El Credo de nuestra fe
Miguel Ángel Fiorito sj y José Luis Lazzarini sj
I. Creo en Dios Padre
I. Indicios significativos de la confesión popular.
Muchas veces, en las conversaciones con nuestra gente aún con aquellos que nos parecían religiosamente “indiferentes”, escuchamos estas frases u otras similares: “en algo hay que creer”, “yo soy muy religioso”…
Si se sondea un poco más, ese "algo” pasa a ser “Alguien”, y las fórmulas se vuelven más concretas, connotadas con una fuerte carga de providencialismo: “Dios aprieta, pero no ahoga”, “Dios sabe lo que hace”, “Dios da fuerza para vivir”…En la situación “límite” de la muerte de un familiar o de un amigo, la convicción de que Dios es el dueño de la vida, y de que estamos en sus manos, es más fuerte y más constante que el sentimiento de rebeldía o de tristeza paralizante.
En otros casos, la proximidad de Dios, su paternidad, se expresa en el “Tata Dios” o “Tatita”, que nos evoca el “Abba, Pater” de la oración del Señor (Mc. 14,36; cfr. Rom. 8,15; Ga. 4,6.
Esto no evita que "a Dios hay que tomarlo en serio”, y que incluso se perciban ciertas calamidades como corrección; pero no creemos que sea el temor servil el motor que vincule a nuestro pueblo con el Dios simultáneamente Justo y Misericordioso.
A Dios se lo confiesa Padre; y, el “yo soy muy religioso”, es la expresión de una conciencia creatural que reconoce al Creador y Todopoderoso.
El viejo principio de la Iglesia: “Lex orandi, lex credendi” (la ley de oración, es la ley de la fe), nos resultó sugestivo para sondear, en la forma de rezar de nuestros fieles, la forma concreta de su confesión al Dios Creador y Todopoderoso.
Advertimos, en primer lugar, que nuestros fieles son muy pedigüeños, sin histerias y sin fatalismos. La conciencia religiosa asiste a esa misteriosa paradoja de un Dios Todopoderoso, con quien se puede ser pedigüeño sin perder la dignidad, a quien se puede acudir sin volverse obsecuente, a quien se puede recurrir muchas veces sin tratarlo como “tapa-agujeros”.
Advertimos también que la oración de nuestro pueblo fiel no teme revestirse de atributos creaturales: espacios, tiempos, imágenes, velas, flores...gestos y palabras, y ritos silenciosos. No es la “conciencia desnuda”, farisaica y arrogante, que se presenta ante Dios en busca de luz justificadora, cuando no justificante, sino que son hombres concretos, que, en la confesión de sus necesidades más simples y radicales, reciben del Señor la confirmación de su dignidad. Por ello, pueden darse el lujo de decir: “basta la salud”, que es como decir, "basta el gozo reconciliado de estar con el Señor y apoyados en El, para que, de ahí en más, todo nos venga por añadidura”. Y acogen, en este sentido, la palabra evangélica: "No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué nos vamos a vestir?...”. Los que no conocen a Dios, se preocupan por esas cosas. “Yahvé vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará por sí mismo. Cada día tiene bastante con su inquietud” (Mt. 6,31-34).
La gratitud es un elemento fundamental en la oración de nuestro pueblo. Nuestros fieles son agradecidos, y agradecen a Dios su bondad para con ellos, usando toda clase de dones gratuitos que se consumen o marchitan (flores, velas…); y, aunque aceptan transformar, en parte, esta ofrenda “gratuita” en una ofrenda “útil” en bien de sus hermanos, no comprenderán nunca que el amor cristiano se pueda reducir a una mera "praxis” utilitarista. Resuelven así, casi festivamente, la dialéctica de gratuidad y de necesidad que constituye la existencia humana.
Globalmente, afirmaríamos que, en su oración, nuestros fieles afirman una vida que sólo puede realizarse apoyada en Dios. A Dios se lo siente como muy próximo a lo cotidiano: el pan, el trabajo, la salud, la armonía familia (1), la paz y la justicia entre los argentinos y para el mundo, el futuro para los hijos. Esta cotidianidad afecta a lo elemental, como son elementales los ritos y la materia de los sacramentos; pero es lo elemental lo que hace a la historia que trasciende nuestra realidad en la oración esperanzada por los difuntos, y en el confiado pedido a los santos.
2. Sugerencias pastorales para la catequesis de Dios Padre.
En la confesión de que Dios es Padre, Creador y Todopoderoso, nuestro pueblo afirma una concepción de Dios, del hombre, y del mundo; y nuestra predicación debe reforzarla y, en muchos casos, si se ha empalidecido, recordarla.
Las afirmaciones doctrinarias se podrían sintetizar así;
+ Dios creó la familia: “Y creó Dios el hombre a imagen suya…macho y- hembra los creó...” (Gn. 1,27).
+ Dios creó los pueblos: estos fueron los hijos de… según sus linajes y lenguas, por sus territorios y naciones respectivas…” (cfr. Gn. 10,1-32); y tiene un plan para la humanidad y, por tanto, la Iglesia tiene una misión en esa humanidad que todos sean uno. (Jn. 17,21).
2.1 El plan de Dios sobre la humanidad.
No parece nada sencillo, para un pastor, hacer una predicación sensata y realista sobre este punto tan fundamental.
El plan de Dios sobre la humanidad, en una primera visión del horizonte geopolítico mundial, aparece bastante oscurecido por las libertades humanas; pero las enseñanzas pontificias, y la consonancia de estas enseñanzas con el buen sentir de los argentinos, nos dan una visión más esperanzada, y nos animan a hacer algunas sugerencias pastorales.
La vieja prédica de la Iglesia para que los hombres monten sus realizaciones sobre bases más sólidas que las armas y que el dinero va cobrando cada vez más realidad en la medida en que los pueblos, que no han comprometido su libertad en el proyecto de dominación, abrazan con realismo su misión histórica.
Desde este punto de vista, es probable que la limitada apetencia de bienes de muchos argentinos, lejos de ser un defecto, sea una postura sensata; y, quizás en germen, un camino de desarrollo, con signo divergente de las naciones dominantes.
Si el enemigo de una integración justa de los pueblos, en la única mesa de la gran familia, tiende a desintegrar al hombre, a las familias y a los pueblos, nuestra tarea pastoral tendrá que acompañar, a los argentinos, en el esfuerzo de aprender y a gozar por igual (1); y a ayudar, a la voluntad eficaz de los argentinos, a resolver las contradicciones que nos debilitan. En ningún caso sería lícito oscurecer la mirada del pueblo que reconoce al verdadero enemigo, no sea que, por pelearnos con los “mayordomos”, nos devoren los “amos”.
