Conducir en lo grande y en lo pequeño
Jorge M. Bergoglio sj
1. El así llamado “elogio sepulcral” ignaciano (1) logra una síntesis feliz acerca de la actitud del corazón tanto en lo grande como en lo pequeño: “Non coerceri a máximo, contineri tamen a mínimo, divinum est” (No amilanarse por lo grande y sin embargo tener en cuenta hasta lo más pequeño, eso es de Dios). La consigna desborda los parámetros de una regla de conducta para situarse en un modo de sentir las cosas de Dios y desde el corazón de Dios.
Ya en el Evangelio, en la solemne escena trinitaria de Lc.10, 20-22, el Señor hace la síntesis entre lo grande y lo pequeño, en un contexto de alabanza litúrgica y escatológica: una repetición en tono menor del misterio de la Transfiguración. En ese instante llega a su plenitud la afirmación profética que hiciera respecto de la grandeza de Juan el Bautista: “...pero el menor del Reino es más grande que él”.
Quizás, y para completar el panorama, sería oportuno recordar la regla de conducción que tanto gustaba de repetir Juan XXIII: “Omnia videre, multa dissimulare, paucé corrigere” (Ver todas las cosas, disimular la mayoría, corregir pocas), donde parecería que el "omnia", lo aparen” temente grande, pasa a ser lo menos importante (porque no parece necesario corregirlo ahora), y lo aparentemente pequeño, el "pauca", resultaría lo de mayor trascendencia pues a ello se aboca, primariamente, la acción de quien conduce.
A la luz de estas reflexiones iniciales se puede uno plantear la pregunta más amplía acerca del modo de actuar, en la conducción, frente a lo grande y frente a lo pequeño; y cómo ha de ser encarado en la conducción de to dos los días. No se nos escapa el mal que puede hacer a una institución tanto el detallismo que oprime como el cotidiano desmadrarse de los cauces.
2. Llama la atención la criteriología que, al respecto, San Ignacio pone en las Constituciones: da los grandes principios, y deja espacio a que estos principios sean conjugados en los diversos lugares, tiempos y personas. Parece obvia su resistencia a regular detalles, pero no por el simple hecho de ser detalles, sino porque entiende que se trata de la concreción de esos grandes principios. En cambio, no duda en ser detallista en la redacción de las Reglas de la modestia, pues, en ese caso, es consciente de que esos pequeños detalles configuran -en sí mismos- un principio, pero un principio concreto solamente para un lugar o tiempo determinados. Es decir, el recurso ignaciano a dejar libradas las concreciones de los principios a los "lugares, tiempos y personas" no es la consecuencia de un espíritu incapaz de captar y hacerse cargo de un detalle, sino la afirmación de una voluntad que no claudica en su convocatoria de otros, y confía a ellos los corolarios del fundamento que ha sabido poner en suco razón.
Y esto es posible así porque San Ignacio nos enseña que a la ambigüedad de la vida sólo se la rescata, para Dios, por medio del discernimiento, buscando siempre, y en cada caso, “lo que más conduce...”, que no siempre se identifica con el “todo”, o con lo grande o con lo pequeño.
3. Lo grande y lo pequeño, en una institución y -especialmente- en el conductor de ella, adquiere por momentos la explicitación vivencial de debilidad y fortaleza: lo débil y lo fuerte. Un engaño frecuente es ser débil donde uno debe ser fuerte y viceversa. Hay una debilidad buena y una debilidad mala. Hay una fuerza buena y una fuerza mala. Para San Ignacio, la fuerza buena es la fortaleza, y para él es tan clave esta virtud que la menciona precisamente en dos momentos centrales de sus Constituciones: al tratar de la personalidad del General (quien debe conducir la Compañía) y al referirse a la muerte del jesuita (Const.728, 595). Además, ambos pasajes tienen explícita referencia a la muerte como instancia última, y queda resaltado allí el talante bélico de las actitudes que se nos exigen. La fortaleza dice a momentos de este tipo, dice a lucha, dice a aguante cotidiano y por ello es también constancia.
