Lectura de la Escritura y oración ignaciana

Miguel Ángel Fiorito, SJ





El Concilio Vaticano II, en su último número de la Constitución Dei Verbum, sobre la Divina Revelación, después de haber recomendado que »todos los que ... se dedican legítimamente al ministerio de la Palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y estudio diligente ...«, »exhorta con vehemencia a todos los cristianos, en particular a los religiosos, a que aprendan el sublime conocimiento de Jesucristo (Flp 3,8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras, ›porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo‹ (S. Jerónimo) ... Pero no olviden – termina diciendo – que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura, para que se entable el diálogo entre Dios y el hombre, porque »a Él hablamos cuando oramos, ya Él oímos cuando leemos las palabras divinas ...« (Dei Verbum, 25; los subrayados son nuestros).

En este texto encontramos dos recomendaciones: la una, dirigida a los »que ... se dedican ... al ministerio de la Palabra«, y la otra, »a todos los cristianos, particularmente a los religiosos«: a los primeros se les dice que »se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y estudio diligente«; y a los segundos, que »debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura«.

Nos toca más directamente a todos nosotros el segundo consejo – pero no podemos olvidar el primero, como luego diremos –. Y por eso hemos titulado este trabajo »lectura de la Escritura y oración ...« (enseguida explicaremos que la oración de la cual nos ocuparemos es la »ignaciana« que san Ignacio enseña en su libro de Ejercicios Espirituales).

En realidad, a todos se les recomienda la lectura de las Sagradas Escrituras, con la peculiaridad de que, a los que se dedican al ministerio de la Palabra, se les insiste además en el estudio de dichas Escrituras; y, a los cristianos en general – pero de un modo especial a los religiosos y religiosas – se les recomienda el acompañar, con la oración, la lectura de las Sagradas Escrituras.

Expondremos, pues, nuestro tema en dos partes: la una, sobre la lectura de las Sagradas Escrituras, y la otra sobre la oración; con la peculiaridad de que
nos detendremos en explicar la relación que existe, en la primera parte, entre
la lectura y el estudio de la Sagrada Escritura – proporcionado, este último, a la capacidad y necesidad de cada lector –; y, en la segunda parte, insistiremos de un modo especial en la oración ignaciana, tal cual ésta es enseñada por san Ignacio en el libro de los Ejercicios Espirituales.

I. La lectura de la Escritura

1. Lectio divina

Es el nombre tradicional que recibe – sobre todo desde la espiritualidad del monacato – la lectura de la Escritura. Y con razón, si se entiende como se debe este epíteto »... divina« que aplicamos a la lectura de la Sagrada Escritura.

Porque podría uno pensar que se dice »... divina« porque versa sobre la Palabra de Dios o palabra divina, sobre los escritos divinos, sobre los libros que tratan de Dios ... Y esto es verdad, pero no es suficiente, porque sólo expresa el objeto de la lectura: a la lectura de la Sagrada Escritura se la llama »divina« por algo más que por su objeto.

1.1. Daremos un primer paso en el re-descubrimiento del sentido pleno y verdadero de la »lectio divina«, si advertimos que al menos en los escritos de san Benito, sistematizador de la vida espiritual en los monjes de Occidente, la »lectio divina« va acompañada del »opus Dei«, siendo a la vez su preparación y su continuación.

Ahora bien, el »opus Dei« – el »opus divinum« por excelencia, como también lo llamaba san Benito – no se traduciría totalmente diciendo que es la obra »de Dios«, en el sentido de que únicamente »se refiere« a Dios, o que »versa sobre« Dios – genitivo que llamaríamos »objetivo« – y que se dirige a honrarlo, porque se dejaría de lado lo que principalmente quiere significar ese genitivo »de Dios«: es decir, que es una obra que pertenece a Dios, que es su propiedad porque viene de su iniciativa – genitivo que llamaríamos »subjetivo«, porque expresa el »sujeto« que pone la obra –, y en la que nosotros intervenimos solamente por cooperación con Dios, autor principal del »opus Dei«.
Así que »opus Dei« quiere decir que es una obra que Dios realiza en nosotros – y con nosotros –: mientras dura la acción litúrgica del »opus Dei«, Él obra por su gracia con especial realismo y eficacia. Por ello san Benito, en su Regla, anota lo siguiente: »Creemos que Dios está presente en todas partes, y que los ojos del Señor observan en todo lugar a buenos y malos (cfr. Prv 15,3); pero sobre todo debemos creerlo sin la menor vacilación cuando asistimos al oficio divino (Benito, Regla, XIX 1-2).

1.2. Lo mismo que hemos dicho del »opus Dei«, debemos decirlo – proporcionalmente – de la »lectio divina«: a ésta se la llama »divina«, no meramente porque versa sobre la Palabra de Dios, sobre los escritos divinos, sobre los libros que tratan de Dios ... porque esto solamente explicita el objeto de la lectura.

Decir – como también lo hace san Benito (cfr. Benito, Regla, IV 55) – que es una lectura »santa«, es acertado; pero no es suficiente, porque subraya solamente su excelencia, el respeto que debe acompañarla; o bien, su efecto santificador en el lector de la Palabra de Dios. Todas estas explicaciones de la »lectio divina«, verdaderas en lo que afirman, no son suficientes, porque dejan de lado lo más esencial y lo que constituye el fundamento último de la »santidad«, o eficacia »santificadora« de esa lectura: es decir, que la lectura de la Palabra de Dios es »divina« porque se hace con Dios, en su compañía y con su especial ayuda, de corazón a corazón con el mismo Señor. En una palabra, que en ella, como en el »opus Dei«, su principal actor – o autor – es el Señor.

