Pecado y reconciliación
J. Jullien sj
El pecado no es la realidad primera de la vida moral. Sobre todo en el cristianismo. Es el amor quien tiene la prioridad. El punto de partida es la gracia, el don de Dios, su invitación a convertirse en hijos de Dios y a vivir como hijos, “pues la ley ha sido dada por Moisés, pero la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo” (Jn.1, 17). El pecado es un accidente en el trayecto.
Cuando partimos de viaje, pensamos en primer lugar en el término a donde queremos llegar, y en el itinerario, en los compañeros de viaje, en el combustible... Es bueno pensar también en el accidente posible -a título preventivo-; pero ¡no es esa la preocupación principal!
Así tampoco hay que taparse los ojos respecto del accidente posible en nuestro camino cristiano, personal y colectivo. El dato de base es el amor que se nos propone; pero el rechazo de ese amor forma también parte -¡preventivamente!- del dato humano.
Partimos gozosos, respondiendo al llamado del amor. Pero hay que perseverar y...vienen la fatiga, el cansancio, el oscurecimiento del fin, la incitación de los caminos que se cruzan o de las praderas que invitan al "farniente"; tarde o temprano, surge la tentación de salir se de la ruta.
Al igual que lo que ocurre en una pareja humana, aunque sea una unidad, también en nuestra Alianza con el Señor se experimenta la prueba del tiempo y de nuestra fragilidad. Es normal. El amor es exigente. Pide que uno muera a sí mismo para dejar lugar al otro...en nuestro caso, al Otro: “si alguno quiere venir en pos de Mí, que tome su cruz y me siga...Quien quiera salvar su vida la perderá; quien la pierda por causa mía, la salvará” (Mt.16, 24- 25). Pero, los hombres no quieren morir, y se nos hace muy difícil comprender que para vivir haya que morir.
1. La responsabilidad humana.
El hombre se niega al amor. Descubrimiento doloroso, difícilmente soportable.
1.1. Las escapatorias.
Por eso, todo hombre, campeón en materia de auto justificación, muy pronto aprende a derivar su responsabilidad: “la mujer que pusiste junto a mí -dice Adán a Dios-, es la que me ha dado del fruto del árbol; y yo comí” (Gn. 3,13). Y, de entonces acá, se han hecho grandes progresos en el arte de los pretextos.
Por cierto que no es cuestión de negar la enorme hipoteca que pesa -por todas partes- sobre la frágil libertad humana. Una libertad que es más algo por liberar que un dato constituido desde el comienzo. Las ciencias humanas no nos permiten retomar el esquema de la libertad teórica de los Escolásticos... si bien los verdaderos moralistas siempre supieron reconocer el peso de los condicionamientos humanos de nuestra "libertad condicionada", como decía E.Mounier.
Pero esta libertad hipotecada, condicionada, no es u na irresponsabilidad. Entre esta libertad hipotecada y la “irresponsabilidad se abre un abismo en el que muere el hombre...que es hombre por su libertad progresivamente desprendida de su ganga originaria, por su responsabilidad asumida y cultivada; y es sub-hombre por su libertad abortada.
Donde no hay responsabilidad, no hay pecado; ¡qué liberación! Pero también, ¡qué drama!: donde no hay responsabilidad, no hay hombre.
Por lo demás, nuestros contemporáneos no se engañan al respecto: el pecado, rechazado a las profundidades del inconsciente, porque no se lo quiere reconocer, no crea la inocencia. Oculta por un tiempo la responsabilidad, pero ésta reaparece deformada, monstruosa. No se trata de reducir el pecado a las neurosis...ni a la inversa.
1.2. La luz de la fe.
"El hombre es más racional de lo que creen los psiquiatras...y menos de lo que piensan los filósofos". Así concluía R.Dalbiez su extenso estudio sobre "El método psicoanalítico y la doctrina freudiana".
