El P. Pedro Lozano y los primeros pasos de la Compañía de Jesús en territorio argentino
Miguel Ángel Fiorito sj y José Luis Lazzarini sj
0. Introducción
En un Boletín de Espiritualidad anterior, que titulamos »Nuestros mayores« (n. 46, agosto de 1976), publicamos la reseña que hace el P. Felipe Lérida sj de la historia de la Compañía de Jesús en la Argentina. Como buena reseña, cumplió con su función de despertar la apetencia de mirar más quedo en esta historia; y a esta apetencia quiere responder el presente Boletín.
Como instrumento de trabajo se nos presentó como apta la obra del P. Pedro Lozano sj, titulada Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay, que debimos manejar en su edición de 1754, realizada en Madrid, en la Imprenta de la Viuda de Manuel Fernández (1).
Hemos trabajado sólo los diez primeros capítulos del libro primero – en total, son cinco libros editados en dos volúmenes –. Los títulos de estos capítulos son los siguientes:
1. Estado lastimoso de la Provincia del Tucumán cuando entró en ella la Compañía de Jesús.
2. Entrada de los jesuitas en la Provincia del Tucumán.
3. Fruto que hicieron los misioneros jesuitas en Esteco, y continuaron felizmente en la ciudad de Santiago.
4. Refiérense otras acciones que obraron los Nuestros en Santiago.
5. Van los Padres Angulo y Barzana a la ciudad de Córdoba, a donde van nuevos jesuitas de la Provincia del Brasil.
6. Los jesuitas que vienen del Brasil caen en manos de piratas ingleses, que muy maltratados los echan al mar en una nave para que perezcan; pero líbralos Nuestro Señor, y aportan a Buenos Aires, de donde pasan a la Provincia del Tucumán.
7. Vuelve el P. Alonso de Barzana a proseguir la misión del distrito de Córdoba en compañía del P. Manuel de Ortega, y acaéceles un maravilloso suceso.
8. Elogio del Ilmo. y Rvmo. Sr. D. Fray Francisco Victoria, Obispo del Tucumán.
9. Repártense los Nuestros desde Santiago a trabajar en diversas partes; y hace fructuosísima misión en Esteco el P. Barzana y su jurisdicción.
10. Acompaña el P. Barzana al Gobernador Juan Ramírez de Velasco en la jornada al Valle de Calchaquí.
El tramo que historian estos capítulos va desde fines de 1586 hasta los principios de 1589: algo más de dos años, con el relato que va desde la entrada de los jesuitas en Tucumán hasta el momento en que se separan los Padres que comenzarán a trabajar en la diócesis de Asunción.
En estos diez primeros capítulos intentamos detectar qué le preguntó Lozano a esta historia, porque su respuesta está condicionada por esta pregunta. Nos importa dar con lo certero de la pregunta para comprender los niveles de respuesta.
Si atendemos al ordenamiento del material y a los niveles de configuración del lenguaje se nos impone no sólo detectar las preguntas que comandaron esta excavación histórica realizada por nuestro autor, sino también las perspectivas desde dónde estas preguntas toman cuerpo y se estructuran.
Quizás lo primero que impresiona al lector de su Historia es este como perspectivismo de Lozano. A poco que uno lea, encuentra el Lozano que teologiza, para tropezar luego con el Lozano que pinta situaciones contrastantes donde el énfasis del lenguaje evoca más el trazado de un símbolo que la búsqueda de motivaciones y causales históricas, y terminar asistiendo a un casi afiebrado tacto de precisión en la corrección de algunos datos y refutación de sus antecesores. En esta misma línea no resultan menos significativas las detenciones a cámara lenta, así como las reiteraciones casi arquetípicas en la relación de ciertos sucesos.
Con el objeto de llamar la atención sobre estas perspectivas de Lozano, hemos dividido nuestro trabajo de la siguiente manera:
1. Breve semblanza del P. Pedro Lozano sj
2. Esquema de los principales hechos históricos.
3. La perspectiva fundamental y las perspectivas derivadas en la visión histórica de Lozano:
3.1. Historia de salvación: prolongación de la Encarnación.
3.2. Historia de salvación: su dramatismo.
3.3. Historia de salvación: misterio de fidelidad.
4. Perspectivismo de Lozano en el análisis de la situación que enfrenta la Compañía de Jesús en Tucumán.
5. Perfiles en la actuación de la Compañía en Tucumán:
5.1. La dimensión eclesial.
5.2. Voluntad de dilatación e institucionalización.
5.3. Familiaridad con Dios.
Unas pocas palabras más en esta introducción para ubicar rápidamente este trozo de historia de Iglesia con hechos fundamentales de los Españoles en este escenario del relato.
Hacia 1543 – poco más de cuarenta años antes de la entrada de los jesuitas en Tucumán – ubicamos la entrada de los expedicionarios al mando de Diego de Rojas, que fue la primera exploración del noroeste argentino. En el esfuerzo fundacional destacaríamos a Juan Nuñez de Prado, fundador de la ciudad del Barco que, después de sucesivos traslados, daría lugar a nuestra actual Santiago del Estero, que reivindica su fundación en 1553 por el Gobernador Aguirre. Posteriormente Juan Pérez de Zorita, Teniente de Gobernador, funda hacia 1557, a sesenta leguas de Santiago, Londres de la Nueva Inglaterra; en 1559, Córdoba del Calchaquí, y luego Cañete, en el lugar donde había estado emplazada la primera Ciudad del Barco.
Por la desastrosa actuación de Gregorio de Castañeda, los indios Calchaquíes asolarían estas nuevas poblaciones.
Con la Real Cédula del 20 de enero de 1563 – poco más de veinte años antes de la entrada de los jesuitas en Tucumán – este territorio quedaba separado de la Capitanía de Chile y entraba a depender del Virreinato del Perú.
Vuelve Aguirre de Gobernador y manda a su sobrino Diego de Villaroel a fundar Tucumán en el sito donde había estado emplazada Cañete: la fundación de Tucumán ocurría el 16 de mayo de 1565.
Depuesto Aguirre y mandado a Charcas, los rebeldes fundan en Esteco la ciudad de Cáceres, que el nuevo Gobernador Diego de Pacheco, recomendado por la Audiencia de Charcas, llamaría Talavera de Esteco, y que luego fuera designada simplemente Esteco.
Designado en 1571 el Corregidor de Potosí, Don Jerónimo Luis de Cabrera, como Gobernador del Tucumán, fundará Córdoba de la Nueva Andalucía el 6 de julio de 1573.
A Lerma – de no muy feliz memoria – le tocará la fundación de Salta el 16 de abril de 1582.
Cuando la Compañía de Jesús entra en el territorio del Tucumán, gobierna Ramírez de Velasco, que estaría llamado a corregir los males provocados por los gobernantes Abreu y Lerma, y dar nuevo impulso a la actividad fundacional de los Españoles con Todos los Santos de Nueva Rioja, en 1591, y San Salvador de Velasco en 1593.
1. Breve semblanza del P. Pedro Lozano sj
Pedro Lozano nació en Madrid el 16 de junio de 1697. Ingresó a la Compañía de Jesús a los catorce años. Pidió ir a las Misiones, y se lo destinó a la Misión del Paraguay. Después de estar ocupado en los ministerios propios de la Compañía, se lo escogió para escribir la historia del Paraguay. En esta cupación pasó veintiséis años, muriendo en Humahuaca a los 8 de febrero de 1752 y a los cincuenta y cinco años de edad, cuando iba de paso para exponer al Virrey del Perú y a la Audiencia de Charcas, los inconvenientes del Tratado de Límites.
Estos son escuetos datos, entresacados de la obra del P. G. Furlong, Pedro Lozano y sus »Observaciones a Vargas« (1750) (2). Leyendo las páginas de este libro, asistimos a una minuciosa reconstrucción de la vida de este hombre, a sus viajes en búsqueda de documentos, a sus largas horas de trabajo en el retiro de la Estancia de Santa Catalina en Córdoba, y a la innumerable lista de sus trabajos – algunos todavía inéditos, y otros perdidos –.
El juicio de Furlong – coincidente con el de otros historiadores antiguos y modernos –, conocedor de la obra de Lozano y de sus proyecciones, merece ser repetido aquí:
Pedro Lozano es para los historiógrafos argentinos, uruguayos y paraguayos, lo que Tácito es para los ingleses, César para los franceses, y Tito Livio para los italianos. Es Lozano nuestro historiador por antonomasia, aunque en la actualidad no sea ni el más completo, ni el más exacto, y mucho menos el más elegante de nuestros analistas.
La gloria de Lozano estriba principalmente en el hecho de haber sido el primero que penetró el boscaje chaqueño de nuestros anales, el primero que abrió una picada a través de la tupida y enmarañada selva de los sucesos, facilitando así a la posteridad la provechosa y placentera oportunidad de recorrer el camino por él esbozado y afirmado con tanto acierto y tan halagüeño resultado.
No puede negarse que, en la actualidad, la obra de Lozano es deficiente, manca e incompleta en alguna de sus partes, en algunos de los hechos que narra, y aún en algunos de los juicios que emite; pero tomada en conjunto es de un valor inapreciable y de una importancia sin rival, ya que muchísimos de los documentos, de que él se valió, se han extraviado, tal vez para siempre (3).
Son muchos los escritos del P. Lozano. Por de pronto, redactó las Cartas Annuas desde el año 1720 al 1743; y las de los años de 1744 al 1749, que no han sido encontradas, tendrían también a él como autor.
La espiritualidad ignaciana no estuvo ajena a sus preocupaciones, si se atiende a traducciones que realizó de las obras sobre Ejercicios Espirituales de san Ignacio, del P. Carlos Ambrosio Cattaneo (4).
De sus numerosos escritos históricos se imponen por su valor y extensión: Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay; Historia de la Conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán; Historia de las Revoluciones de la Provincia del Paraguay.
De la primera de estas obras ha dicho el Dr. Samuel Lafone y Quevedo que »en ninguno de sus libros resalta más la clase de hombre que era Lozano, que en su Historia de la Provincia Jesuítica de Paraguay, porque en ella, a cada paso, está de manifiesto el narrador que ilustra y suplementa la parte religiosa con mil datos de la historia general, muchos de ellos enteramente nuevos y que explican puntos que dejaba dudosos en su obra sobre la conquista« (5).
2. Esquema de los principales hechos históricos
Esquematizamos a continuación los datos de la entrada y posterior actuación de los jesuitas en la región del Tucumán, tal como más largamente lo hace el P. Lozano:
* La Compañía tenía por entonces tres Provincias en las Indias Occidentales: Méjico, Perú y Brasil.
* Fray Francisco de Victoria, tercer Obispo del Tucumán, solicita en Lima, al Provincial del Perú, P. Baltasar Piñas, jesuitas para trabajar en su diócesis. Hay entonces, según Lozano, cinco ciudades españolas en esta Región: Salta, Esteco, San Miguel, Santiago del Estero, Córdoba. El pedido del Obispo tiene como antecedente apretadas órdenes de Felipe II al Virrey Don Francisco de Toledo para que introdujese a la Religión de la Compañía de Jesús en la Provincia del Tucumán: consta por Real Cédula, despachada en el Pardo el 11 de febrero de 1579.
* La autorización del P. General Claudio Aquaviva llega al Perú siendo Provincial el P. Juan de Atienza.
* El 31 de agosto de 1586 salen del Colegio de Potosí cuatro jesuitas: el P. Francisco de Angulo, que va como Superior de la Misión, y además designado por el Santo Tribunal de la Inquisición como Comisario de las tres Provincias de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata; el P. Alonso de Barzana, conocido como Apóstol del Perú; el P. Juan Gutiérrez; y finalmente el Hermano coadjutor Juan de Villegas.
Para la fecha de la partida se apoya en las Cartas Annuas de la Provincia del Perú, impresas en Roma en 1589. Refuta a Cienfuegos que la adelanta en trece años, diciendo que el P. Barzana había pasado a estas tierras por orden de S. Francisco de Borja; y al P. Pedro Bermudo y a otros que yerran en la fijación de la fecha.
* Son recibidos en Salta por el Teniente de Gobernador, Capitán Antonio de Alfaro, y por toda la población que en cuatro años no había merecido todavía sacerdote.
* A los ocho días parten para Esteco (Talavera de la Reina). Angulo y Gutiérrez explican los Misterios de la fe en la lengua general del Perú; y Barzana lo hace además en Tonocoté, lengua de la región. Barzana funda una escuela para instruir »maestros« que adoctrinasen a los otros indios.
* Llegada a Santiago del Estero. Se abre una escuela como en Esteco, a cargo del H. Juan de Villegas. El P. Barzana aprende la lengua Kaká.
* El obispo lleva a la visita de Córdoba a los PP. Angulo y Barzana. Quedan en Santiago el P. Gutiérrez y el H. Villegas: éste a cargo de la escuela antedicha, y la de leer, escribir y aprender gramática.
* La comitiva llega a Córdoba el 2 de febrero de 1587 (corrige en esta fecha lo consignado por Techo). Los recibe el Teniente de Gobernador, Capitán Gaspar de Medina. El P. Barzana aprenderá la lengua Sanavirona.
* Después de duras peripecias por el ataque de un corsario inglés (¿Cavendish?), llega a Buenos Aires un contingente de jesuitas, provenientes de Brasil.
