué somos cristianos, y en qué no; que nos oriente y nos corrija, para saber si caminamos bien”.

Son, en una imagen bíblica, “como ovejas sin pastor” (Mt.9, 36); y, ante esta situación, el Señor nos dice: “La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt.9, 37-38).

II. El sacramento de la penitencia

La tradición popular, como la práctica, de este sacramento, va muy unida al sacerdote, a su presencia y a su ausencia, sobre todo la permanente.

Existen zonas o territorios parroquiales, nos referimos tanto a la ciudad de Buenos Aires como al interior, donde la gente suele confesarse con alguna regularidad: tiene conciencia de la existencia de este sacramento, y recurre a él cuando lo necesita. En otras partes, en cambio, parece que no se lo conoce: no hay casi confesiones personales; y, en algunos casos aniversarios de difuntos, etc. en que se presenta la ocasión, o la necesidad, de comulgar, lo hacen sin confesarse previamente, como si para ellos la confesión no preparara para ¡a comunión.

En las peregrinaciones, fiestas populares, misiones, etc., la presencia de un sacerdote en el confesionario es una invitación, o gracia, que los lleva a confesarse; y estas confesiones, lo sabemos muy bien quienes participamos, como sacerdotes, en ellas, son muy sentidos. Los sacerdotes somos testigos, en tales casos, del amor misericordioso del Dios Padre, y del trabajo oculto del Espíritu en los corazones de nuestro pueblo fie.

En una misión de un pueblito santiagueño, una Hermanita había preparado a varios “changos”, de 18 a 22 años, para la confesión y para la primera comunión; y, en cada una de estas confesiones, hubo mucha unción religiosa. Tiempo después, uno de estos muchachos le decía a una laica que trabaja en la zona: “Esto que vos me decís, me lo dijo el Padre cuando me confesé”; y ella contaba: “No se puede imaginar Vd. cómo han grabado, en su corazón, las palabras oídas aquel día”.

El sacramento de la confesión va unido, muy naturalmente, con ciertas circunstancias de la vida. En la misa aniversario del padre o de la madre difuntos, algunas personas se acercan diciendo: “Hoy es la misa de mi padre, y quiero comulgar...”; y piden entonces confesarse. La visita de un santuario, hecha en cumplimiento de una “promesa", es la ocasión de pedir perdón a Dios, acercándose al confesionario. Y también las “misiones”, las “novenas” de los santos patrones, etc. etc.

En estos contactos extraordinarios, es tanta la gracia y la disponibilidad de estos corazones sencillos y religiosos, que nosotros mismos, sacerdotes, experimentamos una unción, una comunicación y una emoción a un nivel que nos trasciende y nos supera: es la vivencia de ser verdaderamente “administradores, y mediadores, de los misterios de Dios” (1 Co.4, 1).

Estas confesiones sacramentales van precedidas, muchas veces, de una relación con los “penitentes”. A nuestro pueblo sencillo le cuesta expresarse verbalmente, abrir su corazón, confiarse. Necesitan de un contexto especial, y de una preparación paciente y respetuosa. Son muchos los temores, y también prejuicios, que la gente tiene respecto de este sacramento.

Los sacerdotes debiéramos preguntarnos si nuestra relación pastoral con ellos fuera y dentro de la confesión sacramental, es suficientemente cálida y personal, como para que ella sea una gracia “preveniente” para esta otra gracia de la reconciliación con Dios, y con los hombres, mediante la confesión sacramenta (4).

1. Los pecados y el sentido del pecado

La vida espontánea, menos organizada, de nuestros pueblos y de nuestros barrios, sobre todo en el interior, influye en que se de una conciencia “no moralista”, casi diríamos poco “legalista”: es notorio que no se expresan, como pecados, hechos que otros computan como una "inmoralidad”, como la borrachera, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, etc. etc.

Sin embargo, se siente que la borrachera no está totalmente bien. Cuando uno, como sacerdote, se acerca a un grupo de muchachos que está tomando unas “copas”, sucede una de dos cosas: o esconden el sifón y la botella, o tratan de disimularlo con bromas, o con un “¿no quiere festejarlo con nosotros?”.

En cambio, nuestro pueblo descalifica al “vago”, al que “no labura”, al que es mezquino y no presta cosas, al “fiaca” que no arregla la vereda, o no asiste a la reunión vecinal, o no se interesa por el bien común; y sobre todo es “hipersensible” para con el orgulloso, que se cree más que los demás.

Existe, en nuestro pueblo, un cierto sentido de pecado, y no tanto de pecados o faltas individuales. Esto va unido a un sentimiento de indignidad, que a veces lleva a no comulgar, y un cierto sentido de indigencia, muy unido a la condición de “pobres”.