Apreciación ésta que armoniza bastante bien con la Palabra de Dios. Esta nos invita ante todo a “no juzgar” (Mt.7, 1-5). En el AT ya el juicio era un atributo del mismo Dios (Salm.l9, 10, etc.). San Pablo, siguiendo a Cristo, predica en otros términos, lo mismo: “no tienes excusa, quienquiera que seas, que te eriges en juez” (Rom.2, 1 ; cfr.14, 10).
Pero no por eso el Evangelio hace desaparecer, del horizonte de los hombres, la culpa. Todo lo contrario. Si bien niega a los hombres el derecho a juzgar la conciencia de sus hermanos, invita a cada hombre a convertirse, a salir de su pecado al costo que sea (Mt.18, 23; 13,15 etc.)
La misericordia que Cristo manifiesta, por ejemplo, con la mujer adúltera, la Samaritana o Pedro después de su caída, nada tiene que ver con el gesto complaciente o aun cómplice. Comprensión, sí: “no saben lo que hacen” (Lc.23, 24; 1 Co.2, 4); pero conciencia de la importancia de aquello que está en juego y que precisamente los hombres miden mal. El perdón y la misericordia son cosas muy distintas que la complacencia o la complicidad. Lo cual supone la conciencia del drama en el que perdona, pero también la conciencia que se despierta en quien es perdonado: “¿Nadie te ha condenado? Pues yo tampoco te condeno. Vete y no peques más” (Jn.8, 10-11).
Lejos del rigor farisaico, pero lejos también de las disculpas fáciles y mentirosas y de la pretensión actual de la inocencia, el Evangelio subraya la gravedad del pecado mostrado en la Cruz de Cristo: cada vez que celebramos la Eucaristía, somos invitados a recordar que la Sangre de la Nueva Alianza que se nos da, ha sido “derramada en remisión de los pecados” (Mt.26, 28). “Y no es poca cosa este pecado de los hombres, que acarrea el sufrimiento de Dios en su Hijo”.
El accidente en el trayecto no es un pequeño golpe de volante poco afortunado: en este asunto, la humanidad orilla el drama. El precipicio que se abre junto al camino es insondable: sólo el amor de Dios puede medir su profundidad. No podemos reducir semejante drama a un pequeño malestar personal o de una civilización.
“No te he amado en broma”, dice Cristo a Santa Angela de Foligno. El pecado sólo se entiende a la luz del misterio de la fe, aunque una cierta aproximación en el plano meramente humano sea posible.
2. El misterio del pecado.
El pecado aflora al nivel de lo constatable, de los acontecimientos vale decir de la conciencia humana. Pero hunde sus raíces en profundidades inaccesibles. Los hombres de gran penetración -místicos, poetas, filósofos, sencillos de corazón...- pueden presentirlas. Pero sólo nos son reveladas por la Palabra de Dios, por el Hijo del Hombre. En el fondo, sólo los santos pueden saber lo que verdaderamente es el pecado.
2.1. Aproximación humana: desgracia, mal, pecado.
La sociedad actual, arreligiosa, aseptizada, materializada -y en este sentido algo deshumanizada-, tiende a evacuar el drama del hombre, o al menos retener de él solamente los aspectos cuantitativos. El pecado queda reducido entonces cuando mucho a una ignorancia o errar la maniobra. El drama del hombre malo, el mal por excelencia, queda velado. Lo trágico queda relegado solamente al hecho, y ya no se le encuentra más en el corazón del hombre.
En el transcurso de una serie de entrevistas televisadas, poco antes de su muerte, Andró Malraux situaba exactamente el problema en unas pocas frases fulgurantes. La humanidad -venía a decir en sustancia- está expuesta a muchos sufrimientos. El mal está presente en todas partes, personal y colectivo: enfermedad, muerte, cataclismo. Son éstas desgracias: el mal que afecta al hombre desde el exterior, y qué él lo sufre. Hay que hacer todo lo posible para dominar y vencer este mal. Pero hay algo peor: hay algo incomparablemente más grave, que es el mal por excelencia. Es el hombre malo, el malvado, el que impone el mal y el infortunio a los demás, voluntariamente...Ese mal es insondable, Malraux, con su genio, sospechaba aquí los abismos del hombre.