En la formación de la conciencia creátural, correlato de la afirmación de que Dios es el Creador y Señor, debemos fomentar el amor a la creación que, por un proyecto insensato del hombre, va en camino de ser destruida. Nuestra predicación deberá sembrar la convicción de que el hombre no puede reemplazar a la naturaleza, y de que él progreso tiene límites. Lo que está en juego, en nuestra predicación moral, es enrolar gente para un “proyecto" de sensatez: sensatez de un deseo de supervivencia, frente a la irracionalidad de un suicidio colectivo.
Presentadas así las cosas, la tarea de hacer una nación grande y con vocación de servicio, de afianzar como veremos enseguida la Institución familiar, y de salvar al hombre en este horizonte de “familia grande”, reviste el carácter de una sólida mística para nuestra acción pastoral.
En nuestro trabajo pastoral, nos fijamos en algunas vivencias fuertes de nuestro pueblo, en las cuales pueden tener asidero estos principios doctrinarlos de nuestro “catecismo”. A riesgo de ser Insistentes, repetimos que no pensamos que estas vivencias estén exentas de sarro, de quiebras y, en algunos casos, hasta seriamente amenazadas en su supervivencia.
Así, abordamos ahora el ámbito familiar propiamente dicho. Allí notamos, en muchos casos vivo, y en otros latente, pero recuperable, el sentido de misión.
2.2 La familia.
Nos fijamos, ante todo, en la Imagen de la mujer; y, específicamente, en la misión que el Creador le ha fijado, para rescatar, desde allí, la misión de la familia.
La familia da, a la mujer, la irrenunciable misión de ser madre. Pero esta misión está, en la Argentina, históricamente connotada. En la guerra de nuestra Independencia, mientras los hombres peleaban en la frontera, la mujer contó, a sus hijos, la historia de la patria. Por eso es la síntesis de nuestra tradición. Religiosamente, la mujer es la primera catequista de su hijo, es la que forma al varón, y, de algún modo, complementa, con su ternura, la combatividad masculina, le da su justa consistencia. Porque la mujer sabe lo que es esperar a un hijo, tiene el innato sentido del tiempo y, quizás por ello, es el símbolo de la memoria y de la paciencia de nuestro pueblo.
La despreocupación del hogar que, por sucesivas quiebras, se advierte, en algunos sectores, entre los hombres, ha hecho reaccionar, a algunas mujeres, frente a esta Imagen que, por momentos, revestía el carácter de esclavitud. Pero una auténtica “liberación de la mujer” no podrá nunca hacerla renunciar a esta dignidad de ser madre.
La mujer, en las múltiples tareas que ha abordado en la sociedad, debe extender su misma vocación familiar: crear la unidad, y procurar la felicidad de todos. Ella debe hacer, del mundo, un gran hogar, y colocar toda su ternura y esperanza en aquel ámbito más marcado por la efectividad y la dureza del accionar del hombre.
Este nos parece un camino nuevo: no implica relegar, a la mujer, a sólo las tareas hogareñas; pero tampoco creer que se emancipará imitando al varón. Por el contrario, se reconoce que la mujer está llamada a más amplios horizontes de actuación; pero tendrá que sellar esa actuación con la marca que el Creador ha puesto en su corazón.
Hay devoción por la mujer entre los argentinos. Concretamente, la devoción a la madre. En un hogar, el padre está llamado a poner condiciones en el amor; la madre, en cambio, es el amor incondicionado que da la seguridad de que amará a pesar de todo, no por ser “floja”, sino porque es propio de ella el poner tanta fe, que siempre esperará lo inesperado.
Por todo ello, a la madre se la vive como algo sagrado, como muy emparentada con Dios: la madre, a imagen de Dios, da la vida, acompaña, perdona y espera...
Esta seguridad que la mujer da al hombre, se prolonga en vivencias profundas que se vierten en expresiones como “la Madre Iglesia” y "la Madre Patria”. En estas expresiones, se indica una historia que nos hace, y una historia por hacer: un origen común, y un destino común. Y es bueno recordar que, a la Iglesia y a la Patria, la hacemos entre todos, pero no la inventamos, porque Dios, el Creador, y no el hombre, es la medida de todas las cosas.
3. La enseñanza de la oración filial.
Pensamos que la catequesis de Dios Padre es un sitio adecuado para incluir, en la catequesis del “credo”, la catequesis de la oración; y un buen comienzo de esta catequesis es la oración del Padre Nuestro.
Transcribimos, a continuación, un texto de ese gran catequista que fue Cirilo de Jerusalem. En el texto, entresacado de su Catequesis mistagógica V, Cirilo enseña, a sus fieles, el "Padre Nuestro”: la sencillez y la profundidad de sus reflexiones, la abundancia de citas bíblicas, y el acercamiento pastoral que trasunta el texto antiguo, nos hace pensar que tiene una riqueza sugestiva para nuestra predicación.
Dice así (2):
Padre nuestro, que estás en los cielos (Mt. 6,9).
¡Oh grandísimo amor de Dios para con el hombre! A los que le abandonaron y cayeron en las peores maldades, ha dado el perdón de sus males, y tal participación de su gracia, que quiere ser llamado incluso Padre. Padre nuestro, que estás en los cielos: cielos son también, sin duda, aquellos hombres que llevan la imagen celestial, en los que está Dios inhabitando y paseándose (cfr. 2 Co. 6,16).
Santificado sea tu nombre (Mt. 6,9).
Lo digamos o no lo digamos, santo es, por su naturaleza, el nombre de Dios. Pero, ya que, en los que pecan, es profanado según aquello: “Por vosotros es blasfemado mi nombre todo el día entre los gentiles” (Rm.2, 24; cfr. Is.52, 5), suplicamos que, en nosotros, sea santificado el nombre de Dios. No porque comience a ser santo lo que antes no era, sino porque, en nosotros, santificados y haciendo obras dignas de la santidad, se hace santo.
Venga tu reino (Mt. 6,10).
Es propio de un alma pura decir confiadamente: Venga tu reino. Porque, el que ha oído a Pablo, que dice: “No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal” (Rm.6, 12), sino que se ha purificado a si mismo, de obra, de pensamiento, y de palabra, éste dirá a Dios: Venga tu reino.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo (Mt.6, 10).