El Obispo Victoria, antes de partir para Lima, había enviado a su Capitular Don Francisco de Salcedo a pedir jesuitas al Provincial del Brasil, P. Anchieta. El Visitador, P. Govea, se encarga de designar al napolitano Leonardo Armini, co- mo Superior, al irlandés Tomás Filde, el catalán Juan Soloni, y los portugueses Manuel de Ortega y Esteban de Gram.
* Se manda buscar a los venidos del Brasil desde Córdoba con escolta, la cual es reforzada por el Gobernador de Buenos Aires, Ortiz de Zárate. A todo esto, el Obispo del Paraguay, Fray Alonso Guerra op, les insistía para que se quedasen en su diócesis.
* En los primeros días de abril de aquel año 1587, parten para Córdoba. Al llegar a esta ciudad los PP. Armini y Gram – preciados de portugueses, uno por genio y otro por naturaleza – manifestaron su desagrado de tener que recoger una mies en que habían metido su hoz los Padres castellanos. Escribieron a su Provincial, y se quedaron allí esperando nuevas órdenes.
* El P. Barzana y el P. Ortega salen a misión por el distrito de Córdoba. Estos Padres querían seguir adelante hasta Magallanes, región que los Españoles designaban ya como Patagones o Trapalanda; pero el Obispo Victoria no sólo manifiesta su desagrado sino que nombra a Barzana Visitador de su Diócesis, Provisor y Vicario General, a pesar de que el Padre alegaba el voto de los profesos de la Compañía de Jesús.
* El Obispo Victoria vuelve con todos los jesuitas a Santiago: aquí refuta al P. Techo que afirmaba que Armini y Gram partieron desde allí para Santa Fe. En Santiago los recibiría el Gobernador Velasco. Desde ahora comenzarán a ocupar casa aparte, y a hablar del Superior de la Misión, Francisco de Angulo, como del Rector del Colegio del Santo Nombre de Jesús.
* Juntos en Santiago, los jesuitas deliberan cómo repartirse para hacer más fruto. Quedan en Santiago los PP. Angulo y Gutiérrez, cuidando del aprovechamiento de esa ciudad; y también el H. Villegas atendiendo a la escuela de leer y escribir, abierta con anterioridad. El P. Gutierrez atendería a la juventud a quien enseñaba latín.
* Los Padres Barzana, Ortega, Saloni y Filde se dedicarían a convertir a los infieles que poblaban las orillas del Salado. Los PP. Armini y Gram, que persistían en no quedarse en tierras de la Corona de Castilla, pasaron a Santa Fe a esperar la respuesta del Provincial del Brasil.
* Enferma el P. Barzana y debe alejarse de estas misiones del Río Salado. Los otros tres misioneros piden al P. Angulo pasar a Asunción donde, por el conocimiento que tenían del Guaraní, sería más provechoso trabajar; y así lo concede el P. Angulo.
* Mejorado el P. Barzana vuelve a las misiones del Río Salado para dilucidar si eran de Dios o imaginaciones demoníacas unas apariciones de Ntra. Señora que decían los indios tener. Persuadido de que todo es obra del »padre de la mentira«, disuade de esta creencia a los incautos que habían sido engañados.
* Vuelto a Santiago el P. Barzana, decide marcharse a Esteco con el H. Villegas, a completar allí la obra comenzada. Esto acontece por marzo de 1588: refuta aquí a Techo respecto de esta fecha.
* El P. Barzana deja en Esteco, como Vicario, a un sacerdote que lo acompañaba por orden del Obispo Victoria, y se va con el H. Villegas a predicar por los pueblos. Al mismo Vicario le confió antes de partir la escuela de Doctrina cristiana.
* Deja Esteco para acompañar al Gobernador Juan Ramírez de Velasco en la jornada del Valle Calchaquí, nueve meses después (principios de 1589).
3. Perspectiva fundamental y perspectivas derivadas
Es muy importante para nosotros el subrayar la perspectiva fundamental y las perspectivas derivadas en la visión histórica del P. Lozano.
Cuando el P. Astrain habla de la »Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay, escrita por el P. Lozano«, llega a decir que »... por la seguridad de la información, por la rectitud del criterio y por el carácter demostrativo que da a sus asertos, se eleva sobre todos los que han escrito de nuestra historia en el Paraguay«. Y después de otros elogios añade que »... desagrada un poco la difusión del estilo, pues, aunque tan fácil y espontáneo, parece más propio de la elocuencia que de la historia. El docte breviterque se expedire, que miraba Cicerón como el ideal del estilo científico, no lo aprendió nunca el P. Lozano« (6).
Esto que lamenta el P. Astrain nos ha resultado muy provechoso a nosotros, puesto que en la proficua elocuencia del P. Lozano se dejan entrever de continuo sus concepciones fundamentales, o lo que nosotros hemos llamado su perspectiva fundamental y las perspectivas derivadas en su visión histórica.
Enunciaríamos la perspectiva fundamental como la de una visión providencialista del acontecer humano que reivindica para Dios el papel de protagonista de la historia (7).
Esta perspectiva se desdobla a continuación en lo que hemos llamado perspectivas derivadas, y que, analizándolas más de cerca, nos será dado comprender más a fondo la perspectiva fundamental. Hemos encontrado tres perspectivas derivadas y nos dedicamos ya a explicitarlas.
3.1. Una historia de salvación: prolongación de la Encarnación
El deseo salvador de Dios es el arranque mismo de la historia de salvación.
La historia de la Compañía de Jesús en el territorio del Tucumán es un momento privilegiado y está en el mismo corazón de la historia que Dios ha trazado para remediar la maldad del hombre, para salvarlo de la dura opresión de los vicios. Es la historia de la bondad de Dios, llena de misericordia, que pone remedios, y lo hace prolongando la Encarnación de su Hijo.
La consideración que hace el P. Lozano abriendo el capítulo II de su libro – y que hemos parafraseado en las líneas que anteceden – responde, hasta en el dinamismo de la reflexión, a la consideración de los Ejercicios Espirituales que san Ignacio denominó »contemplación ... de la Encarnación« (EE [101] ss.): todo el capítulo I lo ha dedicado a contemplar la situación de esta parcela del mundo, la diversidad de las personas y su ceguedad, para trazar, en este capítulo II, el comienzo de la salvación que pasa por un corazón humano, así como en la contemplación ignaciana pasa por el corazón de la Santísima Virgen (8). Dice así:
Al mismo tiempo, pues, que la Provincia de Tucumán gemía debajo de la dura opresión de tantos vicios, para cuya extirpación necesitaba sumamente de ministros apostólicos que acudiesen denodados a la conquista de tanta gentilidad, al remedio de tan estragadas costumbres, al socorro espiritual de tantas almas que irremediablemente perecían, o descaminadas en el lóbrego caos del gentilismo, o náufragas en el piélago de tantos vicios: compadecida de tantas miserias la Bondad Divina, se dignó misericordiosa disponer el remedio, que había decretado desde la eternidad su sabiduría infinita, moviendo eficazmente el corazón del Ilustrísimo Señor Don Fray Francisco Victoria, de la esclarecida Orden de Predicadores, Obispo tercero del Tucumán, a solicitar la venida de la Compañía a su Diócesis; porque en ella libraba el descargo su conciencia, y el remedio de sus descarriadas ovejas (Libro I, capítulo II, n. 1).
Se trata, por tanto, de una historia que salva porque habrá co-protagonistas que prolongarán la Encarnación, y lo importante será advertir esta marcha salvífica que se dará en la lucha y la contradicción. El lenguaje mismo nos introduce en la perspectiva de guerra luctuosa, tal como Ignacio lo hace en las Dos Banderas.
3.2. Una historia de salvación: su dramatismo
Esto nos introduce ya en la segunda perspectiva derivada de la fundamental: se trata de una lucha contra el Enemigo »de natura humana« (EE [7] y passim) que de tal modo había asentado allí sus reales que »todo género de personas estaban como anegadas y perdidas en un mar de miserias, con extrema necesidad de quien les diese la mano para salir de él y surgir en el puerto de la Bienaventuranza« (Libro I, capítulo I, n. 9). Cuando abordemos el análisis de la situación imperante tal como la describe Lozano, nos será dado descubrir la concatenación que hace de los vicios con las artimañas de Satanás, tal como san Ignacio las expone en la meditación de las Dos Banderas (EE [142]). Aquí más bien apuntaremos a ponernos atentos frente a aquellas expresiones que, por estar puestas en lenguaje de guerra y de conquista, nos ubican en la meditación del Rey Eternal (EE [95] ss.), aunque por su dramatismo hacen también referencia a la de las Dos Banderas (9).
La decisión es siempre divina: »Ocurrió el Cielo al remedio de tamaña miseria« (Libro I, capítulo I, n. 9). Y no sólo la decisión, sino la protagonización, en cuanto que es el mismo Cielo el que se allega; pero el instrumento será en este caso la Compañía de Jesús. A ella le tocará emprender la lucha:
Hallábase por los años de mil quinientos ochenta y seis la Compañía de Jesús, después de haber llenado toda la Europa y la mayor parte de Asia de asombro y admiración con las heroicas proezas de sus hijos, con tres Provincias en las Indias Occidentales, que eran la de Méjico, Perú y Brasil. Estas dos últimas, que circundan a la que hoy llamamos del Paraguay, florecían en copia grande de apostólicos varones que, empleados en la conversión de la Gentilidad, hacían declarada guerra al abismo, a costa de increíbles fatigas y aún de su vida y sangre. El eco de estas hazañas llegó en alas de la fama a penetrar la provincia del Tucumán, necesitadísima por extremo en aquella sazón de quien debastase la rudeza de sus naturales, más incultos que los inmensos bosques de que abunda, y alumbrase las espesas tinieblas de ignorancia en que estaban miserablemente envueltos aún los mismos Españoles que la poblaban y que, en vez de servir de guía a los indios con sus cristianas costumbres para encaminarlos al paraíso, les eran tropiezo y fomentaban su ruina espiritual con sus vicios escandalosos, demás de las continuas vejaciones con que ejercitaban su sufrimiento (Libro I, capítulo I, n. 1).
La lucha adquiere sentido escatológico. Abismo y Paraíso se debaten en una cruenta lucha. Desde esta perspectiva las realidades son nombradas y tienen identidad. Los indios serán »Gentilidad« a secas, y por tanto campo de conquista donde está en juego la salvación eterna. Los Españoles también inmersos en la »Iniquidad« y campo de proezas. La Gracia que protagoniza esta lucha no podía tener cualquier enemigo y el remedio de Dios no podía aplicarse a cualquier »nana« sino a la herida profunda provocada por el »enemigo de natura humana«.
Como advertiremos con más detalle en las consideraciones que entablaremos a raíz del análisis de situación que Lozano hace del Tucumán, no hay que perder de vista que no se trata aquí de un análisis empírico que formulado así sería inexacto e injusto (10), sino de una lectura teológica a nivel simbólico que entronca a Lozano con el simbolismo propio de la teología espiritual de los Ejercicios.
Es el simbolismo que inserta el apostolado de la Compañía en la obra de la salvación que Dios instaura entre los hombres desquiciados por el accionar de Satanás. Estos símbolos convocan el Cuerpo de la Compañía de Jesús, definen sus actitudes fundamentales, robustecen su mística; pero de ninguna manera pretenden diagnosticar una situación en orden a establecer caminos de solución en la conducción política de una realidad determinada, aunque puedan actuar como el juicio de Dios que urja la búsqueda de nuevos caminos.
3.3. Una historia de salvación: misterio de fidelidad
Esta historia de salvación, protagonizada por Dios, va tejiéndose con la fidelidad de la Compañía de Jesús – obvio, que no sea sólo con esta fidelidad –. Y hay dos características muy claras que se destacan: es un hecho eclesial la misión de la Compañía, y es un hecho de »cuerpo«. La importancia que el P. Barzana adquiere en el relato de Lozano no hace sino confirmar esto en cuanto que en él la Compañía de Jesús puede ver realizada en plenitud la meditación del Reino, ya que en él se da aquello de »los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su Rey Eterno y Señor universal« (EE [97]), y la generosa empresa »... de conquistar todo el mundo y todos los enemigos ... porque siguiéndome en la pena – es el mismo Rey Eterno y Señor universal quien habla – también me siga en la gloria« (EE [95]).
El hecho eclesial queda corroborado en el entronque de la misión jesuítica con los afanes del Obispo de Tucumán, que convoca y conduce las fuerzas de la Compañía en la diócesis de Tucumán, y que por ello es considerado como el verdadero fundador de la futura Provincia jesuítica del Paraguay. Y el hecho de »cuerpo« queda afirmado en la forma prototípica con que es presentado el P. Barzana, cuya actividad se aproxima a las características de la Iglesia primitiva abundancia de gracias, copiosos frutos, e intención fundante.
Más adelante se nos harán presentes estas constataciones.
Lo que funda esta historia de salvación es la decisión salvadora de Dios, que contempla el mal – como lo muestra san Ignacio en la contemplación de la Encarnación (EE [102] ss.) – y que decide el remedio (ibidem: »se determina ... (a) que la segunda Persona se haga hombre ...«). El campo de conquista queda por eso mismo trazado, y allí la espesa tiniebla de la ignorancia y el vicio debe ser combatida con las armas de la luz. La lucha contra el Abismo está entablada, ya que Satán es el enemigo que se ha apoderado de aquella gente.
