Los coloquios en los Ejercicios Espirituales
Miguel Ángel Fiorito sj
San Ignacio termina toda hora de oración con lo que él llama »coloquio« (EE [53], [54], [61], [63], [71]); o sea, con una conversación o plática con Dios Padre, con Jesucristo, con su Madre ...
1. Los textos ignacianos
Veamos, en primer lugar, todos los textos ignacianos por su orden en el libro de los Ejercicios Espirituales.
EE [54]: »El coloquio se hace propiamente hablando así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor, cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y pidiendo consejo en ellas«.
EE [109]: »En fin, hase de hacer un coloquio, pensando lo que debo hablar a las tres Personas divinas, o al Verbo encarnado, o a la Madre y Señora nuestra, pidiendo según en sí sintiere, para más seguir e imitar al Señor nuestro, así nuevamente encarnado«.
EE [199]: »Es de advertir, como antes en parte está declarado, que en los coloquios debemos razonar y pedir según ... la materia de que se trata: es a saber, según que me hallo tentado o consolado; según que deseo haber una virtud u otra; según que quiero disponer de mí a una parte o a otra; según que quiero doler me o gozarme de la cosa o ›misterio‹ que contemplo; finalmente, pidiendo aquello que más eficazmente acerca de algunas cosas particulares deseo. Y de esta manera puedo hacer un solo coloquio a Cristo nuestro Señor, o, sin la materia (que medio o contemplo) o la devoción me mueve, puedo hacer tres coloquios, uno a la Madre, otro al Hijo, otro al Padre ...«.
Hay otros textos que tratan de los »coloquios« en los Ejercicios Espirituales; pero se refieren a temas específicos, como el »primero, segundo y tercer pecado« (EE [53]), »los pecados« (EE [61]), la »repetición del primero y segundo ejercicio« [EE [63]), el »infierno« (EE [71]), etc. etc.
2. Comentario de los textos
Comentemos ahora brevemente los textos ignacianos indicados más arriba, que nos hablan, en general, de los »coloquios« en los Ejercicios Espirituales; y lo haremos frase por frase, en el mismo orden en que las encontramos en los textos.
»Se hace propiamente hablando«: el »coloquio« es, como decíamos al principio, una conversación o plática con Dios o con los santos; y esto es lo que propiamente es oración, tanto para san Ignacio como para toda la tradición orante de la Iglesia.
Todo lo anterior – y de un modo especial la reflexión sobre la materia que se medita o contempla – es sólo preparación para lo que verdaderamente es oración. Por tanto, aunque san Ignacio sólo mencione el »coloquio« al final de la hora de oración, no hay que dejarlo para el final, sino hacerlo en cualquier momento de la oración, cuando me acuerdo en presencia de quién estoy haciendo mi oración o cuando lo que medito o contemplo me mueve a ello, como enseguida veremos.
»Así como un amigo habla a otro (amigo), o un siervo a su señor ...«: de muchas maneras podemos hablar con Dios nuestro Señor. Las dos indicadas por san Ignacio son sólo un ejemplo, que no agota nuestras posibilidades de relacionarnos con el Señor. A veces conviene experimentar otras maneras, como por ejemplo con nuestro Redentor, nuestro Médico, etc. etc.; y a veces conviene variar, incluso durante la misma hora de oración, según el estado del alma o la materia que medito o contemplo me lo sugiere.
Los autores humanos de la Escritura tienen su manera peculiar de hablar con Dios: los Salmos, por ejemplo, lo hacen bajo el título de Señor (Yahvé, en hebreo; Kyrios, en griego y Dominus, en latín). Como dice el Salmo 8,2: »Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra«; donde se ve que »dueño« es sinónimo de »Señor«, pues, como dice el Salmo 95,7: »Él es nuestro Dios, y nosotros somos el pueblo de su pasto ...«, o sea, »Él nos ha hecho y suyos somos ...« (Sl 100,3) y debemos hacer siempre su voluntad.
De la misma manera, cada uno de nosotros tiene que tratar de hallar en [3] su propia experiencia su manera personal de hablar con Dios y usarla en su oración.