Cada frase que se lee de la Escritura debe considerarse como un mensaje, una provocación al amor, lanzado por un Dios impaciente de hacerse amar. Esta es, en definitiva, la razón por la cual se llama »divina« esta lectura: en ella, es Dios quien toma la iniciativa, quien nos habla, quien nos dirige su Palabra; y la actitud que nos cuadra no es la de mero »lector«, sino más bien – o mejor, también – la de »oyente«.



Al hacer, pues, la »lectio divina«, la debemos hacer con fe en la presencia de Aquél que, por ministerio de los Profetas y Apóstoles – y luego veremos que lo mismo sucede en su medida en el ministerio de sus doctores y maestros espirituales, sobre todo de los »clásicos« –, nos habla en cada una de las palabras que ahora leemos. En otros términos, debemos tomar en serio la frase con que la Liturgia termi-
na toda lectura en público de la Palabra revelada: es »Palabra de Dios«; Palabra
que no sólo nos habla de Dios, sino que viene de Dios, sale también de sus [5] labios, y se dirige en ese momento a nosotros sus oyentes (cfr. Apc 1,1, con nota de la BJ). Con esta fe debemos oír la Palabra de Dios que se nos lee en la Iglesia, y también la que nosotros leemos en privado.

2. Leer también con los labios

Un detalle de la historia de la »lectio divina«, que confirma lo que acabamos de decir: también en la Edad Media, pero mucho más en la Antigüedad, normalmente se leía, no como hoy únicamente con los ojos, sino también con los labios, pronunciando de un modo audible para el lector.

O sea, se leía hablando, incluso cuando uno estaba solo; y, por tanto, también escuchando lo que uno leía, y de aquí que lo que se leía se llamara, en la literatura cristiana primitiva, los »clamores paginarum« o »clamores de las páginas« o las »voces de las páginas«.

De modo que, para los clásicos de la espiritualidad monástica, leer era también oír: o mejor, oírse, para oír – en la propia voz – la voz de Dios.

Sin duda que no era totalmente desconocida la lectura silenciosa, o en voz muy baja; pero se la designaba con expresiones peculiares, como »tacite – calladamente – legere«, o leer para sí mismo, como se dice en la Regla de san Benito (cfr. Benito, Regla, XLVIII 5), o, con la expresión de san Agustín, leer »en silencio«.

Cuando se habla de una lectura sin ningún aditamento, se entiende de esa actividad en la que, como en el canto, se ocupa todo el cuerpo: en esa lectura, el trabajo de los ojos no se disocia del gesto de la boca y del trabajo de la garganta, y el movimiento de los labios y de la garganta acompaña el movimiento de los ojos.

Por eso, en el tiempo del descanso del cuerpo, san Benito mandaba que, quien quisiere leer, lo hiciera »para sí«, como lo prescribe en su Regla (Benito, Regla, XLVIII 5), para no molestar a los demás. Y cuando san Pedro el Venerable – como se narra en su vida – está acatarrado, no sólo no puede hablar en público, sino que además se dice que no puede hacer su lectura ordinaria.

Así pues, la misma manera de leer en voz alta, pronunciando las palabras que se leen, confirma, como lo acabamos de decir, que, leyendo la Palabra de Dios se la oiga: en la »lectio divina«, es Dios quien nos habla, y nosotros escuchamos su Palabra.



Hoy en día, la abundancia de lectura – diarios, revistas, libros espirituales o novelas ... – nos ha acostumbrado a leer solamente con los ojos, »devorando« con la mirada las líneas y las páginas: incluso se ha inventado la »lectura rápida« en que, con una sola ojeada, se lee la mayor cantidad posible de líneas.

Si queremos, pues, leer con más fruto la Palabra de Dios – o sea, oyéndola realmente –, debemos reeducarnos en esta manera de leer oyéndonos ... para oír la Palabra de Dios en nuestra propia voz.

Como dice L. Bouyer (1), »se trata de leer por leer, y no, como lo hacemos casi siempre, por haber leído. La mayor dificultad para apreciar la lectio divina como lo hacían los antiguos, es que estamos viciados con respecto a la lectura, a toda lectura. Para ellos, los libros eran escasos. Era todo un problema tener uno a su disposición, y se aprovechaban de él como un avaro, o más bien como un goloso que gusta lentamente de un manjar para no perder la menor pizca de él. Por otra parte, el papiro o pergamino costaban caros. No se desperdiciaba, pues, ni un solo espacio; y leer aquellos libros, en que las palabras se seguían sin separación era difícil tarea. Por eso, como vemos en los Hechos, a propósito del eunuco de Etiopía que lee a Isaías en su carro y lo oye el diácono Felipe que camina por la carretera, se leía siempre por lo menos a media voz«.

3. Leer repetidamente

Además de volver a acostumbrarnos a leer de modo que a la vez nos oigamos, debemos también acostumbrarnos a leer repetidamente un mismo texto sagrado.

D. Hassel (2) nos narra en estos términos una experiencia de lectura en el siglo VIII:

Los monjes se levantaron temprano y, después de vestirse, salieron de sus celdas dirigiéndose en fila por los corredores a la sala de reuniones. Allí se sentaron en silencio hasta que un monje, de pie ante un atril, empezó a leer el Evangelio de san Juan, concretamente el de los vendedores echados del Templo. Leyó en forma clara y pausada los versículos del trece al veintidós del capítulo segundo. Entonces se detuvo por unos treinta o cuarenta segundos, antes de volver a leer el mismo pasaje de la misma manera clara y pausada. Otra vez guardó silencio durante medio minuto. Y por tercera vez volvió a leer el mismo pasaje. Cuando se detuvo, algunos monjes empezaron a abandonar sus puestos y a regresar a sus celdas, para orar sobre aquel pasaje. Otros esperaron hasta la cuarta lectura, y hasta la quinta, antes de que ellos también se fueran a sus celdas.