El mal que es el pecado nos introduce en estos dominios distintos de los del infortunio.
En griego, pecado se dice "hamartía". El término evoca la flecha que yerra el blanco: el arquero ha apuntado mal. Se trata de un error de apreciación, se "pega al costado del blanco", se da un paso en falso (también se dice en griego "parabasis", marchar al costado). En la lógica de este enfoque, para un griego lo contrario de la verdad es el error.
Para un judío, lo contrario de la verdad es la mentira. Lo cual es algo muy distinto. La mentira no implica un simple error de apreciación, sino la voluntad mala de aquel que desfigura la verdad y quiere engañar. Y esto traduce una falla profunda en el mismo hombre: que él pueda, a sabiendas, querer hacer el mal. Engañar al otro, es negarse a amarlo, es apartarse de la verdad, es negar la realidad.
Así una reflexión humana, una mirada atenta sóbrela realidad humana, ayudada por una cierta transparencia del corazón, pueden hacer presentir las tinieblas del corazón del hombre.
Pero solamente Aquel que “conoce lo que hay en el corazón del hombre” (Jn.2, 25), el Hijo del Hombre, puede introducirnos allí. El que bajó a los infiernos para arrancar de allí a los hombres cautivos.
Dios es, en efecto, "quien nos ha hecho capaces de tener parte en la herencia de los santos, en la luz; quien nos arrancó del poder de las tinieblas y nos transfirió al Reino de su Hijo muy amado, en quien tenemos la redención, el perdón de nuestros pecados" (Col.1, 12-13).
2.2. Enfoque cristiano: el drama del hombre y de Dios.
Sólo la perspectiva del amor puede ayudarnos a aproximarnos al misterio del pecado. El término “adulterio” puede no significar nada para quien sea totalmente ajeno al amor. Para captarlo, hay que percibir la queja o el silencio de un hombre o de una mujer que lo ha dado todo y que, traicionado y engañado, queda anonadado, sin comprender.
Es esta perspectiva de la Alianza traicionada la que han elegido los Profetas para hacernos entrever el drama de Dios que, ofreciéndolo todo y ofreciéndose El mismo al hombre, se ve ignorado y rechazado. 0 más bien es Dios quien eligió esta perspectiva al conducir a Oseas a través de esa experiencia desconcertante de la infidelidad de su mujer (Os. capítulos 1, 2, 3,11). Después de él Isaías (capítulos 60-62), Jeremías (capítulos 3o-31) y sobre todo Ezequiel (capítulos 16,22), han orquestado este símbolo del amor de Dios burlado.
A este drama de Dios corresponde el drama del hombre. Al negarse a vivir la Alianza que le es propuesta, la Alianza que es para él fuente de vida, el hombre se repliega sobre sí mismo y se condena a morir, en todos los sentidos del término. "Morirás de muerte", había dicho Dios a Adán en el Jardín del Génesis (Gn.2, 17). Al sustraerse a la acción divina para llevar una vida a su gusto, el hombre comete la suprema locura: "Me han abandonado, a Mí que soy la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas rajadas que no retienen el agua" (Jr.2, 13).
El relato simbólico de los orígenes describe bien este doble drama al designar claramente la raíz del mal. Lo que el hombre niega fundamentalmente es la "obediencia”, es la verdad de su condición de hombre, de creatura. No acepta no ser Dios porque no entra en la esfera del amor. En lugar de aceptar, con un corazón de pobre, ser amado gratuitamente y vivir recibiendo la vida de su fuente, pretende arrancarla, conquistarla como un derecho. Y ciertamente es esto lo que su maestro en orgullo y rebelión le susurra a su oído complaciente: "Seréis como dioses" (Gen. 3,5).
