La »lectio divina« (*)

Miguel Ángel Fiorito sj





Introducción

1. Inicialmente la »lectio divina« es una lectura de la Escritura, que es la misma Palabra de Dios que se nos revela en el misterio del Verbo encarnado, como nos dice el autor de la carta a los Hebreos »En estos últimos tiempos (Dios) nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todo« (Hbr 1, 2, con notas de BJ); y en toda la Escritura.

Pero la »lectio divina« puede ser también hecha en ciertos textos de los Padres – por ejemplo, los que figuran en las lecturas diarias de la Liturgia de las Horas –; y también en ciertos libros »clásicos«, como por ejemplo la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis.

Por eso la Congregación General 31 de la Compañía de Jesús, nos dice, en su Decreto 14 sobre la oración, que »habiendo placido al Padre hablarnos a los hombres tanto en su Hijo, el Verbo encarnado, como también muchas veces en las Escrituras, este tesoro de las Escrituras, entregado por el Esposo a la Iglesia para que rija y nutra la vida cristiana, constituye la fuente pura y perenne de la vida espiritual, de la oración, y de la renovación de la vida religiosa. Pero, además, toda la tradición de la Iglesia nos recuerda, a este propósito, que la Escritura no se hace, para nosotros, palabra de salvación, a no ser que se la oiga en la oración y nos lleve a la obediencia de la fe (Vaticano II, Dei Verbum, 25).

La »lectio divina« requiere – continúa diciéndonos la Congregación General 31 –, según un uso antiquísimo de la vida religiosa, una total disponibilidad para con Dios que en ella nos habla, así como también una compunción de corazón bajo la acción de la espada de doble filo de la Escritura que de continuo nos invita a la conversión.

También se puede con todo derecho esperar, de esta lectura meditada de la Escritura, la renovación del ministerio de la palabra y de los Ejercicios Espirituales, ya que ambos a dos se nutren de nuestra familiaridad con el Evangelio.
Mas como la palabra de Dios – termina diciéndonos la Congregación General 31 – llega a nosotros en la Tradición viva de la Iglesia, no puede separarse el mayor acceso a las Escrituras de un renovado estudio de los Padres y de los mejores autores sobre la vida espiritual ... (Congregación General 31, Decreto 14, 6).

Y más adelante, en la parte dispositiva del mismo Decreto, la Congregación General 31 nos dice que La lectura y meditación de la Sagrada Escritura, o sea la »lectio divina«, sea tenida por todos en grande aprecio, y hágase con fidelidad. En esta lectura esfuércense todos en conseguir una profunda familiaridad con la palabra de Dios, en oír el »llamamiento« divino, en sentir íntimamente la historia de salvación con la que el misterio de Cristo se prepara, se cumple y se continúa en la vida de la Iglesia. Aprendan de los Padres, así como también de los autores de la espiritualidad cristiana, principalmente de la Compañía, a buscar eficazmente y a encontrar a Cristo (Congregación General 31, Decreto 14, 14).

2. La »lectio divina« es una actividad orante compleja, progresiva, hecha por etapas o momentos sucesivos que expondremos a continuación, y que son: la lectura, la meditación, la oración y la contemplación.

Pero son etapas o momentos que, aunque por necesidad de la redacción, se exponen los unos a continuación de los otros, se integran entre sí y, en la práctica, constituyen un único movimiento de oración y de encuentro con el Señor, bajo la inspiración del Espíritu santo que »viene en ayuda de nuestra fraqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos (o cristianos en general) es según Dios (Rm 8,26-27, con nota de la BJ).

I. La »lectio«

El primer escalón es la »lectio«, que consiste en leer y releer el texto de tal manera que emerjan los elementos más significativos y sobresalientes del mismo – se entiende, para cada lector –. Esta lectura se ha de repetir, una y otra vez – e infinidad de veces, si fuere necesario – hasta que se encuentre una frase – e incluso una palabra – que fije nuestra atención y que sea, para nosotros en ese momento, como una »palabra de Dios« que despierta en nosotros »la obediencia de la fe« (Rm 1,5, con nosta de la BJ).

1. Un primer consejo sería no tomar ni un texto demasiado breve, ni uno demasiado largo: una buena medida sería, por ejemplo, el texto que la liturgia nos propone en la lectura diaria – sea de la Liturgia de las Horas, sea en la misa –, tanto de cada día como del domingo o día del Señor (1).

