Presentación del Boletín de Espiritualidad Nr. 38
Miguel Ángel Fiorito sj
Presentamos, en este BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD, la parte más importante para nuestro objetivo de un trabajo de Eduardo Hamel S.I., titulado Los Diez Mandamientos (Sal Terrae, Santander, 1972, 148 págs.).
Los Diez Mandamientos siempre formaron parte importante, tanto de la pastoral tradicional, como de la espiritualidad: ejemplo de la primera, La predicación sobre la doctrina cristiana, de San Ignacio de Loyola (cfr. BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD, n. 36, pp. 9-18; y de la segunda, Capita quedam de fide et moribus, del Beato Fabro, quien decía, a sus dirigidos espirituales, que les sería fácil “formar varias peticiones, por uno mismo y por los demás, o dar gracias, o pedir misericordia, no solamente por los vivos sino también por los difuntos... para que el Señor les perdone lo que aún deben a propósito del primer mandamiento, y así de los otros mandamientos. ..” (cfr. Fabri Mon., p. 122 y pp. 249-250). Veámoslo por partes.
1. Los Diez Mandamientos en la Pastoral.
Además del documento que acabamos de citar la predicación sobre la doctrina cristiana, de San Ignacio quisiéramos, a modo de ejemplo, citar otro documento contemporáneo del mismo: el Catecismo Breve o Doctrina cristiana de San Francisco Javier (1).
Comenzaba éste con una triple petición de misericordia, seguía con el Credo, y terminaba en su primera parte con tres oraciones: una, del mismo San Francisco (“verdadero Dios, yo confieso de voluntad…la Santísima Trinidad…Yo creo firmemente, sin dudar, todo lo que cree la Santa Madre Iglesia de Roma, y también yo prometo, como fiel cristiano, vivir y morir en la santa fe católica de mi Señor Jesucristo. Y cuando en la hora de mi muerte no pudiera hablar, ahora, para cuando yo muriere, confieso a mi Señor Jesucristo con todo mi corazón”); y, las otras dos, eran el Padre nuestro y el Ave María. La segunda parte la constituían los Mandamientos de la ley del Señor Dios, a los que, después de enumerarlos, seguía la exhortación (“Dice Dios: los que guardaren estos diez mandamientos, irán al paraíso. Dice Dios: los que no guardaren estos diez mandamientos, irán al infierno”) (y cuatro nuevas breves oraciones (“Ruegos os, Señor mío Jesucristo, que me deis gracia hoy, en este día, en todo el tiempo de mi vida, para guardar estos diez mandamientos. Ruego os, Señora mía Santa María, que queráis rogar por mí a vuestro bendito Hijo, que me de gracia hoy, en este día, en todo el tiempo de mi vida, para guardar estos diez mandamientos. Ruego os, Señor mío Jesucristo, que me perdonéis mis pecados que hice hoy, en este día, en todo el tiempo de mi vida, en no guardar estos diez mandamientos. Ruego os, Señora mía Santa María, Reina de los Ángeles, que me alcancéis perdón de vuestro bendito Hijo Jesucristo, de los pecados que hice hoy, en este día, en todo el tiempo de mi vida, en no guardar estos diez mandamientos”). Y seguían luego los Mandamientos de la Iglesia, la Salve Regina, el Yo pecador (“…muy errado, me confieso al Señor Dios y a Santa María, a San Miguel el ángel, a Juan Bautista, y a San Pedro y a San Pablo y Santo Tomás… que era el Patrono de las Indias…”), los siete pecados mortales, las virtudes morales, etc. etc. Y, cerrando este breve Catecismo, varias otras oraciones: a la Hostia, al Cáliz, a Dios “poderoso y Padre piadoso, Creador de todas las cosas del mundo...”, a Santa María “esperanza de los cristianos”, a San Miguel, etc. etc.
¿Qué pensamos hoy de esta pastoral que le da tanta importancia a la Doctrina cristiana y, en medio de ella, a los Mandamientos? ¿Y qué pensamos de esta “lex credendi”, que se hace “lex orandi”?
Propongo a los lectores que, antes de contestar, presten atención, más allá del Apóstol de las Indias, San Francisco Javier, de San Ignacio y del Beato Fabro, al origen más remoto de esta manera de pensar y de actuar: el “shema”, así llamado por la primera palabra: “Escucha…” (Dt. 6,4 ss.) que era la profesión de fe judía, y que se recitaba cada día, mañana y tarde, ya en tiempo de Jesús, según una firme tradición. Esta era, a la vez, una profesión de fe, que obligaba a servir al Señor y a amarle “con todo el corazón, y con toda el alma, y con todas las fuerzas”, y una oración.