Los divinales y bienaventurados ángeles de Dios, hacen la voluntad de Dios, según dijo David en los salmos: “Bendecid al Señor todos sus ángeles de gran poder y de virtud, que cumplís sus voluntades” (Slm.102, 20). Así, pues, cuando suplicas lo anterior, es como si dijeras: Como en los ángeles se cumple tu voluntad, así en la tierra se cumple en mí, Señor.
El pan nuestro substancial dánosle hoy (Mt.6, 11).
Este pan ordinario no es substancial. Pero el pan santo es substancial; es decir, preparado para substancia del alma. Este pan no va al vientre, ni es arrojado a un lugar inmundo, sino que se distribuye por todo, el organismo, para utilidad del cuerpo y del alma. Y aquel hoy se dice en lugar de “cada día”, como también decía Pablo: “mientras se verifica aquel ‘hoy’...” (Hbr.3, 13).
Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt.6, 12).
Pues tenemos muchos pecados. Porque pecamos con la palabra y con el pensamiento, y hacemos muchas cosas dignas de condenación. “Y, si decimos que no tenemos pecado, mentimos”, como dice Juan (1 Jn.1, 8). Y hacemos un pacto con Dios, rogándole que perdone nuestros pecados, como nosotros perdonamos a nuestros prójimos sus deudas de ellos. Ponderando, pues, qué es lo que, en lugar de lo que damos, recibimos, no dudemos ni rehusemos perdonarnos mutuamente. Las ofensas hechas contra nosotros son pequeñas, leves y fáciles de borrar; las hechas por nosotros contra Dios, son grandes, y sólo capaces de ser absueltas por su amor a los hombres. Cuida, pues, no sea que, por pequeños y leves pecados contra tí, te cierres el perdón de gravísimos pecados hechos por tí contra Dios.
Y no nos pongas en tentación (Mt.6, 13).
¿Nos enseña quizá el Señor a rogar que no seamos tentados de ninguna forma? Pues ¿cómo es que dice, en otra parte: “El varón no tentado no es varón aprobado”? (Si.34, 9); ¿y de nuevo: “Tened por gozo completo, hermanos míos, cuando os viereis cercados de diferentes tentaciones”? (St.1, 2). Pero tal vez el entrar en la tentación es el ser sumergido en ella. Porque la tentación parece como un torrente difícil de atravesar. Por una parte, los que pasan por las tentaciones sin sumergirse, son unos magníficos nadadores, y de ningún modo son arrastrados por ellas. Por otra parte, los que de ningún modo las atraviesan, se hunden. Como Judas, por ejemplo, habiendo entrado en la tentación de avaricia, no nadó, sino que, hundido corporal y espiritualmente, se ahogó. Pedro entró en la tentación de la negación; pero, habiendo entrado, no fue sumergido, sino que, habiendo nadado con valentía, fue librado de la tentación.
Oye también, en otro pasaje, al coro de los santos que no cayeron, dando gracias por haber sido sacados de la tentación: “Nos probaste, oh Dios, nos has acrisolado, como se acrisola la plata. Nos has metido en el lazo, has cargado de tribulaciones nuestras espaldas, hiciste pasar hombres sobre nuestras cabezas. Hemos atravesado por fuego y agua, y nos has sacado a un lugar de refrigerio” (Slm.65, 10 ss.). Los ves exultantes por haber atravesado, y por no haber sido sumergidos hasta el fondo: “Y nos has sacado, dice, a un lugar de refrigerio” (Slm.65, 12). El llegar al refrigerio es el ser librado de la tentación.
Mas líbranos del Malo (Mt.6, 13).
Si aquello: “No nos pongas en tentación”, significara no ser tentado de ningún modo, no diría: Más líbranos del Malo. Malo es nuestro adversario, el demonio, de quien pedimos ser liberados.
Después de acabada la oración, dices: Amén, sellando, con este amén -que significa “así sea”, todo lo que se contiene en esta oración enseñada por el mismo Dios.
4. La enseñanza de los deberes filiales.
Quisiéramos referirnos tan sólo a la oportunidad de incluir, en la catequesis de Dios Padre, la enseñanza de los mandamientos.
La enseñanza de los mandamientos será momento propicio para dar, a la confesión del Padre que hace nuestro pueblo fiel, su dimensión de historia de salvación. Esta dimensión puede lograrse contexturando históricamente la entrega de las “tablas de la ley” a Moisés (3), y también indicando la fuerza de cohesión de un pueblo que esta ley, como “ley de comunidad”, implicaba (4), y el vigor religioso que imponía, en los corazones de todos, para la aceptación del Cristo que vendría, y que no sólo asumiría esta Ley, sino que la perfeccionaría, y daría las fuerzas para cumplirla.
II. Creo en Jesucristo
Creo en Jesucristo, y la recitación del “credo” formula, a continuación: su único Hijo, Nuestro Señor… con lo cual se confiesa que el Hijo del Hombre es el Hijo de Dios. Es el “verdadero Dios y verdadero hombre”, que se ha grabado con toda su ortodoxia en el corazón de nuestro pueblo fiel, gracias a una sólida catequesis.
A continuación las fórmulas del “credo” manifiestan, con verbos en modo personal: nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato...
Las expresiones verbales nos llevan a contemplar el misterio de una vida, o sea, de una historia que se ha hecho salvadora para los creyentes.
1. Indicios significativos de la confesión popular
"¿Cómo confiesa, nuestro pueblo fiel, su fe en Jesucristo?
Quizá una buena pista sea mirar los momentos fuertes del ciclo litúrgico anual que son también los momentos fuertes de la religiosidad del pueblo argentino: la Navidad y la Pascua se las vive con especial fervor, y de algún modo se prolongan en el aprecio por el sacramento del nacimiento cristiano, el Bautismo, y por las liturgias de sus difuntos.
1.1 La Navidad
Es la afirmación de fe de que el nacimiento de Jesús es un hecho históricamente constatable. Por eso, la devoción a los “pesebres”, donde el realismo es la nota dominante.
Hay un sentimiento general de que Dios se nos aproxima, y que, de algún modo, en el cuerpo débil de un Niño, se nos hace abarcable. Abarcable, no con la pretensión de la razón que quiere destruir el misterio y controlarlo, sino más bien de quien siente que algo de ese misterio de bondad puede ser vivido por nuestro corazón.
La proximidad de Dios, en Navidad, nos lleva a apreciar, en el horizonte de la gran Historia de salvación, nuestra pequeña historia de salvación, aquella que nos vino por el cariño de nuestros padres, por el calor de un hogar, por la tibieza de una amistad; y, paradójicamente, junto con este deseo de reconciliación con lo más inmediato, hay un deseo de felicidad para todos, de paz para todos, como si Jesús nos recordara otra vez que el Padre es el Padre de todos, “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos…” (Mt. 5,45).
