El mal Superior y su imagen
Jorge M. Bergoglio sj
1. Hay muchas maneras en las que se manifiesta cuándo un superior religioso no tiene los rasgos esenciales que lo configuran como tal: un hombre (una mujer) "ad aedifica - tionem", y la fecundidad (explicitada en la paternidad y maternidad espiritual).
Jesús, especialmente hablando de los dirigentes de Israel, nos ha señalado muchos rasgos que configuran al mal superior religioso, y que -en nuestra reflexión- podrían resultarnos de utilidad. Probablemente el más conocido es el mercenario, asalariado, en lugar de "buen pastor".
Yo quisiera, en esta reflexión, tomar otra imagen, menos conocida quizá, pero sugerente para este fin: el mal superior es, fundamentalmente, un hombre o una mujer que venden la heredad que recibieron gratuitamente. Y esta imagen se puede enmarcar en la grave amenaza de la Carta a los Hebreos: "Porque si voluntariamente pecamos después de haber recibido el pleno conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados, sino la terrible espera del juicio y la furia del fuego pronto a devorar a los rebeldes. Si alguno viola la Ley de Moisés, es condenado a muerte sin compasión, por la declaración de dos o más testigos. ¿Cuánto más grave castigo pensáis que merecerá el que pisoteó Hijo de Dios, y tuvo como profana la sangre de la Alianza que le santificó, y ultrajó al Espíritu de la gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza; yo daré lo merecido. Y también: El Señor juzgará a su pueblo. "Es tremendo caer en las manos del Dios vivo" (Hebr.10, 26-31). Quien pisotea al Hijo de Dios, quien trata como profana la sangre que lo salvó, ciertamente es porque, en su corazón, ha vendido, o malvendido (porque siempre este tipo de herencias se malvende), la heredad recibida de sus mayores.
Para Jesús, quien vende su heredad, quien no pastorea a su pueblo con lealtad a las promesas recibidas, es un "guía ciego". Abundan las referencias a este respecto hasta plantearse, en términos de ceguera, el drama del rechazo de Jesús (cfr. especialmente Jn.9,39-41).
2. A lo largo de la Escritura aparecen muchos personajes del pueblo de Dios que "venden su heredad", y otros tantos que se niegan a venderla aún a costa de su propia vida. Entre estos últimos, probablemente el más nítido es el caso de Nabot (cfr. 1 Re.21, 1-16). Al ser compelido a vender su campo, o cambiarlo ventajosamente por otro, su respuesta es clara: "Líbreme Dios de darte la heredad de mis padres" (v.3), y es consecuente con esta adhesión a su heredad hasta la muerte, como la vieja Macabea con sus siete hijos (cfr.2 Mac.6, 12-17 y 2 Mac.7). Esta mujer se erige en el símbolo más próximo de la heredad para sus hijos: ella les trasmitió la fe, ella -ahora- es capaz de hablarles en "dialecto materno", y de allí ellos cobran fuerzas para recuperar la plenitud de su herencia y hacer la progresar, para no venderla.
En el Evangelio, el óleo de la unción significa el alimento de los hijos de la luz... y las vírgenes prudentes no lo negocian, aun a riesgo de parecer egoístas: saben que la pertenencia y la doctrina (que son la heredad.) no se negocian, y por ello no escucharan el condenador “no os conozco".
Esteban llevará al martirio su convicción de ser descendencia de Abraham y heredero de la Promesa (cfr.Ga.3, 26-29), y este martirio tiene siempre, como en el caso del Heredero por antonomasia, una fuerte connotación de humillación.
La Carta a los Hebreos lo expresa espléndidamente: "Moisés eligió antes ser maltratado con el pueblo de Dios que tener el goce pasajero del pecado, reputando por riqueza mayor el oprobio de Cristo que los tesoros de Egipto..." (11,25 ss.). "...Fueron estirados en el potro, no admitiendo la liberación por rescate, a fin de alcanzar más aventajada resurrección. Otros experimentaron ludibrios y azotes y además cadenas y cárcel. Fueron apedreados, sometidos a prueba, aserrados, murieron al filo de la espada, anduvieron errantes, cubiertos de zamarras, de pieles de cabra, faltos de todo, atribulados, vejados, de los cuales no era digno el mundo; extraviados por despoblados y montes y cuevas y cavernas de la tierra" (11,35-38).