Así, después de haber descrito las supersticiones indígenas, Lozano apunta a renglón seguido:
El estrago que en sus abominables costumbres hicieron nuestros jesuitas merece contarse entre sus más ilustres hazañas, porque dieron tal batería con las armas de la luz (por cuya falta se habían propagado tanto entre esta miserable gente el imperio de las sombras) que rindieron felizmente la fortaleza inexpugnable de tanta ignorancia; y por más que el Demonio quiso empuñar las armas de su astucia en varias trazas diabólicas para restaurar por fuerza el Campo que le iba ganando la Fe sola y desarmada, se avanzaron a desencastillarle de sus voluntades, moviéndolas a desenterrar sus antiguas supersticiones y abrazar con gusto la observancia de la Ley Divina (Libro I, capítulo IV, n. 4).
La gracia de Dios, interviniendo hasta en forma milagrosa, y la pugna contra Satán, entran de lleno en la marcha fiel de este primer grupo de jesuitas que desde el comienzo forman »cuerpo«, de tal modo que lo que se desarrollará no es la historia de esos jesuitas, sino la de una Provincia de la Compañía de Jesús que comienza a gestarse a la sombra de un Obispo que los misiona de continuo.
Desde esta perspectiva fundamental – y desde las perspectivas derivadas – podemos ya descubrir las preguntas que Lozano ha ido haciendo a su historia:
¿Cómo se encarna la Gracia de Dios en estas tierras?
¿Cuáles son las maravillas que obra?
¿Cuáles fueron las artimañas de Satán?
¿Cómo respondió este grupo de hombres al llamado misional del Señor? ¿Cómo fue su actuación? ¿Cuáles fueron sus armas?
4. Perspectivismo de Lozano en el análisis de la situación
Ya el título del capítulo I nos resulta sugestivo: »Estado lastimoso de las Provincias del Tucumán cuando entró en ella la Compañía de Jesús«.
Todo el capítulo estará dedicado a lo que hoy llamaríamos »análisis de situación«. Intentaremos establecer los niveles de análisis para poder medir con la mayor exactitud posible su alcance.
En el análisis instaurado por el P. Lozano hay un marco referencial incuestionable, y es desde ese marco que deplora ese estado lastimoso que afecta tanto a la situación específicamente peligrosa como a la situación global que un poco rimbombantemente podríamos anunciar como socio-político-económico y cultural.
La perspectiva teológica de que hablamos más arriba, y este marco referencial incuestionable nos servirán de apoyo para caminar sin tropiezos en el complejo nivel perspectivista que desde allí podemos instaurar.
Pasemos a enunciar los componentes de este marco referencial de análisis que se detecta en el P. Lozano y que establecemos de este modo:
* La autoridad del Rey es incuestionable. Y, en concreto, las intenciones de Felipe II y de sus antecesores reciben siempre elogios, destacando en esos elogios el interés misional de los Monarcas.
* El vasallaje al Rey es incuestionable, y hasta el mismo régimen de Encomiendas en lo que hace a sus intenciones.
* El trato paternal y justo que debe darse al indio.
En el análisis de la »deplorable situación« debemos distinguir entre la situación del Español y la situación del indio.
Abordemos primero la situación del Español. Lo que más deplora Lozano son los desórdenes en el régimen de las Encomiendas. Lo que pretendió el Rey
... era atender de este modo a la salvación de estos sus nuevos vasallos, para que, sacados de sus antiguos vivares donde vivían a guisa de fieras, morasen juntos en poblaciones concertadas con policía y gobierno racional, y fuesen instruidos en los sacrosantos misterios de nuestra fe católica. Para entender en todo lo que mirase a su bien y conservación, se instituyeron los Encomenderos, que fuesen sus padres y protectores, más que señores de los indios de sus Encomiendas; porque los Encomendados, a quienes comúnmente llaman Mitayos, están inmediatamente sujetos a los ministros reales, con obligación sólo de pagar al año un moderado tributo, en reconocimiento del patrocinio, a su Encomendero, quien queda con la pensión forzosa de sustentar armas y caballo para defender la tierra en cuyo distrito poseen Encomienda, y a los indios moradores de ella; y con otra aún más apretada de proveer sacerdote que les imponga en las cosas de su salvación, y administre los sacramentos de la Iglesia (Libro I, capítulo I, n. 2).
La realidad fue muy otra, según las afirmaciones de Lozano. Pero sus afirmaciones no son avaladas de datos precisos y revisten a momentos el carácter de una generalización. Por un lado, los descarga – a los Encomenderos – de no haber cumplido con las obligaciones religiosas respecto de los indios, por falta de sacerdotes; pero insistirá, por otro lado, en el trato injusto dado a los indios. De los medios usados por los Encomenderos para mejor explotar a los indios, dos le parecen especialmente inicuos: el primero, el haberlos desnaturalizado de sus tierras – y esto por las armas – para llevarlos a zonas donde podían esperarse mejores frutos del trabajo; y el segundo, el oponerse al casamiento de indias si, para seguir al marido, tenían que abandonar la Encomienda.
No se aportan datos de los que puedan derivarse los alcances de estos abusos. Lozano no se detiene a valorar lo que la experiencia del trabajo – que, en la mayoría de los casos, eran nuevos aprendizajes para los indios – pudo significar de positivo, a pesar de las contradicciones.
Podemos decir que aquí no nos encontramos la intención de establecer un análisis realista, a partir del cual se deban pensar viabilidades. Lozano no se ubica en esta perspectiva, y en esto parece ser fiel a la marcha progresiva de la conciencia de los misioneros que entraban en estas tierras.
¿Qué busca entonces Lozano con este »análisis de situación«? A nuestro entender, Lozano pretendería mostrar la realidad del pecado y analizarlo en su raíz que es la codicia; y en esto es fiel a san Ignacio cuando analiza en las Dos Banderas las tretas de Satán (11). El texto síntesis con que cierra el capítulo I nos parece probatorio de nuestro aserto:
Tales maldades y tales injusticias, como las ya referidas, permitía o imperaba la insaciable codicia de las riquezas, que justamente llamó el Apóstol origen de todos los males; y no erró quien la llamó ciega consejera, pues fue poderosa a cegar tanto, que no reparasen en tamaños desafueros unos ánimos tan piadosos cuales son comúnmente los Españoles; que, ciegos de la codicia, tropezaron y se despeñaron en otros, más blandos y halagüeños, de la sensualidad a que les ocasionaban la misma fertilidad y abundancia del país. Vivían algunos con tanto escándalo que mantenían públicamente las mancebas al lado de la mujer legítima, apartándolas a veces de sus legítimos consortes, y haciendo gala, como dicen, del San Benito ... Finalmente, todo género de personas estaban como anegadas y perdidas en un mar de miserias, con extrema necesidad de quien les diese la mano para salir de él y surgir en el Puerto de la Bienaventuranza (Libro I, capítulo I, n. 9).
Se pregunta también cómo pudo anidarse y desenvolverse de tal manera esta codicia con su secuela de vicios. Intenta señalar la causa, y la encuentra en la falta de cuidado pastoral, de la cual se seguía una gran falta de doctrina. Esta desatención pastoral afectaba no sólo a la tarea misionera con los indios, sino al mantenimiento de las convicciones religiosas de los Españoles (12). Dice así:
En toda esta Provincia, que se extiende por casi trecientas leguas, habrá sólo cinco sacerdotes y tal cual religioso, que todos por lo común ignoraban del todo la lengua – o lenguas – del país, y era ninguno el provecho que de su asistencia resultaba para los naturales, y cortísimo para los españoles, pues ni aún un solo sacerdote había merecido Salta en cuatro años, ni Esteco en veinte, desde sus fundaciones. En tan gran falta de doctrina, ¿qué mucho es que se hubiesen encastillado los vicios muy de asiento? (Libro I, capítulo I, n. 2).
Y después de haber informado de las injusticias – originadas de la insaciable codicia de riquezas – y de la lascivia que reinaba en el país, Lozano se preocupa de aportar nuevos datos sobre la situación espiritual:
Ni estaba de mejor condición su estado en lo espiritual, que fue siempre la principal atención de nuestros Reyes Católicos. Porque es constante que en mucho tiempo apenas hubo sacerdote que dijese misa y administrase sacramentos a los Españoles, con que menos le habría para los indios. Esta falta llegó a ser tan conocida y manifiesta que, pasando por Obispo de Tucumán el ilustrísimo Señor Don Fray Gerónimo de Albornoz, dispuso la Majestad de Felipe II trajese proveídas las dignidades de su Iglesia, Deán, Arcediano, Chantre y Canónigos en religiosos de su Orden Seráfica, que hubieran sido de gran provecho, fomentados del ardiente celo de aquel gran Prelado, a no haber atajado la muerte sus admirables designios, cortando el hilo a su vida preciosa antes de pisar el distrito de su Diócesis. Y aunque después otros pocos religiosos de la misma Orden, y algunos de la Real y Militar de la Merced, trabajaron con tanto celo en ayuda de almas tan desamparadas; mas como éstas eran innumerables, y de lenguas muy diversas, en parajes y sitios remotísimos, no fue posible acudir a todos, y murieron también innumerables en su infidelidad, o en el mal estado en que su fragilidad los tenía atollados (Libro I, capítulo I, n. 5).
Nos parece advertir que lo que vertebra este »análisis de situación« es una constatación de desamparo pastoral que origina grandes males, y cuyo remedio será la presencia de esta milicia apostólica que es la Compañía de Jesús, que secundará el cuidado pastoral del Obispo y contribuirá a remediar la situación con la asidua predicación de la doctrina – que llega a institucionalizarse en escuelas doctrinarias – y la práctica sacramental. De esta práctica sacramental se privilegiará el sacramento de la Penitencia como forma de llegar al lugar mismo donde los vicios se anidaron y despertar entre los Españoles la responsabilidad misional. Con el mismo énfasis con que habló de la iniquidad de los Españoles, hablará de su compunción y ánimo arrepentido. En esto nos parece descubrir el deseo de señalar el triunfo de la Gracia sobe el Reino de Satán (13).
Hasta aquí la situación de pecado y el campo de actividad de la gracia, encarnada en la Compañía de Jesús. Cómo Lozano historie esta actividad, será motivo de otro apartado de este trabajo; pero no quisiéramos seguir adelante sin notar que lo original que rescatamos de este análisis teológico de situación que elabora Lozano es su manera peculiar de ver la situación desde el remedio empleado con eficacia (14).
Nos parece vislumbrar aquí el realismo de la regla décima para »el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener« (EE [362]): en esta regla san Ignacio da una serie de recomendaciones prudenciales respecto de los juicios de valor que según las circunstancias pueden hacer bien o hacer daño, y termina diciendo que »... así puede hacer provecho hablar de las malas costumbres a las mismas personas que pueden remediarlas«. Parece que la praxis de los jesuitas se acomodó a este principio; y a esta realidad se acomodó el análisis de Lozano porque, a juzgar por el texto, los jesuitas se habrían hablado de las injusticias a las conciencias de los que podían remediarlas. Y esto era lo viable en este primer momento. Faltan algunos años para llegar a plasmar soluciones más de fondo.
Pasemos ahora a revistar cómo pinta Lozano la situación del indio. Manifiesta una gran comprensión y compasión del desamparo en que se encontraban. En las quejas del mal trato de los Encomenderos puede advertirse cuánta dignidad reivindicaba para los indios. Veremos además, en el apartado que dedicamos a la actuación de la Compañía de Jesús, el esfuerzo de adaptación y el ansia de penetración evangélica que se advierte sobre todo en el aprendizaje de las lenguas, y en la prioridad que se da al ministerio apostólico entre indios, por ser los más necesitados de remedio.
Desde un comienzo, marca el abandono de los naturales:
Cuán poca cultura y enseñanza tenían en orden a su salvación, y cómo estaban perdidos y estragados en el abominable vicio de la embriaguez de manera que con ella prorrumpían en culpas abominables en materia de sensualidad y toda la fiesta paraba ordinariamente en riñas y pendencias; porque allí se refrescaban agravios, cuya memoria había dormido al estar la razón más despierta; y sepultada ésta en el profundo letargo de la embriaguez, revivía con más vigor aquélla para irritar sus torpes ánimos a la venganza que lograban hiriéndose y matando como fieras (Libro I, capítulo I, n. 8).
Este ánimo de venganza no ahorraba crueldades – como lo advierte Lozano en el capítulo VIII –: cuando el Gobernador Ramírez de Velasco, acompañado por el P. Barzana, hace una campaña de pacificación por el Valle Calchaquí, mientras los Españoles sellaban con diversas tribus la paz y la concordia, al menor descuido los indios que los acompañaban llegaban a máximas crueldades con los pueblos así pacificados, si tenían deudas anteriores que cobrarles.