»Cuándo pidiendo alguna gracia, cuándo culpándose por algún mal hecho, cuándo comunicando sus cosas y pidiendo consejo en ellas ...«: es una enumeración, que no tiene por qué ser exhaustiva; pero los tres ejemplos están muy bien elegidos y podríamos decir que abarcan sucintamente todos los temas posibles de conversación con el Señor.
En primer lugar, pedir: es la actitud que más nos cuadra, como pobres e indigentes que somos ante Dios nuestro Señor: sin Él, no podemos nada (cf. Jn 15,5); y con él »nada es imposible ...« (Lc 1,37).
Es la actitud en la que san Ignacio con más frecuencia coloca al ejercitante: al comienzo de la oración (EE [46]), antes de entrar en el tema de meditación o contemplación (EE [48] y passim) y durante todo el curso de la oración, hasta el final de la misma.
Luego, culparnos por algún mal hecho: es una actitud propia de la Primera semana de los Ejercicios, cuando consideramos los pecados propios (EE [48], [55] ...), pero que debe darse durante las demás Semanas.
Es, por supuesto, un culparnos que no es ningún »sentimiento de culpabilidad«, sino un verdadero arrepentimiento que reconoce la misericordia con que Dios nuestro Señor nos trata y que sabe recibir su perdón: como dice la Iglesia en la misa de san Luis Gonzaga, ya que no hemos seguido el camino de la inocencia, sigamos al menos el de la penitencia, que es igualmente válido.
Finalmente, comunicando nuestras cosas y pidiendo consejo en ellas: esto es importante en tiempo de Ejercicios, cuando venimos a »buscar y hallar la voluntad de Dios« (EE [1]), pero es una actitud válida para cualquier momento de nuestra vida.
Además, el consejo es uno de los dones del Espíritu que reposa abundantemente en el Mesías Señor, como dice Is 11,2, con nota de BJ; de modo que es obvio que nos dirijamos al Señor Jesús para pedirle consejo en nuestras cosas.
Y, si pedimos consejo, debemos saber escuchar ... quedándonos en silencio para poder oír su voz. Por tanto, el »coloquio« puede consistir, no sólo en hablar, sino también en callarnos, para poder escuchar al Señor en el silencio de nuestras palabras humanas: como dice santa Teresa: »cuando ... parece que entendemos que (el Señor) nos oye, entonces es bien callar ...« (T J Moradas, Moradas cuartas, III 5).
Estas actitudes de pedir, de arrepentirnos, de buscar consejo ... y, a momentos, de callar para escuchar lo que el Señor quiera decirnos, son, pues, un buen resumen de todas las conversaciones que podemos tener con Dios y con sus Santos.
»Pensando lo que debo hablar ...«: es una manera ingeniosa de preparar nuestra conversación con el Padre, con el Hijo encarnado o con el Espíritu santo – nuestro Maestro de oración (cf. Rm 8,26-27, con nota de BJ) – ... o con la Virgen nuestra Madre, o con cualquier Santo de nuestra devoción; o sea, no comenzar a hablar, sino antes pensar cómo o qué debo hablar »según en mí sintiere...«, y luego hablar como he pensado hacerlo.
Este »pensar ...« puede ser buscar una frase de la Escritura que exprese mis sentimientos en ese momento; y repetirla pausadamente, interiorizándola y gustándola como diremos a continuación.
»Pidiendo según en sí sintiere ...«: nuevamente la actitud de petición; pero esta vez vista claramente desde el mismo sujeto que hace oración, según »en sí sintiere«.
Y como en lo1Sam s Salmos se hallan todos los sentimientos posibles de un orante ante Dios, puede convenir tener preparados diversos versículos de Salmos, para expresar diversos sentimientos. Por ejemplo:
La confianza: »El Señor es mi pastor, nada me puede faltar« (Sl 23,1).
El arrepentimiento: »Crea en mí, oh Dios, un corazón puro ...« (Sl 51,12 con nota de la BJ).
La aceptación de su voluntad: »No se haga mi voluntad, sino la tuya« (Lc 22,42). O el »sí« de la Virgen en la anunciación (cfr. Lc 1,38).
