La celebración del perdón (*)
Fernando Boasso sj
En el sacramento de la reconciliación la Iglesia celebra el perdón de Dios.
¿Qué significa celebrar?
Veamos, por ejemplo: celebramos el cumpleaños de mamá, o las bodas de plata de casados, o la fecha de la Independencia. ¿Qué hacemos entonces? Recordamos un hecho muy importante, un hecho famoso, que hay que hacer "célebre": el nacimiento de mamá, el casamiento que cumple tantos años, la Independencia, etc.
Celebramos algo ocurrido muy valioso para nosotros, para que eso tan valioso e importante no se olvide y no muera, sino que siga viviendo, que siga estando presente siempre, que se haga inmortal.
Ahora bien, ha ocurrido un hecho infinitamente más valioso e importante: la Reconciliación que el Padre misericordioso efectué con la Humanidad pecadora, por la Pascua del Señor Jesús y por el envío del Espíritu Santo.
Eso infinitamente importante hay que celebrarlo, y por eso el mismo Jesús ordené se hiciera una institución: el sacramento de la penitencia o reconciliación. Así, por medio de la Iglesia, ese perdón vuelve siempre a hacerse presente, se celebra en cada confesión debidamente hecha.
Cuando celebramos algo no lo hacemos con disgusto y angustia, sino con gozo. Acuérdense de cómo el Padre del ejemplo que contó Jesús celebró la vuelta del hijo pecador con música y alegría, pues había ocurrido algo tan lindo, pues su hijo estaba como muerto y ahora había vuelto a vivir.
Hemos de ir a confesarnos convencidos de que en el Sacramento del perdón y la reconciliación ocurre algo infinitamente beneficioso, algo salvador para nosotros, como si recobráramos la salud en una enfermedad mortal. Estando espiritualmente muertos, por la confesión volvemos a vivir. Celebramos con gozo interior el restablecimiento de la Alianza con Dios, Alianza de amistad que nosotros habíamos roto.
1. ¿Cómo hacer para confesarse?
¿Qué se requiere para confesarse? Si tenemos sinceridad, la cosa resulta muy sencilla.
Lo principal es que realmente nos sintamos pecadores, que estemos arrepentidos y que busquemos enmendarnos, deseando salir de la vida de pecado para caminar hacia la casa del Padre. Qué deseemos cambiar nuestro modo de sentir de juzgar y de obrar frente a aquello que es pecado.
Este deseo eficaz de cambiar de vida según los mandamientos de Dios es lo que se llama conversión. Seguir nuestra conciencia recta, que es una lámpara de la Luz eterna que Dios encendió en nuestro interior.
Este deseo de conversión no significa el superar de golpe la debilidad, ni la seguridad total de que podamos evitar volver a pecar. Pero queremos y confiamos en Dios. Buscamos estar cerca de Dios, nos volvemos a El convencidos de que nos ama y que hemos de responder a su amor.
Después, ya sabemos que para recibir el sacramento de la penitencia hay que reconocer y confesar los pecados al confesor,
Repitamos: la cosa es simple, siempre que haya sinceridad (1)
Lo primero que no debemos hacer es decirle al sacerdote que no tenemos pecados, que somos buenos cristianos, que sólo tenemos algunos "errores" como todo el mundo...
Tampoco hemos de empezar diciendo que solemos vivir "normalmente", que nunca nos metemos con nadie, etc...
Ir a confesarse es simple (aunque haga muchos años que no lo hacemos), siempre que con sinceridad y llaneza nos dispongamos a abrir nuestra conciencia al ministro de Dios, que hace las veces de Jesucristo (aunque fuese un pecador) (2).
Notemos, por otra parte, que no hay que confundir esa sinceridad con el escrúpulo angustioso que escarba la con ciencia con ansiedad.
La sinceridad requiere, sí, que nos dispongamos a decirle al sacerdote todos los pecados graves, mortales, que recordemos, desde la última confesión bien hecha, luego de un examen de conciencia bajo la luz de Dios (3).
Muy útil es confesar también los pecados leves o veniales, con el deseo de ir creciendo cada vez más en la condición de hijos de Dios, deseando asemejarnos a Jesús.
Advirtamos que la confesión no es una conversación con el psicólogo, ni menos un tratamiento psiquiátrico Tampoco es el mero desahogo de una confidencia (aunque surta algunos efectos de todo esto). La confesión es, ante " todo, un acto de fe y de confianza en la medicina de Dios. El demonio rodea la oscuridad y es maestro de engaño. Nosotros podemos adormecer nuestra conciencia, enredarnos y ya no distinguir bien dónde está el mal verdadero. En cambio, Dios es Luz y quien lo sigue ve claro el camino ver" dadero (4).