2. Un segundo consejo sería el de leer, no para sí mismo y como en silencio, sino en voz – más o menos – alta, sobre todo cuando hacemos nuestra oración diaria a solas (2).

Diríamos – usando una expresión gráfica – que hay que mascullar o masticar el texto que se lee – aunque no se lo haga en voz alta –; y, a la vez, pensar en lo que se está »mascullando« o »masticando«.

Es lo que significa aquel pasaje de la Escritura en el cual el sacerdote Eli, viendo que Ana, la esposa de Elcaná, movía los labios, y no oyendo lo que decía, creyó que estaba ebria (1Sam 1,12-13). Y lo que tal vez signifique la »visión del libro«, cuando se le dice al profeta Ezequiel: »Hijo de hombre, come lo que se te ofrece (un libro enrollado); come ... y ve luego a hablar a la casa de Israel. Yo abrí mi boca, y él me hizo comer el rollo ... Lo comí y fe en mi boca dulce como la miel (Ez 3,1-3).

3. Un tercer consejo podría ser el leer el texto con la lapicera en la mano; y, si no se puede subrayar el texto, copiar algunas de sus palabras o frases en un papel aparte. Por ejemplo, los verbos, los tiempos de la acción, los adjetivos o sustantivos, etc. etc.

4. A veces nuestra lectura de la Escritura nos resulta, por así decirlo, árida, porque la hacemos cursivamente, como se lee una novela o una noticia en un diario ... y es, sin embargo, la Palabra de Dios que él nos dirige de corazón a corazón y como esperando una respuesta de fe, de esperanza y de amor.

Debiéramos darle todo su valor a esa frase que en la lectura litúrgica se dice al terminar de leer un pasaje de la Escritura: »Es palabra de Dios« – decimos – y debemos creer que es así, que Dios nos ha hablado, a cada uno de los presentes, a través de las palabras de la Escritura que acabamos de leer o de oír.

Cada frase que leemos – u oímos leer – de la Escritura debe considerarse como un »mensaje«, una provocación al amor, lanzado por un Dios impaciente de hacerse amar. Esta es, en definitiva, la razón por la cual esta »lectura« se llama »divina«: en ella es Dios quien toma la iniciativa, quien nos habla, quien nos dirige su Palabra; y la actitud que nos cuadra no es la de mero »lector«, sino de »oyente de la Palabra«, pero no sólo para oírla, sino para ponerla »por obra«, »no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor de ella« (Sgo 1,22-25) (3).

II. La meditación

El siguiente escalón o etapa de la »lectio divina« se llama »meditación«; y supone el texto leído y releído ... hasta llegar a una palabra o frase que retiene nuestra atención y que consideramos como »palabra de Dios« para cada uno de nosotros.

Y »meditar« quiere decir aquí »rumiar«, como parece que lo hacía la Virgen quien, según Lucas, »guardaba estas cosas y las meditaba (textualmente, »les daba vueltas« – »symballousa« –) en su corazón« (Lc 2,19).

1. Puede ayudar a esta reflexión el buscar otros textos de la Escritura que refle-
jen – o casi lo hagan – la misma situación, pero en otros personajes: Abraham, Moisés, David ... o el mismo Jesucristo, en otros momentos de su vida entre nosotros. Pues – como dice el Vaticano II – »Dios, inspirador y autor de uno
y otro testamento, dispuso tan sabiamente las cosas que el Nuevo estuviera oculto en el Antiguo, y éste manifiesto en el Nuevo. Porque ... los libros del Antiguo Testamento, que fueron recibidos íntegros en la predicación evangélica, adquieren y ostentan su significación completa en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5,17; Lc 24,27; Rm 16,25-26; 2Cor 3,14-16) a la par que lo iluminan y explican« (Dei Verbum, 16).

No se trata, por supuesto, en esta reflexión orante, de una exégesis propiamente dicha que tiene sus reglas técnicas precisas, a partir de los textos originales, sino de una búsqueda de contacto con el texto, a la luz de otros textos que tienen, como único autor principal, a Dios que nos habla por medio de los escritores humanos, cada uno de ellos en su época.

En esta búsqueda de otros textos de la Escritura que nos pueden ayudar en esta segunda etapa o momento de la »lectio divina«, podemos valernos de los textos que, en el margen o en las »notas«, cita la BJ u otras ediciones modernas de la Escritura, como la de Cantera Burgos e Iglesias González, de la BAC maior.

Así se facilita el fenómeno de la »reminiscencia« del que hemos hablado en Lectura de la Escritura y oración, en Boletín de Espiritualidad 100, p. 8.