Feliz Navidad es entonces el saludo obvio y más frecuente; y el misterio de la Navidad encierra esa felicidad al mostrarnos, en el rostro de Jesús, un signo divergente del poder dominio: es el poder servicio, porque “se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones humanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gran gloria del gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo. . (Tt.2, 11-13).
1.2 La Pascua
En la Pascua, la Cruz de Cristo sintetiza el misterio.
No parece que la devoción por la Cruz sea el culto por un muerto; por el contrario, los ritos suscitan más bien la imagen de seguidores de un jefe triunfante, que puede restañar las heridas del combate. Frente al Crucificado, se pide perdón, se piden fuerzas para seguir la lucha; y el atractivo fecundo que esta cruz engendra, evoca el “cuando sea levantado de la tierra…” (Jn. 12,32) del Apóstol San Juan.
La cruz, en las sepulturas, es la afirmación de la esperanza cierta de que, de la cruz, brota la Vida (Cfr. 4. La enseñanza del seguimiento de Jesús).
2. Sugerencias pastorales para la catequesis de Jesucristo
Quisiéramos referirnos brevemente al potencial religioso que encierra la devoción al Sagrado Corazón. Nos referimos a la imagen misma de la devoción, y también al contenido religioso que nuestro pueblo fiel pone en esta devoción. La presentamos porque nos parece sugestiva en orden a consolidar una catequesis de Jesucristo.
La imagen del Corazón de Jesús, tan cara a la piedad argentina, es una afirmación contundente de la síntesis pascual: Muerte y Resurrección. Las señales de la Pasión -manos atravesadas, corazón abierto del que mana sangre y agua- están glorificadas por la luz de la Resurrección.
A esta devoción se le ha unido siempre la práctica de la Comunión; no en vano, en el contexto joánico, la sangre y el agua, del Corazón abierto de Cristo, simbolizan la Eucaristía. También se ha reconocido al Corazón de Cristo como fuente de unidad de la familia, y a Él se ha consagrado la paz y la prosperidad de los argentinos.
No ha estado ausente tampoco el unir, a esta devoción, el deseo de reparar el daño que el pecado ha causado al amor; y, más allá de alguna deformación cabalística que algunos han hecho frente a los “primeros viernes”, es indudable que, del Corazón de Cristo, se espera la salvación completa que únicamente el Resucitado puede darnos.
El Señor es el único que puede liberarnos del pecado, de la muerte, y de la “ley”. Si es obvio que es nuestro liberador del pecado y de la muerte, el Corazón de Cristo misericordioso nos ha liberado de la fría imputación que la “ley” puede hacernos.
En la devoción al Corazón de Jesús, la fe ha tomado toda la calidez que da confianza: “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”.
3. La enseñanza de la oración a Jesús
Dijimos arriba que, frente a la Cruz, nuestro pueblo fiel 'pide perdón, pide fuerzas, y su rito esperanzado de adoración afirma la Resurrección. Pero, hay más… y realmente interesa verlo, porque esta constatación va mostrando imágenes de Jesús, afirmaciones de su multiforme riqueza que conviene tener en cuenta en la enseñanza de la oración a Jesús.
Las devociones populares al Señor del Milagro de Salta, a la Cruz de Corrientes, al Señor de la Reducción de Córdoba, al Cristo del Mailín de Santiago, y tantas otras, son un rico muestreo de que, frente al Señor en Cruz, nuestro pueblo fiel cotidianiza la Pascua, sintetiza muchas imágenes de la vida de Jesús, y siente al Señor cerca de muchas situaciones humanas afirmación de la Encarnación, que se continúa en la vida de nuestro pueblo, ya que lo confiesan “muy milagroso”.
En las peticiones al Señor subyacen imágenes del Evangelio que cuenta su historia entre nosotros: el que cura enfermos y pasa haciendo el bien (cfr.Hch.10,38), en los pedidos de salud; el que bendice a los niños (cfr.Mc.10,16), en el pedido por los hijos y su futuro; el que calma la tempestad y sobreviene “la bonanza” (cfr. Mc.4,39), en los deseos de paz para la familia y la patria; el que con una mirada, un gesto o una palabra, convierte a los pecadores (cfr.Lc.15,1 ss.), en la petición por el “cambio de vida” de un familiar descarriado…
En el fondo de todas estas peticiones, se pide el milagro de restaurar lo que ha destrozado el egoísmo humano, como afirmando el deseo de que, todo lo creado, sea rescatado para el plan de Dios; y esto lo piden al Señor Jesús, comprendiendo la fecundidad de un amor que, al llenar irreversiblemente el vacío de amor de los hombres, es fuente de curación, de bendición, de protección, de perdón, de redención total.
4. La enseñanza del seguimiento de Jesús
Como lo hicimos en la catequesis del Padre, será oportuno también, en la catequesis de Jesucristo, tratar de la respuesta moral del hombre a su Señor.
“El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, de San Agustín, tiene plena vigencia en la concepción de salvación de nuestro pueblo fiel.
A Jesús se lo adora como Justo Juez; y una serie de expresiones cotidianas hacen referencia al juicio del Señor que, como anuncia nuestro "credo”, vendrá a juzgar a vivos y a muertos. La imagen de “purgar los pecados”, con la consiguiente devoción a las misas por sus difuntos, hace referencia a esta convicción.
La salvación tiene un precio, y el precio que el Señor le fija, en Mateo 25, explica el aprecio que se tiene por las obras de misericordias.
Lo dicho nos anima a afirmar que, a nuestra predicación, no debiera faltarle la explicitación oportuna de las predicaciones morales que se derivan del seguimiento del Salvador, recogiendo con humildad la palabra del Evangelio: “No todo el que diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (Mt.7, 21).
Quisiéramos cerrar nuestras sugerencias pastorales sobre Jesucristo con un texto de San Ignacio de Antioquía, un auténtico pastor, que glorificaba a Jesucristo, y acrecentaba su fe en El, al mirar con alegría la fe que su pueblo fiel tenía al Señor.