Hay un rasgo más en esta valentía, en este testimonio, en este martirio de quienes no venden su heredad. La Carta a los Hebreos dice que tanto los que dieron su vida en el martirio cruento, como aquellos que hicieron su testimonio en la constancia fiel a lo recibido no vieron, no alcanzaron la promesa (Cristo, ciertamente): "En la fe murieron todos ellos, sin haber logrado las promesas, viéndolas sólo de lejos y saludándolas..." (Hebr.11, 13). "Y todos éstos, si bien recomendados por tales testimonios (martirios) por razón de su fe, no vieron cumplida en sí mismos la promesa..." (11,39).
La historia de salvación nos presenta a los prohombres del pueblo fiel como fundamentalmente cuidadores de la heredad recibida, caminando hacia su plenitud, y dejan do esa herencia a los que vienen detrás para que ellos la lleven a su plenitud: "...disponiendo Dios con su Providencia algo mejor acerca de nosotros, a fin de que no ligasen sin nosotros a la consumación" (Hebr.11, 40).
3. También porque la historia del pueblo fiel de Dios es historia de gracia y pecado, y si lo es en la historia del pueblo, también lo es en el corazón del Superior, se nos narra en los libros sagrados la vida de los hombres y mujeres que vendieron su heredad.
Sansón (Jueces 16,4-21), llevado por la sensualidad y debilitado por el asedio que sigue a ella, termina aburriéndose (v.16) y aburrido de la vida, conducido por el tedio vende la heredad. Tendrá después que recurrir a una catástrofe para reparar en algo el mal producido; pero él, elegido, fue infiel, porque no supo custodiar la heredad confiada.
Esaú, denominado impío (Hebr. 12,15-17), entró en este camino del descuido de su heredad (cfr.Gen.25, 29-34), y desdeñó la primogenitura que había heredado (v.34). Sabemos la historia de la venta, y cómo después será el errante quejumbroso (Gen. 27,30-40): "se llevó mi primogenitura... se llevó mi bendición..." (v.36), eludiendo con esta actitud plañidera la responsabilidad que le tocaba. Pienso que esta actitud quejumbrosa es la "raíz amarga" que menciona el autor de la Carta a los Hebreos.
4. Finalmente, hay dos casos, en la Escritura, cuyo mensaje, tan simbólico, tiene especial luz en este asunto: en el Antiguo Testamento, el caso de Susana, y en el Nuevo el de Ananías y Safira.
Cuando un corazón se va acostumbrando a ir cediendo de la integridad de su heredad, entonces ese corazón se torna infiel, y la imagen de la prostitución resulta frecuentemente utilizada al respecto (cfr. Ezequiel 16). El pueblo de Dios, en su infidelidad, es visualizado como una prostituta. El varón y la mujer fiel, curiosamente, serán castigados con la misma pena que la prostituta: apedreados. Esteban y Susana. A esta última le está reservada la calumnia. Pero el símbolo se agiganta sobre la historia: para conservar la heredad hay que estar dispuesto a llevar en el rostro el signo de los infieles (a Jesús le dijeron "Samaritano"). Esto marca el límite de constancia (hypomoné) que debe calibrar la fidelidad a la heredad recibida. El infiel es al revés, se disfraza de bueno. La mentira farisaica, la apariencia limpia sobre la corrupción que anida en él corazón, tienen en las primeras comunidades cristianas su representante en Ananías y Safira (Hech.5, 1-11). Ellos, curiosamente, venden algo para ser más perfectos (como Jesús lo mandó al joven rico) y poder así conservar la verdadera heredad, "un tesoro en el cielo"... pero por las dudas toman su reaseguro. El Señor los castiga porque han mentido al Espíritu Santo y se quedaron con algo propio que no era precisamente la heredad que decían querer conservar. Con la heredad recibida no se puede jugar: este tipo de reaseguros no va con Dios. Hay algo de sagrado (con-sagrado) en el gesto de hacerse cargo de la herencia y trasmitirla, y aquí el Señor no to lera la mentira.