Más adelante habla con más precisión de la situación de los indios que estaban en la jurisdicción de Santiago, y describe también lo que llama »adoración del demonio«. Parece oportuno transcribir a continuación los párrafos completos:
Para que se haga concepto de lo que con ellos obró la gracia por medio de los Padres, será bien dar una breve noticia de sus cualidades naturales: empezaré por las buenas que, con ser no pocas, las deslustraban enormemente con la fealdad de sus vicios que por la envejecida costumbre habían pasado a naturaleza. Vivían unos en las riberas de los ríos que riegan y fecundan, con sus raudales, el distrito de Santiago del Estero; otros, en algunos valles y sierras; fuera de muchos que moraban, sirviendo a sus Encomenderos, en la ciudad – bien que todos los de la jurisdicción les estaban encomendados, como se dijo en el capítulo I –. Acudían a mitar, o en sus pueblos, o en otros parajes donde los necesitaba la codicia o la necesidad de sus amos para sus granjerías, en la labor de sus campos, en la fábrica de los edificios, en la crianza y guarda de los ganados, y en las demás obras serviles, con la opresión y servidumbre que dijimos también en el capítulo 1; y sin duda que los indios Santiagueños aventajaban en el sufrimiento de semejantes vejaciones a los del resto de la Gobernación. Siendo calidísimo el clima que habitan, ellos se trataban con mucha limpieza y decencia, vistiendo manta, camiseta y calzón de algodón, que tejían las mismas indias sus mujeres; porque así éstas, como los varones, son muy laboriosos; éstos, en las labranzas, y aquéllas en su casa, en el hilar y tejer. Su natural es blando y amoroso; y generalmente son muy reconocidos al bien que se les hace. Pero estas cualidades tan buenas, por la poca cultura que desde la Conquista habían tenido, las estragaban con grandes vicios; porque en materias lúbricas estaban rematados, sin respetar ningún grado de parentesco, ni tener las mujeres por infamia el ser mancebas públicas de los españoles. A la embriaguez se entregaban sin medida, poniendo su felicidad en beber, hasta privarse de juicio, para lo que tenían varios y diferentes brebajes en gran abundancia: porque eran muy copiosas las cosechas de maíz, algarroba, mistol, chañar y otras frutas de que confeccionaban sus bebidas que, siendo en sí sobremanera asquerosas, eran para ellos delicias muy apetecidas; pero, sobre todas, el vino, en cuya compra consumían cuanto podían, a costa de grandes fatigas (Libro I, capítulo IV, n. 2).
De fuentes tan pestilenciales se originaban otros mayores males, porque, al tiempo de la cosecha de estos frutos, hacían numerosas juntas para tributar adoraciones al Demonio, a quien, con el nombre de Caranchic, veneraban, y ofrecían en sacrificio sus asquerosos licores y gran cantidad de aves muertas; llevábanle sus enfermos para que los curase; y dedicaban a su servicio algunas doncellas de catorce o quince años, de quienes se aprovechaban, para abominables torpezas, los hechiceros sus ministros, por cuya boca daba sus oráculos, con palabras tan anfibológicas, que pudiesen rara vez convencerlos de engañosos. Aparecíaseles a éstos en forma visible con toda aquella monstruosa fealdad en que justamente se trocó por la culpa la natural extremada belleza con que salió de las manos del Artífice soberano y, sin arredrarles su espantosa vista, concurría todo el pueblo a oír su diabólica doctrina en la casa del hechicero donde se aposentaba tan infame huésped. Usaban todos de extrañas supersticiones al dar sepultura a sus difuntos, porque al punto que fenecían la vida, los asentaban en público, arrimados a unas esteras, para que así los moradores de la casa, como las mismas casas, no contrajesen en ella alguna infección, o no viniese a infestarlas el demonio; porque sólo juzgaban favorable su asistencia en casa del Hechicero, y ninguno de los demás le recibía con voluntad en la suya por huésped. En ocasión de la muerte de los suyos, desangraban con crueldad sus venas para aplacar al monstruo tartáreo, y reducirle a que usase menos saña en el tratamiento de los que se trasladaban de este mundo a su tenebroso imperio. Por fin, era gente muy versada en la magia; y por leves ocasiones de disgusto se valían de encantamientos y hechizos para despicar su enojo, con fatal estrago de sus contrarios; siendo tan bozales sus entendimientos para todo lo bueno, como de quienes para su educación no habían tenido más ejemplares ni otros maestros que los brutos (Libro I, capítulo I, n. 3).
Intentemos desbrozar estos textos. Ya el mismo comienzo es sugestivo, en cuanto marca claramente la intención de su análisis: para que se haga concepto de lo que con ellos obró la gracia por medio de los Padres. La perspectiva, por tanto, está dada: importa advertir que el análisis no pretende tener consistencia en sí mismo sino que está en función de abrir espacio a la historia de salvación que comienza un nuevo capítulo cuando dice que ocurrió al cielo ... Y este nuevo capítulo se abriría en lucha con Satán, y por esto
... el estrago que en sus abominables costumbres hicieron nuestros jesuitas merece contarse entre sus más ilustres hazañas; porque dieron tal batería con las armas de la luz (por cuya falta se había propagado tanto entre esta miserable gente el imperio de las sombras) que rindieron felizmente la fortaleza inexpugnable de tanta ignorancia; y por más que el Demonio quiso ... restaurar por fuerza el Campo que les iba ganando la Fe sola y desarmada, se avanzaron a descastillarle de sus voluntades, moviéndolas a desterrar sus antiguas supersticiones, y abrazar con gusto la observancia de la ley divina (Libro I, capítulo IV, n. 4).
Si hemos hablado de una situación de abandono que mueve a misericordia, es bueno precisar que este abandono no significa encontrarse con unas tierras »de pan llevar« que necesitarían alguna que otra reja de arado. No, es un campo esclavizado por el enemigo que ha hecho allí sus estragos.
Si en los Españoles el Demonio entró por la codicia, con las consecuencias
... de que estar anhelando sólo a enriquecerse más cada día, sin atender a las repetidas órdenes de su Monarca, ni a las leyes de la justicia, ciegos del interés, atropellaron con la conciencia y con la reputación; dos frenos sin cuyas riendas queda el hombre a solas con su naturaleza, y tan indómito y feroz en ella, como los brutos más enemigos del hombre (Libro I, capítulo I, n. 3), aquí – en el caso de los indios – entrará por la ignorancia.
Y como lo que se opone es una sombre adversa – »tinieblas« en el sentido joánico –, la luz tendrá que ser combativa y penetrar hasta las más recónditas guaridas del enemigo, porque desde allí podría seguir comandando con sus engaños.
El análisis – de la conducta del indio Santiagueño – parte de sus buenas cualidades naturales, que serían aliadas en este combate de la Evangelización. Describirá luego las costumbres que de tal modo habían pasado a naturaleza y la sojuzgaban, que sólo la observancia de la Ley Divina podía ser el ariete perforador de esa esclerosis.
En la descripción del culto al Demonio, aparecen a nuestros ojos algunos elementos rescatables – así, por ejemplo, la solidaridad con la suerte de los muertos – que sin duda han sido aprovechados por los misioneros; pero en esto no se detiene Lozano. Tampoco entra a indagar cuánto miedo habría en estos corazones que así se conducen religiosamente, y cuánto los liberaría la doctrina de la Providencia y la Misericordia divinas. No hace esto, aunque lo insinúa en la ternura con que habla de los indios y en el cariño que dice despertaban en los misioneros. No lo hace, porque su interés es mostrar la lucha con la Bandera de Satán; porque le interesa destacar las proezas de estos hombres fieles al Reino del Señor, y enrolados en la gran empresa de reconquistar para Él aquello que el enemigo había dolosamente tomado para sí.
Hemos tratado de ubicar el »análisis de situación« que Lozano nos hace, indicando su consistencia y valor desde la perspectiva que lo limita y le da sentido. Se nos ocurre una pregunta: el tiempo de los naturales que poblaban esta región del Tucumán, ¿aparecería para Lozano con densidad histórica, o es simplemente un estadio infrahumano que no merecería el nombre de historia? Juzgamos que sobran indicios probatorios de que, para Lozano, el tiempo de los indios anterior a la llegada de los Españoles es historia, e historia también de gracia; pero quiere detenerse en el momento preciso en que se abre un nuevo capítulo de esta historia de salvación (15). Este nuevo capítulo asiste al salto cualitativo de la conciencia indiana, exigido por el conocimiento explícito de su pertenencia a Cristo y a su Iglesia, y por el nuevo desafío de percibirse en relación con la totalidad del universo. Y lo que Lozano, desde su peculiar visión ignaciana, destacará es que Satán no quedará impasible frente al hecho, y que por el corazón del indio transitará esta lucha entre el bien y el mal que resume en su rico simbolismo toda la historia de los hombres. Y esto que palpa en el mundo lo percibe en la conciencia española que, al tener que hecerse cargo de las nuevas exigencias de su fe, será tentada por el caudillo del anti-Reino.
5. Perfiles en la actuación de la Compañía de Jesús en Tucumán
Entramos ya en el corazón mismo de la historia de este primer tramo de la Compañía de Jesús en nuestra tierra. Nos hemos introducido desde distintas perspectivas. Nuestra intención ha sido mirar esta historia lo más cerca posible de la óptica de Lozano.
El perspectivismo lozaniano fue el fruto de nuestra indagación acerca de las preguntas que Lozano habría hecho a la sucesión de los aconteceres. De este modo percibimos el marco, los niveles de apreciación, y el alcance de sus análisis.
Ahora intentaremos destacar, en esta aparente historia lineal que Lozano hace de los acontecimientos, aquellos perfiles que denuncian un verdadero plan arquitectónico, y no meramente una acumulación de materiales.
Tres aspectos de esa arquitectura quisiéramos resaltar: la dimensión eclesial en la actividad de la Compañía de Jesús, la armonía entre avance apostóli- co y esfuerzo institucionalizador en esa misma actividad, y la familiaridad con Dios que impregna a los protagonistas de este tramo de historia.
5.1. La dimensión eclesial
La Compañía de Jesús entra en el territorio argentino por la iniciativa del tercer Obispo de Tucumán, que en realidad es el primero que ocupa realmente esa sede episcopal. Está misionada muy de cerca por el mismo Obispo que, llegado el momento, llega a frenar las ansias apostólicas del P. Barzana que quería salir de la Diócesis en busca de más indios por convertir.
Lozano dedica todo el capítulo VIII al »Elogio del Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Don Fray Francisco de Victoria, Obispo de Tucumán«. Lo hace por gratitud a quien reputa como »fundador de nuestra Provincia«. En este elogio pinta la imagen del verdadero pastor, preocupado de su diócesis; y hace encomios de su actuación, poniendo a veces como realización lo que sólo fue intención (así por ejemplo cuando habla del Seminario como si lo hubiera fundado). No falta tampoco la postura apologética, defendiéndolo de las acusaciones de Francisco de Montalvo, que opina que en el Concilio Limense habría puesto obstáculos a Santo Toribio de Mogrovejo, poniéndose de parte del Obispo de Cuzco. Habla de las vejaciones que sufrió con Hernando de Lerma; pero calla las dificultades que tuvo con el Gobernador Ramírez de Velasco. Es fiel al principio que enuncia en el primer capítulo de su »historia de las Revoluciones de la Provincia del Paraguay«: »El historiador debe decir verdades, pero no toda la verdad«. Consigna su muerte en Madrid en 1592, y destaca la orfandad en que dejó a esos primeros jesuitas.
El elogio, en estilo de panegírico, no nos resulta relevante para nuestro cometido. Sí, en cambio, las muchas indicaciones, a lo largo de estos primeros diez capítulos de la Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay, de la disponibilidad de la Compañía para con el Obispo, que implica que la actividad jesuita nace inserta en la pastoral concreta del Pastor de una diócesis, y en ese marco riguroso se permite un gran despliegue de originalidad (16).
Importa trascribir aquí las palabras que el Obispo pronunciara en la Catedral de Santiago con ocasión de la llegada de los jesuitas. En esas palabras están condensadas las expectativas respecto de la Compañía de Jesús en orden a la edificación de la Iglesia: en la expresión del Obispo Victoria, dilatación y aumento.
Infinitas gracias doy al cielo, Padres míos dulcísimos, por haberme dejado ver este felicísimo día, que incluye en sí un gozo tan universal y una tan particular alegría. Día que ha disipado de mi corazón una nube de tristeza que lo tenía oprimido, y sofocado sus alientos vitales. Al que está triste, le parecen tristes todas las cosas; y mi alma, sumergida en un amargo piélago de tristeza, todo lo experimentaba penoso hasta este punto; pero el día de hoy, con vuestra presencia, navega ya en mar tan dulce de júbilos, que aún esta misma lúcida antorcha, que ministra luz al orbe, me parece alumbra nuestro hemisferio con más hermosos y más brillantes resplandores. Ni me negarán la razón a mis vehementes sentimientos, ya de tristeza, ya de gozo, los prudentes que pesaren las causas que han motivado estos encontrados afectos en mi pecho. Porque, ¿cómo no había de tener el corazón cercado de penas quien tenía sobre sus hombros flacos esta nueva Iglesia, y la obligación formidable de comunicar a tantos millares de Gentiles la luz de la Santa Fe Católica, sin hallar quien ajobase conmigo para sostener máquina de tanto peso? Y ¿por qué ahora no ha de poner en huida de mi corazón esas penas mismas el ver que los soldados de la invicta Compañía de Jesús vienen en mi socorro para pelear las batallas del Dios de los ejércitos contra las espantosas huestes de tan ciega Gentilidad? Y ya que la Iglesia se explica misteriosamente en la alegoría de un Cielo, ¿quién le negará motivos sobradísimos a mi excesivo regocijo, si hallo a mi lado estos fortísimos atlantes que mantendrán la mayor parte de este Cielo con sus hombros? Porque, ¿quién no sabe que los soldados de esta sagrada Milicia, sin perdonar a fatigas, y exponiendo al cuchillo sus vidas, se emplean incesantemente en el aumento y dilatación de la Santa Iglesia? Testigos son nuestros mares, que pocos años ha hermosearon, teñidos con la sangre que vertieron de sus venas cuarenta mártires esclarecidos, muertos a manos de pérfidos herejes. Testigos otros héroes iguales, que pueden ya sacar a plaza las otras partes del mundo; pero, por acercarme más a nuestros orbes, pongo por testigo sólo a nuestra América, regada ya con la sangre de nueve ínclitos mártires que en la Florida murieron valerosamente por ir a predicar la Ley Evangélica. Ni nos faltan ejemplos más cercanos, cuando nos consta que en el Brasil, Provincia tan vecina a la nuestra, cuatro valerosos jesuitas han calentado sus arenas con su sangre vertida, o para dar testimonio de la verdad católica, o por patrocinar los fueros de la virtud. Semejante fervor y alentado espíritu contemplo el día de hoy, amados Padres míos, en vuestros corazones, y todo será necesario para la ardua y dificultosa empresa que os espera. Gime innumerable multitud de Gentiles debajo del yugo de la infidelidad; pe- ro mal digo que gime, porque, bien hallados en sus desdichas, reputan, desacordados, por bienes los males, y tienen por flores las espinas. A vuestro celo, pues, entrega hoy el Cielo, acompañándole mis ruegos y súplicas, la labor de estos incultos eriazos. Espero en el Dios de las Misericordias las derramará en ellos copiosas por vuestro medio, y corresponderá abundantísimo fruto a vuestro solícito trabajo (Libro I, capítulo III, n. 6).