A nuestra debilidad San Ignacio gustaba llamarla “impedimento” “...aunque muchas veces ponga la creatura impedimentos de su parte para lo que el Señor quiere obrar” en su ánima...De modo que antes que venga la tal gracia y obra del Señor nuestro, ponemos impedimentos, y después de venida, lo mismo...Yo para mí me persuado que antes y después soy todo impedimento; y de esto siento mayor contentamiento y gozo espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí cosa alguna que buena parezca. Hay pocos en esta vida... (o ninguno) que en todo pueda determinar, o juzgar, cuánto impide de su parte, y cuánto desayuda a lo que el Señor nuestro quiere en su ánima obrar...” (Carta a S. Francisco de Borja, 1545) (2). Un mal manejo de estos "impedimentos", de nuestra debilidad, nos convierte en aliados del diablo, cuyo trabajo consiste en “poner impedimentos...” (EE.315). Manejar mal la debilidad consiste en hacer de ella una riqueza (ya sea para robar gozo a la vida, ya para alimentar sentimientos de tristeza, fracaso).
Un conductor conoce a diario la tentación de conjugar mal esta realidad de la fuerza y la debilidad, ya en sí mismo ya en los miembros de la Institución. El resulta do será siempre él contrario al de Dios: quebrar la caña" cascada y apagar la promesa, que conlleva todo rescoldo, de convertirse en fuego.
Lo “pequeño” y lo “grande”, lo “débil” y lo "fuer te”, son tratados por San Ignacio no en una cosmovisión funcionalista sino en la concepción espiritual de la vida. Las seducciones de reducir estas cosas de visión sobrenatural a otras dimensiones son cotidianas. Sólo la sabiduría del discernimiento nos salva, pues ésta supone un abandono a la Voluntad de Dios, con lo que implica de renuncias a controles meramente humanos, o disciplinariamente reducidos de los procesos. Para tomar una buena decisión, San Ignacio nos aconseja que consideremos como si es tuviéramos en la hora de la muerte (EE.186): allí es claro el abandono en los designios de Dios, y nuestra fantasía no puede controlar el tiempo.
4. De lo anterior se puede colegir que "lo pequeño" y "lo grande", en el pensamiento de San Ignacio, no es algo que adquiera dicha valoración en sí mismo, sino en referencia al cuerpo de la Iglesia, de la Compañía...al crecimiento de una Institución. Toca al discernimiento recortar los perfiles de las cosas grandes (aunque parezcan pequeñas) para corregirlas, y de las pequeñas (aunque parezcan grandes) para disimularlas. Los valores pueden confirmarse o trastocarse, pero esto solamente en función del crecimiento del cuerpo.
5. Vistas así las cosas, cabe preguntarse por los criterios de acción que un Superior ha de tener, mirando al crecimiento del cuerpo que preside. Y, más en concreto, quiero referirme a los criterios de corrección.
Un principio fundamental podría expresarse así: no exigir ni más ni menos que lo necesario, y exigirlo en el "kairós", es decir, en el momento en el cual esa exigencia puede transformarse en gracia. Para que haya un "orden" es necesario saber captar los límites de las personas y de los grupos, y ayudar a que ambos (personas y grupo) se vayan formulando las cosas como proyectos que sean viables: que los límites entren en los proyectos que se hagan.
Por tanto, es de capital importancia para conducir un crecimiento en orden, respetar las fuerzas de toda la Institución y de sus miembros. 0 sea, no maltratar los límites como le es propio a la agresión del idealismo. Este es también el problema que tienen los grupos de laboratorio o de conducta que llevan a una operatividad basada en los límites. Es el problema de todo "idealismo", cuya tentación será siempre proyectar el esquema ideal sobre la realidad, sea ésta cual sea, sin tener en cuenta los límites de dicha realidad. A nivel ascético también puede existir este peligro: maltratar los límites, ya sea por exceso (exigiendo de una manera absolutista), ya sea por defecto (aflojando, no poniendo cotos que han de ponerse).