Al rechazar su fuente, Adán pronto sondea sus límites reales, y entonces se pone de manifiesto su locura, revelada por su pobreza, su desnudez, su soledad. La vida de la humanidad queda herida en su raíz misma: "la mujer que Tú me diste..." (Gn.3, 12). La muerte ha hecho su entrada en el mundo, y no la muerte-infortunio, sino la muerte-pecado: Caín y Abel, Babel...y la humanidad estalla.
2.3. Jesús, el Hijo del Hombre.
En contraposición con esto, llevando en su carne y en su corazón el drama de Dios y el drama del hombre, Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, revela el amor y el sufrimiento de Dios y, al mismo tiempo, la ingratitud y la locura del hombre.
Es el Esposo anunciado por los Profetas. Y es una humanidad infiel la que El desposa. Al desposar la condición humana en todo, menos en el pecado (Hb.4, 15), su amor lo conduce a los límites extremos del pecado.
El, el Tres veces Santo, no puede revestir el pecado. Entonces lo alcanza, como si dijéramos, por su revés, que es la muerte y todas las formas de muerte (Rom.5, 12). Agota su veneno. El pecado nacido del orgullo, Él lo destruye por su humildad. El pecado nacido de la desobediencia, Él lo destruye por su obediencia. El pecado nacido de la mentira, Él lo destruye por la verdad de Dios y del hombre, que El restablece.
Verdadero Dios, desempeñará el verdadero papel del hombre, puesto que el primer hombre lo ha rehusado, queriendo imitar simiescamente al Dios que él no era.
"El, siendo de condición divina, no consideró como una rapiña el ser igual a Dios. Pero se despojó de todo, tomando la condición de hombre y haciéndose semejante a los hombres y, por su aspecto, era reconocido como hombre; se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo elevó soberanamente, y le confirió el Nombre que está por sobre todo nombre..." (Flp. 2,6-9).
Al pecado, nacido del rechazo del amor, fruto del odio y de la violencia, Cristo lo destruye por su amor. En el momento en que el odio y la torpeza de los hombres se abaten sobre El, se muestran impotentes para contaminar su corazón (Padre, perdónalos...) y, vencidos, se derrumban al pie de la cruz.
Y puesto que el pecado ha conducido al hombre a la soledad, esa soledad del hombre lejos de Dios la llevará El hasta los límites extremos: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt.27, 46). Su llamado al Padre trasunta la estupefacción dolorosa de quien se ve solo, pero de ninguna manera la rebelión; se detiene a las puertas de la desesperanza: "Si es posible, pase de Mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" ' (Mt.26,395) Pero, paradójicamente, el pecado, que había hecho “entrar / la muerte en el mundo” (Rom.5,12), hará, por su contrario, brillar la vida para todos anunciada en la Resurrección.
La meditación del misterio de Cristo y del amor llevado al extremo nos permite aproximarnos al misterio del pecado. No se trata de cultivar el dolorismo o una vibración sentimental. Se trata de avanzar, con un corazón de creyente, al encuentro de lo que Cristo nos revela del drama del pecado, drama de Dios y drama del hombre. Pero entonces se manifiesta la dinámica del "¡Oh feliz culpa!", de la Vigilia Pascual, porque es en la Cruz de Cristo y en su Resurrección donde el Amor loco de Dios se manifiesta, su vida más allá de la muerte del hombre, su sabiduría más allá de la locura del hombre. Y, en adelante, todo hombre podrá vivir en el Hijo del Hombre, en su gracia, la vida y la fidelidad y la sabiduría de Dios.
2.4. La lógica del amor.
Solamente en la lógica del amor es posible comprender estas cosas. Cuando se ama, nada deja de tener importancia.
Parece ser que algunos santos se confesaban todos los días. No se trataba de masoquismo. Simplemente amaban, y el amor es exigente.
Por lo demás, es una verdad de experiencia que solamente el amor revela las faltas del amor. Lo cual es normal. Pues es la luz del día -la conciencia o el recuerdo que podamos tener de ella- lo que hace aparecer la noche como lo que realmente es: tinieblas, ausencia de luz. Y está bien que sea así, pues de otra manera no podríamos so portar la verdad.