La actitud de escucha de su Palabra: »Habla, Señor, que tu siervo escucha« (1Sam 3,1-10) O, como san Pablo, »¿qué he de hacer, Señor?« (Hch 22,9) (2). 3
Y, así por el estilo, hay muchas de estas cortas frases no sólo en toda la Escritura, sino también en los libros »clásicos« – como la Imitación de Cristo –.
Cada uno de nosotros conoce más de una que despierta en nuestro corazón un eco profundo; y convendría, cuando se la descubre en la lectura espiritual o en la oración, y se la gusta »internamente« (EE [2]), escribirla en una hoja de papel y llevarla consigo – o dentro de la Liturgia de las Horas – y recurrir con frecuencia a dicha hoja durante la oración diaria.
Incluso puede ser útil escribir, no sólo la frase en cuestión, sino – brevemente – el sentido que para él tiene esa frase en su experiencia personal; y, cuando la rece, deténgase en ella »sin ansia de pasar adelante« mientras encuentre satisfacción en ella (EE [76]), porque »no el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y gustar de las cosas internamente« (EE [2]).
»Debemos razonar y pedir ...«: nuevamente la actitud de pedir, en la que, como vemos, insiste mucho san Ignacio y que es tan propia de nuestra situación de »pobres« (cfr. Sof 2,3, con nota de BJ). Esta vez, sin embargo, san Ignacio añade una indicación de cómo mantenernos en dicha actitud: o sea, »razonando ...«, lo cual se puede hacer buscando, en la materia que se medita o se contempla, motivos o razones para pedir.
También se puede »razonar ...« usando una oración vocal; porque, como dice san Agustín, »debemos comprender que nuestro Dios y Señor no pretende que (con nuestras palabras) le descubramos nuestros deseos, pues Él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración (vocal), se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara ... Pedimos a Dios con palabras para que, amonestándonos a nosotros mismos con estos signos externos, vayamos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él ...« (Carta a Proba, Segunda lectura del Domingo XXVIII del Tiempo ordinario).
Por supuesto, también se puede »razonar y pedir ...«, como indicamos poco más arriba, con frases sugerentes de la Escritura o de los libros »clásicos«.
»Según que me hallo tentado o consolado ...«: si me hallo tentado, lo mejor [6] podría ser conversar con el mismo Señor de la misma tentación; y si me hallo consolado, debo – además de gozar de la consolación – agradecérsela a quien me la da, que es el Señor.
»Según que deseo haber una virtud u otra ...«: es un caso particular del pedir, del cual más arriba se habló más en general.
»Según que quiero disponer de mí ...«: se entiende, en la medida que el Señor me lo inspira, porque Él es el dueño de mis »disposiciones«, y yo debo estar siempre dispuesto a lo que Él disponga.
»Según que quiero dolerme o consolarme de la cosa (o »misterio«) que contemplo«: son los dos sentimientos fundamentales, o sea, el dolerme (de mis pecados, de los sufrimientos de Cristo por mis pecados ...), o el gozarme (de la alegría de Cristo resucitado, de las consolaciones que el Señor me da ...).
»Finalmente, pidiendo aquello que más eficazmente acerca de algunas cosas particulares deseo...«: es otra frase con que san Ignacio vuelve a universalizar la importancia que para él tiene la petición; sobre todo la que nace de un deseo eficaz, y no de una mera »veleidad«, propia del »perezoso« (cfr. Prv 13,4, según la Vulgata).
»Y de esta manera puedo hacer un solo coloquio a Cristo nuestro Señor; o si la materia (que medito o contemplo) o la devoción me mueve, puedo hacer tres coloquios: uno a la Madre, otro al Hijo, otro al Padre ...«: se abre el panorama a conversar con uno, o con los tres ... o con más.
3. Pero también hay que saber escuchar
Estas son las indicaciones que san Ignacio da, en su libro de los Ejercicios Espirituales, para el coloquio: o sea, para la conversación o diálogo espiritual durante el curso de la oración – e incluso desde su mismo comienzo, pero sobre todo al final – con Dios nuestro Señor.