5. Vistas así las cosas, podemos preguntarnos, utilizando toda esta rica tipología bíblica, sobre los rasgos de maternidad y paternidad de un superior religioso en referencia a recibir bien, custodiar atentamente y trasmitir con fecundidad, la heredad recibida.
En concreto, me circunscribiré a las realidades fundamentales que hacen de un superior religioso un vendedor de la heredad, inspirado en los pasajes bíblicos citados.
6. En primer lugar, un superior vendedor siempre, necesariamente, elude el trabajo: es perezoso. Y la pereza es floreciente y variada en sus manifestaciones. Va desde el superior agobiado, pasa por el superior ocupado en muchas cosas y termina en el superior disperso. Todo esto es pereza: buscar en el agobio una justificación alienante de nuestra ineficacia; encerrarse en la ocupación para no "a-tender" (tender hacia) los problemas de cada persona en la comunidad; dispersarse en mil y una cosa que no es lo importante, para no hacer aquello que debemos. La dispersión (aun la apostólica) es de mal espíritu siempre. Son los superiores que sienten internamente la necesidad de acudir para no trabajar. No saben de aguante apostólico y de constancia cotidiana. El signo de esta pereza es el mal cansancio. Un superior perezoso, en cualquiera de estas variedades, siempre se "cansa mal": agobio, surmenajes, cara de "mater dolorosa", insomnio... Pero no sabe del buen cansancio, de ese que a la noche a uno lo deja rendido y alegre, constante, y lo lleva junto al Sagrario para interceder una vez más por sus ovejas, de las que no se avergüenza y por las que peleará delante del Señor. Porque la verdadera constancia apostólica (la hypomoné) de un superior, esa capacidad de resistencia que tiene todo buen cristiano y que, en definitiva, es la piedra de toque de su calidad, es la única que posibilita la verdadera parresia: el coraje apostólico que lleva al Superior tanto a la intercesión ante Dios nuestro Señor, como a emprender grandes cosas por Su Reino para con los hombres.
Ambas actitudes, parresia y hypomoné, van juntas, una supone a la otra. "No renunciéis, pues, a vuestra valentía (parresia), a la que está reservada una gran recompensa. Tenéis necesidad de constancia (hypomoné) a fin de que habiendo cumplido la Voluntad de Dios alcancéis la pro mesa. Porque todavía un poquito, sólo un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará, y mi justo por la fe vivirá; y si se acobardare, no se agradará mi alma en él. Pero nosotros no somos hombres de cobardía para la perdición, sino de fe para la salvación" (Hebr.10, 35-39). Más claro esto último en la traducción de Schokel: "Y nosotros no somos de los que se echan atrás y perecen, sino hombres fieles que conservan la vida"; se rescata el verdadero sentido de la valentía constante cristiana: conservar la vida recibida.
7. En segundo lugar, un superior vendedor, es un hombre o una mujer que ha perdido la memoria de su familia religiosa, la memoria de su vida como hijo de esa familia y en definitiva- hijo del Señor. Al convertirse en un desmemoriado, este hombre o mujer no distingue entre lo que es la herencia y cualquier otro bien, y al no distinguirlo pierde la capacidad de discernir para el bien de su heredad, y de este modo puede hacerle el juego a cualquier teología de moda o coyunturalismo al margen de la doctrina de la Iglesia. Y, porque no distingue es un ciego. Pero quizá lo más sugerente, el signo de un superior desmemoriado es el tedio, es el aburrimiento de la vida, que tuvo Sansón, porque le faltó la capacidad de resistencia ante los asedios continuos de la sensualidad. Jugó con el fuego, fue curioso... y toda curiosidad desemboca en el tedio como símbolo de lo fatuo.
8. Finalmente, un superior vendedor de la heredad recibida es un hombre falto de pieta. La ha perdido, porque perdió su memoria y su capacidad de trabajar edificando. Reedita en sí la profunda actitud de Esaú, a quien la Escritura precisamente caracteriza con este rasgo de falto de piedad: el impío (Hebr.12, 16).