Esto es capital para entrever la dinámica del perdón y de la reconciliación, inseparable -en el Cristianismo- de la revelación del pecado.
3. Pecado y reconciliacion
La historia de la Salvación se une a la psicología en la aproximación al misterio del pecado. Puesto que el pecado no es lo primero, sólo aparece claramente a través del perdón. Así como el perdón de la adúltera le revela la profundidad de su pecado y de su locura, así es el rescate total consumado por Cristo el que revela las dimensiones de la esclavitud del pecado, y es también la universalidad del perdón la que devela la universidad del pecado que, hasta entonces, quedaba en la oscuridad (Rom. 5, 6-7).
El mismo pecado viene a ser, a través del camino real de la experiencia de la misericordia divina, el camino real de la gracia: “Ahí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom.5, 20). Y la interminable procesión de los perdonados, confusos y dichosos, proclama a lo largo de los siglos la "feliz culpa": David, el "buen Ladrón”, Pedro, Agustín...Y este camino es un camino de auténtico gozo para el hombre. Un camino de liberación.
3.1. ¿Neurosis cristiana?
Camino de liberación ¡Qué cinismo! ¿Y la neurosis cristiana? ¿Cómo olvidar esa opresión dolorosa de las conciencias, esas libertades patológica, segregada y mantenida por el universo mórbido de la falta (título de un libro de A. Mesnard)?
Es verdad. Pero demos a cada uno según sus obras.
Cuántas deformaciones, cuántos abusos, cuántas caricaturas del sentido cristiano del pecado y del perdón, inseparables desde el punto de vista específicamente cristiano. Y precisamente esas deformaciones y caricaturas son las manifestaciones monstruosas de una realidad armoniosa.
El sentido autentico del pecado, lejos de alimentar la neurosis, libera al hombre. Lo devuelve a su verdad de hombre. Y la verdad del hombre, es su gracia... y es también su pecado. Pero, en lugar de encerrarlo en la culpabilidad y en sus fuerzas de muerte, la revelación del amor devuelve al hombre al gozo, a la alegría. Pues este amor se le adelanta: “Él nos amó primero” (Jn.4, 10). Es incondicional: “...cuando aún éramos pecadores” (Rom. 5,8). Es inagotable: “... setenta veces siete” (Lc.17, 3-4). Sólo él permite al hombre ser verdadero -asumir su pecado sin negarlo y sin rechazarlo a las profundidades de su conciencia- y, sin embargo, vivir tranquilo, agradecido, sintiéndose amado... e invitado sin cesar a volver a emprender la marcha.
Así es como lo han comprendido todos los grandes convertidos...y los santos, aún los más inocentes: “Si yo hubiera cometido todos los crímenes posibles -dice S. Teresa de Lisieux-, tendría siempre la misma confianza, sentiría que esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada a un brasero ardiente”. Esta verdad forzosamente es liberadora (cfr.Jn.8, 32 y Salm.32).
3.2. Culpabilidad patológica y sentido cristiano del pecado.
Por lo demás, se trata de algo que en cierta manera podemos decir se lo experimenta sobre el terreno. Los signos "clínicos" de la culpabilidad psicológica y los del sentido cristiano del pecado no pueden ser confundidos, aun en los casos en que una culpabilidad patológica pueda ser una etapa hacia un auténtico sentido del pecado.
En efecto, la culpabilidad patológica encierra a su víctima en su propio yo. Incapaz de mirar al otro, de encontrarlo en verdad, se lee en su mirada su propia condenación. Todo encuentro con el otro, en lugar de sacarlo de sí mismo y de su miseria, refuerza una angustia que lo paraliza. No oye su palabra de perdón porque no puede creer en ella. La conciencia de su falta no hace más que acentuar su debilidad. Da vueltas sin cesar sobre lo mismo.