Se trata de su Carta a los de Esmirna. Destacamos en ella su frase: “a fin (5) de alzar bandera por los siglos, por medio de su Resurrección, entre sus santos y fieles, ora vengan de los judíos, ora de los gentiles, aunados en un solo cuerpo de su Iglesia”, porque este “alzar bandera” es la única vez que aparece en toda la Patrística. La expresión la toma, San Ignacio de Antioquía, de Isaías (cfr. Is.5, 26 y 11,12), y nos parece sugestivo relacionarla con el “sub crucis vexilio” bajo la bandera de la cruz de San Ignacio de Loyola (6).
“Yo glorifico a Jesucristo, Dios, que es quien hasta tal punto os ha hecho sabios, pues muy bien me di cuenta de cuán apercibidos estáis de fe inconmovible, bien así como si estuvierais clavados, en carne y en espíritu, sobre la cruz de Jesucristo, y qué afianzados en la caridad por la sangre del mismo Cristo. Y es que os vi llenos de certidumbre en lo tocante a nuestro Señor, el cual es, con toda verdad, del linaje de David según la carne, hijo de Dios según la voluntad y poder de Dios, nacido verdaderamente de una Virgen, bautizado por Juan, para que fuera por El cumplida toda justicia. De verdad, finalmente, fue clavado en la cruz bajo Pondo Pilato y el tetrarca Herodes, de cuyo fruto somos nosotros; fruto, digo, de su divina y bienaventurada pasión, a fin de alzar bandera por los siglos, por medio de su resurrección, entre sus santos y fieles, ora vengan de los judíos, ora de los gentiles, aunados en un solo cuerpo de su Iglesia” (7).
III. Creo en el Espíritu Santo
Las preguntas fundamentales que debiera hacerse el pastor que dice: Creo en el Espíritu Santo, tendrían que apuntar a descubrir la acción del Espíritu en su pueblo fiel.
En concreto se preguntará: ¿cómo pasa el Señor por la vida de mi pueblo? ¿Cómo acoge mi pueblo ese paso? ¿Cómo confiesa mi pueblo al Espíritu Santo...? Y en las preguntas tendrá que tener en cuenta que “confesar” no es solamente manifestar una convicción, sino encarnarla en aquellos actos que hacen al hombre bueno o malo: recordará también que “confesar” es rezar, con esa oración que es, alternativamente, silencio y palabra, sobrecogimiento y rito.
1. Sugerencias pastorales para la catequesis del Espíritu
“Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está” (Jn.14, 17), parece un comienzo apto para la catequesis del Espíritu. Porque, si no nos animamos a adorar al Espíritu en lo bueno que vivimos, nos pasará como a aquellos necios que, frente al dedo que señalaba la luna, se quedaron contemplando el dedo.
“Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros…”, es una invitación a reconocer el Espíritu de Dios, no como algo difuso, una creatura más…sino con la certeza de un Dios Personal: Alguien que “habita” (Rm.8,11), que "se une a nuestro Espíritu para dar testimonio” (Rm.8,16), que “nos hace exclamar…Padre! (Rm.8,15), que “intercede por nosotros” (Rm.8,26), que “ha sido enviado a nuestros corazones…” (Ga.4, 6).
En este sentido, es útil recorrer los viejos textos de los Padres, llenos de unción por ese Espíritu Personal; unción como la que manifiesta San Cirilo de Alejandría, cuando dice: “Si sellados por el Espíritu Santo, somos conformados a Dios, ¿cómo podrá ser creado aquello que nos imprime la imagen de la divina substancia, y hace que estén en nosotros los signos de la naturaleza increada? El Espíritu pinta, en nosotros, la divina imagen, no como un pintor, como si estuviera fuera de ella, ni de ese modo nos lleva a la semejanza con Dios, sino que El mismo que es Dios y procede de Dios, se imprime visiblemente en los corazones de los que lo reciben, como en la cera de un sello”.
“Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros debe ser el comienzo de la catequesis del Espíritu; y, de allí en más, la sagacidad pastoral sugerirá momentos fuertes de la actuación del Espíritu, algo así como los “cuando” de Dios. Las sugerencias podrían rumbear de esta forma:
a. Cuando lo adverso no nos resiente, no nos paraliza, ni nos histeriza, y decimos: “Dios aprieta, pero no ahoga”; y afirmamos una voluntad de seguir viviendo, porque “vale la pena vivir”. El Espíritu está en nosotros, porque es Espíritu de fortaleza, y nos hace sentir que todo lo podemos “en Aquel que nos conforta” (Flp.4, 13).
b. Cuando, frente a lo irreparable la muerte de un ser querido, el nacimiento de un hijo defectuoso, la esterilidad de la pareja, podemos decir con fe: “Dios así lo quiso”, y aceptarlo con serenidad, y advertir allí, donde los necios sólo verían muerte o menoscabo de la vida, la oculta fertilidad del dolor. Es el Espíritu el que despierta esta esperanza superior, y nos hace vivir la última bienaventuranza del Evangelio (8): “Dichosos los que, aun no viendo, creen” (Jn.20, 29).
c. Cuando Íbamos a hacer el mal, y no lo hicimos, porque, “se nos cruzó por la mente”, “nos vino un impulso. El Espíritu acudió en nuestra ayuda, porque el Espíritu es “la luz que nos viene del cielo, y penetra las almas”, y “es guía para el que tuerce el sendero” (Secuencia de Pentecostés).
d. Cuando, frente a la dura constatación de nuestro pecado porque “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm.7, 19), no nos desesperamos, y buscamos el perdón. El Espíritu, nuestro Abordo defensor ante el Padre (cfr.1 Jn.2, 1), nos recuerda que debemos tranquilizar “nuestra conciencia ante El, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia” (1 Jn.3, 19—20).
e. Cuando nos hacemos responsables de nuestra vida, pero no nos engreímos en una autoafirmación soberbia, sino que seguimos pendientes de Dios.
Cuando buscamos saber de Dios, del mundo y de nosotros mismos, pero podemos reconocer que todo es regalo de Dios.
Cuando nos satisfacemos del fruto de nuestro esfuerzo, pero podemos reconocer que todo es regalo de Dios.
Cuando podemos comprender que nuestra obediencia a Dios no es sometimiento servil, y que nuestra religación a Él nos da nuestra verdadera estatura y consistencia.
Cuando queremos a nuestra familia y a nuestros amigos sin someter ni someternos servilmente, sino haciendo y haciéndonos justicia.
Cuando podemos comprendernos mejor religados a Dios, y sentirnos felices en el servicio fraterno.
Cuando podemos entender que la historia ni comienza y termina con nosotros.