Este regocijo inicial se irá profundizando con las constataciones de los hechos, y llegará a estribir a Felipe II:
Si faltasen de esta una y otra América los de la Compañía de Jesús, bien podría Vuestra Majestad temer que los Naturales de ellas no perseveren mucho tiempo en la Fe: que, a no haber conseguido algunos de dichos Padres, y esperar otros del Brasil, suplicaría a Vuestra Majestad me concediese licencia para renunciar desde luego al Obispado, y poder volverme a España al retiro de una celda. Porque, Señor, solos los jesuitas son el imán de los indios, y se aplican a solicitar de veras su salvación, como lo enseña la experiencia (Libro I, capítulo IV, n. 7).
Regocijo y benevolencia parecen ser los signos que acompañan la entrada de la Compañía de Jesús en la tierra argentina, y así se complace en señalarlo Lozano, que sólo una vez en estos diez primeros capítulos hará una alusión a futuras contradicciones.
También en el pueblo se manifiesta este regocijo. La entrada de los jesuitas en las ciudades recibe, por parte de Lozano, un tratamiento casi arquetípico. Nos interesa destacar el hecho eclesial que se afirma en las consideraciones de Lozano. Son las siguientes:
* Todo un pueblo se reúne en el sentimiento común de regocijo. * El sacerdote pastor vivido como gracia del cielo.
* El sacerdote, con la predicación de la doctrina común y con los sacramentos, pone los signos de la comunión eclesial.
* Los signos de arrepentimiento de los fieles son elocuentes de la conversión a la unidad.
* El deseo del pueblo de retener al sacerdote.
Podemos apreciar, en contacto con el mismo texto, este esfuerzo de sembrar Iglesia que se advierte desde los comienzos en los misioneros. Así narra la entrada primera en Esteco, y la permanencia durante un mes entre sus pobladores:
... luego empezaron a esparcir luces con que disipar las tinieblas de tanta ignorancia, y arrojar llamas en que abrasar sus corazones, predicando con tal ardor contra los vicios, que sus palabras salían encendidas del fuego que alentaban en sus pechos, y prendían el mismo incendio en los oyentes. Como todos los sermones eran acomodados a la necesidad de las costumbres, se reconocían luego los efectos de sus persuasiones en la atención cuidadosa a los negocios del alma. Los domingos y días festivos de entre semana, fuera del sermón a los Españoles, que se predicaba por la mañana, juntaban por la tarde a los indios de la ciudad y muchos del contorno para la explicación del catecismo: los Padres Angulo y Gutiérrez explicaban los misterios de la fe en la lengua general del Perú, que hablaban con elegancia y entendían muchos de los naturales de Esteco, por el comercio con los Peruanos; más el Padre Barzana, que entre los peligros del viaje había podido cobrar competente noticia del idioma Tonocoté, que era el propio de la región, catequizaba en él a los que no entendían el lenguaje general. Con esta diligencia empezaron a alumbrar sus almas que, despertando del profundo letargo de la ignorancia en que yacían sepultadas, abrían los ojos a la luz de la enseñanza; y mediante la aplicación diligente de los celosos maestros, se hicieron en breve capaces de los misterios necesarios para recibir con fruto los sacramentos. Ninguno de los indios cristianos se había hasta aquel tiempo acercado a la Penitencia, ni aún sabía qué cosa era confesión; pero en aquel mes les impusieron con tal destreza, en cuanto se necesita saber para lograr sus prodigiosos efectos, que todos se confesaron; siendo tal el concurso, así de ellos como de sus amos los Españoles, que parecía, la mayor parte de aquel mes, Semana Santa. Íbanse unos y venían otros, ocupándoles aún la mayor parte de la noche, sin dejarles tiempo ni para comer ni para el descanso; y como éste le tenían librado en ayudar a los prójimos, a nadie se negaban en todo tiempo, por no despedirlos sino remediarlos, haciéndoseles muy suave aquel trabajo excesivo, y dulces todas las presentes fatigas (Libro I, capítulo III, n. 2).
La mudanza y reformación fue cual podía desear el más celoso. Desterráronse muchos escándalos, y el abuso de algunas supersticiones: empezó a llevar la virtud sus propios frutos, porque muchos deshacían los tratos ilícitos, otros restituían lo ajeno y satisfacían a sus vasallos oprimidos; reconciliábanse los enemistados, y disolvían las malas y envejecidas amistades, o echando de casa a las mancebas, o recibiéndolas por legítimas consortes; y, finalmente, la paz, la justicia y la castidad se entronizaron en los ánimos de que injustamente los habían desterrado los opuestos vicios ... (Libro I, capítulo III, n. 3).
Allí donde el enemigo había provocado la fractura, el misionero ponía los signos eficaces de la unidad eclesial. De los relatos es obvia la conclusión de que predicaban a pueblos, y hacían cuerpo porque misionaban sectores (17). El texto siguiente es una buena explicitación:
Como la luz del sol, cuando este príncipe de los astros gira el Universo, ilumina igualmente al malo que al bueno, al pobre que al rico, y al ignorante que al sabio, sin esquivar sus resplandores a condición alguna de personas: así los apostólicos operarios, en cuya venida había amanecido a la ciudad de Santiago un nuevo sol que la ilustrase, repartían a todos los estados y géneros de personas las luces de su doctrina. A los relajados, que eran los más, exhortaban a la verdadera penitencia, aterrándolos con las divinas amenazas para reducirlos a hacer perpetuo divorcio con los vicios; a los ajustados, que eran los menos, animaban a la perseverancia, alentándolos con las divinas promesas para estimularlos a correr por el camino de la virtud, y guiándolos con sus prudentes consejos para que no diesen de ojos, o se estrellasen en los escollos de tan ruines ejemplos, como a cada paso ocurrían. Y persuadidos siempre que su destino principal era para evangelizar a los pobres, remediados los poderosos, para que el imán de su ejemplo emplease toda la actividad de su virtud en atraer a los más desvalidos, aplicaron todo su desvelo al remedio de éstos que, en todas las Indias, son las que debían ser menos, como dueños naturales del país, los miserables indios (Libro I, capítulo IV, n. 1).
La mirada puesta en los indios, aprovechaban también las fuerzas de los Españoles, afincados en la tierra. Pero son los pueblos indígenas los que deben dilatar la Iglesia, y la atención a ellos es la novedad eclesial: es el Evangelio que se expresa en nuevas lenguas, fecundando la universalidad de la Iglesia. Junto con esta persuasión de novedad, de Iglesia que se dilata – tema al cual volveremos – se advierte una explícita conexión entre este nuevo capítulo de la Iglesia con sus orígenes. En efecto, cuando hablemos de la »familiaridad con Dios«, comprobaremos la aproximación que Lozano hace entre esta nueva experiencia eclesial y la Iglesia primitiva.
5.2. Voluntad de dilatación e institucionalización
La entrada de la Compañía de Jesús en nuestras tierras – deseada por Felipe II y lograda por el Obispo Victoria – suscita en Lozano un doble grupo simbólico. Un primer grupo simbólico correspondería a una imagen de expansión; el otro, a la consolación se hicieron presentes ya en estos primeros años, y así lo destaca nuestro historiador.
Como muestra del primer grupo simbólico, basta lo que dice hablando de Barzana:
Parecíale a este incansable obrero todo aquel Reino – se refiere al Perú – estrecha esfera para el ardor de su celo y rogaba con instancias a nuestros Superiores le enviasen a tierras espaciosísimas de Gentiles, donde no hubiese penetrado aún la luz del Evangelio (Libro I, capítulo II, n. 3).
La reflexión que conjetura haría el Obispo Victoria, corresponde, en cambio, al segundo grupo. Esta reflexión es la siguiente:
Discurría consigo mismo varias trazas para oponerse al torrente de vicios que asolaba su dilatada diócesis, y no ofreciéndose a su grande capacidad otra más poderosa que la de conducir jesuitas cuyo invencible celo sirviese de fuerte muro para embarazar la ruina que amenazaba el edificio de la fe, resolvió constante no ceder a dificultad alguna ni omitir diligencia para lograr la felz consecución de su idea (Libro I, capítulo II, n. 2).
De esta forma, tierras espaciosísimas y firme muro, resultan simbología lo suficientemente sintetizadora para comprender la actividad de la Compañía de Jesús en nuestras tierras, ya desde estos primeros años de su actuación en ellas.
No se trata de una oposición, sino de una integración de ambas dimensiones que transitan unidas desde el inicio mismo en el apostolado de la Compañía.
Es sugestivo que el »P. Francisco de Angulo que venía por Superior de la Misión«, llegara también
... con el cargo de Comisario en las tres Provincias de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata, ... [puesto que] el Santo Tribunal de la Inquisición de Lima había fiado de su prudente y celosa conducta.
Acerca de su actuación apunta nuestro historiador que
... ejerció aquel empleo con tal desvelo, en que no se manchase la pureza de la fe católica, que limpió las dichas Provincias de hombres sospechosos que las pudiesen inficionar. Y aunque este celo le granjeó la aversión de algunos menos cuerdos, su grande religión y notoria prudencia le hizo a todos venerable, y los Señores Inquisidores afirmaron, más de una vez, no había tenido antes aquel Santo Tribunal ministro más puntual y ajustado en los negocios arduos de su comisión (Libro I, capítulo II, n. 3).
Decíamos que resulta sugestivo el hecho que la Compañía, que venía a extender la Iglesia entre los indios, tuviese juntamente la comisión de asegurar la pureza doctrinaria de esa fe que había de propagar. Lozano afirma casi arquetípicamente, cuando habla de las predicaciones de los jesuitas, que éstos »instruían«, y que disuadían a los oyentes de los errores a los que mostraban mayor adhesión. Repite también cuánto les preocupaba »la falta de doctrina«. Parece que más allá de la consideración del error culpable o inculpable, miraban hondo en el engaño con el cual Satanás reinaba – o pretendía reinar –. La doctrina: su integridad y pureza no fue, en el rudo escenario de Tucumán, un juego bizantino, sino más bien el arma con que la luz vencería a las tinieblas, fuerza para promover la guerra contra el Infierno, y adelantar el partido de Jesucristo entre los Gentiles. Por tanto, la integridad institucional de la doctrina hacía inmediata referencia a la dilatación del Reino.
Dos ejemplos aporta nuestro historiador en estos diez primeros capítulos en los que se centra nuestro análisis. Dos ejemplos donde la Compañía de Jesús corrige prácticas erróneas entre cristianos. En un caso se trata más bien de Españoles, en el otro de indios ya cristianizados. Y en los dos se advierte la percepción de que detrás de todo error hay un engaño, y más precisamente, un engaño de Satanás.
El primero de estos ejemplos se refiere a apariciones de la Santísima Virgen. Sucede entre indios cristianos, y ésta es la relación que hace Lozano:
... se divulgó entre los indios que la Madre de piedad se dignaba aparecérseles visible, y obraba entre ellos algunas maravillas. Receló el varón prudente – se refiere al P. Barzana – no fuese astucia de Satanás para engañar y pervertir a los pobres indios; y, comunicando su sospecha con el Gobernador Juan Ramírez de Velasco, fue este de sentir convenía que el P. Barzana partiese con presteza a averiguar todo el suceso, y examinarle con la prudente madurez que su gravedad requería. Por tanto, sin reparar en la debilidad de sus pocas fuerzas – estaba convaleciente de una enfermedad – se encaminó al pueblo donde sonaba más válida aquella voz; y al cabo de varias diligencias, averiguó con certeza que era todo artificio del »padre de la mentira« que, transformándose cual otro Proteo en varias figuras, se había aparecido a una pobre india, ya en la de no sé qué Santo, ya en la de Nuestra Señora; y por medio de dicha mujer había inducido a muchos a varios errores perjudiciales. Procurólos desarraigar, y desengañó a los incautos que habían dado crédito a aquellas mentiras, dejando advertida su sencillez de la cautela con que había de proceder en apariciones semejantes, para que no se lograsen los enredos del Demonio (Libro I, capítulo IX, n. 3).