En cambio, el sentido cristiano del pecado "funciona" exactamente en el sentido inverso. Por cierto que obliga al pecador a asumir su pecado, en toda su verdad: reconozco mí pecado... (Salm.51, 3); aun si subsisten rastros obsesivos: mi pecado sin cesar está ante mí). Pero en lugar de encerrarse en sí mismo, se proyecta hacia el otro: no solamente recibe la mirada del otro como un llamado, una comunicación, sino que también oye su palabra: ¿Nadie te ha condenado?...Tampoco Yo te condeno (Jn.8, 10). La confesión de la falta, en el encuentro confiado, en el amor, devuelve la palabra a aquel que se amurallaba en su silencio de muerte, y hace brotar la petición de vida: Dios mío, crea en mí un corazón puro... (Salm.51, 12). Vuelve a poner en marcha al que estaba paralizado: “Vete y no peques más en adelante” (Jn.8, 11). Vuelve a remitir al hombre a su tarea de viviente, en el gozo, entre los otros hombres: Devuélveme la alegría de tu salvación y se estremecerán de gozo los huesos que quebrantaste... Devuélveme la alegría de haber sido salvado...enseñaré a los pecadores tus caminos..." (Salm.10 ss.); y desemboca en la acción de gracias (“...y mi boca proclamará tu alabanza”, ibídem, 17).
Hemos citado el Salmo 51, el "Miserere": desde hace casi veinte siglos la Iglesia ha hecho de él su código de formación permanente en el sentido del pecado... en el perdón. Allí el hombre quebrantado aprende a levantarse, resucitado en su verdad de pecador amado y vuelto a poner en ruta para la larga marcha hacia el amor y la vida.
3.3. Confesión de la falta.
El sentido del pecado no es una supervivencia arcaica que hay que liquidar. Por el contrario, es un paso obligado para una vida cristiana -y humana- verdadera.
Esta verdad del hombre implica el reconocimiento de su debilidad, de su pecado. De nada sirve ocultar la culpabilidad, presentar como inocente al culpable, puesto que él se sabe culpable.
Una mujer abrumada, no sin razón, por su decadencia, vine un día a verme. Sin duda la remití demasiado rápido al abrazo perdonador de Cristo, pues una semana después volvió y me dijo:
¿Se ha dado cuenta usted hasta qué punto yo he sido una puerca? (lo cual no correspondía para nada ni a su condición ni a su vocabulario). No podía recibir el perdón si no era en la verdad establecida y reconocida de su pecado.
La confesión de la falta es necesaria, pero sólo es posible cuando se da envuelta en un amor que hace revivir.
3.4. El sacramento de la reconciliación.
Esto subraya la importancia de una actitud penitencial auténtica, y vuelve a plantear la cuestión del sacramentó de la Penitencia, llamado desde hace poco sacramento de la Reconciliación.
Este sacramento está, en ciertos ambientes, en crisis. Hay cristianos que no se confiesan. ¿Por qué faltan confesores? Es una afirmación frecuente. Demasiado apresurada. Personalmente, pasando todos los días una hora y media en el confesonario o junto a él desde hace diez años, creo estar en condiciones de decir que no es esa probablemente la razón principal de la crisis. Pero, cualquiera ella sea, lo concreto es que los cristianos desertan de los confesonarios.
Como no pecan menos que ayer, es grande el riesgo de verlos perder el sentido del pecado.
No se trata aquí de reducir la actitud penitencial a la confesión individual: la Iglesia antigua tenía una perspectiva más amplia. La oración, la "limosna", las "obras de caridad" han sido siempre reconocidas como actitudes de penitencia y de reconciliación implícitas. Felizmente, hoy se vuelve a ello.
3.5. La manifestación de la falta, ¿es superflua, útil o necesaria? Pero lo implícito no basta.
Todas las parejas dignas de tal nombre inventan sus "liturgias penitenciales". Todas, en efecto, tienen experiencia de esos desacuerdos, esas disputas, eses choques que afectan al amor conyugal, a la "alianza".