2. Puede también ayudarnos en esta nuestra »meditación« – segunda etapa o momento de la »lectio divina« – el hacernos preguntas, entrando en diálogo con la Palabra de Dios que estamos leyendo: ¿qué me dice ...?, ¿qué actitud me sugiere ...?, ¿qué misterio me revela ...? Diálogo que podemos instituir con el mismo Señor que nos habla: ¿qué me quieres advertir ...? ¿qué profundidad del corazón humano me descubres ...? O bien, diciéndole simplemente: »Habla, Señor, que tu siervo escucha ...« (1Sam 3,10), esperando en silencio su respuesta.

3. En realidad, esta »meditación« está muy unida a la etapa o momento anterior de la »lectio divina«. »La boca del justo meditará la sabiduría«, dice el Salmista (Sl 36,30, según la Vulgata); y quiere decirnos que no se trata, en esta segunda etapa o momento de la »lectio divina«, de una actividad meramente intelectual, mental, como hoy entendemos cuando hablamos de »meditación«,
sino de una actividad a la vez mental y vocal, del corazón y de los labios. Ni
sólo del corazón – o la mente – ni sólo de los labios, sino de ambos a la vez.

En los textos monásticos griegos y coptos, el vocablo »melete« – en latín, tampoco se excluye este sentido –, sino el pronunciar – como »rumiando« – las palabras sagradas, no sólo en orden a aprenderlas de memoria, sino para asimilarlas, para grabarlas en nuestro corazón.

En este »ejercicio« intervenía el hombre entero: el cuerpo, porque los labios pronunciaban – o masticaban – repetidamente el mismo texto; la memoria, que lo retenía; la inteligencia o entendimiento, que se esforzaba por penetrar la profundidad de su significado; la voluntad, que se proponía llevarlo a la práctica, mezclando, en un solo »ejercicio«, lo vocal con lo mental (4).

Hasta mediados de la Edad Media no se llegó a distinguir claramente entre oración mental y oración vocal. Y hasta esa fecha, difícilmente podía concebirse una persona que orara sin levantar, a la vez, la voz. Y la oración vocal no era, de ninguna manera, un grado inferior de oración, sino la única oración que se conocía.

¿Será por esto que san Ignacio, que en sus Ejercicios habla de »meditación« y de »contemplación«, termina siempre una y otra con una o varias oraciones vocales (el Avemaria, el Alma de Cristo, el Padrenuestro ...)?

Y, al final de su libro de Ejercicios, enseña dos maneras »mentales« de oración vocal: una, deteniéndose en cada palabra de la oración vocal, »contemplando la significación de cada palabra ...« (EE [249-257]); y otra, pronunciando rítmicamente, al compás de la respiración, cada palabra o frase de la oración vocal elegida (EE [258-260]).

Precisamente la primera manera ignaciana de oración vocal, »contemplando la significación de cada palabra ...«, es la que más se parece a la »lectio divina« que estamos explicando; aunque también puede parecerse ésta a la segunda manera de orar rítmicamente.

Resumiendo, diríamos que en la antigüedad cristiana, la diferencia entre oración vocal y mental era menor de la que hoy establecemos, porque no había ninguna oración vocal que no fuera, a la vez, mental; y si la oración deja de ser vocal para hacerse mental, no era por desprecio de la oración vocal, sino por simplificación de la misma.

III. La oración

El tercer momento de la »lectio divina« es la oración: en un cierto punto, la »meditación« deja de serlo para convertirse en oración. O mejor – como acabamos de decir – la meditación es ya oración; pero ahora lo es de un modo más evidente.

1. Esta oración puede tomar la forma de una conversación – san Ignacio habla de »coloquio« (EE [53-54], [109], [147], etc.) – con el Señor, en cuya presencia y bajo cuya mirada me siento ya desde el comienzo de la »lectio divina« (EE [75]); o manteniéndome delante de Él en un silencio amoroso – aunque esto corresponde más bien al momento posterior de la misma »lectio divina«, del que enseguida hablaremos, y que se llama »contemplación« –.

2. Esta oración, tercer momento o etapa de la »lectio divina«, dura todo el tiempo en que se pueda permanecer sin distracciones; y cuando se advierte que éstas vienen y no se van con facilidad, hay que pasar al momento siguiente de la »lectio divina« ... o volver a comenzar con otro texto, haciendo nuevamente sobre él la »lectio divina«.