Si se maltrata un límite, se maltrata la posibilidad de seguir progresando, se maltrata el proceso. Para quien conduce, y en cualquier etapa de la conducción (incluso en la objetivación de un problema) es sabiduría saberse mover entre la expresión de cariño y el poner los límites de corrección. Nunca un límite puesto debe estar cerrado en sí mismo, absolutizado; sino que debe tener siempre una apertura al horizonte del cariño y del amor, que en definitiva será el buen espíritu quien nos mueva. Aún en los límites dolorosos ha de buscarse que quien resulte limitado sienta -al menos implícitamente y "en esperanza"- el anuncio de algo mayor que un tope a su conducta, y que ahora no puede comprender. Corresponde precisamente a la calidez y al cariño dar este horizonte. Simplificando: se maltrata un límite cuando se pone límites cerrados en sí mismos. Es responder al mal espíritu (la limitación que se quiere corregir) con otro mal espíritu (el límite que se pretende poner) (3).
Poner un límite para crear un orden implica, de alguna manera, decir un "basta". Muchas veces hay que decirlo. Lo suicida sobreviene cuando el recurso a ese “basta” se convierte en el único medio para plasmar el orden. Entonces, se ha de tener en cuenta otro criterio: la espera. Con la misma fortaleza con que el conductor impone un límite, tiene que imponerse a sí mismo, muchas veces, la espera. Para el resultará dolorosa, pero constituirá el símbolo de la esperanza en que el Señor de todos es quien guía los procesos.
Esta espera cuesta, y no hay que confundirla con una espera ingenua, una suerte de "laissez-faire". Esperar en los procesos significa creer que Dios es más grande que uno mismo, que “el mismo Espíritu nos gobierna...” (EE 365), que es el “Dueño” quien hace crecer la semilla...Esperar en los miembros de una Institución significa, para quien conduce, “...alargarse en la oración y en alguna manera de hacer penitencia” (cfr.EE.319); significa "... en El solo poner la esperanza" (Const.812).
6. La conjunción entre el "poner límites" y "esperar", es lo que da imagen de fortaleza a quien conduce una Institución. Y si bien en una tipología infantilista, tendemos más a identificar el poner límites con fortaleza, y el esperar con cariño o debilidad, esto ya no resultaría adecuado desde una perspectiva de madurez: porque toda esperar se gesta con fortaleza y la calidez paternal sabe inventar sabiamente el modo de poner límites con cariño. Para los miembros de una Institución, la figura de un conductor que no teme poner los límites y a la vez se abandona a la dinámica de la esperanza expresada en su espera en la acción del Señor en los procesos, es la imagen de un hombre fuerte, que conduce algo que no le es propio sino de "su Señor", la imagen de un hombre a quien no le asusta el horizonte de las grandes empresas y, sin embargo, no se siente despreciando las cosas pequeñas: “non coerceri a máximo, contineri tamen a mínimo, divinum est" (no amilanarse por lo grande y sin embargo tener en cuenta lo más pequeño, eso es de Dios).
7. De aquí el especial cuidado de un conductor en no quebrar a nadie ni quebrar un grupo. La quiebra puede venir por acentuar en demasía, por exigir unilateralmente y fuera de contexto, un límite, como también por no respetar los límites que deben ponerse, provocar el desencuadre y, en éste caso, se quiebra por dispersión.
Algunos de los episodios narrados por Rivadeneira en el “Modo de Gobierno de San Ignacio”, nos podrán dar luz acerca de lo que acabamos de decir. “Guando el ímpetu de la tentación era tan vehemente que arrebataba al novicio y le hacía salir de sí, usaba Nuestro Padre de grandes medios y de mucha blandura, y procuraba con suavidad vencer la terribilidad del mal espíritu” (I, 11). “Pero de tal manera usaba de la blandura que, cuando no aprovechaba al que estaba tentado y afligido, a lo menos no dañase a otros; y así cuando era menester mezclaba la severidad con la suavidad, y el rigor con la blandura, para ejemplo y a viso de los otros” (I, 12). “Deseaba mucho que las reglas todas se guardaran con grande exacción, y daba penitencia a los que en la guarda de ellas se descuidaban; pero hacía excepciones con los que por causas particulares convenía, según la discreta caridad” (I1, 9) (4).
