El sacramento del perdón
A. Lauras sj
De unos años a esta parte, los vocablos por los cuales la Iglesia designa el sacramento del perdón han variado algo.
Algunos han creído ver en ello solamente un deseo de cambio para designar una realidad que permanece la misma.
Sin embargo, y quisiéramos mostrarlo aquí, en estas palabras diferentes se oculta y se revela la riqueza de un sacramento que con demasiada frecuencia es minusvalorado y aún rechazado, porque se lo comprende mal o se lo reduce a una caricatura.
En otra ocasión nos hemos ocupado de uno de los nombres más tradicionales de este sacramento: el de la confesión. Ahora nos vamos a ocupar de otros dos nombres: el de la penitencia y el de la reconciliación.
1. La penitencia
Hablar del sacramento de la penitencia significa para muchos evocar una de las palabras más insoportables del lenguaje religioso.
En efecto, penitencia es un término que significa, ya sea privación y sufrimiento, ya sea castigo que se ha merecido por alguna falta. Basta evocar, para ello, las expresiones del lenguaje corriente: hacer penitencia, poner en penitencia...
Una vez más, caemos en la trampa del lenguaje.
Si queremos escapar de ella, nos es preciso ante todo retornar al sentido primero del término. Y descubrimos entonces que el término mismo está ligado a la noción de lamentar. Pero, en el sacramento de la penitencia, ¿qué lamentamos?
¿No es verdad que muchos, de hecho, se lamentan sobre todo por haberse equivocado? O bien, frente a mis pecados, ¿no es acaso lo que lamento el haber sido inferior a mí mismo haber sido incapaz de realizar lo que había decidido, no haber sido capaz de mantener una resolución? O bien, encerrado en un espíritu jurídico, lamento haber quebrantado una ley, haberme puesto de alguna manera fuera de la ley.
Ahora bien, para un cristiano, nada de esto basta. Su pesar no puede resumirse ni encontrar sentido sino en la fórmula: "He pecado contra Tí". Podemos incluso llegar hasta decir que no nos pesa ser culpables (esta palabra nos remitiría a un contexto jurídico o a un puro análisis psicológico. Lo que lamentamos es haberle faltado a Alguien, haber faltado al amor de Alguien.
1.1 Penitencia como conversión.
La penitencia, que es pesar y arrepentimiento, no consiste en estar descontento de sí, sino en volverse hacia Dios. Ella es, en el sentido etimológico del término, una conversión, una vuelta hacia el amor de Dios.
Nuevamente el lenguaje bíblico nos permite captar mejor el sentido profundo de nuestro vocabulario cristiano. La expresión, tan frecuente en la versión latina de los Evangelios, "paenitentiam agere", es traducida en la versión ecuménica de la Biblia por "convertíos", Y el sentido de esta traducción se ve precisado, a propósito de Mt.3,2, por la siguiente nota: "Hay que reconocer aquí el tema, capital en el Antiguo Testamento, sobre todo a partir de Jerónimo, del cambio de dirección, del retorno incondicional al Dios de la Alianza". A propósito de ese mismo pasaje de S. Mateo, la Biblia de Jerusalén acota por su parte que se trata de un "pesar que mira al pasado, pero que se acompaña normalmente por una conversión mediante la cual el hombre se vuelve hacia Dios y se compromete a una vida nueva".
La penitencia se halla pues esencialmente orientada hacia Dios. Es verdad, sin duda, que encontrándome en presencia del amor de Dios y de la santidad de Dios, yo no puedo hacer otra cosa que tomar conciencia de mi falta de amor y de mi infidelidad. Pero lo más importante no es mantener mi mirada fija sobre lo que soy o no soy, sino mucho más el mirar y contemplar a Aquel que me hizo a su imagen y a su semejanza y me llama a apartarme del mal para volverme definitivamente hacia Él. Y tanto más resueltamente he de volverme hacia la vida nueva a la que Dios me llama, cuanto más haya tomado conciencia de las insuficiencias y de las tinieblas de mi vida pasada.
1.2 Penitencia segunda.
Se comprende fácilmente que, tomado en este sentido, el término latino "paenitentia" (o en griego "metanoia"), haya podido designar, en los primeros siglos de la Iglesia, el bautismo mismo.
¿Acaso éste no es momento en que el pagano, apartando se de la idolatría y del pecado, se vuelve definitivamente hacia el Dios viviente, "luz para iluminar a las naciones"?
Asimismo hay Padres de la Iglesia -como S.Agustín- que llaman "paenitentia secunda' al sacramento mismo de la penitencia. Esta segunda penitencia concierne a los pecados graves y apunta a una práctica muy precisa, la penitencia pública.
En definitiva debemos ante todo, al hablar del sacramento de la penitencia, retener la importancia capital de la relación de cada penitente con Dios.
Como Cristo lo ha repetido con tanta frecuencia, las disposiciones interiores cuentan más que los gestos exteriores. Y si la penitencia a veces nos es difícil, ello no es tanto porque haya de cumplir actos difíciles en sí mismos, cuanto mucho más porque nos es preciso cambiar nuestro corazón, o al menos desear con la gracia de Dios cambiar este corazón de piedra en un corazón de carne.
2. Reconciliación
El nuevo Ritual Romano llama "reconciliación de los penitentes" lo que hasta aquí llamábamos "sacramento de la penitencia".