¿Qué estaba sucediendo? Podría ser que en el siglo VIII hubiese pocas copias de los Evangelios, y que no muchos monjes supieran leer. De modo que ésta sería la manera más efectiva – en un monasterio con muchos monjes – para introducir la Palabra de Dios en sus vidas. Pero podría ser también que la lectura repetida de la misma escena evangélica saturase sus sentimientos, y especialmente su imaginación, con gran energía y fuerte colorido. Esta saturación creciente haría que las distracciones fueran cada vez menos agudas ... induciría a cierta pasividad alerta, muy necesaria para una buena oración, ofrecería satisfacción no sólo a la mente sino también al corazón, permitiría al monje que se identificara con alguna persona particular del episodio evangélico, y hasta descubriría los pensamientos y los sentimientos íntimos de ese Cristo, lleno de misterio y magnetismo ...

Creemos pues que la verdadera razón de esta lectura repetida – que estos monjes hubieran hecho aunque cada uno tuviera su libro personal – es que sólo así la Palabra de Dios les llegaba al corazón. Ya el leer en voz alta es »leer dos veces« (como lo decía san Agustín del canto), porque es leer con la mirada y oír con los oídos. Pero se trata de leer más veces el texto de la Palabra de Dios, tratando siempre de recordar que es Dios quien nos habla, y que lo estamos oyendo mientras leemos. Al principio – y hasta que nos habituemos a esta manera de leer repetidamente – nos puede resultar »aburrido« leer tantas veces lo mismo; pero ¡no estamos leyendo una novela policial, sino la Palabra de Dios ... y ésta nunca nos debe aburrir!

Los antiguos, al leer repetidamente el mismo texto, trataban de aprenderlo [8] de memoria: tenían pocos libros, y sólo si recordaban de memoria la Escritura, podían seguir haciendo oración en cualquier momento sobre ella. Pero ésta no sería la razón por la cual nosotros debemos leer varias veces el mismo texto, sino – como dijimos más arriba – para que nos llegue al corazón, para gustarlo internamente: »no el mucho saber ... mas el sentir y gustar internamente ...«, como dice san Ignacio en la Anotación 2 (EE [2]).
Además, así se facilita el fenómeno llamado de la »reminiscencia«, o sea, »el recuerdo espontáneo de citas y alusiones que se evocan unas a otras, sin el menor esfuerzo, por el solo hecho de la similitud de las palabras: cada palabra se engancha, por así decirlo, con otra u otras ...« (3), y se forma un discurso que no sigue un orden lógico, sino – por así decirlo – del »corazón«.

4. Meditando ...

Esta lectura repetida del mismo texto de la Escritura se ha de hacer hasta que una frase – o palabra – llame la atención en el texto: entonces se ha de dejar el texto y tomar, como objeto de »meditación«, la frase o palabra que nos llamó la atención.

Pero no debe entenderse aquí por »meditación« lo que hoy se entiende en general. Como dice García Colombás:

En los textos monásticos griegos y coptos, el vocablo »melete«, como en los latinos la voz »meditatio«, no significa, las más de las veces, lo que entendemos hoy por meditación – aunque tampoco se excluye este sentido, sino pronunciar o »rumiar« las palabras sagradas, no sólo en orden a aprenderlas de memoria, sino para asimilarlas, para grabarlas – si vale la expresión – en la propia naturaleza. En este ejercicio intervenía el hombre entero: el cuerpo, pues la boca pronunciaba contínuamente el texto que se pretendía asimilar; la memoria, que lo retenía; la inteligencia, que se esforzaba por penetrar la profundidad de su significado; la voluntad, que se proponía llevarlo a la práctica (curiosamente, el autor menciona las tres mismas facultades que san Ignacio emplea en su »meditación«, según el libro de los Ejercicios Espirituales, EE [50-53]). El hombre entero se apropiaba el pasaje bíblico. Y una vez que lo poseía, no dejaba de repetirlo, de »masticarlo« (mejor, de »rumiarlo«), concentrando todas sus potencias y facultades en cada una de las frases, sacando jugo de cada una de sus palabras. Gracias a la »meditación« (así entendida), se plantaba, por así decirlo, la Sagrada Escritura en lo más hondo de su propio ser, a fin de que enraizara y diera abundantes frutos ... (4)

La »meditación«, pues, era inseparable, para un monje, de un texto de lectura; y era la continuación indispensable de la »lectio divina«.

5. Nos afectamos en lo que somos

Acabamos de decir que la »meditación« comienza cuando una frase – o palabra – nos llama la atención en el texto: entonces – decíamos – hay que dejar el texto, y tomar, como objeto de nuestra »meditación«, la frase o palabra que nos llamó la atención.

Y, ¿por qué nos llamó la atención? Porque la hemos sentido como dicha por Dios a nosotros. Como dice L. Bouyer (5), la lectura de la Escritura no sólo debe

... emprenderse, proseguirse, regenerarse como un acto de fe en ese Dios que nos habla en su presencia actual, en la actualidad de lo que nos dice y cómo nos lo dice ...

sino que, además, a esa presencia divina más allá del texto se añade

... nuestra propia presencia, nuestra total presencia ante Él. Si creemos, como debemos creer, que la Palabra nos es dirigida a nosotros mismos, a cada uno de nosotros con una actualidad permanente, debemos también creer que nos afecta en todo lo que somos con todos nuestros problemas, nuestras necesidades, nuestras faltas, y también nuestras alegrías: todo lo que nos oprime o nos dilata, todo lo que nos hace o nos deshace.