Como mejor preparación, busquemos, pues, al Señor en la oración, con la confianza en Cristo que sigue sanando nuestras hondas dolencias, que continúa liberándonos de las ataduras del maligno y de todos los males. Como el ciego de nacimiento, roguémosle: "Señor, si Tú quieres, pue" descurarme". "Señor, que vea".
Ante la presencia de Dios, recemos lentamente las palabras del Salmo 139: "Tú conoces, Señor, mi corazón; Tú"? conoces el fondo de mi alma...".
2. Examen de conciencia
Veremos mejor cómo anda nuestra vida (si voy por mal camino) examinando lo que nos mandan los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, siendo ellos como el espejo en el cual vemos la enfermedad o la salud de nuestra alma...
Los tres primeros Mandamientos se refieren directamente a Dios, a nuestras relaciones con El,
Los demás se refieren más directamente a nuestras relaciones con el prójimo.
Los tres primeros Mandamientos, que se refieren más directamente, a Dios mostrando nuestros deberes hacia el Señor, Jesús los sintetizó así:
a) “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, alma y espíritu”. Ese Dios, al que hay que amar así, con todo nuestro ser, Jesús enseña que es nuestro Padre...Los otros siete Mandamientos se refieren más directa mente al prójimo. Y Jesús los enseñó así:
b) "Ámense unos a otros como yo los he amado". Por consiguiente el motivo más fundamental por el cual hemos de cumplir los últimos siete Mandamientos, reside en la obligación de tener amor al prójimo como nos lo enseña el Evangelio... Por último, en el Evangelio encontramos todavía algo más para completar nuestro examen de conciencia:
c) "Amen al prójimo como a sí mismos". Jesús enseña, pues, a amar al prójimo como a sí mismo. Porque hay que amar la vida que viene de Dios, en el prójimo y en uno mismo, lo cual es muy distinto del egoísmo. Jesús dijo: "Miren los pajaritos, las flores del campo, qué lindas; pero ustedes valen mucho más". "Ya no los llamo siervos, sino amigos". ¡Cuánta ilusión tiene de nosotros nuestro Padre que nos puso en la vida! Examinemos:
¿Me acepto a mí mismo, con todo mi pasado y mi presente, como hijo de Dios y hermano de los hombres? ¿Amo la dignidad con que Dios selló mi vida al hacerme imagen y semejanza suya?
¿Cómo hago rendir los dones físicos y espirituales que Dios me ha dado? ¿Me rebajo entreteniéndome en fantasías de soberbia, vanidad, envidia, gula, ira, lujuria?
Resumamos todo el examen: ¿de qué me reprocha mi conciencia sobre los deberes?:
con Dios?
con el prójimo?
conmigo mismo?
3. Dolor y arrepentimiento.
La lámpara de Dios nos habrá hecho ver que somos verdaderamente pecadores. Que el Señor nos ayude también a un sincero dolor y arrepentimiento.
El dolor no ha de llevarnos al desánimo, al miedo que acobarda y nos haga retroceder. Podría quedar la impresión de que no tengamos salida (por nuestra debilidad), porque deseamos el bien, pero hacemos el mal, como San Pablo que se preguntaba: "¿Quién me libraré de este cuerpo que me lleva a la muerte?". Pero con la misma confianza del Apóstol, estemos seguros de la salvación de Cristo (donde hay más pecado, allí Dios nos salva), diciendo con él; "í Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Ro, 7,24-25).
Recordemos también a San Juan, quien enseña que cuando la conciencia acusa que somos pecadores, jamás hemos de desconfiar de Dios, pues Él es más grande que nuestra conciencia y que nuestros corazones (1 Jn.3, 20). Sí, el amor del Señor es más grande que nuestros pecados, que nuestras debilidades, que nuestras traiciones.
Señor, dame pena de haberme alejado de tu casa, olvidándome que Tú eres la realidad más importante para los hombres, olvidándome que eres mi mayor bien; dame dolor por haber herido al prójimo, que es como el rostro visible de Jesús; dame tristeza de haberme dañado a mí mismo, no amando la dignidad de hijo tuyo, rebajándome a mí mismo. Que con tu ayuda misericordiosa decida ahora vivir de otra manera, no volviendo a mis pecados.
Si estás en una Iglesia, mira al Señor crucificado en la santa Cruz, largo rato. J Cristo, que has venido a liberar a los pecadores, ten piedad de nosotros! Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten misericordia de nosotros! O tal vez no haga falta decir nada, sino mirara Cristo en silencio. Dile lo que quieras.