¿Se trata de un nuevo término que se ha hecho necesario por el desgaste de las palabras que, a fuerza de ser demasiado usadas, acaban por perder su sentido?
Muy lejos de eso, se trata aquí, bien lo sabemos, de la recuperación de uno de los vocablos más antiguos de nuestra liturgia.
En efecto, la liturgia de la Iglesia antigua designaba por estas palabras un acto sacramental determinado: la reintroducción de los penitentes en la comunidad eclesial al término de la Cuaresma.
Este rito de la reconciliación comprendía tres etapas características. La primera era una confesión de sus faltas, pronunciada ante el Obispo; éste, a la vez que registra esta señal de arrepentimiento, excluye por un tiempo al pecador de toda participación en la Eucaristía, poniéndolo en el grupo de los penitentes. La segunda era- para una satisfacción separado durante un tiempo más o menos largo de la comunidad eucarística, el penitente se prepara, por una especie de segundo catecumenado que dura toda la Cuaresma, a ser reintroducido en la comunidad cristiana. La tercera etapa es la reconciliación propiamente dicha: durante la ceremonia del Jueves Santo, el Obispo impone las manos al 'penitente', significando con ello que sus pecados están perdonados y que de nuevo forma parte plenamente de la comunidad cristiana.
Este rito antiguo de la reconciliación de los penitentes puede hacernos comprender algunos aspectos esenciales del sacramento.
En primer lugar, recuerda el lazo profundo entre bautismo y penitencia. Por el bautismo somos hechos hijos dé Dios y, por ende, miembros del Pueblo de Dios. Este sacramentó no concierne solamente a las relaciones personales de un hombre con Dios: sacramento de la iniciación cristiana, nos introduce en un Pueblo a cuyas penas y alegrías nos encontramos plenamente asociados.
De la misma manera el sacramento de la reconciliación no concierne solamente a nuestras relaciones personales con Dios sino también a nuestras relaciones con la Iglesia de Dios. Es a través de la Iglesia como somos reconciliados con Dios; pero es también con la Iglesia que somos plenamente reconciliados, aún en caso de que el sacramento sea conferido con ocasión de una confesión privada y no en una manifestación visible dé la Iglesia penitente y reconciliada que pone de manifiesto toda verdadera ceremonia penitencial.
El término reconciliación tiene la ventaja, además de ser bíblico (cfr.2 Co.5,18; Col.1,20) y de evocar la Alianza con Dios, de que permite subrayar, como lo ha hecho la Constitución conciliar sobre la Iglesia (cfr. Lamen Gentium, n.11), que este rito reconcilia con la Iglesia al mismo tiempo que procura el perdón de Dios.
Así podemos quizá tomar mejor conciencia del hecho de que nuestro comportamiento no nos concierne solamente a nosotros. En razón de los lazos tanto sociológicos como espirituales que me unen a mis hermanos, aquello que yo soy, lo que yo hago o no hago, les concierne también a ellos , directa o indirectamente. Si verdaderamente quiero apartarme de mis conductas egoístas, suficientes, injustas, etc. sé que reconciliarme con Dios y reconciliarme con mis hermanos son dos realidades indisolublemente ligadas entre sí. Sé también que el renunciar a todo lo que en mí pone obstáculos a la acción del Espíritu -y ése es también el sentido de toda reconciliación con Dios- seré más testigo del amor y de la justicia de Dios en un mundo de o - dio y de injusticia.
El sacramento, pues, de la reconciliación me reconcilia con un Dios que yo había rechazado o ignorado. Me reconcilia con la Iglesia por la cual y en la cual me llegan todas las gracias de Dios. Es asimismo reconciliación con mis hermanos, porque tomo en serio las palabras de Cristo: "...ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después vuelve y presenta tu ofrenda" (Mt 5,24).
¿Hay que agregar que es también una reconciliación consigo mismo?
Ya lo hemos dicho: reconocer (confesar), lamentar sus pecados, no significa estar descontento de sí mismo, menospreciarse, sino ponerse en la presencia de Dios en la verdad de lo que somos y de lo que es el amor de Dios. Así también la hora en que Dios nos otorga su perdón es la hora en que estamos al mismo tiempo en paz con Dios, en paz con nuestros hermanos y en paz con nosotros mismos.
Durante mucho tiempo muchísimos cristianos no han vis to en la confesión otra cosa que un gesto de piedad privada concerniente a su relación personal con Dios.
Un retorno a las fuentes y a una reflexión más profunda sobre el sentido mismo del sacramento deben ayudarnos a comprender las dimensiones a la vez personales, comunitarias y aun universales de toda confesión.
Precisamente porque mi relación con Dios pasa necesariamente por la comunidad eclesial, es que toda reconciliación concierne a esta misma comunidad.
Precisamente porque Dios es el Padre de las Misericordias, todo acto de humildad y de confianza en su perdón es, por ello mismo, participación en la alabanza que el universo hace subir hacia Dios.
Al reconocer que he rechazado su amor, quiero que este mismo amor ocupe más lugar en mi existencia, pero también en la existencia del Pueblo de Dios, de tal suerte que éste, a la vez pecador y rescatado, pueda en toda verdad confesar que sólo Dios es Santo, que sólo Dios es Amor.
Boletín de espiritualidad Nr. 76, p. 22-27.