8. Sobre estos criterios se configura la imagen del conductor. Y señalaría solamente dos rasgos de esa imagen: a) quien conduce debe ser una persona que abrácelos problemas, b) que no se avergüence de sus súbditos y de sus posibilidades.
Sería lindo que pudiera darse una conducción sin problemas; pero, por otro lado, creo que estamos todos decepcionados de las promesas que el funcionalismo nos hizo, de resolvernos definitivamente todos los problemas. Porque el trabajo de cada miembro de la Institución debe ser asumido y amado como propio por el conductor, por eso mismo los problemas lo abordan. Quizá la gracia que debe pedir y esperar con humildad es el llegar a querer los problemas de los súbditos y, lo que es más difícil aún, a los súbditos problemáticos.
Respecto del segundo rasgo se puede afirmar que el conductor está llamado a valorar con criterios evangélicos los gestos, aún los más pequeños, de sus súbditos. Esta valoración no debe estar exenta de una referencia a la estrategia apostólica de la Institución, e incluso fundamentada en el marco de los documentos institucionales. Esta valoración de los gestos más pequeños de los miembros de la Institución llevará al conductor a valorar también los gestos pequeños que él hace con los suyos, y poco a poco la alegría del Reino quitará espacio a la actitud quejumbrosa y depresiva que tan de cerca conocemos quienes tenemos la función de conducir. Con esto no quiero decir que quien conduce tenga que ser un coleccionista de miniaturas, ni que convirtamos las Instituciones en un grupo de pusilánimes conformistas. El conductor valora "lo pequeño" desde los grandes horizontes del Reino, y desde allí ha de animar al crecimiento y a la audacia apostólica.
El conductor es un hombre o una mujer de horizontes y debe ayudar a plasmar una Institución cuyos miembros tengan horizontes grandes; pero a la vez con la sagacidad de saber que es muy fácil confundir espejismos fantasiosos, reduccionismos mezquinos, con el verdadero horizonte de la realidad. La fecundidad de un conductor que lleva adelante su Institución con espíritu apostólico estará, en buena parte, condicionada a su habilidad por desplazar las discusiones estériles que están viciadas de todos estos tipos de mezquindades (miopes o megalómanas), al terreno de la realidad donde se pondere un problema y se encuentre una alternativa viable de solución. Y esto solamente puede hacerlo quien no tema abrazar los problemas y no se avergüence de sus súbditos y de sus posibilidades.
Ribadeneira subraya bien esta actitud de San Ignació: “...es muy necesario que él, que trata con los prójimos para curarlos, sea como un buen médico, y que ni se espante de sus enfermedades, ni tenga asco de sus llagas, y que sufra con gran paciencia y mansedumbre sus flaquezas importunidades; y para esto que los mire, no como a hijos de Adán y como unos vasos frágiles de vidrio o de barro , sino como una imagen de Dios, comprados con la sangre de Jesucristo, procurando que ellos mismos se ayuden y con buenas obras se dispongan para recibir la gracia del Señor o para crecer en ella, en quien deben esperar, que pues le llamó a tan alto ministerio, le hará digno ministro suyo, si desconfiare de sí y confiare en la bondad del mismo Señor que lo llamó y le hizo miembro de esta Religión" (V,12).
9. Teniendo en cuenta los criterios y los rasgos descritos hasta aquí, quisiera, finalmente destacar tres aspectos del modo de proceder de un conductor.
El primer aspecto es el cuidado por la edificación en los prójimos. San Ignacio decía que “no había ninguno en casa de quien él no se edificase” (Dichos, n.8). El primer paso para "edificar" a los demás es aprender a edificarnos de ellos y descubrir lo bueno que tienen y cómo eso bueno puede redundar en el bien de la Institución toda si se lo conduce a buen crecimiento. Es la actitud del “Presupuesto” de los Ejercicios Espirituales (EE.22) y de la “Contemplación para alcanzar amor” (EE.230-237). Contemplando lo bueno que hay en ellos y la promesa que supone todo esto bueno para el cuerpo de la Institución, el conductor aprende a precaverse de esa fatal equivocación de la que San Ignacio decía: "Ningún yerro es más pernicioso en los maestros de las cosas espirituales, que querer gobernar a los otros por sí mismos, y pensar que lo que es bueno para ellos es bueno para todos" (Dichos 12).