La pietás es la virtud que garantiza nuestra pertenencia filial a una familia religiosa, al carisma fundacional y a las tradiciones del Instituto, en definitiva, a la Iglesia misma. Y cuando uno se olvida de ser hijo, no sabe ser ni padre ni hermano. Aquí sucede como con los votos: el qué falta a uno, siempre, en el fondo, está faltando a los otros dos. El que no es hijo, no puede ser padre. Y entonces, ese religioso, entenado en cualquier proyecto que se le presente, pasa a engrosar una pléyade de tíos y tías solterones que pretenden liderar, no como padre o madre, sino como tíos, porque se han descastado y pretenden arrancar desde su propia esterilidad la fantasía de ser fecundos.
El signo de un superior impío es siempre es el espíritu quejumbroso. Ya Jesús había llamado la atención sobre este espíritu a la generación adúltera de su tiempo:"¿Con quién compararé, pues, a los hombres de esta generación? Y ¿a quién se parecen? Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza y se gritan unos a otros diciendo: Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado endechas, y no habéis llorado. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía ni bebía vino, y decís: demonio tiene. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe y decís: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Y la Sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos" (Lc.7, 31-35).
Este espíritu malo es una suerte de estado de disconformidad, haber perdido el hábito de gozar de las gracias recibidas, una especie de tristeza que sin tener las características de la tristeza espiritual, posee algunos de sus elementos: poca ilusión, quedantismo, pereza. Pero, sustancialmente, el signo mejor de este estado sea un cierto espíritu quejumbroso. Y esta actitud quejumbrosa no se refleja solamente en quejarse de cosas: va más allá, al núcleo de un corazón disconforme. Lo peculiar consistiría en el desplazamiento de cualquier problemática hacia ámbitos en los cuales uno no puede manejar ninguna solución, o cuya solución no depende de uno. El quejumbroso aísla su conciencia de todo tipo de realidad que pueda ayudarlo. Sabe que, si quiere conservar ciertas cosas manifestada en ese lamento, le es necesario conservar zonas de sombra, zonas de ceguera, en las que no entre la luz de la gracia o simplemente la luminosidad de un trato digno y leal. Es curioso: escapan de la confrontación de sus opiniones y prefiere una comunicación de pasillos en las que saben precisamente que sus posturas no podrán ser rescatadas para la luz. Obviamente que, en el fondo del corazón, hay una adhesión a la ceguera, a esa pequeña o grande mentira y no se tiene ninguna intención de clarificar las cosas. Santa Teresa amonestaba a sus monjas fáciles de recurrir al “hiciéronme sinrazón”. Estos quejumbrosos ejercitan una especie de hipocondría del espíritu: optan por coleccionar pequeñas injusticias, heridas que les hicieron o se imaginan les hicieron, y cuidan tal colección con una ternura digna de mejor causa. Esta cavilación de retorno sobre las supuestas o reales injusticias configura otro signo: una capacidad opinativa sobre problemas que no les atañen, resuelta en un espíritu de “habríaqueismo”, con el que disfrazan su dispersión perezosa. Curiosamente, se plantean problemas no solucionables por sus medios, y sus frases predilectas son: "no hacemos esto”, "deberíamos enfrentar tal cosa", "habría que...", y juntamente no hacen lo que deben, no enfrentan los desafíos cotidianos que les exige su vocación de religiosos y superiores (cfr. BOLETÍN DE ESPIRITUALIDAD n.78, p.ll).
La impiedad los lleva a sentir añoranza de la desolación: son fundamentalmente hombres nostálgicos del tiempo de la esclavitud, soñando con ajos y cebollas idealizados, porque también ellos, como los israelitas del desierto, se olvidan que esos ajos fueron servidos en la mesa de la esclavitud.
9. Hemos visto las actitudes más características de un superior que vende su heredad: la pereza, la pérdida de la memoria, la impiedad.