Con esta disposición – termina diciendo Bouyer – es preciso, pues, asimilar cada palabra, cada pensamiento del texto (al menos, diríamos nosotros, cada palabra o pensamiento que nos llama la atención durante nuestra »lectio divina«) sin dejar de darles vuelta (es lo que luego veremos, cuando tratemos de la oración ignaciana, hacía la Virgen según Lc 2,19: »María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba – el
texto original dice que les daba vueltas – en su corazón«), hasta que se abran y pase a nosotros la oleada del Espíritu que los ha escogido – esas palabras o pensamientos –. Como dice la célebre fórmula del antiguo exegeta Bengel, »te totum applica ad textum,
rem totam applica ad te« (aplícate todo entero al texto, aplica a ti todo el contenido).

6. Otras lecturas de la Escritura

Hasta ahora hemos hablado de una lectura de la Escritura: la que se llama »lectio divina«. Pero hay otras lecturas de la Escritura – por lo menos, dos –; y entre estas lecturas no hay que escoger, sino alternar (6).

6.1. La primera lectura de la Escritura, que prepara la »lectio divina«, es la que tradicionalmente se llama »lectio continua« (lectura continuada): es decir, una lectura completa de toda la Biblia, libro por libro, siendo cada libro, a su vez, leído íntegramente en diversos días y aún semanas, de modo que aproximadamente todo el conjunto de la Palabra de Dios sea leído en dos años.

Los que rezamos la Liturgia de las Horas tenemos esta »lectio continua« con sólo leer las »lecturas« diarias, tomadas de la Sagrada Escritura (primera lectura del Oficio, que varía del año par al impar); o, en ciertas épocas del año, las lecturas de la misa diaria.

Puede decirse que la »lectio continua« es la base sobre la que se edifican las demás lecturas de la Escritura.

La Palabra de Dios, tal cual nos la trasmite la Biblia, es todo un mundo. Y este mundo de la Biblia requiere, ante todo y sobre todo, el introducirse y dejarse absorber por él, como se hace por la »lectio continua«. Cuando se ha hecho esto – pero sólo cuando se ha hecho con perseverancia –, este mundo llega, en amplia medida, a explicarse por sí mismo. En todo caso, cuando uno – mediante la »lectio continua« – se ha acostumbrado a ese mundo, muchas cuestiones falsas, muchas dificultades artificiosas, que nos entorpecen el primer contacto y que frecuentemente no llegan a ser disipadas por una exégesis más erudita, se desvanecen por sí solas.

En efecto, es preciso haberse puesto a tono con toda la Biblia para entender en ella la Palabra de Dios, como ella quiere hacerse entender por nosotros. Pero esta concordancia profunda no puede ser sino el resultado de una larga y profunda familiaridad con la Palabra de Dios.

No hay que olvidarse que el Espíritu santo, que inspiró a los profetas y autores sagrados, también nos inspira a nosotros:

La misma gracia – dice san Gregorio Taumaturgo, en su panegírico sobre Orígenes como intérprete de la Escritura – que necesitan los profetas, la necesitan los oyentes; ni alguien puede comprender al profeta, a no ser que el mismo Espíritu que profetizó le dé la inteligencia de las palabras proféticas.

6.2. Añadiéndose al fondo primordial de la »lectio continua«, debe introducirse un tipo enteramente distinto, pero complementario: la lectura-estudio. Y decimos que es complementario del anterior tipo, porque el estudio de la Escritura no conducirá a la »lectio divina« si no está preparado por la »lectio continua«, efectuada habitualmente en el contexto vivo de la Liturgia: sin la »lectio continua«, el estudio más o menos erudito de la Escritura corre el riesgo de desviarse rápidamente hacia un intelectualismo vacío y vano, que satisface únicamente nuestra vanidad.

Un estudio serio, llevado a cabo por cada uno hasta el grado que corresponde a su cultura general y a sus posibilidades intelectuales – si sigue siendo un instrumento de un estudio espiritual, y con tal que no se efectúe en un aislamiento orgulloso y estéril con respecto a la tradición viva de la Iglesia –, será inapreciablemente precioso para la vida espiritual. Este provecho podrá no revelarse inmediatamente; pero se traducirá poco a poco en un sentido de lo auténtico, de lo esencial, que nos preservará de leer nuestras fantasías en lugar de la Palabra de Dios, o de no retener de ésta más que una corteza de la misma.

Cuando se utilizan estudios exegéticos modernos, puede parecer que se abre una grieta entre la visión de la Biblia que aquellos nos dan, y la que nos habíamos formado en un contacto inmediato con ella, mediante la »lectio continua« o la »lectio divina«. Pero, si se prosigue el estudio, evitando por supuesto cierto tipo de autores que no saben unir exégesis con tradición o con magisterio de la Iglesia (7), esta impresión se disipa por sí sola; o más bien se transforma en una impresión de renovación y ahondamiento de esas grandes perspectivas a las que habíamos llegado más simplemente, a través de la »lectio continua« y de la »lectio divina«.

Hay una manera muy sencilla y al alcance de cualquier cristiano medianamente instruido: el recurso a las »notas« de una Biblia moderna, como la Biblia de Jerusalén, o la Sagrada Biblia de F. Cantera Burgos y M. Iglesias González (BAC, Madrid 1975); o la Sagrada Escritura (Antiguo y Nuevo Testamento), comentada por diversos profesores de Sagrada Escritura (BAC, Madrid 1961). Y se pueden mencionar también diversos »diccionarios bíblicos«, como el Vocabulario de Teología Bíblica de X. Léon-Dufour (Barcelona 1966), o el Diccionario del Nuevo Testamento del mismo autor (Madrid 1961). 7. Los »sentidos espirituales« del corazón

¿A dónde apunta esta lectura de la Escritura en sus diversas formas, hecha como lo acabamos de explicar en los párrafos anteriores? A que la palabra leída y oída tan repetidamente por el mismo que la lee, »meditada« – en el sentido explicado – y »rumiada«, no se quede en la cabeza, sino que descienda al corazón; y, al hablar aquí de »corazón«, tomamos este término en su sentido bíblico, o sea, no sólo como fuente de emociones, sino como nudo o sede de la personalidad más profunda, íntimo santuario donde se pone en juego nuestra eternidad, porque allí es donde se traman y entrelazan las últimas decisiones.