San Benito decía que »la oración debe ser breve y pura« (Benito, Regla, 20, 4) y entendía por »pura« una oración sin distracciones. Y por eso, para algunos, será más breve, porque no están acostumbrados a estar – se entiende por gracia de Dios – mucho tiempo sin distracciones.

3. Una manera de mantenerse en la oración –o, como diría san Ignacio, en el »coloquio« – sería, manteniendo el mismo tema, cambiar de interlocutor: comenzar, por ejemplo, con la Virgen, luego hablar con Jesucristo; y terminar con el Padre ... o con el Espíritu santo, Maestro de oración, dejándolo a Él orar en nosotros »con gemidos inefables« (Rm 8,26-27).

Es el triple – o cuádruple – »coloquio«, tan recomendado por san Ignacio en momentos claves de los Ejercicios, que termina con un Avemaria, un Alma de Cristo y un Padrenuestro ... o con el Veni Creator.

IV. La contemplación

El cuarto y último momento de la »lectio divina« es la contemplación: dejando los detalles, se contempla el misterio de Dios que está en cada página de
la Escritura, y que ha sido descubierto en los momentos anteriores – lectura, meditación, oración –.

1. Una manera de contemplar es simplificar el »coloquio« del momento anterior, convirtiéndolo en un simple »escuchar« lo que Dios nos dice, adorándolo, ofreciéndose, agradeciéndole ... o también simplemente mirándolo, como lo hacía aquel aldeano que le decía al santo Cura de Ars que su oración consistía en: »Él me mira y yo lo miro«).

2. Si la »lectio divina« era, hasta ahora, una escucha activa, la contemplación – último momento de la misma – es el momento pasivo de la intimidad. Y es importante, porque, de hecho, sólo a nivel de esta intimidad comenzamos a conocer a Dios por experiencia, en el corazón y no sólo con la cabeza. Ciertamente, Dios puede darnos esta contemplación sin pasar por las diversas etapas o momentos de la »lectio divina«; pero, de ley ordinaria, la »lectio divina« la suscita en nosotros de un modo más durable.





Notas:

(*) Para la redacción del presente artículo me he inspirado en dos autores: el Card. C. M. Martini sj, ¿Por qué Jesús hablaba en parabolas Bogotá 1986, p. 97-99 y A. De Mello sj, Sadhana. Un camino de oración, Santander 1979, p. 109-112; y he tenido en cuenta mi artículo anterior titulado »Lectura de la Escritura y oración ignaciana (Lectura de la Escritura y oración, Boletín de Espiritualidad 100, p. 1-24).
La »lectio divina« es un término que viene de la tradición y que significa textualmente »lectura divina«. No es meramente un estudio, sino un auténtico momento de oración, la trama de toda la vida espiritual de la Iglesia (cfr. Dei Verbum, 6) la raíz de toda espiritualidad cristiana, no propia o exclusiva de una u otra espiritualidad, aunque a su difusión contribuyó mucho san Benito y su escuela.

(1) Mencionamos esta »variante« – de cada día o del día del Señor –, porque no creemos que convenga variar todos los días el texto sobre el cual se hace la »lectio divina«, sino hacer ésta, varios días, sobre un mismo texto, que podría ser el del domingo, por la importancia que este día tiene en la vida del cristiano, sacerdote o laico, religioso o no. Sería ésta una manera de tener en cuenta el consejo ignaciano de que »no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente« (EE [2]), haciendo, durante varios días, »repetición« (EE [62]) de una misma »lectio divina«.

(2) De esta manera de »leer también con los labios« y de la razón – y ventajas – de la misma, hemos hablado más largamente en Lectura de la Escritura y oración, Boletín de Espiritualidad 100, p. 5-6 y del »leer repetidamente«, ibidem, p. 6-8).

(3) De esta Palabra de Dios«, cuya lectura se llama »lectio divina«, hablamos más largamente en Lectura de la Escritura y oración, p. 2-5.

(4) Esta descripción de la »meditación«, tal cual la entendían los antiguos monjes como parte de la »lectio divina«, está tomada de Colombás, El monacato primitivo, Madrid 1975, el capítulo »La espiritualidad«; y curiosamente usa las tres palabras con que san Ignacio, en su libro de los Ejercicios, describe su »meditación con las tres potencias«: memoria, entendimiento y voluntad (EE [45]), cuyo »ejercicio« mezcla también con la oración vocal, sea en los »preámbulos«, sea en los »coloquios« (EE [53-54]).









Boletín de espiritualidad Nr. 114, p. 1-8.