Pero hay una indicación que no se puede pasar por alto, poniéndola al mismo nivel que las demás: cuando dice que hay que comunicar con el Señor »sus cosas ... pidiendo consejo de ellas« (EE [54]). O sea, que también hay que saber escuchar lo que Él nos quiera decir, haciendo silencio para escucharlo, no siendo »como los gentiles, que se figuran que por su (sola) palabrería van a ser escuchados« (Mt 6,7) y que nunca hacen silencio para escuchar.
3.1. Los sinópticos, relatando el hecho histórico de la Transfiguración, dan cuenta de que, »cuando una nube los cubrió (a los presentes) con su sombra ... de la nube salía una voz (del Padre)« que les daba este »consejo de vida eterna«: »Escuchadle ...« (Mt 17,5). Pero este »consejo de vida eterna« no es sólo para los discípulos presentes en ese momento (Pedro, Juan y Santiago), ni sólo para los que, durante la vida pública del Señor, pudieron escucharlo, mientras »recorría toda la Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino ...« (Mt 4,23). Tampoco fue para sólo los sirvientes de Caná lo que María les dijo, antes de la conversión del agua en vino: »Haced lo que Él os diga ...« (Jn 2,5).
Ambas voces – la del Padre y la de la Madre –se dirigen hoy – y siempre – también a nosotros, hombres y mujeres del siglo XX; sobre todo después de la Muerte y Resurrección del Señor que nos dice, en la persona de los apóstoles, »Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo« (Mt 28,20).
3.2. Los Ejercicios de san Ignacio dan por supuesta esta realidad del trato directo y personal del Señor con el que hace Ejercicios, pues le dice, al que los da, en la Anotación 15, que »estando en medio como un peso (o fiel de la balanza), deje inmediatamente obrar al Creador con su creatura, y a la creatura con su Creador y Señor« (EE [15]).
Este obrar inmediato del Señor con cada ejercitante no es sólo en cualquier momento de los Ejercicios, sino sobre todo en los momentos de oración formal y retirada; y, de un modo especial, en los »coloquios«, cuando el ejercitante habla con el Señor »así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señor ... comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas« (EE [54]).
Tenemos que estar atentos, no sólo en Ejercicios sino también en la vida cotidiana, a este »consejo« del Señor, en respuesta a nuestra »consulta«, que debemos saber hacer (1Sam 3,9: »Habla, Yahvé, que tu siervo escucha«). O sea, no sólo debemos – en Ejercicios y fuera de ellos – hablar con el Señor, sino también oír lo que Él nos dice.
Así se cumple – tanto en Ejercicios como fuera de ellos – la promesa del Señor: »Fijos en ti mis ojos, seré tu consejero« (Sl 32,8).
Este estar atentos a lo que el Señor nos diga es fundamental en esa »parte« esencial de la oración que es el »coloquio«: para san Ignacio, no basta hablar con el Señor, sino que también debemos hacer silencio para escuchar lo que Él nos dice; y si Él no nos dice nada, seguir con nuestra oración como antes del silencio.
3.3. Ahora bien, si sólo nos hablara el Señor, la cosa sería sencilla; pero, junto con la voz del Señor se oyen »otras voces« que la contradicen o tratan de »taparla«, distrayéndonos de ella.
Porque dice san Ignacio que hay »tres pensamientos o ›voces‹ en mí: es a saber, uno propio mío, el cual sale de mi mera libertad o querer (o de mis hábitos o ›segunda naturaleza‹), y otros dos que vienen de fuera, el uno que viene del buen espíritu (que nos ayuda a oír la voz del Señor), y otro del malo (que contradice o nos distrae, proponiéndonos ›cosa mala o distractiva o menos buena ...‹« (EE [32] y [333]) que la que nos ha sugerido el Señor.
El Señor, pues, no está solo con nosotros (1): Lucifer se hace también presente, ni bien el Señor, que es verdadero »lucífero« (o portador de luz), surge en el horizonte de nuestra historia, como canta la liturgia pascual. Esta ambigüedad del nombre de Lucifer, que la tradición cristiana ha atribuido siempre al que es la verdadera Luz, y a aquel que, según la expresión paulina, »se disfraza de ángel de luz« (2Cor 11,14), es la »ambigüedad« en la que hay que oír la voz del Señor.