La »lectio divina«, pues, apunta, en último término, a llegar al sentido pleno, para cada uno de nosotros, de la Palabra de Dios,

... gustándola – nos dice Leclercq (8) –, como san Agustín, san Gregorio, J. de Fécamp y otros lo dicen con una expresión que es intraducible, con el »palatum cordis« (el paladar del corazón) o »in aure cordis« (en el oído del corazón).

O como el mismo autor nos dice en otro sitio (9), la »lectio divina« apunta a la aplicación, a la Palabra de Dios, de los cinco »sentidos espirituales«, de los que habla Orígenes (10).



Antes de terminar esta primera parte de nuestro trabajo, dedicada a la lectura de la Escritura y a sus diversas formas (tres, en total), digamos que

... no siempre es la misma letra de la Escritura lo que debe proporcionarnos su materia
– como nos dice Bouyer (11) –: puede ser igualmente un texto litúrgico, o cualquier impor-
tante texto espiritual de la Tradición católica (un Santo Padre, por ejemplo). Es esencial,
sin embargo, que este texto proceda de la Escritura y conduzca a ella de nuevo: como
un eco fiel que permite a veces oír más claramente una voz lejana, pero que no trasmite sino a ella, sin que sus propias resonancias la alteren.

Los que hemos de rezar la Liturgia de las Horas, tenemos, en la »segunda lectura« del »Oficio de Lecturas«, una selección de Padres y Escritores eclesiásticos. Y hay ediciones modernas que nos ponen al alcance estos »tesoros« que brotan de la Sagrada Escritura y nos conducen a ella, como decía Bouyer.

A este propósito, la Congregación General 31 de la Compañía de Jesús decía, en su Decreto 14, 6: ... como la Palabra de Dios llega a nosotros en la Tradición viva de la Iglesia, no puede separarse el mayor acceso a las Escrituras de un renovado estudio de los Padres y de los mejores autores espirituales (12).

II. La oración ignaciana

Existe una íntima relación entre la lectura de la Escritura y la oración: como dice el Vaticano II, en el texto que citábamos al comienzo, no debemos olvidar que ... la oración debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre, porque »a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas« ... (Dei Verbum, 25).

SobPero nuestro objeto – en esta segunda parte de nuestro trabajo – no es tratar de la oración en general, sino de la oración ignaciana: lo que en la primera parte hemos dicho de la lectura de la Escritura nos ha recordado ciertas características de la oración ignaciana, y es nuestro objeto ocuparnos ahora de ellas.

SobEl orden con que presentaremos estas características ignacianas de la oración es el mismo con que hemos presentado las de la lectura de la Escritura – o »lectio divina« en sus diversas formas –.

1. La presencia del Señor

Es una de las características de la oración ignaciana – que comparte con la teresiana (13) –: la presencia del Señor, ya desde el comienzo de la oración; o mejor, la consideración sobre todo de su mirada.

Es lo que san Ignacio recomienda en la Tercera Adición (EE [75]): »un paso [14] o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie ... alzado el entendimiento arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etc.«
Y esta presencia – o mirada – del Señor, que tenemos en cuenta ya al comienzo de la oración, debe durar durante toda ella, terminando con un »coloquio«, »imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz ... cómo de Creador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados« (EE [53] y passim).

Ya se ve la analogía entre la presencia del Señor en la oración ignaciana y la presencia del mismo que requiere toda lectura de la Sagrada Escritura: como decíamos más arriba (cfr. I punto 1.2), »al hacer la ›lectio divina‹, la debemos hacer con fe en la presencia de Aquel que por ministerio de sus profetas y apóstoles ... nos habla en cada una de las palabras que leemos ...«.

Además, no hemos de olvidar la especial relación que existe entre el Señor, el Hijo de Dios encarnado, y la Palabra de Dios: Él es »la Palabra« o Verbo de Dios (cfr. Jn 1,1); y por su medio »en estos últimos tiempos (Dios) nos ha hablado ...« (Hbr 1,2, con nota de la BJ).

2. La oración vocal

San Ignacio parece que habla mucho de la oración mental; pero, sin embargo, no desprecia la oración vocal. Al contrario, le da un lugar – e importante – en cada »ejercicio«, y en todos los Ejercicios Espirituales.

Por ejemplo, termina cada »ejercicio« – meditación o contemplación – con una oración vocal: en general, el Padrenuestro (EE [54] y passim); y cuando indica un »triple coloquio« – a la Madre, al Hijo, y al Padre – se ha de usar el Avemaría, el Alma de Cristo y el Padrenuestro (EE [63] y passim).

Y, hacia el final del libro de los Ejercicios Espirituales, enseña dos maneras de hacer oración vocal: una, deteniéndose en cada palabra de la oración vocal
(EE [240-257]: »segundo modo de orar ... contemplando la significación de
cada palabra de la oración – vocal –«); y otra, pronunciando rítmicamente –
al compás de la respiración – cada palabra o frase de una oración vocal (EE [15] [258-260]: »tercer modo de orar ... por compás«).

Precisamente la primera manera, »contemplando la significación de cada palabra o frase de la oración vocal«, es lo que más se parece a la manera de hacer la »lectio divina« que consiste en leer en voz alta, oyéndose a la vez que se lee un texto de la Escritura (cfr. I punto 2); aunque también se le parece la segunda manera de hacer oración vocal rítmicamente, porque esto sólo se puede hacer en voz alta.