Por otra parte, siguiendo en este camino, aprende ser delicado e industrioso sin herir, haciéndolo sentir bien a aquél con quien habla y provocando en él el desee de hacer crecer las virtudes. Dice, al respecto, Ribadeneira: “También era maravilloso el artificio que nuestro bienaventurado Padre tenía en ganar las voluntades de las personas con quienes trataba, y por esta vía atraerlas más fácilmente a Dios, y con sus palabras, y más con sus ejemplos, nos enseñaba el cuidado que debemos poner en esto. Decía que ayuda mucho el tener verdadero y sincero amor y el mostrárselo con palabras amorosas y con obras, haciendo por ellos lo que buenamente se puede, conforme a nuestro hábito y profesión y a la prudente caridad. Y el hacer confianza de las mismas personas, comunicándoles los negocios que tratamos...y tomando y siguiendo su consejo cuando fuere acertado, el conformarnos con sus condiciones, y condescender con ellas en todo lo que no fuere contra Dios, y disimular al principio en algunas cosas para entrar con ellos y salir con nosotros, haciéndonos “omnia ómnibus”, como lo hacía el Apóstol, “ut omnes lucrifaciamos” (hacernos todo a todos, para ganarlos a todos). Pero como la prudencia para acertar debe mirar tanto las circunstancias de los tiempos y lugares, y más de las personas con quien se trata, y de las mismas cosas que se tratan; son menester muchos ojos para ver bien la condición y natural de la persona (5) de que se ha de tratar, especialmente si es principal y gran señor, antes de entregarse a él y hacérsele muy familiar" (V,8).
El segundo aspecto sería la conciencia que tiene el conductor, de ser factor de unidad, unidad del cuerpo de la Institución. Ya no se trata de ganar o de controlar espacios, sino que su visión de fecundidad lo lleva a saber “sumar” en la armonía de todo el cuerpo. Esta actitud aparece repetidas veces en la manera de proceder de San Ignacio. Por ejemplo, “miraba mucho por la buena fama y reputación de todos sus súbditos; y esto de dos maneras: la una, hablando él siempre bien de ellos, y mostrando el concepto bueno que tenía de todos, y no descubriendo las faltas de nadie sino cuando había precisa necesidad de consultar algo para remediarlo; y entonces si bastaba consultarlo con uno no lo consultaba con dos, y si bastaba con dos no con tres; y no encarecía la falta, sino con una simple relación contaba lo que había pasado. La otra manera, era castigar severamente a los que hablaban mal de los otros sus hermanos (6), o daban ocasión con sus palabras para que se tuviese menos buen concepto de ellos..." (III, 6). La conciencia que tenía San Ignacio de que el Superior es, probablemente después de Dios nuestro Señor, el mayor factor de unión aparecía claramente en la delicadeza de sus industrias. Veamos dos de ellas: "Cuando se decía a nuestro bienaventurado Padre alguna cosa mal hecha de las que suelen alterar a los hombres, no hablaba palabra hasta haberse recogido interiormente y considerado lo que había de responder” (VI, 9). “Cuando dos no estaban unidos entre sí, solía referir al uno todo lo que había oído del otro que pudiera sosegarle y unirle más con él, callando lo que le podía desasosegar" (VI, 16).