En el otro ejemplo la actuación corresponde al P. Angulo, y también allí se hace alusión a las artimañas de Satán – »el aliento venenoso de aquel áspid« –. Dice así nuestro Lozano.
Los Padres Francisco de Angulo y Juan Gutiérrez se ocupaban en conservar con su desvelo el fruto a que habían dado principio entre Españoles e indios. Andaban por todas partes mudando los corazones y adelantando en la virtud las almas, ya desde el confesonario, y desde el púlpito, ya en las conversaciones familiares; y era tal la frecuencia con que llegaban muchísimos a beber en la Penitencia y en la Eucaristía los raudales de la gracia que se derivan de estas celestiales fuentes, que al principio despertó la novedad con que extrañaban algunos más licenciosos, y después incitó a alguno a que, arrebatado con indiscreto celo, reprendiese con osadía tal frecuencia. Opúsose con denuedo a la perniciosa doctrina el P. Angulo, fomentado de la autoridad del Obispo Victoria, desvaneciendo las perplejidades que el aliento venenoso de aquel áspid había inspirado en los ánimos de algunos que empezaban a fluctuar en olas de dudas sobre la materia; y probando que quien se acercaba bien dispuesto a esta Mesa soberana, hallaba en su frecuencia antídoto eficaz contra el veneno de la culpa, remedio de los males que padecen las almas dolientes, reparo y cohorte de las fuerzas del espíritu para preservarse de caídas, porque fortalece y asegura los pasos entre los peligros, y si tal vez, deslumbrados del engaño, se desvían lastimosamente hacia algún precipicio, señala la senda con nueva luz del escarmiento para no repetir el descamino (Libro I, capítulo IX, n. 4).
El comienzo del texto que hemos citado anteriormente – »se ocupaban en conservar con su desvelo el fruto a que habían dado principio entre Españoles e indios« ... – no invita a ver este esfuerzo de la Compañía de consolidar el fruto logrado. La afirmación del texto corresponde a una situación frecuente: mientras algunos abrían brechas entre poblaciones indígenas, otros se quedaban en la ciudad, sobre todo en Santiago, que era la sede episcopal, y sería el lugar de la fundación de la primera casa de la Compañía de Jesús en tierras argentinas.
Esta no es la única situación, ni la más significativa. Nos parece más relevante para nuestro cometido destacar el esfuerzo de institucionalización en el mismo campo de avanzada. Ya en la entrada de la Compañía, en la misión de Esteco, antes de marcharse el P. Barzana, funda una Escuela de Doctrina cristiana, y que es en verdad la primera obra de la Compañía en estas tierras. Lozano fundamenta en esta forma esta creación:
Entabló el P. Barzana una Escuela adonde con esmero enseñaba a dos, los más capaces de cada familia, las oraciones, mandamientos y misterios principales de nuestra santa Fe. Y después de bien instruidos, quedaban en sus casas por maestros que doctrinaban a los demás.
Y comenta el fruto:
... fue traza verdaderamente inspirada del Cielo, porque muy en breve se aficionaron de manera todos los indios a la Doctrina cristiana que, por las noches, en vez de los cantares profanos o supersticiosos que antes inficionaban la pureza de los aires, solo resonaban las divinas alabanzas, o los sagrados misterios, con edificación y consuelo de los Españoles que no cesaban de engrandecer las utilidades de aquella industria santa (Libro I capítulo III, n. 3).
El relato de la misión en Santiago permite advertir la presencia de las dos dimensiones no únicamente por el hecho de que allí se fundara la escuela de la Doctrina cristiana, sino porque hay un principio de diversificación en la acción pastoral que atiende a la consolidación de la vida cristiana según las necesidades de los sujetos y su capacidad respectiva. Dice a este respecto Lozano:
Instruían pues a todos con grande caridad y paciencia, disuadiéndoles los errores a que mostraban mayor adhesión; alentaban a unos a abrazar el Evangelio, a otros a entablar vida cristiana, y tenían con todos continua ocupación días y noches. Con este tesón redujeron a muchos infieles a las Banderas de la Iglesia: a los cristianos, a la sincera confesión de sus culpas; de estos casaron una suma grandísima, que vivían torpemente enlazados y lastimosamente prisioneros del amor lascivo; unos con infieles, y otros, ladinos de vida perdida, con cristianas, siendo casi común la licencia por la negligencia, o de los Encomenderos o de los Párrocos, y por su demasiada flaqueza; y antes de contraer matrimonio los impuso, para que recibiesen la gracia de este sacramento, en que volviesen a purificar sus almas de las culpas contraídas. Lo que afanaron en semejantes ministerios se puede colegir fácilmente de lo que escribió el P. Barzana al P. Provincial del Perú, en una carta en que, no sabiendo encarecer sus cosas, le informa de esta manera: Es imposible poder reducir a número los indios e indias que se han bautizado, confesado y casado, sacándolos de la culpa; y me espanto, así de mis compañeros como de mí mismo, hayamos podido mantenernos con tanto trabajo como hemos tenido en este breve tiempo. Para facilitar que los indios aprendiesen la Doctrina, se abrió aquí la misma escuela que en Esteco, a cargo del Hermano Juan de Villegas, compañero de los Padres, y en quien resplandecía una sed insaciable de la salvación de las almas, con todas aquellas buenas partes que hermosean el humilde estado de Coadjutores de la Compañía. Frecuentábanla muchos naturales, y en la lengua general del Cuzco, que comúnmente sabían, se informaban de los misterios sagrados, y por estos conductos se derivaban corrientes saludables a toda la jurisdicción cuando bien instruidos daban la vuelta a sus pueblos. Los domingos salían también todos, en procesión devota y numerosa, a cantar por las calles la Doctrina, juntándoseles el Ilustrísimo Victoria para hacer más apreciable aquel ministerio no sólo a los indios sino a los Españoles que, movidos de tan autorizado ejemplo, se agregaban a porfía entre los indios a escuchar la explicación de aquellos Artículos y Preceptos en que la soberbia suele hacer más ignorantes a los que más se desdeñan de oírlos, por menos necesitados – al parecer de su presunción –. Al concluir la explicación del Catecismo, hacían una valiente invectiva contra algún vicio, a que abría camino el asunto, y sacaban tantas lágrimas de los ojos que aún las memorias no se pudieron enjugar en más de un siglo (Libro I, capítulo IV, n. 5).
Cuando, terminada la misión de Córdoba, el P. Barzana discurre nueva empresa y echa »la vista a nuevo campo«, le pareció que
... en Esteco había quedado imperfecta la obra a que dieron principio ... y que sería concluir la reformación de las costumbres en los cristianos y la conversión de los gentiles en aquel distrito, propuso sería conveniente volver a dicha ciudad, acompañado del H. Juan de Villegas, a proseguir la labor con esperanzas fundadas de cosecha muy copiosa (Libro I, capítulo IX, n. 3).
Llama la atención el que Lozano identifique esta tarea de profundización como »nuevo campo« y »nueva empresa«.
En esta segunda vuelta a Esteco, acompaña al P. Barzana el H. J. de Villegas, y lleva consigo »un clérigo virtuoso« que, por indicación del Obispo, él mismo había elegido y »a quien había de señalar Vicario eclesiástico en aquella ciudad« (Libro I, capítulo IX, n. 6). En la ciudad predica para avivar el fervor, desde el púlpito o en pláticas familiares, »con igual energía que dulzura« (ibidem); y la temática era apropiada para cimentar bien la conversión a una vida santa. De esta forma, les trata »de la brevedad de la vida, de la falencia de las riquezas, del aprecio de lo eterno, de la inmortalidad de la gloria y de la pena« (ibidem). El esfuerzo allí se centra sobre todo en asegurar que los fieles puedan tener criterios claros para gobernar bien su conciencia:
Confesó a todos los Españoles, bautizó a muchos Infieles, y casó a otros los días que allí se detuvo, que fueron quince; procurando con el mayor empeño no quedarse alma ninguna tiranizada de la dura servidumbre de la culpa, y cautelándoles riesgos futuros con instrucciones muy prudentes que les dio para el acertado gobierno de sus conciencias (ibidem).
También se asegura »que no volviese a establecer allí su imperio la perjudicial ignorancia de los misterios sagrados«; y por ello deja al frente de la escuela de la Doctrina cristiana al Vicario Eclesiástico.
Después de quince días se marcha a los pueblos indígenas del distrito, a quienes la evangelización se les había dificultado por estar a cargo de ella un religioso que, aunque de vida ejemplar, no sabía lenguas indígenas; y, además había hecho estragos »un apóstata fugitivo de cierta religión« que pasando por allí bautizó sin catequizar:
Necesitaban aquellos infelices recibir aquel primero y más necesario sacramento por mano de algún ministro de Cristo que lo administrase con más fidelidad, para disfrutar sus sobrenaturales efectos ... e informase sus ánimas con las noticias necesarias y los bautizase en la debida forma (Libro I, capítulo IX, n. 7).
Después se marcha a pueblos que apenas haría un año que habían pasado al dominio español; y aquí es el mismo P. Barzana quien relata su método. Importa ver allí cómo armonizaba una tarea de mayor profundización en algunos, dejando para después el trabajo similar en los recién bautizados, para poder marcharse a la conquista de más almas. La carta del P. Barzana, que trascribe nuestro historiador, dice así:
Antes de amanecer me voy solo por esos montes a pedir a la Majestad de Dios me ayude, y alumbre a aquellas almas. De allí a dos horas hago juntar todos los indios: digo misa a los fieles, y luego predico a fieles e infieles el Reino de Dios, Encarnación de su sacratísimo Hijo, la Pasión y Muerte de Cristo, el bien y la grandeza del bautismo, los tesoros de los sacramentos; y, acabado esto, hasta las doce o la una del día, estoy catequizando a los infieles, a que acude también el Hermano Juan de Villegas con grandes veras; y de las dos hasta la noche, cuando saben lo que es menester, los bautizo; y, si han estado amancebados, en acabando de bautizarlos les tomo las manos, porque, desde que los he inscrito – en las listas de bautizados – comienzo a amonestar, y otro día los velo. Cumplido con los infieles, confieso luego a todos los fieles que han vivido en pecado con infieles; y después éstos bautizados, los caso, y a lo último confieso todos los Caciques y Españoles y Mestizos que hallo en los pueblos; y con esto acabo, sin detenerme a confesar a la otra gente, si no es que sean de vida muy rota y estragada, dilatándolo para otro tiempo, por acudir a los pueblos de indios más necesitados (Libro I, capítulo IX, 9).
No faltó a este deseo de penetración de la Compañía de Jesús en tierra indígena el tener que intervenir en el esfuerzo de pacificación de los indios. La empresa de pacificación estuvo dirigida por el mismo Gobernador Ramírez de Velasco. La jornada se desarrollaría en el Valle de Calchaquí, cuyos indios, aunque amigos de los Españoles en un primer momento, declararían luego la guerra por fidelidad al General Juan Pérez de Zurita, que había sido duramente agraviado por el Teniente General Gregorio de Castañeda.
Para la empresa había serias dificultades,
... pero el Señor, que parece empezaba a mirar ya con piedad aquel barbarismo, inspiró tales alientos al Gobernador, que pudo vencerlas todas felizmente. Para asegurar el buen suceso de la jornada, acordó llevar consigo al Padre Alonso de Barzana, a quien veneraba como a santo y estimaba como varón prudentísimo, en cuyo consejo libraba siempre los aciertos con experiencias repetidas que le asistían, desde que le empezó a comunicar, de que hablaba ilustrado con luz del cielo (Libro, I capítulo X, n. 2).
El P. Angulo condescendió al pedido del Gobernador, y con gusto se enroló el P. Barzana en el proyecto,
... pareciéndole se franqueaba por aquel camino la puerta cerrada tantos siglos a la predicación evangélica entre aquellos bárbaros, y que su presencia en el Ejército español podría contribuir no poco a que se restableciese la paz (ibidem) (18).
La mediación del P. Barzana fue eficacísima porque, entrando en los pueblos, persuadía a los Caciques de la conveniencia de la paz, y evitaba el derramamiento de sangre – no pudo evitar, sin embargo, que Calchaquíes ya pacificados se vengaran a sus anchas de otros pueblos indígenas, a la sombra del ejército español –.
Lo que importa destacar es que en esta campaña no dejó el Padre Barzana de preparar el terreno para la siembra evangélica, y así
... no pudiendo predicar a todos los pueblos, procuró al menos introducir poco a poco a los Caciques e indios principales en el conocimiento del verdadero Dios, explicándoles los puntos principales de la religión cristiana, de modo que pudiese abrazarlos la voluntad, sin fatiga del entendimiento; contentándose por entonces con darles sólo esta luz, porque nunca es bien dar con toda ella en los ojos a los que habitan en la oscuridad, y ablandando con agasajos sus empedernidos corazones para que otra vez, cuando volviese – o el mismo Padre u otros sacerdotes – se hallasen mejor dispuestos a oír la divina palabra, y recibir el santo bautismo (Libro I, capítulo X, n. 6).