4. Confesión de los pecados.
Hay que ir confiadamente donde está el sacerdote confesor, quien representa a Cristo que viene a reconciliar" no en su Iglesia con Dios y con los hombres.
Si podemos, lo mejor será ponernos de rodillas, por acatamiento a Dios infinito y misericordioso.
Es útil decir al confesor cuánto tiempo hace, aproximadamente, desde la última confesión; al menos decir que hace muchísimo tiempo, o no hace mucho. Pero si nos olvidamos no importa.
Enseguida tenemos que manifestar nuestros pecados: "Padre, estos son los pecados que recuerdo", o "cometí tal pecado...", etc.
Si el sacerdote, para ayudar a una mejor confesión, pregunta algo, hay que responder con sencillez y franqueza, sin rodeos.
Si por hacer mucho tiempo que no nos confesamos, nos pareciera dificultoso, podemos decirle al sacerdote que nos pregunte.
5. La penitencia o satisfacción.
Al terminar la presentación de nuestros pecados, el confesor nos indicará una "penitencia" u obra buena que hemos de cumplir como reparación o satisfacción.
No tenemos que sorprendernos de que, generalmente, la satisfacción indicada sea muy pequeña al lado de nuestros pecados: algunas oraciones, algunas obras buenas durante la semana, etc. Jamás podremos "pagar" o satisfacer ante Dios por nuestras culpas. Pero Jesucristo en la Cruz fue quien cargó nuestro pecado, lo venció, lo destruyó.
La desproporción entre nuestros pecados y la "penitencia" indica la generosidad y lo gratuito del perdón divino, indica que Dios da de balde.
La satisfacción será además como una pequeña prueba con que podamos expresar nuestro arrepentimiento, nuestra voluntad de arrepentimos, nuestro deseo de corregirnos y la conciencia de que estamos en deuda con Dios. Así, hemos de aceptarla gozosos, y no como una especie de multa que cobra el sacerdote.
Luego de mandarnos la penitencia a cumplir, el confesor indicará que digamos el acto de contracción si lo recordamos; u otro que sepamos. Si no sabemos nada, podemos decir en voz baja: "Dios mío, me arrepiento de todo el mal que hice; perdóname, Señor, y ayúdame a no pecar más" o pedir perdón, en nuestro interior, con otras palabras, como se nos ocurra.
6. La absolución, el perdón sacramental
Escuchemos las palabras de perdón del ministro de Dios con fe y agradecimiento a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y a la Iglesia que Jesús dejó para que sea señal visible de la reconciliación.
Por esta Iglesia de Dios nos concede el petición y la paz cuando el sacerdote dice, trazando la cruz sobre nosotros: yo te absuelvo de todos tu pecado en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Respondemos Amén que significa “así es” sí, Indiscutiblemente Dios me ha perdonado.
7. Acción de gracias.
El perdón recibido en el sacramento es un regalo impagable.
Si un enfermo en peligro de muerte encontrara a un médico con una medicina maravillosa que le dejara sano en el momento, qué alegría, qué gratitud, cuántas muchas gracias saldrían de su corazón y de su boca.
Pues bien, más maravillosa e impagable es la salud eterna a través del sacramento de la Iglesia, por el Señor que nos arrancó d la muerte eterna, reconstituyendo nuestra salud espiritual curando nuestro corazón.
Él Padre se alegra, porque "había muerto, y ha vuelto a la vida”. Nosotros, ¿no vamos a tener alegría? Antes de abandonar la iglesia, corresponde dar gracias a Dios, alabarlo...
Apéndice: caminos de penitencia
El sacramento dé la reconciliación o penitencia hade prolongarse en una actitud penitencial, viviendo con espíritu de penitencia', "crean y conviértanse”, dice Jesús, “por que el Reino de Dios está cerca".
San Juan Crisóstomo enseña varias maneras, con muy buen resultado, de practicar y crecer en el espíritu de penitencia. Así señala cinco caminos de penitencia, a saber:
a. Confesar los pecados.
"Confiesa primero tus pecados y serás justificado”. Cuando rehuimos reconocernos pecadores ante Dios y queremos callar, entonces nuestro corazón "se secaba como un campo al calor del verano", como dice el salmo. Pero si confesamos la culpa, Dios perdona, nos llena el alma de alegría. Hagamos caso a nuestra conciencia, no apaguemos la lámpara de Dios. Confesemos siempre que haya pecados de gravedad; sin olvidar tampoco que la confesión de las faltas más leves es muy aconsejable y ayuda a crecer en el camino de los hijos de Dios.
b. Perdonar las ofensas.