Antes de finalizar, quisiera detenerme en un criterio, criterio ambivalente, que aparece en los textos citados. Decía más arriba que la valentía de quienes no vendían su heredad iba siempre signada por la humillación y la cruz. En el caso de Susana, su fidelidad, por este modo de ser, tiene como castigo el mismo que el de las infieles, las prostitutas: ser apedreadas. Aparentemente, igual que Jesús, es malhechora. Curiosamente pasa lo mismo, pero a la inversa, con los pecadores: son tenidos por justos. Es el núcleo del fariseísmo. El justo, aparenta ser malo (las circunstancias lo ponen allí) por defender su pertenencia a la heredad que no quiere vender. El injusto, como Ananías y Safira, vende cualquier cosa, con tal de aparentar ser bueno. En ambos hay un trastoque de valores: en los pecadores es la zona oscura de la mentira la que hace de mediación. En los justos la cruz es la mediadora. Pero ambos grupos de personas pasan por una mediación que distorsiona la realidad de su apariencia. El fariseo necesita legislar continuamente reglas de perfección para tapar su corazón corrompido. La mediación de la cruz, que se da en el justo, es en Jesús el secreto mesiánico, por medio del cual Satanás no tiene el control del alma del justo. Las grandes obras de Dios se hacen en el silencio de este secreto, como nos lo advierte San Ignacio de Antioquía: "El príncipe de este mundo ha ignorado la virginidad de María, su alumbramiento y también la muerte del Señor, tres misterios clamorosos que fueron cumplidos en el silencio de Dios" (Ad Eph., XIX, l; Sources Chrétiennes, 10, p.75). Se trata del crisol de la prueba por el que ha atravesar todo superior si quiere ser fecundo. Más todavía: o lo atraviesa con sentido de purificación, y entonces para, él será cruz e imitación del Señor; o lo atravesará con espíritu de vanidad y soberbia, y entonces será para él fariseísmo que lo lleva a la infecundidad, incapaz de convocar a nadie.
Un superior religioso debe preguntarse con frecuencia sobre sus penas, sufrimientos y tristezas, y ver de qué signo es. ¿Lo despojan cada vez más de sí y lo adhieren a Cristo crucificado? Entonces son de Dios, son el crisol de la pasión... ¿Le alimentan algún resentimiento? ¿Le proponen ambiciones futuras como compensación de fracasos presentes? Entonces son de mal espíritu, forjadoras de fariseísmo en su alma, los llevan a la esterilidad y los convierten en asnos: "homo cum in honore sit, quasi asinus".
En este crisol se plantea la oposición entre el " no ver" o el "ser ciego”. Si un Superior acepta la heredad recibida y quiere trasmitirla con fidelidad, no le queda más remedio que asumir el "no ver" la plenitud de tal heredad. Porque la ley de fidelidad a toda herencia pasa por el "entregarla" y renunciar al goce de su plenitud; supone que quien la entrega muera para que pase, como patrimonio total, a manos de quienes la van a llevar adelante: "Pues para disponer de una herencia es preciso que conste la muerte del testador, pues un testamento adquiere validez en caso de defunción; mientras vive el testador, todavía no tiene vigencia" (Hebr.10, 16 ss.). El "no ver" la plenitud de la heredad, el atreverse con valentía a "saludarla desde lejos", supone para el superior pequeñas y grandes muertes cotidianas que lo prepararán para el despojo definitivo. En este punto no podemos obviar la imagen de los que -en la narración evangélica- aparecen como maduros para irse, los que cantan el "Nuc dimitís": Si ^ meón y Ana. Con su vida señalan el ámbito en el que se da una fidelidad a la herencia y una trasmisión fecunda de ella. Es el ámbito del Templo, de la presencia de Dios, de la oración paciente y confiada. Allí ambos aceptan no ver la plenitud de la salvación que "han visto" en ese Niño, y ese "no ver" no implica tiniebla alguna, al contrario, es el momento de la luz, que ilumina con su promesa que va más allá de nosotros. Porque aceptan la pequeña candela, celebran, saludando desde lejos, con plena maestría, el Cirio Pascual. Un Superior, para acrisolar esta mediación del "no ver" y dejarse del "ser ciego", debe con frecuencia ir al Templo, a la presencia esperanzadora dé Dios, a la oración confiada. Allí, en el Templo, forjará su "pietas", porque se hará cargo de "la roca de donde lo tallaron y de la cantera de donde lo extrajeron" (Is.51,1);con templará a "Abraham su padre y a Sara que lo dio a luz" (ibíd.), y haciéndose cargo de esta identidad que es la heredad recibida para él, la entregará paternalmente a aquellos que la llevarán adelante, y gustará dé soñar con esa plenitud que ahora acepta "no ver" y, contemplándola desde lejos, "saltará de júbilo" (Jn.8,56).
Boletín de espiritualidad Nr. 84, p. 1-9.