Este “breviario” de judío piadoso estaba formado por el Decálogo y por otros dos breves textos del Deuteronomio. Nuevamente se nota la importancia que tenía, para el Pueblo de Dios, el Decálogo. Para entender esta importancia, presentamos el trabajo de Eduardo Hamel S.l.
El autor no es un exegeta profesional, sino un moralista. Utiliza, sin embargo, las obras bíblicas de una manera particular, y conforme al fin preciso que persigue. Dejando de lado los argumentos y los largos itinerarios por los que los exegetas llegan a establecer sus tesis, solamente retiene sus conclusiones, como punto de partida de sus propios análisis.
Estudia primeramente el Decálogo como documento de la Alianza, se entiende, la Antigua, tanto en el Éxodo como en el Deuteronomio: la religión de Israel tiene un carácter esencialmente histórico; y, en esta historia, Dios es quien toma la iniciativa. Existe un fuerte lazo entre historia y mandamiento: Dios invita, al pueblo de Israel, a una aventura histórica, la salvación de todos los pueblos; y las primeras estipulaciones entre Yahvé y su pueblo, son una ley de comunidad.
Es importante esta segunda parte del estudio, titulada El Decálogo, ley de la comunidad. El Decálogo es fuente de unidad y de cohesión; y las penas que se imponen por su violación, se reducen a la “excomunión" respecto de la misma comunidad, en la mayoría de los casos, la pena de muerte. El Decálogo era, para el pueblo de Dios, el centro y la cumbre de su liturgia; y la forma prohibitiva que, en general, tomaba, a la vez que subrayaba, y defendía, el carácter gratuito de la Alianza, tenía una función fronteriza, delimitando las zonas dentro de las cuales Israel se podía mover libremente, y patentizaba las nuevas formas de esclavitud, peores que la “esclavitud de Egipto”. La forma prohibitiva de la mayor parte de los mandamientos del Decálogo lo mantenía, además, permanentemente abierto y perfectible (cfr. Mt. 15,2148); y será tarea de la Nueva Alianza aportarle estos perfeccionamientos.
Entramos así en la tercera parte de este estudio de Hamel, titulada El Decálogo en la Nueva Alianza. Hemos sintetizado un poco el original, limitándonos a transcribir lo que se refiere a los Sinópticos y a San Juan y, en éste, al cuarto Evangelio, prescindiendo de San Pablo, de Santiago y de la Primera Carta de San Juan.
Llegamos así a la Conclusión, en el cual Hamel explica rápidamente la relación existente entre los mandamientos de la “primera” y de la “segunda tabla”. Es imposible disociar los derechos de Dios de los derechos de los hombres. La vocación del Israel de Dios, el Israel “según el Espíritu” (cfr. Ga. 4,29), es una vocación de un pueblo: y “ningún pueblo puede mantenerse más que en y por la justicia. Sin la justicia, queda dividido contra sí mismo, y perecerá, Sólo un reino unido tiene la promesa de la estabilidad.
En otros términos, “la gloria de Dios es el hombre vivo... Y, si el hombre es grande, es porque Dios, que lo ha hecho a su imagen, es aún mayor. El Decálogo es una carta de los Derechos del Hombre; pero da también, a esos derechos, su verdadera dimensión, puesto que los fundamenta en Dios. Pone al hombre en su propio lugar, dentro del universo, y ese lugar está muy alto; pero rehúsa convertir al hombre en un ídolo, en un pequeño Dios. No habrá para ti otros dioses delante de mi” (Dt. 5,7).
2. La Ley de la Alianza en la Espiritualidad
Nos vamos a limitar a la espiritualidad de la vida religiosa. Paulo VI, en una Audiencia reciente con los Dominicos, les ha dicho lo siguiente: “Así como toda la vida de la Iglesia se basa en la Alianza que Dios estableció con los hombres desde los orígenes de la humanidad, así también vosotros estáis llamados, en la Iglesia, a guardar un cierto pacto especial que Dios, en su infinita misericordia, sancionó con vuestro Fundador y con vuestra familia...” (2).
La vida religiosa puede ser considerada como un “pacto” que Dios establece con el Fundador de una Orden o Congregación religiosa, y mediante él, con todos y cada uno de sus miembros. En este pacto o alianza, se da una “promesa”, una “elección”, y finalmente el “pacto” propiamente dicho.