San Agustín, que con claridad describe la oposición de las »dos ciudades« – la ciudad de Dios y la ciudad de Satanás –, no deja de señalar que las dos »ciudades« se mezclan en este mundo, y seguirán mezcladas hasta el fin de los tiempos, como lo están el trigo y la cizaña (Mt 13,24 ss.).
La intención del »enemigo de la naturaleza humana« – como le gusta decir a san Ignacio (EE [7] y passim) –, que persistirá – como dice el Señor (Vaticano II, Gaudium et Spes, 37) – hasta »el último día«, es la de »tentar«, esto es, atraparnos con sus »redes«, como dice san Pablo (1Tim 3,7; 2Tim 2,26). Y no es sólo la crudeza desenmascarada del mal como tal lo que atraerá al hombre – mal inhumano, porque el tentador es »homicida desde el principio« (Jn 8,44) [9] y »mentiroso y padre de la mentira« (ibidem, con nota de la BJ) –, sino también con la apariencia del bien con que se disimulan los »engaños del Tentador«.
Es un falso »profeta« que no habla en nombre de »falsos dioses«, sino que pretende – con más frecuencia de lo que pensamos – ser inspiración del verdadero Dios y moción del Espíritu santo. Y, además, la infiltración omnipresente del Tentador no está solamente »fuera« de nosotros – o sea, de nuestra libertad –, sino que encuentra en nuestro interior más interior – en el corazón – fuertes connivencias, que son »estridencias« que nos impiden oír, con nitidez, la voz del Señor.
Y adviértase que, reconocer que esta potencia infernal se puede extender sobre todo y en todo campo, no significa ser »pesimista« sino »realista en la fe«. Cuando tratamos de oír la voz del Señor, debemos con mucha atención distinguir entre el bien que viene de Dios, y el mal – e incluso el »bien« aparente – que viene de nuestro enemigo: en el interior de cualquier decisión nuestra, estamos siempre expuestos al influjo del Tentador, sea en nuestras disposiciones subjetivas, sea en nuestra solidaridad con el »espíritu del tiempo«.
De ahí la importancia que tiene, durante los Ejercicios, la ayuda del que nos los da; y, fuera de Ejercicios, de un »acompañante« o »director espiritual« cualificado de quien, como dice san Ignacio en su Directorio, 19, »es ayudar a discernir los efectos del buen espíritu y del malo«; »cuatro ojos ven más que dos«; y aunque el primero que debe discernir es el que tiene la experiencia espiritual y siente las »mociones«, la tarea del que da los Ejercicios – o »acompaña, fuera de Ejercicios, la experiencia en la »vida del Espíritu« –, es ayudarlo en su discernimiento. Y a esta tarea, que consiste en comunicar las mociones que se sienten – tanto dentro como fuera del tiempo dedicado a la oración formal y retirada – y en ayudar a discernirlas, hay que dedicar la mayor parte y la más importante de la entrevista diaria – o mensual, en el caso de la dirección espiritual, fuera de Ejercicios.
4. Claves para aprender a escuchar
Dejemos el tema de la »tentación«, y volvamos al tema de la gracia de escuchar la palabra de Dios, por ejemplo, cuando leemos la Escritura (2): »Cuando oramos, somos nosotros los que hablamos con Dios; pero, cuando leemos la Escritura, es Dios quien habla con nosotros« (Dei Verbum, 25 al final). Este es un principio clásico, elaborado ya en la época patrística, y muy querido y subrayado por san Jerónimo, y modernamente recordado por el Vaticano II.
4.1. Ahora bien, en la exégesis medieval, los teólogos encontraban diversos sentidos a la Palabra de Dios: la división cuatripartita de estos sentidos es la más conocida, y nos lleva a una lectura de la Palabra de Dios en cuatro »claves« diversas.
La clave literal es la lectura más obvia – como decía san Ignacio, es »el fundamento verdadero de la historia« de la Anotación 2 (EE [2]) –, la más clara y sencilla: consiste en leer lo que significan las »voces« o palabras; y podríamos decir que es la lectura más »superficial«, sin darle a esta expresión un sentido peyorativo.