El Espíritu moraba entonces con nosotros, y nos “ubicaba” como hijos del, Padre, y hermanos del Hijo, y nos hacía sentir y clamar: "Abba, Padre” (Rm.8, 15: Ga.4, 6).
f. Cuando creemos en la presencia de Jesús, y en el poder de su Espíritu en los Sacramentos (9), y en sus prolongaciones que son los Sacramentales; y confesamos su fertilidad y su poder de purificación en el agua del Bautismo, su capacidad de impregnarnos de Cristo en los óleos porque estamos “ungidos por el Santo” (cfr. 1 Jn.2,20), y adoramos el Cuerpo y la Sangre del Señor en la Eucaristía, y sentimos que Dios nos acompaña en las palabras y en los gestos de los sacramentales. El espíritu nos da el creer, y nos enseña todo lo que necesitamos (cfr. Jn. 16,13-15).
g. Cuando somos fieles a la herencia de fe que nos dieron nuestros padres, y guardamos fielmente todo lo que nos enseñaron, es el Espíritu quien nos lo recuerda todo (cfr.Jn.14, 16), el mismo Espíritu que habló por los profetas, y que nos indica por dónde van las verdaderas huellas de la historia de la salvación.
h. Cuando creemos en la Iglesia, Pueblo de Dios y Jerarquía, a pesar de ser Iglesia de hombres de santos y de pecadores, “creyendo que, entre Cristo nuestro Señor, Esposo, y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige…porque, por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa Madre Iglesia” (10).
2. La enseñanza de la fidelidad al Espíritu
Tres pasos nos parecen claves para la enseñanza de la fidelidad al Espíritu. Los formularíamos así:
a. Reconocimiento del Espíritu como ser Personal
Las sugerencias pastorales que hemos hecho más arriba, centradas en la frase: “Vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros…”, tienden a afianzar la fe en una Persona que “habita”, que “clama”, que “actúa”…
Si bien es cierto que el Espíritu está llamado a significar, en la Trinidad, lo inefable de Dios, esto no justificaría, ni siquiera cuando hablamos con nuestra gente sencilla un mutismo de nuestra catequesis respecto del Espíritu.
b. Conciencia de que el Espíritu es lugar de encuentro con el Padre y con el Hijo
Hay un peligro, en ciertos movimientos actuales, de hacer un “subordinacionismo" al revés. Larvadamente, se confunde al Espíritu con cualquier “espíritu” generalmente, con el propio, y desde allí se decreta, al Padre, cómo debe ser su plan, y al Hijo, cómo debe salvar al mundo, y a la Iglesia, cómo debe continuar la obra de salvación.
Alguien dijo, una vez: “todos tenemos un pájaro en la cabeza; y lo malo es que algunos creen que es el Espíritu Santo”.
c. Obediencia al Espíritu y no manejo del mismo
Es el Espíritu que habló por los Profetas, como confiesa nuestro Símbolo, indicándonos que es el mismo Espíritu quien está presente en toda la historia del hombre, y que le da unidad y sentido. Es Espíritu de síntesis, y no de contradicciones sin salida; y conocemos de sobra las contradicciones sin salida, como “carisma e instituciones”, “utopías y realidad”, etc. etc.
IV. Creo en la santa Iglesia
Así como no pretendimos, en las fórmulas del “credo” arriba comentadas, hacer un tratado de la Trinidad, tampoco ahora pretendemos elaborar un tratado de la Iglesia. Fieles al método que nos propusimos, queremos buscar ahora, en la vida religiosa de nuestro pueblo fiel, aquellos rasgos en los que parece seguro apuntalarse para elaborar, desde allí, una catequesis sobre la Iglesia que pueda afianzar, en nuestros fieles, su realidad de pertenencia a Cristo como cuerpo, y su misión como cristianos.
Sugerimos algunas pistas de predicación pastoral:
a. La realidad familiar, que es una vivencia fuerte de nuestro pueblo, se presta para comenzar a hablar de la Iglesia doméstica (11).
Los esposos han sido ministros del Sacramento del matrimonio, al par que sus receptores; y, enseñando a rezar a sus hijos, e inculcándoles la doctrina cristiana, son sus primeros catequistas. Por tanto, es una experiencia válida de función eclesial.
La comprensión de estas funciones es un camino de comprensión del Misterio de la Iglesia, en la línea del amor de pareja, que es símbolo del misterio de unión entre Cristo y los cristianos, que ya han realizado en el Sacramento del matrimonio.
En el mismo camino se puede vincular la misión familiar con la misión de la Iglesia. Así por ejemplo:
+ Vincular, el hecho de traer hijos al mundo y quererlos, con la misión de la Iglesia Madre, que engendra hijos, por el Bautismo, en todos los pueblos (Mt.28, 19).
+ Vincular la enseñanza de los rudimentos de la fe a sus hijos, con la misión de la Iglesia de anunciar, en todos los pueblos, “a guardar todo lo que Yo os he mandado…” (Mt.28, 20). (11)
Es el Espíritu quien nos reconcilia con nuestra condición creatural como condición de acceso a nuestra dignidad de hijos, y es el Espíritu el que nos persuade que la historia ni comienza ni termina con nosotros.
+ Vincular el esfuerzo de conducir el hogar, de modo que haya un trato justo y se logre la unidad familiar, con la misión de la Iglesia de ser signo de unidad en el seno de los pueblos, para que “el mundo conozca que Tu me has enviado” (Jn.17, 23).
b. El hecho de bautizar a sus hijos implica la afirmación de que, para nuestros fieles, la Iglesia no se agota en la Iglesia doméstica. Por el bautismo, lo insertan en la gran comunidad de los cristianos que es la Iglesia.
c. En el aprecio al sacerdote, y en el respeto por las funciones específicas del ministerio sacerdotal (12), afirman una Iglesia jerárquica.
Los catequistas y los rezadores son aceptados en la medida que tienen “aprobación eclesiástica”; y se preocupan de completar las ceremonias del bautismo cuando sólo ha habido “agua del socorro”; y siempre esperan del sacerdote la bendición de sus cosas, casas y personas.
La celebración de la Eucaristía de la que enseguida hablaremos, y la afirmación del sacerdote como el hombre a quien hay que pedirle la Eucaristía, es otra de las afirmaciones de nuestros fieles de que la Iglesia se jerárquica. Pero ahora nos parece útil completar, el aprecio que los fieles sienten por el sacerdote, indicando cómo desean que sea. Trascribimos, pues, una imagen del pastor, elaborada por un grupo de Misioneros jesuitas, en una reunión que tuvo lugar, en la Argentina, a mediados de este año.