5.3. Familiaridad con Dios
La historia que hace el P. Lozano es – como ya lo afirmamos – una historia protagonizada por Dios: hay en ella una presencia tan viva y actuante que ningún hito fundamental deja de estar religado con su Providencia, con su misericordiosa ocurrencia.
Esta presencia reviste caracteres de cotidianidad, de constatación de familiaridad con Dios; y se expresa de continuo en las reflexiones del historiador, o en las de sus historiados. De éstos es sin duda el P. Barzana quien más espacio ocupa. A continuación citaremos una carta de este Padre en la que manifiesta su consuelo, y siente a Dios en todo: en la orden del Superior, en el amor del pueblo, en la benevolencia del Obispo, y en »los felices sucesos«. La carta está dirigida al Provincial del Perú, P. Juan de Atienza, y dice así:
Consuélome sumamente en pensar que Nuestro Señor inspiró a Vuestra Reverencia que nos enviase a estas tierras, lo cual nos enseñan cada día los felices sucesos que su Majestad dispone en nuestra venida: el amor con que toda la Provincia universalmente nos ama es grande, y el mismo nos muestra continuándolo Su Señoría Reverendísima que pidió viniese a esta tierra gente de la Compañía. Él mismo se empeña en acreditar con su presencia, y con cuantos modos puede, nuestros ministerios, y nos da cada día mayores señales de su benevolencia (Libro I, capítulo IV, n. 6).
El mismo P. Barzana expresa las ganas que siente de retirarse con el Señor, antes de emprender una nueva empresa:
Si Nuestro Señor quisiera, yo tomara de muy buena gana un mes siquiera para adobar las redes, porque los que vienen de la guerra ordinariamente suelen traer las armas destrozadas (Libro I, capítulo X, n. 11).
Este deseo es continuación de un sentimiento de agradecimiento al Señor por »las obras que hace«; y este obrar de Dios se manifiesta en los trabajos y sudores del apóstol, en el fruto abundante y en la alegría del Pastor, en la obediencia al Superior, y en la gracia del compañero de apostolado:
En breve se suman los bautizados, y dan contento, después de reducidos, como se alegra el pastor cuando halla la oveja perdida; pero no cuesta pocos sudores y trabajos el buscarlos, el andar de monte en monte y de desierto en desierto, hallando allí diez, acullá veinte, y aquí tres, y allí ciento, que muchos juntos no hemos hallado, sino en tres partes; y cuando hallaba pocos juntos, paraba con ellos muy despacio, diciendo: yo deseo guardar a Nuestro Señor toda fidelidad. Y sin duda se hubieran quedado muchos infieles, si el buen Hermano Villegas no los buscara de pueblo en pueblo, y hacer las cosas tan de veras cuando me ofrece cinco que catequizar, como cuando me ofrece mil; y dejándome el Hermano ahora, llamado del Superior, no sé qué tanto podré hacer, porque demás de predicar, confesar, bautizar y casar, no sé hacer otra cosa sino huirme por esos campos algunos ratos a buscar la Majestad eterna, a quien sea perpetua gloria por las obras que hace, que yo en ellas no pongo sino cien faltas. Y si a Vuestra Reverencia, mi vice-Dios en la tierra, que aunque lo oye de lejos lo mira con luz de Nuestro Señor, pareciere que ésta mi vida, que ahora traigo, aunque trabajosa para este asnillo, que padece hambre, sed, cansancio, calores y otras mil cosillas, es gananciosa para almas desamparadas, mande Vuestra Reverencia que en ella se me acabe la vida, o en buscar mayores desamparos, si no fuere para descansar algunos días con Nuestro Señor (Libro I, capítulo X, n. 11).
De tal modo elabora Lozano su historia que no se trata únicamente de una historia con visión providencialista: lo que recoge son las actuaciones de un Dios que se hace familiar, que interviene y que bendice. Cuando registra estas intervenciones, sus expresiones suelen ser: portentos, maravillas, prodigios de Dios (19). Pero detrás de estas expresiones no se despliega un espectacularismo, sino el agradecido reconocimiento de un creyente.
Así se ocupa de trascribir una carta del P. Manuel de Ortega al Provincial del Perú, para relatarnos cómo »... no se estancaron los favores divinos ... para que vidas tan apreciadas en su acatamiento evadiesen del riesgo de perecer«. La carta del P. Ortega es prolija en sus datos, y resulta un testimonio valioso de cuán cerca estaba el Señor de los que trabajaban por su Reino:
Salí con el P. Alonso de Barzana a una misión a los pueblos del distrito de Córdoba del Tucumán, aunque todos nos ponían miedo por estar los indios rebelados y ser los caminos muy ásperos y la falta de comida mucha; con todo, ayudados de la divina gracia, la acometimos, y en ella estuvimos cinco meses, con gran fruto de las almas. Fue este año muy estéril por toda aquella tierra: morían los indios de hambre, y de ella nos cupo buena parte, porque algunos días pasamos con dos docenas de granos de maíz, por socorrer otro tanto a los indios; y como había muchos que comiesen, se acabó el malotaje del todo; de manera que estuvimos cinco días naturales continuos sin probar bocado ... pasando con el Santísimo Sacramento solamente en la Misa que decíamos. Con esta necesidad llegamos un día a hora de Vísperas a un paraje, donde había algunos indios; y preguntados si sabían dónde había qué comer, respondieron que sí, pero que distaba ocho días de camino.
El P. Barzana se puso en oración por espacio de una hora y después me llamó y dijo: Vuestra Reverencia se apareje porque, en diciendo Misa a la media noche, ha de ir a donde dicen estos indios hay comida, que yo, en acabando de bautizarlos, seguiré a Vuestra Reverencia. Parecióme obediencia muy dificultosa, en que nos poníamos a manifiesto riesgo de morir y solos. Yo, a la verdad, sentía de morir apartado del P. Barzana, e ir a donde no sabía; pero, confiado en Nuestro Señor, me confesé generalmente, y después de haber dicho Misa a las dos de la noche, me aparté con un indio en buenas cabalgaduras, y luego eché de ver la divina Providencia, porque parece que volaban. Encontré algunas veces indios de guerra y muy hambrientos; y preguntados del lugar a donde íbamos, siempre me respondieron que faltaban días de camino; pero llegando a otros como a las diez del día, salieron con ánimo de matarme y comerme. Después me dijeron que no lo harían, pues me habían dejado pasar los otros que encontré, y añadieron: Si camináis bien, Padre, llegaréis dentro de dos días. Animeme grandemente, viendo al ojo tan gran milagro que Nuestro Señor obraba conmigo. Pasé adelante caminando hasta medio día; y, apeándome para esperar al indio que venía detrás, me quedé dormido, de puro cansancio, como media hora y en el sueño vi cosas de mucho gusto, que me dieron ánimo para cosas mayores. En despertando, subí al caballo, y mirando a todas partes, vi unos bultos como media legua adelante; enderecé mi camino a ellos, y hallé una gran laguna; y, al atravesarla, cayó el caballo, y yo con él a ella, mojándome todo; y, volviendo a montar, llegué a los bultos que de lejos vi, y hallé que estaban arando seis indios con seis yuntas de bueyes, que me dijeron que sus amos los Españoles estaban legua y media de allí esperando a los Padres con mucha comida, porque había dos semanas que salieron a la ciudad con deseo de regalarlos; y prosiguiendo mi camino, lo anduve en un cuarto de hora.
Fue notable el contento con que me recibieron, y mayor la admiración que les causó saber el lugar de donde salí aquella noche pasada; y con razón, porque en once horas caminé cuarenta y seis leguas, lo cual no podía ser sino milagrosamente. Y sabida la necesidad con que estaba el P. Barzana que había quedado atrás, al punto le enviaron un español e indios con grande malotaje, pero no le encontraron; yo me aparté un poco a rezar y secar mi hato, que le tenía mojado, y vi al buen P. Barzana que llegaba con singular contento y alegría de los dos y de aquellos Españoles. El español que fue en busca de él, y a llevarle malotaje, pasó hasta llegar al puerto de donde salimos, y caminando bien, volvió después de doce días, afirmando que apenas había podido caminar, en seis días, lo que anduvimos en once horas (Libro I, capítulo VII, nn. 4-6).
Esta abundancia de señales divinas lleva al P. Lozano a relacionarlas con otros momentos de la historia de salvación. En el caso que acaba de referir el P. Ortega, recuerda la palabra de Isaías: »a los que esperan en Yahvé, les renovará el vigor ... correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse« (Is 40,31). Otras veces recuerda la Iglesia primitiva, dando, a los hechos de estos Padres, consistencia de gracia fundacional. Así la facilidad con que el P. Barzana aprende lenguas lo lleva a agregar:
... bien que no negaré se reconocía en la presteza con que logró la noticia de aquel áspero y revesado idioma – se refiere al Kaká – algo sobrenatural, haciéndole gran parte de la costa el que en figura de lenguas se dignó, en los rudimentos de la Iglesia, descender sobre el Cenáculo de Sión, a hacer elocuentes a unos rudos pescadores en todos los idiomas del universo, para propagar y acreditar el Evangelio (Libro I, capítulo IV, n. 4).
Cuando los jesuitas que venían del Brasil fueron asaltados por la piratería inglesa »mientras su infame Reina Isabel se divertía en amores y en derramar, cual arpía cruelísima, sangre de católicos en todo su reino, teatro abominable de herejía«, anota nuestro historiador que, aunque los piratas los dejaron en un barco deshecho como para que se los tragase el océano,
... se repitió entonces la maravilla que en las niñeces de la Iglesia asombró a sus más crueles perseguidores, cuando los judíos protervos expusieron las vidas de Magdalena y sus hermanos a riesgo semejante en el Mediterráneo.
Y agrega:
Porque como el Señor no ha olvidado sus antiguas misericordias ni abreviado su mano poderosa, los favoreció de manera que, sin echar de menos el governalle, pudieron arribar felizmente, contra toda esperanza humana (Libro I, capítulo VI, n. 5).
El elogio del Obispo Victoria terminará con otro hecho prodigioso:
Después de la muerte de nuestro insigne benefactor, manifestó el Cielo cuánto le había agradado su devoción con un maravilloso portento que hasta hoy está pregonando en su Diócesis, por dos imágenes mudas, la santidad de este Prelado, después que la pregonaron por todo el Perú desde su Corte Lima. Fue el caso que el Señor Victoria mandó hacer en Madrid dos imágenes de talla entera, ambas de admirable perfección: la una, un Santo Crucifijo, de aspecto devotísimo, pues sólo mirarle resuelve en lágrimas de contrición los pechos más endurecidos; y le destinó para la Iglesia matriz de la ciudad de Salta, que su Ilustrísima había erigido, donde hoy se venera; la otra fue una Santa Imagen de Nuestra Señora del Rosario, dedicada para el Convento de la Orden de Predicadores, cuya fundación dajaba dispuesta con la misma advocación en la ciudad de Córdoba, y salió de extraordinaria belleza y de tan devoto y cariñoso atractivo, que es el imán de los corazones cordobeses. Mediado, pues, el año de mil quinientos noventa y dos, en que murió en Madrid el Señor Victoria, empezaron a dejarse percibir de la vista desde el puerto del Callao dos arcas que venían surcando el océano – nunca más propiamente pacífico – como si fueran dos ligerísimas carabelas. La novedad del caso despertó la atención de los presentes, y convocó multitud de pueblo para que hubiese más testigos del prodigio. Siguieron su rumbo con grande acierto las dos arcas, pisando montañas de espuma, sin divisarse el piloto que las gobernaba a modo de bajeles, aunque se reconocía su destreza; y no pararon hasta tomar puerto en la orilla, sin que humano impulso las moviera. Abiertas de allí a rato que se pasó para volver en sí los circunstantes del asombro, encontraron impensadamente en cada una un tesoro, pues depositaban dos urnas de las dos sagradas imágenes referidas, rotuladas para las Iglesias a que las destinó su Ilustre dueño; y en cada una su firma, que decía: El Obispo de Tucumán (Libro I, capítulo VIII, n. 7).
Ciertamente que en la lectura de estos últimos textos se trasunta la unción del creyente para quien los »magnalia Dei« – como vimos que decía el P. Lozano, los portentos, las maravillas, los prodigios de Dios – están en las proezas de la Compañía de Jesús, pero sobre todo en sus desvalimientos. La misericordia de Dios se acerca tanto al hombre que puede pilotear por las aguas las urnas de dos imágenes sagradas que hablaran de su amorosa Providencia a los lejanos habitantes del Tucumán.
Los milagros están contados con tan candorosa sinceridad como quien narra con ojos de asombrada fe el modelar mismo del acontecer por los dedos de Dios.
A este nivel, la historia se vuelve relato y alcanza tan sabia simplicidad que podríamos decir de ella lo que Cervantes puso en boca del Bachiller Carrasco cuando juzgaba la historia del Quijote: »Es tan clara que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden, y los viejos la celebran«.
Notas:
(*) La presentación de este trabajo y la redacción de las notas al pie del texto, que van todas al final del mismo ha sido escrita por M.A.Fiorito S.I.
(1) Actualmente existe una reimpresión de la edición original, hecha en 1967 por Ridgewood, N. I. (Gregg Press).