La clave alegórica es más profunda que la anterior: es un modo de leer penetrado de la fe en Cristo. La alegoría nos dice que toda Escritura se cumple en el Nuevo Testamento, centrándose en el mismo Cristo, »clave de la Escritura«. Y así, en 1Cor 10,4 (con nota de la BJ), Pablo usa esta clave dando un sentido espiritual a la roca del desierto, de la que bebieron los israelitas, pues – al narrar el episodio – acota que »la roca era Cristo«.
La clave tropológica o moral refiere la Palabra de Dios a las acciones humanas: la Escritura me dice, según esta clave, qué tengo que hacer, cómo debo comportarme. Pablo usa este sentido en el mismo lugar que acabamos de citar, pues – después de describir las calamidades ocurridas a los rebeldes del pueblo de Dios – hace una clara alusión al comportamiento de quienes ahora leen el drama del desierto: »Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos lo malo, como ellos codiciaron ... ni murmuréis como algunos de ellos murmuararon« (1Cor 10,6-13, con notas de la BJ).
La clave anagógica es la más profunda: es, según su significado etimológico, la que »conduce más arriba«. Es la que nos habla de las cosas que esperamos: del cielo, de la vida futura. Los Santos Padres se prodigan en un aluvión de comparaciones y epítetos para subrayar la elevación de esta clave.
Leer anagógicamente la Escritura es despertar el »sentido de las cosas más [11] elevadas« con una especie de entendimiento angélico; o bien descubrir, en las realidades de la Jerusalén terrestre, las imágenes de la Jerusalén celestial (A H La ciudad de Dios, XV 2).
4.2. Toda esta riqueza nos hace comprender que estas claves de lectura bíblica no son una artificialidad para encontrar automáticamente una respuesta cuasimágica a nuestros problemas: los especialistas de estas claves – los Padres – nos dicen que cuanto más aparentemente sencilla e insignificante es una palabra de la Escritura, una frase de Cristo en los Evangelios, un versículo de un Salmo, más profundos y misteriosos significados posee.
En cuanto a nosotros, nos corresponde leer repetidamente las Escrituras; y a la gracia de Dios sugerirnos, en cada caso, la clave en la cual leamos (literal, alegórica, tropológica o moral, anagógica), sin que nosotros nos debamos proponer conscientemente en qué clave leer.
Un exegeta profesional puede hacer conscientemente una lectura en una u otra clave; pero nosotros no somos exegetas, sino simples cristianos. Una vez acabada nuestra lectura – o escucha de la Palabra de Dios –, podemos constatar – si lo queremos – en qué clave, de hecho, hemos leído la Palabra de Dios. Pero ni aún esto último es necesario, porque es el Espíritu el que lee en nosotros, ya que se nos ha prometido que »el Espíritu santo nos lo enseñará todo y nos lo recordará todo« (Jn 14,26, con nota de la BJ).
5.
Lo que hemos dicho de las »claves« para escuchar lo que el Señor nos pide, se puede explicar también, con lenguaje ignaciano, hablando de los »tiempos de elección« o de hallazgo de la voluntad del Señor.
5.1. San Ignacio habla de tres »tiempos – o modos – de elección« o reforma de vida, según la voluntad del Señor (EE [175-177] y [189]). »El primer tiempo – dice san Ignacio – es cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad que, sin dudar ni poder dudar, el ánima devota sigue lo que le es mostrado ...« (EE [175]). Y pone como ejemplos a san Pablo (Hch 9,3-9; 22,6-11; 26,12-18; Gal 1,15-17) y a san Mateo (Mt 9,9; Mc 2,13-14; Lc 5,27-28).
»El segundo tiempo, cuando se toma bastante claridad y conocimiento de [12] la voluntad de Dios ... por experiencia de discreción de varios espíritus« (EE [176]). Y »El tercer tiempo es tranquilo, cuando el ánima no es agitada y usa de sus potencias naturales libre y tranquilamente« (EE [177]). Y, en este caso, san Ignacio propone dos »procedimientos« distintos: el uno, el de anotar las razones que uno tiene en favor y en contra de una y de otra alternativa; y el otro, hacer diversas consideraciones que se pueden ver en EE [184-187], y que fundamentalmente consisten en imaginarse que uno está en una situación en que ciertamente se querrá hacer la voluntad de Dios (como en el momento de la muerte, del juicio, etc. etc.), y pensar que querría haber hecho entonces.