El perdón de los otros es el segundo camino: "Porque si ustedes perdonan sus faltas al prójimo -dice el Señor- también les perdonará las de ustedes el Padre celestial". Perdonemos a los que nos han ofendido: que nuestro corazón sea más grande que sus pecados, dominemos nuestra ira y nuestro rencor. Si no, ¿cómo podríamos rezar: Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos?. Dice el Evangelio: "No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Den y se les dará..., porque con la medida que midan serán medidos"(Lc 6, 37-38).
c. La oración continúa.
Hay que rezar con fervor, pensando verdaderamente en Dios, sintiendo que estamos en su presencia santa. Este contacto espiritual con Dios santifica, su Santo Espíritu nos renueva, haciéndonos más hijos de Dios Padre.
d. La limosna.
Dice la Escritura: "Es mejor dar al pobre que amontonar tesoros, ya que la limosna libra de la muerte, y purifica todo pecado” (Tobías, 12,8-9). "El agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados" (Eclo.3, 30).
Este camino de la penitencia pide que nunca pasemos de largo ante quien nos necesita, sino que siempre estemos dispuestos a ayudar, con lo que fuere. Que no andemos guardando siempre lo que tenemos para nosotros solos.
Es más feliz dar que recibir.
e. La humildad.
El obrar como verdaderamente humilde ante Dios, es otra manera de expulsar el pecado, como aquel publicano del Evangelio, que no supo aducir su buena conducta, pero en lugar de buenas obras presentó su humildad, y Dios misericordioso perdonó sus pecados, oyó su oración”.
Terminemos con las palabras de San Juan Crisóstomo: "Te he recordado, pues, cinco caminos de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las ofensas a nuestro prójimo; tercero, la oración, cuarto, la limosna; quinto, la humildad. Que por estos caminos el Dios de la misericordia y de la paz te llene de alegría”.
Notas:
(*) Este artículo es el Capítulo 11 de F.Boasso, Dios es más grande que el pecado, Ediciones Diego de Torres, San Miguel (BA), 1982, pp.22-68
(1) N. de la R. el sacerdote inicia el rito del sacramento de la reconciliación con una petición en que le solicita a "Dios, que hizo brillar la luz en nuestros corazones, te dé la gracia de reconocer con sinceridad tus pecados.... La sinceridad es, junto con la confianza en la misericordia de Dios, la principal disposición de todo aquel que se acerca a celebrar el sacramento del perdón.
(2) Es una segunda idea que nos puede ayudar a buscar con más frecuencia el sacramento de la confesión: la presencia -sacramental, a su manera de Nuestro Señor Jesucristo en la persona de su ministro, el confesor elegido por nosotros. Puede ayudarnos a elegirlo la confianza que tengamos en sus cualidades - cualidades de vida y de doctrina-; pero nuestro espíritu de fe en el sacramento puede suplir las limitaciones humanas del confesor. Porque -como dice el Beato Isaac, abad del monasterio de Stella, en la lectura del viernes 23 del tiempo ordinario- “hay dos cosas que corresponden exclusivamente a Dios: el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados. Solo a Dios corresponde perdonar los pecados. Por ello nosotros debemos manifestar a Dios nuestra confesión, y esperar su perdón. Solo a Él debemos confesar nuestras culpas…”
(3) Para que un pecado sea mortal, se requieren tres condiciones:1) que la materia del pecado sea grave; 2) que tengamos advertencia plena de que lo que vamos a cometer es gravemente malo; 3) que tengamos libertad completa para hacerlo o no hacerlo. Según estas condiciones, todo lo que se haga sin querer, sin plena advertencia, sin caer en la cuenta, por simple descuido, en sueños, o en un arrebato imprevisto, eso no es pecado mortal. Sí callamos a sabiendas un pecado ciertamente mortal, la confesión es nula y es necesario repetirla sinceramente.
(4) N. de la R. San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, dice que "...cuando el enemigo de (la) natura humana trae sus astucias y suasíones a la ánima justa, quiere y desea que sean recibidas y tenidas en secreto; más cuando las descubre a su buen confesor u otra persona espiritual, que conozca sus engaños y malicias, mucho le pesa; porque colige que no podrá salir con su malicia comenzada, al ser descubiertos sus engaños manifiestos" (EE.326). Como dice nuestro autor, "el demonio rodea la oscuridad y el engaño": o sea, mediante la "oscuridad”, trata de mantenernos en el "engaño".
Boletín de espiritualidad Nr. 84, p. 10-18.