Esto no quiere decir que nuestro pueblo sencillo no se dé cuenta del mal que obran en sus vidas, sino que predomina el sentimiento de la solidaridad en el mal.

Nuestro pueblo no ha perdido el "sentido de pecado”, como sucede en otros ambientes más “materializados”; y la gente entrevé o intuye que el “cura” tiene algo que ver en relación con el pecado, con el perdón, con la reconciliación con Dios y con los demás.

Un hombre, cierta vez dijo: “Uh, Padre, confiéselo a éste... Tiene muchos pecados! ”. “A éste le hace falta confesarse, limpiarse un poco. . .”. “Anda, anda. . . así el Padre te perdona lo malo que has hecho”. Y, entre broma y broma, van diciendo las “macanas” del otro, y van mostrando la necesidad de “arreglar” un poco la vida, de ir “haciéndose bueno”.

Después del temporal y de las inundaciones en el Norte, era frecuente escuchar, en boca de la gente sencilla, esta frase: “Si el Señor nos mandó esto, algo tendremos que purgar y corregir”… Y esta frase no era mero fatalismo, sino expresión de un llamado de atención (Lc.13, 3); ni era sentida como “yo debe convertirme”, sino como “nosotros”, o sea, el pueblo somos pecadores, y debemos convertirnos.

Tienen el sentido de ser humanidad pecadora, de ser indignos.

En un pueblo, al bajarse las andas con la imagen del Señor, una señora exclamó: “¡Qué alegría, Señor, con tu visita!. . . Nosotros no merecemos esto como cuando Isabel exclamó, ante la visita de María: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc.1, 43).

2. Los ritos penitenciales

Nuestro pueblo tiene conciencia de ser pecador, y lo manifiesta en ritos muy tradicionales y en gestos muy costosos, sacrificados, en “promesas” que hay que tener cuidado en no cambiar, sin más, en cosas más fáciles, facilitando demasiado su cumplimiento.

Un anciano de cerca de 65 años caminó unos 80 kms. para llegar al pueblito donde estaba la imagen del Cristo: andaba bastante “machado”, porque en cada “parada”, como él mismo contaba, “tomaba un traguito para entonarse”. A la mañana, llegó a la capillita, se arrodilló frente a la Cruz, y la besó lloriqueando: “Señorcito, vengo a que me perdones... Yo soy malo, y muy pecador”, repetía en voz alta.

La solidaridad en el pecado es lo que más se manifiesta en las largas procesiones, en las abnegadas peregrinaciones a los Santuarios, y también en el dolor frente a la muerte de un familiar o de un vecino

En las procesiones la longitud de la caminata tiene su importancia: es un largo momento de marcha, de oraciones, de penitencia, de perdón y de unión; y también es una gran fiesta.

En las poblaciones del interior, abundan los cohetes, las bombas de estruendo y los colores, banderitas y trajes, las aclamaciones, los “vivas” y aplausos (3) Cristo, a la Virgen, a los Santos…y a los mismos presentes. Se baila, se toca música con guitarra, violín y bombo, frente a las imágenes; y, en el Norte, están los “misachicos”. La música es anónima, con compases repetidos y monótonos. Los niños, y los mayores, llevan banderas, y las agitan frente a las imágenes, acompañando el compás de la música.

La gente se acerca a tocar las imágenes, a “tomar gracia”; o se arrodilla ante ellas, con la vela encendida y las palmas de las manos juntas, para pedir la bendición. Y de estos gestos, con que se aproximan a lo “santo”, participan ancianos y niños de toda edad, hombres y mujeres: los padres alzan a sus niños, algunos “de pecho”, y acercan sus manitos para que toquen la Cruz, o el manto de la Virgen, o a los Santos.

Se da, en estos gestos, una verdadera trasmisión de la fe.

Es conmovedor participar de estas expresiones de fe tan sencilla y tan honda: cada uno que pasa frente a la imagen, siente y expresa su propia indignidad, su deseo de acercarse al Señor, a la Virgen, y a los Santos, y aún de abrazarlos, de introducirlos en su pobre corazón y de llevarlos de vuelta a sus casas.

En la procesión, el "llevar las andas” o el “dejarse pisar” o sea, que apoyen las andas sobre los hombres del “promesante” arrodillado, es una manifestación de sacrificio y, por tanto, de penitencia.

Estos gestos van unidos a “promesas”, que deben consistir en algo costoso, y en las que se piden, o se agradece la salud contra la enfermedad, el trabajo contra la injusticia, la unión de la familia contra el rencor, las envidias y los celos.

La “promesa” es, pues, penitencia, y es lucha contra el “pecado”, en cualquiera de sus formas y de sus consecuencias: desunión, injusticia y enfermedad (5).