Dice así, según las notas tomadas y resumidas por uno de los presentes:
+ Debe rezar con el pueblo, y que éste lo vea rezar.
+ Debe animar, a su pueblo, a la devoción.
+ Debe acompañar a su pueblo, y hacer sus gestos.
+ Debe aceptar el clima religioso creado por su pueblo.
+ No debe ser ni fatalista, ni eficientista, porque ambas cosas le impiden captar la fe de su pueblo.
+ No debe usar los poderes temporales, sino los espirituales que el pueblo fiel le está pidiendo: bautizar, catequizar, bendecir…
+ Debe comprender que los sacramentos son el momento culmen del encuentro con Dios, y realizar, la liturgia sacramental, con amor, con sencillez y con profundidad teológica.
+ No debe admitir el desaliento en su acción pastoral, porque puede ser que otro coseche lo que él siembra (cfr.Jn.4, 37).
+ Debe predicar la justicia como base de la caridad, y vivirla.
+ Debe saber oír mucho a su pueblo, reflexionar con él lo escuchado, y devolverlo con su aporte teológico.
+ Deben verlo unido con su obispo y con los demás sacerdotes.
+ Debe entroncarse con la tradición de su iglesia local.
+ Debe saber enseñar, a la gente -y sobre todo a los jóvenes-, dónde está el verdadero enemigo.
+ Debe saber asumir la cultura del pueblo al cual se lo envía.
+ Debe comprender que el pueblo tiene una base étnica que, en su creatividad, le da capacidad de intuir y de integrar: el pastor debe crear desde y con el pueblo, ayudándolo a discernir las tendencias desintegradoras en general, foráneas que siembra “el enemigo” (cfr.Mt.13, 25).
+ Debe partir de la familia, para llevar a su pueblo a nuevas y sucesivas integraciones: barrio, parroquia, diócesis…patria “chica” y patria "grande”, hasta llegar al mundo entero.
+ Debe ayudar a todos a que tengan conciencia de pueblo.
+ Debe ser fiel a la Iglesia concreta, no cerrándose en el “campanario” de la propia iglesia, sino abriéndose a la Iglesia universal.
+ Debe ser fiel a una doctrina común que une y que tiene su fuente en el Credo.
+ Debe ser hombre de esperanza que une, que convoca, y que mira lejos.
+ Debe ser hombre de un amor que une… d. Junto a la imagen de Iglesia jerárquica, está la imagen de la iglesia-comunidad.
A nuestros ‘fieles' les gusta “amontonarse” en torno al Patrono del pueblo, o en torno a sus Santuarios, como si rezando juntos se sintieran mejor: los días 7 de San Cayetano, los 22 de Santa Rita, etc.
La ayuda a los necesitados, que se suele implementar en nuestros santuarios y Parroquias con la generosidad de nuestro pueblo, es otra muestra de una comunidad de amor. Esta ayuda se prolonga cotidianamente, en algunos ambientes, con la hospitalidad; y, en otros, con “no despedir, con las manos vacías”, al que pide.
e. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia, y por ello es clave para ver, en el cómo se vive la Eucaristía, cómo se proyecta la Iglesia.
Por motivos que sería largo analizar, nuestros fieles no son en su mayoría asiduos a la comunión eucarística; pero, sin embargo, son perseverantes en el deseo de la Primera comunión de sus hijos, y en pedir se digan Misas por sus difuntos. Estas dos ocasiones son aptas para que nuestra predicación recoja los aspectos eclesiales que allí están en juego.
La Primera comunión va precedida por la preparación catequética (13). Los padres aprecian esta preparación doctrinaria, y al pastor corresponde hablarles de esta doctrina que condensa la historia de amor de Dios que se nos ha revelado culminantemente en Cristo, y en la cual la revelación se ha conservado fielmente, gracias a la Iglesia; y que por eso ellos la han recibido, y la trasmiten a sus hijos.
La imagen de la Iglesia se concreta, en un primer momento, en el misionero, en el párroco, en los padres…El pastor descubrirá progresivamente cómo el alma de la Iglesia es el Espíritu Santo que ha conservado, en el corazón de los fieles, la fe en el Señor, a pesar de la carencia de pastores y de cuadros organizativos que, durante años, ha afligido y aflige a la Iglesia argentina.
La doctrina, que los padres buscan para sus hijos, enseña también la “ley” que estructura la vida cristiana, y que ellos formulan con sencillez: “Aprender a ser buenos cristianos”, “no hacer mal a nadie”, “ser honestos y trabajadores”, “ser hombres y mujeres de su casa”, “ser buenos con todos”. . .
La Iglesia, Pueblo de Dios, tiene una historia y una “ley” que nuestros fieles afirman en fidelidad a la doctrina.
En cuanto a la Misa, es privilegiada, por encima de cualquier otro acto piadoso, cuando piden un sufragio por sus difuntos (13): entonces: adoran el sacrificio de Cristo, y recuerdan el Viernes Santo. Al afirmar la fuerza sintetizadora de Cristo entre lo de aquí abajo y lo de allá arriba, y la fuerza purificadora de nuestra maldad, confiesan a la Iglesia militante, purgante y triunfante, que es confesar el “ya” del amor del Señor entre nosotros, y el “todavía no” de la gloria que nos espera (14).
V. La Virgen María, Hija, Madre y Esposa
La fuerte devoción mariana de nuestro pueblo nos lleva a concluir este trabajo recapitulando, en María, este esfuerzo de síntesis doctrinaria.
La magnífica Exhortación apostólica del Papa Paulo VI sobre El culto a la Santísima Virgen, así como el cariño de nuestros fieles por Ella, son una invitación perentoria a dedicar unas páginas donde esta devoción nuclear sea más ricamente desentrañada.
El título, que hemos dado a este capítulo, indica cómo vertebraremos nuestras sugerencias. Pretendemos reafirmar, en María, la oportunidad pastoral de hablar del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, llevando a nuestros fieles al sentido profundo de la confesión de los “magnalia Dei”, las maravillas de Dios. No otra cosa hizo María en su Magníficat; y, frente a esta obra maravillosa de Dios que es la Santísima Virgen, la piedad de nuestros fieles debe florecer, por nuestra acción pastoral, en esa confesión a la Trinidad, que es alabanza, admiración y reconocimiento amoroso.
1. Dios te Salve María, Hija de Dios Padre
A María se la invoca como a “la Virgen”, “la Inmaculada”, “la Purísima”, “sin pecado concebida”. Es la Hija predilecta del Padre, especialmente preparada para ser Madre de Jesús.