Juan ha hecho una "escena" a Alicia esta mañana por que, saliendo para el trabajo, advirtió que el botón de su traje no había sido vuelto a coser. Durante su trabajo, "volviendo en sí mismo" como el "hijo pródigo", decide pasar por la florería y volver a su casa con tres rosas. Si Alicia no es tonta, no le dirá: ¿por qué...?; hoy no es mi cumpleaños..., sino que descifrará el “mensaje”, comprenderá el pedido de perdón y, sin obligar al marido a la confesión de su falta, lo abrazará...Celebración penitencial implícita. Pero no siempre basta lo implícito: al tercer ramo de flores en la semana, el perfume de las rosas corre el riesgo de haberse aventado algo. Alicia tendrá derecho a decirle a Juan: Querido, eres encantador, pero... es preciso que pongamos las cosas en su lugar claramente. Tiene ella derecho a pedir explicaciones, y éstas se imponen.
Si en lugar de una rencilla menor sobre un problema doméstico, se tratara de una amenaza grave que se cierne sobre la pareja, sobre la “alianza”, puede ser absolutamente necesaria una explicación: Alicia, sorprendida por su marido en galante compañía en la sala de espera de la estación, no podrá contentarse con prepararle su comida predilecta. Juan tendrá razón en exigir explicaciones. De lo contrario la situación se deteriorará rápidamente y el mantenimiento de esa situación ambigua conducirá a la ruja tura. Es la verdad de su mutuo amor la que exige que aclaren la situación sin contemplaciones.
Y lo mismo ocurre en el caso de nuestra Alianza con Dios. La reconciliación implícita es necesaria...a menudo incluso suficiente, pero no siempre.
Cuando se trata de lesiones graves a “la vida cristiana de las personas o de las comunidades, no es posible contentarse con lo implícito. La reconciliación sacramental se impone: la Iglesia pide entonces la manifestación explícita de la falta, aún después de las “absoluciones colectivas”.
Empero, no es bueno el no recurrir al sacramento más que en los casos de necesidad absoluta.
Las parejas que, bajo pretexto de que no se engañan ni se pegan, nunca se piden ni se conceden perdón explícitamente, se privan de un medio importante de profundizar el mutuo amor.
En nuestras relaciones con Dios ocurre algo parecido: reservar la reconciliación sacramental para los casos de estricta necesidad, es privarse de un medio importante de profundización espiritual y de fidelidad a la propia vocación. ”
Cuando no es necesaria la reconciliación sacramental, puede aun ser útil. Pero para que la confesión desempeñe esta función, hay que volver a situarla constantemente en la perspectiva de la Alianza y de la vocación del hombre al amor, sin lo cual la confesión individual puede alimentar las neurosis obsesivas y las culpabilidades patológicas.
4. Conclusión
Las cuestiones prácticas que se nos presentan no deben hacernos olvidar lo esencial.
Y lo esencial es que la verdad del hombre lo obliga a confesar sus debilidades y su pecado. Pero, aun más que su pecado -o mejor, en el interior mismo de su pecado- lo que se trata de confesar es la misericordia de Dios (1), su amor presente.
Entonces el pecado, lejos de ser una ciénaga en la que se empantana la marcha hacia el amor, se convierte en el punto de apoyo desde el cual vuelve a brotar la gracia.
Aquellos que se reconocen "pobres pecadores" se descubren con gran asombro "llenos de gracia y de verdad... (cfr. Jn.1, 14).
La conversión no es solamente la vuelta sobre sus pasos y el trabajoso arrancarse del hombre a su greda originaria. Es la conversión en el sentido químico del término, la trasmutación de la debilidad del hombre en el poder de Dios. Ella pone de manifiesto el poder de la Resurrección de Cristo, que de la muerte hace surgir la vida.
No se trata de un término final de una "hominización". La conversión hace, de un pitecántropo, un hombre/ de pie en todos los sentidos del término: "Ecce homo... he aquí el hombre".
Notas:
Nota de la Redacción: cfr. A. Lauras, Confesión de los pecados, Confesión de Dios, en BOLETIN DE ESPIRITUALIDAD n. 65, pp. 31-34.
Boletín de espiritualidad Nr. 73, p. 3-15.