Dentro de estos ritos penitenciales hay que situar las “veladas” que se hacen a los Santos —y a los difuntos, en el velorio o en los “novenarios”: el pueblo se sienta alrededor de las imágenes veneradas, y van encendiendo continuamente “velitas” de todos los colores y tamaños, que ellos mismos traen. Siempre debe haber velas encendidas: las familias, hombres y mujeres, se turnan, y pasan toda la noche, hasta el alba, “alumbrando a los Santos”.

La misma misa, celebrada por un difunto, es la oración de la familia para que tenga descanso eterno, para que “no ande en pena”, para que “el Señor lo tenga en su gloria” y lo lleve a “contemplar la luz de su rostro”. Y para celebrar estas misas, vienen de muy lejos, de lugares muy retirados; y los hijos, o hermanos, residentes en Buenos Aires, viajan a sus pueblos, o a la inversa.

Todos estos ritos, hasta aquí enumerados, tienen las siguientes características:

a. Son gestos solidarios: se realizan individual o colectivamente, pero como parte de un “cuerpo”, y en un ambiente religioso donde está presente el pueblo como pueblo, y no como mera suma de individuos aislados. Es decir, en una fiesta patronal, en una procesión, misión o peregrinación al santuario, hay una expresión de fe que trasciende la de cada uno, y que los une a todos (6).

b. Son gestos trasmitidos de padres a hijos, como tradiciones populares que se han gestado bajo la guía y la conducción de los antiguos misioneros (7).

c. Son gestos que, por un lado, afirman la trascendencia de lo santo; y por otro lado, afirman también la pequeñez, la debilidad y la humildad de nuestra condición humana, en una palabra, su pobreza (8).

Por eso, son gestos que piden perdón y ofrecen algún sacrificio o renuncia; o sea, algo costoso, y manifestado como tal delante de todos.

3. Nuestra actitud pastoral

Es importante que, al menos nosotros, los sacerdotes -y también las “hermanitas”— rescatemos estos gestos populares, y los introduzcamos, en lo posible, dentro de la celebración eucarística, o en la catequesis: en el comienzo de la misa, cuando nos reconocemos pecadores; en el rezo del “Cordero de Dios”, al prepararnos para la recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor; en el “saludo de paz”, antes de recibir, al Señor, etc. etc.

Debemos aprovechar el sentido penitencial, de dolor y de arrepentimiento, que tiene la Semana Santa: en una parroquia del Gran Buenos Aires se realiza, en la noche del jueves Santo, una velada de oración y “compañía de Jesús”; y los grupos de jóvenes y de personas mayores, se asocian a la Oración del Huerto del Señor. En esta noche, subyace un deseo y una necesidad sentidas de encontrarse con el Señor, de pedirle perdón, de cambiar de vida, y de reconciliarse, en el sacramento de penitencia, con el sacerdote.

En diversos lugares, las “celebraciones penitenciales”, que tanto se han recomendado en la renovación litúrgica del Vaticano II, han ayudado a expresar este sentimiento de solidaridad en nuestro pecado, asumiendo los gestos que nuestro pueblo espontáneamente osea, tradicionalmente tiende a expresar.

Así cumpliremos, en esta parte, el programa de nuestros Obispos, en la Declaración de San Miguel: “. . .la iglesia, encarnada en el Pueblo, debe asumir y fomentar todas las capacidades, riquezas y costumbres de ese Pueblo, en lo que tienen de bueno (Lumen Gentium, n.13)” (9).




Notas:

(1) Cfr. G. RODRIGUEZ MELGAREJO, Reflexionas aceres de la Pastoral popular desde si interior de un Santuario, Teología, X (1972-1973), pp. 136-137.

(2) Cfr. M.A. FIORITO y J.L. LAZZARINI, Un aporte de la historia a la Pastoral popular BOLETÍN DE ESPIRITUALIDAD n.34, pp. 10-11.

(3) Cfr. G. RODRIGUEZ MELGAREJO, Reftexiones... pp. 137.

(4) Cfr. G. RODRIGUEZ MEOGAREJO, Reflexiones.... p. 126.

(5) Cfr. G. RODRIGUEZ MELGAREJO, Reflexionas... pp. 127-129.

(6) Cfr. G. RODRIGUEZ MELGAREJO, Reflexiones. .. pp. 122-I24v.

(7) Cfr. M.A. FIORITO y J.L. LAZZARIN!, Un aporte. . . BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.34.

(8) Cfr. G. RODRIGUEZ MELGAREJO, Reflexiones... p. 138.

(9) Cfr. Declaración del Episcopado Argentino (San Miguel, 1969), VI. Pastoral popular, n.1, al final.









Boletín de espiritualidad Nr. 35, p. 13-25.


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