En realidad, en la antigüedad cristiana, la diferencia entre la oración vocal y mental era menor de la que hoy creemos, porque no había ninguna oración vocal que no fuera, a la vez, mental (14); y si la oración deja de ser vocal para ser solamente mental, no es por desprecio de esta última, sino por simplificación de la primera. San Ignacio que, como dijimos, hace terminar toda oración con una oración vocal, ve en ésta una oración más completa que la meramente mental.

3. La repetición ignaciana

Se habla poco – en los comentarios de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio – de la »repetición«; y, sin embargo, es una de las características más llamativas de la oración ignaciana.

Es la consecuencia, en primer lugar, de uno de los »principios« ignacianos, expresados en la Anotación segunda: »... no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente« (EE [2]). El ansia del »mucho saber ...« nos hace »curiosos« o amantes de »la novedad por la novedad«; mientras que el »sentir y gustar ...« nos hace profundizar.

De ahí que la »repetición« es implícitamente prescrita por san Ignacio ya desde la Primera Semana: ésta se ha de hacer en »poco más o menos ...« (EE [4]) una »semana« de tiempo; y, para la Primera semana, san Ignacio sólo asigna tres temas. Pero además indica expresamente dos »repeticiones« (EE [62] y [64]).

En la Segunda Semana, en los tres primeros días sólo se señalan dos temas
por día; y, cuando comienza la elección, un solo tema evangélico por día (EE [16] [161]). En ambos casos, las demás horas de oración son »repetición«, la última
de las cuales es una »aplicación de sentidos«.

¿Habrá tenido en cuenta san Ignacio, para prescribir tantas »repeticiones«, la experiencia tradicional de la lectura repetida de la Sagrada Escritura, característica – como vimos en I, punto 1.3 – de los monjes? No lo sabemos; pero sí podemos decir que ambas experiencias – la monacal y la ignaciana – se ayudan mutuamente.

4. Saber detenerse

Uno de los consejos más propios de san Ignacio es el que nos da en la Adición cuarta:

... en el punto en que hallare lo que quiero, ahí me reposaré, sin tener ansia de pasar adelante hasta que me satisfaga (EE [76]).

Este »saber detenerse ...« es, pues, importante; y es precisamente lo que se recomienda en la »lectio divina«: ésta se ha de hacer »hasta que una frase – o palabra – llame la atención en el texto: entonces se ha de dejar el texto y tomar, como objeto de la »meditación«, la frase o palabra que me llamó la atención« (I, punto 4). Nueva coincidencia entre un aspecto de la »lectio divina«, y otro de la oración ignaciana.

5. Saber »reflectir«

El »reflectir ...« es una palabra muy repetida por san Ignacio (EE [196] y passim). ¿Qué nos quiere decir con esta palabra? Pues precisamente lo mismo que los monjes cuando nos recomiendan, en la »lectio divina«, el tener en cuenta »... nuestra propia presencia, nuestra total presencia ...« ante el Señor que nos habla (I, punto 5).

O sea que debemos ir a la oración con nuestra propia historia de pecados y gracias, de tentaciones y de inspiraciones: »Si creemos, como debemos creer, que la Palabra (de Dios) nos es dirigida a nosotros mismos, a cada uno de nosotros con una actualidad permanente, debemos también creer que nos afecta en todo lo que somos con todos nuestros problemas, nuestras necesidades, nuestras faltas y también nuestras alegrías: todo lo que nos oprime o nos dilata, todo lo que nos hace o nos deshace« (I, punto 5).

La oración ignaciana – como la »lectio divina« – es el enriquecimiento recíproco de la historia personal con la bíblica, de modo que ambas adquieren, a los ojos de quien la hace, nuevos sentidos.

6. Meditación ignaciana

En la primera parte de nuestro trabajo, a propósito de la lectura repetida de la Sagrada Escritura, hemos hablado de lo que los monjes llamaban »meditación«, que – como entonces dijimos (I, punto 4) – »... no significa, las más de las veces, lo que entendemos hoy por meditación – aunque tampoco se excluye este sentido – sino pronunciar o »rumiar« las palabras sagradas ... para asimilarlas, para grabarlas – si vale la expresión – en la propia naturaleza«.

Ahora, en cambio, en la segunda parte de nuestro trabajo, hablamos de la meditación ignaciana: o sea, ese »ejercicio« que san Ignacio nos enseña sobre todo en la Primera semana y, en general, en todas las ocasiones en que no se trata de la consideración de los Evangelios, porque entonces prefiere hablar de »contemplación«.

Pues bien, nos parece que esta meditación ignaciana está en la línea de la lectura de la Escritura que hemos llamado, en la primera parte de nuestro trabajo, »lectura-estudio« (I, punto 6.2), en el sentido de que es, esta lectura, una buena preparación para la meditación ignaciana; más aún, corresponde, dentro de su meditación, al trabajo de la memoria y el entendimiento, previo al trabajo de la voluntad, en el que propiamente consiste la oración o conversación con el Señor – y con sus santos – (EE [3]: »en los actos de la voluntad, cuando hablamos vocal o mentalmente con Dios nuestro Señor o con sus santos, se requiere de nuestra parte mayor reverencia que cuando usamos del entendimiento entendiendo«).

Esta »lectura-estudio« es también una buena preparación para la contemplación ignaciana: antes de considerar las personas que intervienen en el misterio – quiénes son, qué dicen y qué hacen – (en esta consideración consiste la contemplación ignaciana de los misterios de la vida de Cristo nuestro Señor, EE [106-108]), una »lectura-estudio« de los Evangelios me puede preparar para la contemplación de esos misterios.