La “promesa” es la de la “entrada en la tierra prometida”: en el caso de una vocación religiosa, siempre se da un “tiempo de prueba” (3), después del cual se entra propia y definitivamente en la Orden o Congregación religiosa.
La “elección”, unilateral, como la “promesa”, y que depende de la pura, iniciativa de Dios (cfr. Dt. 7,6, con “nota” de la Biblia de Jerusalén) se siente en el primer llamado, y es confirmada por el Superior, al conceder los votos definitivos.
El “pacto” o “alianza” es un hecho bilateral, dentro del cual está la “ley” de la Orden o Congregación religiosa: por ambas partes, la de Dios, que llama, y la del hombre o mujer, que responde a ese llamado gratuito, se da un compromiso. Dios se compromete a dar sus gracias necesarias, y el hombre -o la mujer a cumplir con la “ley” de esa vida religiosa.
En esta consideración de la vocación religiosa, tiene mucha importancia la “ley”: es el compromiso que asume quien entra en la Orden o Congregación religiosa; y la caracteriza a ésta (4).
Esta “ley” puede y aún debe, a lo largo de los siglos, experimentar un “aggiornamento”; pero siempre “observando el espíritu de los fundadores, y los fines propios, lo mismo que las sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio de cada instituto”, adaptando el mismo “a las diversas condiciones de los tiempos” (Perfectae Caritatis, n.2).
Esta “ley”, la fundamental de cada Instituto religioso, hay que distinguirla, por de pronto, de las “reglas” o “constituciones” que la explican y la aplican a las diversas circunstancias de “tiempos, lugares y personas” (5). Luego, debe ser una “ley” aprobada por la Iglesia y no meramente por un Capítulo religioso, de modo que su cambio, que siempre es absolutamente posible, implique una nueva intervención de la misma Iglesia jerárquica.
Esta es la “ley” religiosa que, como la Ley de la Alianza, forma parte de una historia de salvación, y tiene su origen en la iniciativa de Dios; forma una comunidad religiosa y es perfectible en mejor; de su observancia depende la conservación del Instituto, y de sus miembros, y también su aumento con nuevas vocaciones.
El estudio de Hamel, sobre los Diez Mandamientos, puede ayudar a esta visión histórico-salvífica -y no meramente jurídica- de la regla religiosa: también aquí, en la vida religiosa, la gracia o vocación, precede al mandamiento; y éste sólo se lo puede entender, en su verdadero sentido, como respuesta de un corazón que ama, a un Señor que nos ha amado primero.
La “ley” religiosa, así entendida, es la fuente de la unidad de la comunidad, y es la vida de esa comunidad religiosa.
En esta forma también se entiende el rito de los votos religiosos: para San Ignacio, siempre se hace en medio de la misa, “coram hostia”, y “en manos del Superior” (Const. 525, 534 y 53): véase lo que Hamel dice, en el curso de su estudio, del Decálogo en el Deuteronomio, y del Decálogo y Liturgia.
Creemos que el estudio de Hamel, que presentamos en este BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD, puede ayudar a la renovación de la pastoral; y también de la espiritualidad, al menos de la vida religiosa.
Estas son las dos razones fundamentales que nos han movido a: publicarlo.
Notas:
(1) Francisco Javier, Cartas y Escritos, BAC 1953, p. 84-88.
(2) OR n. 300, 29 de setiembre de 1974.
(3) Este »tiempo de prueba« caracteriza, por su longitud, la vocación a la Compañía de Jesús: de él se habla en la Fórmula del Instituto, 6 (MConst. I: 381: »... largas y diligentísimas probacio- nes, porque, a la verdad, este Instituto pide hombres del todo humildes y prudentes en Cristo, y señalados en la pureza de la vida cristiana y en letras«), y también en el Examen (Const. [100]).
(4) En la Compañía de Jesús, esta »ley« es la Fórmula del Instituto, aprobada por primera vez en 1540, y por segunda vez en 1550. Las Constituciones son, en realidad, algo más que esta Fórmula, y también más fundamentales que cualquier otras »reglas« u »ordenanzas« más particulares y circunstanciales (cfr. Const. [136]).
(5) Const. [136]. Téngase en cuenta lo que acabamos de decir, en la nota anterior, sobre la manera de hablar de san Ignacio en las Constituciones. Cfr. Fiorito, “Alianza bíblica y regla religiosa”, Stromata 21 (1965).
Boletín de espiritualidad Nr. 38, p. 1-5.