5.2. Resumiendo, diríamos que, para san Ignacio, dos serían los modos o procedimientos fundamentales para hallar la voluntad de Dios.
Uno, ver a lo que nos inclinamos »sin dudar ni poder dudar ...«, teniendo en cuenta que el Tentador se puede disfrazar de »ángel de luz« (2Cor 11,14 y EE [332-333]); o que puede agregar cosas de »su cosecha«, después de haber actuado el Señor »sin dudar ni poder dudar« (EE [336]).
Y otro – que mezcla el »segundo tiempo« con el »tercero« –, anotando las razones o sentimientos que se nos ocurren, sea a favor, sea en contra de ambas alternativas entre las cuales buscamos la voluntad del Señor: no sólo las razones que se nos ocurren »fríamente«, sino también los afectos, sentimientos o mociones que »sentimos« (3).
5.3. Digamos – para terminar con el magisterio ignaciano – que no es despreciable lo que se nos ocurre en »tiempo tranquilo, cuando el ánima no es agitada de varios espíritus ...« (EE [177]). O sea, lo que la razón nos sugiere como voluntad de Dios, conocida en nuestra »regla de vida« – si la tenemos, por ser, por ejemplo, religiosos –, o en las obligaciones normales de nuestro estado de vida – familiar, profesional, etc.
En otros términos, lo que nos sugiere la prudencia natural o conciencia, que no sólo nos dicta perentoriamente lo que no debemos hacer, sino que indica lo que, de ordinario, debemos hacer, si queremos cumplir con las obligaciones propias de nuestro estado de vida.
Nada de esto es de despreciar, ya que corresponde al momento en que – como san Ignacio dice – »el ánima ... usa de sus potencias libre y tranquilamente« (EE [117]); y las »potencias« nos han sido dadas por Dios nuestro Señor, »no para confiar (solamente) en ellas, sino para cooperar con la divina gracia, según la orden de la suma Providencia de Dios nuestro Señor, que quiere ser glorificado con lo que Él nos da como Creador, que es lo natural ...« (Const. [814]).
6. Conclusión
Concluyamos diciendo que, en el »coloquio« – tal cual san Ignacio nos lo enseña en sus Ejercicios (EE [54], [109], [199] ...) –, no sólo hemos de pedir, sino también escuchar.
Y, para ello, de tanto en tanto debiéramos saber interrumpir no sólo nuestras reflexiones sobre el tema de la meditación o contemplación, sino también nuestras peticiones – tan dignas, por otra parte, de ser hechas con frecuencia porque somos en verdad »pobres« ante el Señor – para decir, desde el fondo de nuestro corazón – como Samuel – al Señor: »Habla, Señor, que tu siervo escucha« (1Sam 3,9), haciendo sobre todo fuerza en esas dos palabras tan relacionadas entre sí (»Señor« y »siervo«), ya que en verdad somos »siervos inútiles« (Lc 17,10, con nota de la BJ) que ni siquiera sabemos hacer »silencio« – como la Liturgia de la Iglesia tanto lo recomienda – para escuchar lo que nos dice nuestro Señor.
Notas:
(1) Nos hemos inspirado, para esta parte que se refiere a la »tentación«, inevitable en nuestro diálogo con el Señor, en P.-H. Kolvenbach, In cammino verso la Pasqua, en La Civiltà Cattolica 1988, 108-109.
(2) Y no sólo cuando leemos la Escritura, sino también cuando consideramos, a la luz de la misma Escritura, los acontecimientos de nuestra vida ordinaria. Sobre las »claves« de la interpretación de la Escritura y de la vida, cfr. M. Ballester, Leer espiritualmente la vida, en Boletín de Espiritualidad 81, p. 8-10.
(3) Cf. M. A. Fiorito, Cómo buscar y hallar la voluntad de Dios, en Boletín de Espiritualidad 81, p. 1-9.
Boletín de espiritualidad Nr. 118, p. 1-13.