Este trabajo previo no lo ha de hacer el que da los Ejercicios; pero sí lo puede – y aún a veces debe – realizar el que los hace: como dice en la Anotación segunda, »la persona que da a otro modo y orden para meditar o contemplar,
debe narrar fielmente la historia de la tal contemplación o meditación ... porque la persona que contempla (o medita), tomando el fundamento verdadero de la historia (15), discurriendo y raciocinando por sí mismo y hallando alguna cosa que haga un poco más declarar (intelectualmente) o sentir (afectivamente) la historia ... es de más gusto y fruto espiritual que si el que da los Ejercicios hubiese mucho declarado y ampliado el sentido de la historia ...« (EE [2]). Ese »discurriendo y raciocinando por sí mismo ...«, del que habla san Ignacio, es lo que llamábamos, en la primera parte de este trabajo, »lectura-estudio«, con las cautelas entonces indicadas: o sea, preparada por la »lectio continua«, hecha en el contexto vivo de la liturgia, y escogiendo los autores que saben juntar exégesis, tradición y magisterio eclesiástico.

7. Aplicación de los sentidos espirituales

Cada día de oración termina, en los Ejercicios de san Ignacio, con un »ejercicio« llamado por él mismo »aplicación de sentidos«.

¿De qué sentidos se trata: de los corporales, o de los de la imaginación ... o de los llamados, por la tradición – desarrollada por Orígenes – espirituales?

Hay una cierta ambigüedad en el lenguaje ignaciano, de modo que los intérpretes se reparten según dos sentencias: la una afirma que habla de los sentidos imaginarios – en la línea de los sentidos corporales –; y la otra, de los sentidos llamados espirituales.

Algunos intérpretes dicen que el que da los Ejercicios, según el estado del ejercitante, puede elegir una u otra sentencia: a aquellos que están menos ejercitados, se les habla directamente de los sentidos imaginarios; pero, como a propósito del olfato y del gusto – que no se podrían ejercitar como sentidos imaginarios durante las contemplaciones de la vida de Cristo nuestro Señor
–, hay que hablar de ellos como sentidos espirituales (EE [124]: »oler y gustar
con el olfato y con el gusto la infinita suavidad de la divinidad del ánima y de
sus virtudes ... según fuere la persona que se contempla ...«), con ello se introduce poco a poco al ejercitante – aún al más simple y rudo – en el ejercicio de la aplicación de los sentidos espirituales.
No es nuestra intención tomar partido aquí en favor de una u otra sentencia extrema: pedagógicamente, conviene conservar la ambigüedad ignaciana, y dejar la elección del »sentido« que en cada momento hay que ejercitar – el imaginario o el espiritual – al mismo Espíritu y a su gracia.

Aquí – más tal vez que en otro lugar de los Ejercicios – vale el principio fundamental enunciado en la Anotación décimoquinta: el que da los Ejercicios »... no se decante ni se incline ... mas estando en medio ... deje inmediatamente obrar al Creador con la creatura, y a la creatura con su Creador« (EE [15]).

O sea, deje que el Espíritu santo, Maestro interior de la oración, le enseñe a cada ejercitante cómo le conviene ejercitar la aplicación de sentidos: como dice san Pablo, »nosotros no sabemos orar como conviene; mas el Espíritu santo ...« viene en ayuda de nuestra flaqueza (Rm 6,26).

Solamente hemos pretendido mostrar que, en san Ignacio – como hemos visto a propósito de la »lectio divina« (I, punto 7) –, este modo de orar que se llama »aplicación de sentidos«, se sitúa al final de cada día de Ejercicios, como ideal o término de la oración, o momento de »sentir y gustar de las cosas internamente ...« (EE [2]); o sea, con el corazón.

La aplicación de sentidos ignaciana viene a ser el ejercicio por antonomasia para captar la virtud especial del Misterio de Cristo; vale decir, su realidad profunda, que desborda la esfera de lo meramente sensible y de lo imaginado, y que se sitúa en el plano teologal y espiritual.

Lo propio del »sentido espiritual« de los Misterios de la vida de Cristo nuestro Señor (cfr. EE [261-312]) es el »conocimiento interno ...« (EE [104]) que se alcanza de las personas por dentro; vale decir, de su realidad más íntima, sólo accesible a la fe, a la esperanza y al amor teologales (16).

En realidad, en cada »sentido espiritual«, es todo el hombre el que actúa. Nuestra psicología separa demasiado las diversas facultades del hombre, haciéndonos olvidar la unidad real del hombre.
Nos conviene, a este propósito, recordar una formulación de santo Tomás:

»Para hablar con propiedad, no es el sentido ni la inteligencia quien conoce, sino el hombre que conoce por uno y por otra« (De Ver., q. 2, a. 4, ad 3).

Así se comprende mejor que la inteligencia continúe el conocimiento iniciado en los sentidos, y que éstos, a la inversa, son desbordados por el conocimiento intelectual. En esta forma se hace la aplicación de los sentidos; o sea, más allá de la mera intelectualidad, como efecto de una actividad cognoscitiva y amorosa de todo el hombre: y esta actividad merece llamarse del »corazón«.



Tal es la aplicación de sentidos en san Ignacio: una oración del corazón (17).
Es una oración de todo el hombre, que va del exterior al interior. Vuelve a traer al hombre a su centro misterioso, a su corazón.
Se comprende, por tanto, que pueda ser considerada como el resumen de la experiencia espiritual de san Ignacio y de su sabiduría espiritual: al menos, pertenece a la esencia de los Ejercicios, y está íntimamente relacionada con el discernimiento de espíritus.

»La vista, el gusto y los otros sentidos aflojan la memoria del corazón, cuando nos servimos de ellos sin discreción«, escribía en otro tiempo el obispo Diadoco. Por el contrario – añadía –, cuando »nuestro corazón no sigue más a los ojos (y a los otros sentidos exteriores)«, sino que nuestros ojos (y demás sentidos) siguen a nuestro corazón, entonces nuestros mismos sentidos se ven iluminados por la luz de la gracia, y nuestra imaginación está como animada por una fuerza ascensional.