El tercer aspecto sería, a mi juicio, el fundamento inspirador de los otros dos y de la conducta toda del Superior, porque supone una opción de corazón que el conductor hace delante del Señor. Me refiero a la humildad fundamental y de modo especial en las persecuciones y dificultades. Cuando San Ignacio pensó la Compañía, la pensó para que perdurara en la historia, pero visitada de contradicciones, y no temió el combate. Su total deseo de imitar a Cristo humillado y crucificado le inspiraba el camino a seguir (EE.167). En este punto resultaba, a veces cáusticamente explícito: “Decía más, que para emprender cosas grandes en servicio de Dios nuestro Señor, es necesario vencer el vano temor, no haciendo caso de la pobreza, incomodidades, injurias y afrentas, ni de la misma muerte, ni exasperarse o concebir odio o aborrecimiento contra las que nos contradicen o persiguen” (V,2). “Añadía más, que nos debemos guardar de dos rocas muy peligrosas en esta navegación: la primera, de la soberbia y vana presunción de nosotros mismos, acometiendo cosas muy arduas “y desproporcionadas a nuestras fuerzas; y la otra que muchas veces se sigue de ésta), de la pusilanimidad y des confianza en los trabajos y dificultades que se ofrecen, cuando no suceden las cosas como deseamos y pensamos. Pero sobre todo aconsejaba que con grande estudio (es decir, esfuerzo) procuremos de arrancar cualquier apetito de ambición, y de pretender para nosotros mismos honras y dignidades, amistades o favores de príncipes, alabanzas de hombres y aplauso popular; de manera que no hagamos cosa alguna por ser loados, ni la dejemos de hacer (si es buena) por temor de ser vituperados” (V, 3-4).
10. Podríamos seguir indagando en la mente de San Ignacio acerca de su actitud frente a lo grande y a lo pequeño. Pienso que, para el momento, lo recogido hasta aquí bien puede ayudarnos suficientemente en los criterios de conducción y -especialmente- en los de corrección.
Notas:
(1) Cfr. STROMATA/CIENCIA Y FE, XII (1957), p, 350-352. N. de la R.: la historia del así llamado "elogio sepulcral" la ha hecho K.Rahner. No es lo que aparenta, una lápida puesta en el sepulcro de San Ignacio en Roma, sino un elogio anónimo, en el estilo barroco del siglo XVII, que forma parte de una obra publicada en Bélgica, para celebrar el primer Centenario de la Compañía de Jesús.
(2) Cfr. Obras completas de San Ignacio, BAC,Madrid, 3°edición, p.702; 2° edición- p.665.
(3) San Ignacio expresamente hizo poner la palabra "amor", que no estaba en la redacción inicial, tomada de antiguas reglas de otras Órdenes religiosas, preparada por Polanco (Const. 270; cfr.727,791).
(4) Hacia el final del párrafo 5 (pp.4-5), decíamos que era responder a un mal espíritu con otro. Esto provoca la quiebra, no sólo del súbdito sino, y es lo más importante, de la unidad entre el súbdito y el Superior. Si el súbdito tiene un límite, normalmente ese límite será lugar preferido por el mal espíritu para tentar (EE.327). Si a tal tentación el Superior debe poner un límite (en el sentido de no dejarla crecer más), ha de procurar que no lo haga con espíritu tentado, porque entonces, curiosamente, el límite malo del súbdito se fortalecerá y crecerá más con la limitación puesta por el Superior. La agresión del Superior servirá, pues, a los fines del mal espíritu, cristalizando la actitud mala. De ahí la necesidad del amor y el cariño cuando se trata de limitar a alguien.
(5) Cfr. también el párrafo 9. Además, en el párrafo 8, aparece muy clara la actitud del “omnia videre, multa dissimulare...” (ver todas las cosas, disimular la mayoría...). Aquí, el "pauca corrigere" (corregir pocas) podría interpretarse no tanto en cuanto a la cantidad sino en el apocarse (humillarse) del Superior para hacer la corrección evitando todo tipo de agresividad.
(6) En este punto, la tentación más usual para quien conduce es justificar sus iras y faltas de control, o sus ansiedades, hablando mal a unos de otros. En este caso es obvia la intención, consciente o inconsciente, de buscar su prestigio o autoridad por sobre la unidad del cuerpo de la Institución. Ya no es el “mediador” que aglutina y construye a costa de sí mismo, sino el “intermediario” que lucra para sí.
Boletín de espiritualidad Nr. 73, p. 17-27.