Esta fe de nuestro pueblo en la obra del Padre para con esta creatura excepcional, nos da la oportunidad pastoral de hablar del plan del Dios creador y todopoderoso, que nos salva de la quiebra del pecado, y realiza en María la salvación que quiere para todos los hombres. María, concebida sin mancha y triunfante en el cielo, es una meta cierta de esperanza, y una afirmación de que toda carne resucitará. Por ello, la devoción popular canta la grandeza de Dios que así nos amó en María: “los cielos, la tierra, y el mismo Jehová, aclaman Señora, tu gloria inmortal”.
2. Dios te Salve María, Madre de Dios Hijo
La piedad ubica a María junto a su Hijo en los momentos claves de la existencia de Jesús: “bendita tu eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre”, en Belén; corredentora y Madre nuestra en la Cruz, "con dicha sin par” junto al Hijo triunfante.
El Santo Rosario se estructura en torno a los misterios de salvación, donde el gozo y el dolor de nuestra vida de hombre queda cimentado en la esperanza cierta de la Resurrección. De este acto de piedad —que entra tanto en nuestra gente— ha dicho recientemente Paulo VI que “ha sido llamado compendio de todo el Evangelio”, porque “refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe, y propone nuevamente el misterio de Cristo de la misma manera que fue visto por San Pablo en el celestial himno de la Carta a los Filipenses: humillación, muerte, exaltación” (15).
María, junto a la cruz de Cristo, corredentora, tiñe la piedad mariana de nuestros fieles con la convicción de que la Virgen es “Refugio de los pecadores”. Por ello, el ruega por nosotros pecadores, y la espera de “el perdón y la paz del Señor”, cuando se confía en la bondad del Corazón de María.
3. Dios te Salve María, Esposa del Espíritu Santo
La llena de gracia, que invocan nuestros fieles, es la llena del Espíritu. Y como el Espíritu es uno, pero múltiple en su actuación, así María será una, pero múltiple en sus advocaciones.
Es la Madre de todos, pero también Madre de Itatí, y del Valle de Catamarca, y de Cuyo…Es la "mamá” que nos acompaña en lo cotidiano, y también la Generala de nuestros Ejércitos en nuestras gestas libertadoras; y porque está desposada con el Espíritu, “nos ampara y nos guía a la Patria celestial”.
VI. Conclusión
El credo sintetiza doctrinariamente la historia de salvación.
El amor del Padre, por medio de Hijo y en la fuerza del Espíritu Santo, nos atrae a su Corazón.
Este “credo” ha sido conservado por la Iglesia, y ha pasado de padres a hijos tanto por el ministerio jerárquico como por el ministerio familiar de nuestros padres.
El Señor quiso entregarnos este designio salvador en ropaje terreno, y por ello su Fuerza salvadora pasa por María, para que llegue a nosotros con calidez de madre.
Notas:
(1) Cfr. M.A, FIORITO y J.L. LAZZARINI, Originalidad de nuestra organización popular, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD, n. 37, especialmente pp.4-6: Vigencia de la organización religiosa de nuestro pueblo.
(2) Tomamos la traducción de J. SOLANO, Textos eucarísticos primitivos, I, BAC, 1952, pp.331-334. La cita es textual, aunque no pongamos "comillas” en el mismo texto.
(3) Cfr. IGNACIO DE LOYOLA, Una predicación sobre la doctrina cristiana, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.36, pp. 11-12, 20.
(4) Cfr. E. HAMEL, El Decálogo, Ley de comunidad, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n. 38 especialmente pp. 14—15,22-23, 32-33.
(5) Cfr. IGNACIO DE LOYOLA, Una predicación sobre la doctrina cristiana. BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n. 36, pp. 17-18 y 23.
(6) Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús, n.3 (Mlgn. Const. I, p. 375).
(7) Cfr. D. RUIZ BUENO. Padres Apostólicos, BAC, 1965, pp. 488-489.
(8) 8 SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Thesaurus de Sancta et consubstantiali Trinitate, asertio 34, PG. 7 5, c. 609.
(9) Cfr. Reflexiones sobre la Religiosidad popular, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD nn.31 y 35.
(10) Ejercicios, 36S. San Ignacio, en la Predicación sobre la Doctrina cristiana (BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.36, p.15), decía también: "Siendo la Iglesia una congregación de fieles cristianos, iluminada y gobernada por Dios nuestro Señor, hemos de entender que el mismo Señor nuestro, que ha donado los Diez Mandamientos, es el principal donador de aquellos que da la Iglesia, para que nosotros, en toda obediencia y servicio de su Majestad, más seguramente-nos podamos salvar”.
(11) VATICANO II, Lumen Gentium n.11; PAULO VI, Exhortación Apostólica sobre el Culto a la Sma. Virgen, n.52: “La familia cristiana, por tanto, se presenta como una Iglesia doméstica, cuando sus miembros, cada uno dentro de su ámbito e incumbencia, promueven Juntos la justicia, practican las obras de misericordia, se dedican al servicio de sus hermanos, toman parte en el apostolado de la comunidad local, y se unen a su culto litúrgico; más aún, si elevan en común plegarías suplicantes a Dios, porque, si faltase este elemento, faltaría el carácter mismo de familia como iglesia doméstica. Por eso, debe esforzarse por instaurar, en la vida familiar, la oración en común…”.
(12) Sobre el sacerdote en la religiosidad popular, véase A. LOPEZ, Reflexionas sobre la Religiosidad popular, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.35, pp.13-20.
(13) Sobre la Primera comunión en la religiosidad popular, véase Reflexiones sobra la Religiosidad popular, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.31, pp.12-13.
(14) Sobre los difuntos en la religiosidad popular, véase Reflexionas sobre la Religiosidad popular, BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n.31, pp.8-10.
(15) PAULO VI, Exhortación Apostólica sobre el Culto a la Sma. Virgen, nn.42-55, donde trata largamente del Santo Rosario; y precedentemente (n.41) del Angelus del que dice: “El Angelus no tiene necesidad de restauración: la estructura sencilla, el carácter bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la invocación de la incolumidad en la paz, el ritmo casi litúrgico que santifica momentos diversos de la jornada mañana, mediodía y tarde, la apertura hacia el misterio pascual, por lo cual, mientras conmemoramos la Encarnación del Hijo de Dios, pedimos ser llevados por su pasión y cruz a la gloria de la resurrección, hace que, a distancia de siglos, conserve inalterado su valor, e intacto su frescor”.
Boletín de espiritualidad Nr. 39, p. 6-28.