Nuestros ojos contemplan la naturaleza en su transparencia, pues el mundo no es sino una »imagen«. La ven tal cual salió de las manos del Creador, tal cual el Hijo la ha »reformado«: »ved las aves del cielo ... los lirios del campo ...« (Mt 6,26-28).

De la misma manera nuestro oído percibe el canto secreto de las creaturas.
El paladar, curado, vuelve a encontrar el sabor del bien. Y todos nuestros [21] sentidos, curados, agudizados y fortificados, descubren como por instinto la función de la creación, que es la de revelar a Dios y darle gloria. ¿Quién no ve, en María, el modelo de esta »aplicación de sentidos« u »oración del corazón«, tal cual nos la presenta san Ignacio en los Ejercicios, y para la que prepara al ejercitante a través del proceso de los sentidos corporales e imaginarios y por las »repeticiones«?: María, dice el Evangelista, »... conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón, y las meditaba (es decir, les daba vuelta en su corazón, dice el texto original griego) ...« (Lc 2,19 y 51).

III. Conclusión

Hemos llegado al término de nuestra comparación entre la »lectio divina« y la oración ignaciana. Y nos hemos encontrado con el discernimiento de espíritus, íntimamente relacionado con la aplicación de sentidos u oración del corazón. Y esto nos lleva, como de la mano, a hablar, como conclusión de nuestro trabajo, del Espíritu santo, a la vez Maestro de oración y Maestro del discernimiento.

Pero, ¿cómo es Maestro de oración y Maestro de discernimiento?

El Espíritu santo ejercita, en la humanidad y en la Iglesia, una acción que lleva al conocimiento de Dios; pero se trata de un tipo de conocimiento no sólo, ni principalmente, teórico, sino que se constituye en fundamento de la conducta práctica y de la vida.

Característica de la acción del Espíritu santo es el hacer conocer a Dios, Señor de los acontecimientos salvíficos de la historia.

Podríamos definir este conocimiento como conocimiento vital, que no proviene simplemente del estudio, ni se debe principalmente al propio talento ni a la capacidad que la persona tenga para aprender. Claro está que el estudio y la atención son condiciones que a veces se anteponen, o se presuponen, a esta acción del Espíritu. Está claro también que la buena voluntad del hombre es indispensable y que, sin ella, normalmente el Espíritu no actuará. Ello no obstante, lo que queremos expresar es que solamente el conocimiento proporcionado por el Espíritu alcanza al Dios viviente que, como tal, por esto mismo, penetra profundamente la vida real.

Este Dios viviente es, para nosotros, en el Nuevo Testamento, nuestro Señor Jesucristo: a Él debe apuntar nuestra oración, y con Él debemos practicar el discernimiento de espíritus (18).





Notas:

(1) Bouyer, Introducción a la lectura espiritual, Barcelona 1964, p. 74.

(2) Hassel, Oración de los recuerdos de Cristo, en Cuadernos de Espiritualidad (Perú), n. 13, p. 23.

(3) J. Leclercq, L'amour des lettres et le désir de Dieu, Paris 1957, p. 73.

(4) Colombás, El monacato primitivo, II (Espiritualidad), Madrid 1975, p. 80.

(5) Bouyer, cit., p. 74-75.

(6) A continuación citamos libremente Bouyer, cit., p. 67 ss.

(7) Como dice el Vaticano II en la Dei Verbum, 10, »la Sagrada Tradición ... y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios ... Pero el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o trasmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo ... Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia ... están entrelazados y unidos en tal forma que no tienen consistencia el uno sin los otros y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas«.

(8) Leclercq, cit., p. 72.

(9) Leclercq, cit., p. 35.

(10) Cfr. A. Solignac, La aplicación de sentidos, en Boletín de Espiritualidad 63 (1979), p. 13-14.

(11) Bouyer, cit., p. 73.

(12) Este mismo Decreto de la Congregación General 31, al comienzo de este número, decía: »Habiendo placido al Padre hablarnos a los hombres tanto en su Hijo, el Verbo encarnado, como también muchas veces en las Escrituras, este tesoro de las Escrituras, entregado por el Esposo a la Iglesia para que rija y nutra la vida cristiana, constituye la fuente pura y perenne de la vida espiritual, de la oración y de la renovación de la vida religiosa. Pero, además, toda la tradición de la Iglesia nos recuerda a este propósito que la Escritura no se hace para nosotros palabra de salvación, a no ser que se la oiga en la oración y nos lleve a la obediencia de la fe (cfr. Dei Verbum, 25) ...«.

(13) Cfr. M. A. Fiorito, Cristo resucitado y glorioso, en Boletín de Espiritualidad 60 (1979), p. 30-34.

(14) Cfr. M. A. Fiorito / R. Lombardi, La oración, en Boletín de Espiritualidad 72 (1981), p. 4-5.

(15) Frase con la que se expresa, en la tradición de la Iglesia, el primer sentido de la Escritura o »sentido literal« (cfr. De Lubac, Exégése médievale, I/2, París 1941, p. 436-439]).

(16) Cfr. Solignac, La aplicación de santidos, en Boletín de Espiritualidad 63 (1979), p. 20-22).

(17) Cfr. M. A. Fiorito / F. Bertrand, Aplicación de sentidos, en Boletín de Espiritualidad 53 (1977), p. 32-33.

(18) Cfr. Beck, El señor, conocido en la acción del Espíritu, en Boletín de Espiritualidad 86 (1984), p. 10 22; y Beck, El discernimiento a la luz de Cristo Señor, en Boletín de Espiritualidad 93 (1985), p. 1. ss.









Boletín de espiritualidad Nr. 100, p. 1-22.