(2) Colección Escritores Coloniales Rioplatenses – IX (Librería del Plata, Buenos Aires, 1959), 176 páginas. Con anterioridad el mismo autor había publicado El P. Pedro Lozano: su personalidad y su obra (bibliografía), Separata de la Revista de la Sociedad “Amigos de la Arqueología”, t. IV (1930), 104 páginas.
(3) G. Furlong Pedro Lozano… (o.c. en nota 2), p. 5.
(4) Según I. Iparraguirre Comentarios de los Ejercicios ignacianos )Institutum Historicum S. I., Roma, 1967), fue esta obra de Cattaneo una de las meditaciones de Ejercicios más en boga en el s. XVIII. Tiene la peculiaridad – que tal vez, como luego veremos, ha influido en Lozano – de juntar la meditación del Rey Eternal (EE [91-98]) con la de las Dos Banderas (EE [136-147]). Con ello, ambas tienen mayor fuerza, y pueden constituirse en la perspectiva teológico- espiritual de la visión histórica de Lozano: como luego veremos su perspectiva fundamental.
(5) La referencia la trae Furlong Pedro Lozano… (o.c. en nota 2), p. 145).
(6) Cf. Astrain, prólogo a P. Pastels Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay (Madrid 1912), p. XXIV.
(7) La misma visión providencialista que san Ignacio manifiesta en las Constituciones cuando dice que »... la suma Sapiencia y Bondad de Dios nuestro Creador y Señor es la que ha de conservar y regir y llevar adelante ... esta mínima Compañía de Jesús, como se dignó comenzarla ...« (Const. [134]; cfr. Const. [812] y [825]). Este providencialismo no anula el humanismo ignaciano, manifiesto en la siguiente frase: »Sobre este fundamento – que es la eficacia de los medios que juntan el instrumento con Dios y le disponen para que se rija bien de su divina mano ...« – los medios naturales que disponen el instrumento de Dios nuestro Señor para con los prójimos ayudarán universalmente ... con que se aprendan y ejerciten por solo el divino servicio, no para confiar en ellos, sino para cooperar a la divina gracia, según la orden de la suma Providencia de Dios nuestro Señor que quiere ser glorificado como lo que Él da como Creador, que es lo natural, y con lo que da como Autor de la gracia, que es lo sobrenatural ...« (Const. [813]). En otros términos, el humanismo de san Ignacio es exigido por su visión providencialista de la historia.
(8) La visión de la situación del Tucumán, inspirada por la contemplación de la Encarnación de los Ejercicios, y que da origen – según Lozano – a la actividad de la Compañía de Jesús en esas regiones, es similar a la visión del mundo que da origen a la Compañía como orden religiosa en la Iglesia: la Congregación General 32, recientemente realizada en Roma, acaba de decir que »Ignacio y los otros primeros compañeros ... se quedaban considerando ellos mismos a los hombres de su tiempo ›en tanta diversidad así en trajes como en gestos, unos blancos, otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos y otros enfermos, unos naciendo y otros muriendo, etc.‹ (EE [102] y [106])« (Congregación General 32, Decreto 4, 14; cfr. ibidem, 4-6 y Decreto 2, 4).
(9) Dijimos antes que la unión de ambas meditaciones, la del Rey Eternal y la de las Dos Bande- ras, era una de las características de los Ejercicios Espirituales de C. A. Caaneo, traducidos por Lozano. En realidad la separación de ambas meditaciones es tal vez una necesidad del proceso interior de los Ejercicios: primero, el »llamamiento del rey ...« (EE [91-98]); y luego, »su bandera«, contraria a la del »enemigo de natura humana« (EE [136-147]). Esta unión de las dos meditaciones en una sola consideración se nota ya en el Camino Espiritual del P. Luis de la Palma (Libro V, cap. 2, n. 6). La inspiración de esta unión puede hallarse en Nadal, quien, refiriéndose al origen de la Compañía de Jesús, dice que »... la razón de nuestra vocación es ser una milicia bajo la bandera de Cristo; lo cual se ve en todos los Ejercicios, pero principalmente lo sentimos en la meditación del Rey Temporal y de las Dos Banderas ... En (ellas) fue llamado, el primero, Ignacio; y en la misma forma nos llama Cristo a la compañía de su milicia ...« (MNadal IV: 649). Dice más Nadal porque, tra- tando de explicar qué aporta una y ora meditación al origen de la Compañía, añade en una plática que »... son dos ejercicios primarios: uno, el del Rey temporal, y otro el de las Dos Banderas; y por los cuales ejercicios Ignacio abrazó, sea su vocación, sea la ejecución de su vocación ...« (MNadal V: 789). La unión de ambas meditaciones subraya, además, lo más original de san Ignacio, que es el matiz apostólico de las Dos Banderas que la distingue de otras consideraciones similares, como por ejemplo las »Dos ciudades« de san Agustín, y »Los dos Maestros y las dos Ciudades«, de un autor del siglo XII, cfr. Tournier Les deux cites dans littérature chrétienne, Études 47 (1910), p. 664-665: el llamado apostólico del Rey Eternal se completa con la estrategia apostólica de las Dos Banderas.
(10) No se trata en Lozano, como luego veremos, de »... un análisis – lo más riguroso posible – de la situación desde el punto de vista social y político«, cual lo acaba de recomendar la Congregación General 32 (Decreto 4, n. 44), en el que »... es preciso aplicar las ciencias ... profanas y diversas disciplinas especulativas y prácticas ...« (ibidem): sería un anacronismo esperar de Lozano tal »análisis de situación«. Se trata, sí, de »... un proceso de reflexión y análisis, inspirados en la tradición ignaciana del discernimiento espiritual« (Decreto 4, n. 72), con todo lo que tal reflexión espiritual implica de oración, de »indiferencia« y de disponibilidad apostólica (ibidem). Es, pues, un »análisis de situación« inspirado, como acabamos de decir, en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio.
(11) Y, aún antes, es fiel a san Pablo en su Carta a los Romanos: el apóstol muestra, en el capítulo 1 (vv. 18-32), que los gentiles están bajo la cólera de Dios; y, en el capítulo 2 y 3 (vv. 1-8), que tam- bién los judíos están en la misma situación; y concluye diciendo que tanto »judíos como griegos están todos bajo pecado ...« (Rm 3,9). Y, en este contexto de condenación, revela »... independien- temente de la Ley, la justicia de Dios ...« (Rm 3,21-30). La visión de san Pablo no es un »análisis de situación« – como diríamos hoy –, en orden a establecer caminos de solución en la conducción política de una realidad histórica, sino una visión teológica de la situación: sin Cristo, es el pecado; y con Cristo, la gracia de la justificación. Lo mismo hace Lozano que, más que un puro historiador, es un historiador que sabe – y que hace – teología.
(12) Notamos que en Lozano parece darse una concepción de »pueblo« que es muy actual. Pa- rece tener siempre ante los ojos un único »pueblo de Dios«, formado por Españoles e indios, no como »clases« – como diríamos hoy –, sino como »sectores«. Otros autores oponían de tal modo a unos y otros que luego era difícil unirlos de nuevo en un único »pueblo de Dios«. La perspectiva fundamental de Lozano – ver, más allá de las enemistades humanas, socio-económicas y políticas, al verdadero »enemigo de natura humana« – le permite tener esta visión de un único »pueblo de Dios« al que apunta la pastoral de la Compañía de Jesús en nuestras tierras, más allá de las diversi- dades entre sus »sectores«. Sobre esta concepción de »pueblo de Dios«, véase Fiorito / Lazzarini “Un aporte de la historia a la pastoral popular”, Boletín de Espiritualidad 34 (1974), p. 1-3.
(13) Y a la vez mostrar – cosa que no hace tan explícitamente, pero que se alcanza a leer entre líneas – la unidad de esta pastoral »popular« – en el sentido indicado en la nota anterior – que ve, en Españoles e indios, un único »pueblo de Dios« al que hay que salvar, a los unos de sus pecados en su vida cristiana, y a los otros de su infidelidad. El tono de »lamentación« que tiene en Lozano la exposición de los vicios en Españoles e indios, corresponde a la situación de los unos, seme- jante a la de los otros: san Ignacio dice que »en las personas que van de pecado mortal en pecado mortal ... el buen espíritu usa contrario modo – al mal espíritu –, punzándoles y remordiéndolos las conciencias ... (EE [314]); y la exposición de Lozano creemos que puede lograr este »punzar y remorder« tanto a Españoles como a indios, y a la vez mostrarles a ambos el remedio, como veremos a continuación.
(14) Lozano puede escribir su historia »desde el remedio«, porque la escribe cerca de ciento sesen- ta años después. Sin embargo, se puede hacer historia contemporánea a los hechos con el mismo espíritu positivo, como se ve en san Pablo quien, en su Carta a los Romanos, de tal manera subraya lo que es el mundo sin Cristo, que manifiesta mejor lo que es el mundo con Cristo.
(15) Como dijimos más arriba, es la misma perspectiva de san Pablo en su Carta a los Romanos: antes de hablar de la irrupción de la gracia en Cristo (Rm 3,21 ss.), nos presenta el dominio absoluto del pecado en Gentiles y Judíos (Rm 1,18 ss.), no porque antes de Cristo sólo se diera pecado, sino porque »... donde abundó el pecado – y por eso se detiene tanto en describir la situación de pecado de la humanidad sin Cristo –, sobreabundó la gracia ...« (Rm 5,20). Dice Lyonnet a este propósito: »Las afirmaciones de san Pablo acerca del Pecado, sus efectos y su universalidad, han hecho que se le acusara de pesimismo; y lo mismo le ha sucedido por la misma razón a san Agustín. Y la causa de esta acusación es no haber captado la significación exacta de tales afirmaciones en su contexto doctrinal. No hay duda de que, entre los autores del Nuevo Testamento, nadie como san Pablo le ha acordado un lugar semejante al pecado. Nadie como él ha descrito, en términos tan fuertes, su poder maligno. Pero si ha expresado en una forma única la solidaridad en Adán pecador, es para revelarnos otra solidaridad, la de toda la humanidad en Cristo. La experiencia del abismo del cual el hombre sería salvado por Cristo sirve para revelar a la vez la debilidad del hombre y la omnipotencia de Dios, capaz de conferir inmortalidad al ser mortal, y eternidad al ser efímero. El hombre que así descubra, como reveladas en su propia persona – e historia – todas las energías de Dios, sentirá brotar del fondo de su alma un canto de incesante acción de gracias ... De modo que difícilmente se podrá imaginar otra concepción más optimista de la historia de salvación ...«. Cfr. Lyonnet, art. “Péché”, DBSuppl. VII cc. 563-564. Véase Fiorito “Carta a los Romanos y Primera Semana”, Boletín de Espiritualidad 21 (1972), p. 24 y 26-27.
(16) Creemos que Lozano, al subrayar tanto esta disponibilidad de los jesuitas al plan pastoral de su Obispo, tiene un gan sentido de su vocación jesuita, como servicio »... a solo el Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice ...« (MConst. I: 375). O sea, la Compañía no está solamente al servicio del Romano Pontífice (como diría la Fórmula de 1540), sino de la Iglesia bajo el Pontífice Romano; y, por tanto, está también al servicio de las Diócesis bajo su respectivo Pastor. Así se entiende que san Ignacio, en más de una de sus cartas, diga – como p. ej. dice escribiendo al Arzobispo de Lisboa (Epp. VII: 327-328) – que es »... no solamente conforme a nuestro Instituto – o Fórmula –, pero muy especialmente encomendado en nuestras Constituciones que, donde quiera que los de nuestra Compañía mínima residan, hagan recurso al Prelado y lo reconozcan por padre y señor, y se ofrezcan a servirle ... en el negocio de las ánimas que están a su cargo ...« (BAC2: p. 877, carta 126). No sabemos a qué pasaje de las Constituciones se refiere san Ignacio que especialmente recomiende esta actitud respecto del Prelado diocesano; pero ciertamente es conforme con la Fórmula en su segunda redacción (cfr. MConst. I: 322, línea 90-96).
(17) Véase lo dicho más arriba en las notas 12 y 13.
(18) Barzana cumple así con el oficio de »... la reconciliación de los desavenidos ...«, que es uno de los que, por Fórmula del Instituto de la Compañía, puede ejercitar un jesuita (cfr. MConst. I: 376, n. 3). Hoy diríamos que »la paz es obra de justicia«; y la promoción de la justicia – lo acaba de decir la Congregación General 32 (Decreto 4, 2 y passim) – es una exigencia absoluta del servicio de la fe para el cual la Compañía fue fundada. Es un oficio muy propio de un sacerdote porque, al reconciliar a los hombres entre sí, se facilita la reconciliación con el único Señor de todos.
(19) Es esta una manera de hablar que Lozano toma sin duda de la Escritura, sobre todo del Antiguo Testamento: por ejemplo en los Salmos 78 y 106. En el Nuevo Testamento se habla de los milagros como “señales de Dios” (cf. Jn 2,11, con nota de la Biblia de Jerusalén). Después del Vaticano II se habla de los “signos de nuestro tiempo”. Todas estas expresiones manifiestan la fe en la intervención del Señor en la historia de los hombres, en su presencia operante, en su libertad que dialoga históricamente con las libertades humanas. Cf. M. A. Fiorito y D. Gil, “signos de los tiempos, signos de Dios”, en Stromata 32 (1976), p. 29-42 y CIAS 25 (1976), n. 256, p. 52-60.
Boletín de espiritualidad Nr. 48, p. 1-37.